Читать книгу El misterio de Riddlesdale Lodge - Дороти Ли Сэйерс, Дороти Сэйерс - Страница 5
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”Con premeditación”
Оглавление¡Oh! ¿Quién hizo esta muerte?
Otelo
Lord Peter Wimsey se estiró voluptuosamente entre las sábanas proporcionadas por el hotel Meurice. Tras sus esfuerzos en el enrevesado misterio de Battersea, había seguido el consejo de sir Julián Fake de que se tomase unas vacaciones. De repente se había cansado de desayunar todas las mañanas con los ojos puestos en el Green Park; había comprendido que la compra de primeras ediciones en las subastas constituía un ejercicio insuficiente para un hombre de treinta y tres años, y hasta los crímenes de Londres estaban adulterados. Abandonó su piso y sus amigos, huyendo hacia las regiones salvajes de Córcega. Durante tres meses dio de lado a cartas, periódicos y telegramas. Escaló montañas, admirando desde lejos la belleza salvaje de las campesinas corsas y estudiando la vendetta en su propio ambiente. En tales medios, el asesinato no solamente se hacía razonable, sino simpático. Bunter, su hombre de confianza y que le ayudaba en sus investigaciones policíacas, había sacrificado noblemente sus costumbres civilizadas, dejando que su amo anduviese sucio y hasta sin afeitar. Su fiel aparato, que fotografiaba corrientemente huellas dactilares, solo tomaba paisajes rocosos. ¡Qué bien sentaba aquel descanso!
Sin embargo, la voz de la sangre tiraba de lord Peter. La noche anterior habían regresado a París en un espantoso tren y deshecho su equipaje. La luz otoñal, al filtrarse a través de las cortinas, acariciaba los frascos de tapones de plata colocados sobre el tocador y delineaba la pantalla de una lámpara eléctrica y los contornos del teléfono. Un ruido cercano de agua corriente anunciaba que Bunter acababa de abrir los grifos de la bañera y colocaba en su sitio el jabón de olor, la esponja y las sales de baño, que hubiesen sido inútiles en Córcega, y el delicioso cepillo de mango largo que tanto placer le producía al pasárselo a lo largo de la columna vertebral.
“Todo es contraste en la vida” – se dijo lord Peter, que filosofaba medio dormido —. Córcega…, París…, después Londres… Buenos días, Bunter.
– Buenos días, milord. Hermosa mañana, milord. El baño de su señoría está ya preparado.
– Gracias – respondió lord Peter.
Pestañeó a la luz del sol.
Fue un baño estupendo. Se preguntó, mientras se enjabonaba, cómo pudo resistir en Córcega, y tatareó los compases de una canción. En medio de un soporífero intervalo, oyó al valet de chambre traer el café y los bollitos. ¡Café y bollitos! Salió de la bañera salpicándolo todo, se frotó voluptuosamente con la toalla, se envolvió su largo tiempo mortificado cuerpo en una bata de seda y ganó su dormitorio a buen paso.
Con inmensa sorpresa vio que míster Bunter, pausadamente, metía en el neceser todos los útiles de tocador. Otra asombrada mirada le mostró que sus maletas…, apenas abiertas la noche anterior…, estaban cerradas de nuevo y preparadas para un viaje.
– ¿Qué pasa, Bunter? – preguntó su señoría —. ¿No sabes que tenemos la intención de pasar aquí quince días?
– Perdóneme, milord – respondió Bunter, deferente —. Pero después de leer The Times (que llega aquí todas las mañanas por avión, milord), no dudé de que su señoría desearía marchar inmediatamente a Riddlesdale.
– ¿A Riddlesdale? – preguntó Wimsey —. ¿Qué sucede?.. ¿Le ocurre algo a mi hermano?
Por toda respuesta, Bunter le alargó el periódico, doblado de forma que dejaba ver el siguiente encabezamiento:
EL CRIMEN DE RIDDLESDALE
Detención del duque de Denver,
acusado de asesinato
Lord Peter abrió los ojos como si estuviese hipnotizado.
– Pensé que su señoría no querría perderse esto – dijo Bunter —, así que me tomé la libertad de…
Lord Peter se recobró.
– ¿A qué hora sale el primer tren? – preguntó.
– Pido perdón a su señoría… Creí que su señoría desearía llegar lo más rápidamente posible… Y me permití sacar dos billetes para el avión Victoria, que sale a las once y media.
Lord Peter miró el reloj.
– Las diez – dijo —. Perfectamente. Hiciste muy bien. ¡El pobre Gerald, detenido por asesinato! ¡Pobre viejo! ¡Tiene que ser terriblemente doloroso para él! Siempre le tuvo horror a mis relaciones con la Policía. Y ahora le ha tocado a él… Lord Peter Wimsey en la barra de los testigos… Es muy desagradable para un hermano… El duque de Denver en el banquillo de los acusados… es todavía peor. En fin, lo menos que podemos hacer es desayunar.
– Sí, milord. El relato del juicio viene completo en el periódico, milord.
– ¿Sí?.. ¿Quién está encargado del caso?
Míster Parker, milord.
– ¿Parker? ¡Estupendo! ¡Magnífico Parker! Me gustaría saber cómo se las ha arreglado para que le encargaran. ¿Qué aspecto tiene la cosa, Bunter?
– Si me lo permite, milord, le diré que este caso será muy interesante. Existen detalles extremadamente sugestivos en la declaración de los testigos.
– Desde un punto de vista criminológico, apostaría a que es interesante – replicó su señoría, sentándose a tomar su café au lait-; pero, al mismo tiempo, es terriblemente molesto para mi hermano al no sentirse inclinado hacia la criminología, ¿eh?
– Pues sí. Milord – respondió Bunter —. Se dice, milord, que no hay nada como tener un interés personal.
“Hoy tuvo lugar en Riddlesdale el juicio sobre la muerte del capitán Denis Cathcart, cuyo cadáver fue encontrado el jueves, a las tres de la madrugada, delante de la puerta del invernadero de Riddlesdale Lodge, el pabellón de caza del duque de Denver. Según las declaraciones tomadas, el difunto discutió acaloradamente con el duque de Denver, la víspera por la noche, y fue poco después cuando se oyó un disparo de revólver en un bosquecillo cercano a la casa. Se encontró el revólver, propiedad del duque, muy cerca del escenario del crimen. El jurado dictó veredicto de culpabilidad contra el duque de Denver. Lady Mary Wimsey, hermana del duque, que estaba prometida al difunto, se desmayó después de declarar y se encuentra gravemente enferma en Riddlesdale Lodge. La duquesa de Denver, que había partido precipitadamente de Londres ayer, estuvo presente en el juicio. Más información en la página 12”.
“¡Pobre Gerald! – pensó lord Wimsey, mientras volvía las páginas del periódico hasta llegar a la número 12 —. ¡Y pobre Mary! Me gustaría saber si, realmente, estaba enamorada de ese individuo. Mamá aseguraba que no; pero Mary no hizo jamás confidencias a nadie”.
La información íntegra empezaba por describir el pueblecito de Riddlesdale, donde el duque de Denver había alquilado recientemente, para la temporada, un pequeño pabellón de caza. Cuando ocurrió la tragedia, el duque se hallaba instalado allí con algunos invitados. En ausencia de la duquesa, lady Mary Wimsey actuaba de anfitriona. Los otros invitados eran el coronel Marchbanks y su esposa, el honorable Frederick Arbuthnot, míster Pettigrew-Robinson y señora, y el muerto, Denis Cathcart.
El primer testigo fue el duque de Denver, quien declaró haber descubierto el cadáver. Según sus palabras, al entrar en la casa por la puerta del invernadero, a las tres de la madrugada del jueves 14 de octubre, tropezó su pie contra algo. Encendió la linterna eléctrica y vio a sus plantas el cuerpo de Denis Cathcart. Inmediatamente le dio la vuelta y descubrió que Cathcart había recibido un balazo en el pecho. Estaba muerto. Cuando Denver se hallaba inclinado sobre el cadáver, oyó un grito en el invernadero y, al alzar la vista vio a lady Mary Wimsey que le miraba llena de horror. La muchacha salió por la puerta del invernadero y exclamó en seguida: “¡Oh Dios mío! ¡Tú le has matado, Gerald!” (Sensación)[3].
EL CORONER. – ¿Le sorprendió esta acusación?
DUQUE DE D. – Estaba tan pasmado y tan desconcertado por el hecho… Creo que le dije a mi hermana: “No mires”, y ella me respondió: “¡Oh, es Denis! ¿Cómo ha ocurrido?.. ¿Fue un accidente?”. Yo me quedé junto al cadáver y la mandé a la casa para que despertara a la gente.
EL CORONER. – ¿Esperaba usted ver a lady Mary Wimsey en el invernadero?
DUQUE DE D. – Como he dicho, estaba tan sorprendido que ni pensé en ello.
EL CORONER. – ¿Recuerda cómo estaba vestida?
DUQUE DE D. – Me parece que no estaba en pijama. (Risas). Creo que llevaba puesto un abrigo.
EL CORONER. – Según tengo entendido, lady Mary Wimsey estaba prometida en matrimonio al difunto.
DUQUE DE D. – Sí
EL CORONER. – ¿Le conocía usted bien?
DUQUE DE D. – Era hijo de un antiguo amigo de mi padre. Sus padres han muerto. Creo que vivía principalmente en el extranjero. Me lo encontré por casualidad durante la guerra y, en mil novecientos diecinueve, vino con permiso a Denver. Se hizo novio de mi hermana en los primeros días de este año.
EL CORONER. – ¿Con su consentimiento y el de la familia?
DUQUE DE D. – ¡Claro está!
EL CORONER. – ¿Qué clase de persona era el capitán Cathcart?
DUQUE DE D. – Pues… era un brillante oficial. Ignoro lo que hacía antes de entrar en el ejército en mil novecientos catorce. Creo que vivía de sus rentas; su padre estaba en buena posición. Excelente tirador, practicaba todos los deportes a la perfección. Nunca oí nada en contra de él… hasta aquella noche.
EL CORONER. – ¿Qué oyó?
DUQUE DE D. – Pues… la cuestión es… que fue terriblemente extraño. El… Si otro cualquiera que no hubiera sido Tomray Freeborn lo hubiese dicho, jamás lo habría creído. (Sensación).
EL CORONER. – Siento tener que preguntar a su gracia de qué hechos acusa al difunto.
DUQUE DE D. – Pues no… No le acuso, exactamente. Un antiguo amigo mío hizo la insinuación. Como es lógico, supuse que debía de ser un error. Por tanto, fui a preguntárselo a Cathcart y, ante mi asombro, admitió que era verdad. Entonces, ambos montamos en cólera, y él me dijo que me fuera al demonio, saliendo precipitadamente de la casa. (Nueva sensación).
EL CORONER. – ¿Cuándo tuvo lugar la discusión?
DUQUE DE D. – El miércoles por la noche. Esa fue la última vez que le vi vivo. (Gran emoción en la sala).
EL CORONER. – Por favor…, por favor… No podemos permitir tal disturbio… ¿Sería su gracia tan amable que me hiciera, con el mayor número de detalles que le fuera posible, un relato exacto de la discusión?
DUQUE DE D. – Ocurrió de la siguiente manera: Habíamos estado cazando todo el día y cenamos temprano. Aproximadamente a las nueve y media, todos empezamos a bostezar. Mistress Pettigrew-Robinson y mi hermana subieron a acostarse, y nosotros nos encontrábamos tomando un último trago en la sala del billar cuando Fleming, mi mayordomo, entró con la correspondencia. Como el cartero tiene que recorrer casi cinco kilómetros desde el pueblo hasta mi casa, nos llega siempre a última hora de la tarde. No… Yo no estaba en el salón de billar en ese momento… Me hallaba cerrando con llave la puerta de la habitación en que guardamos las armas. La carta era de un antiguo condiscípulo al que no había visto desde hacía años: Tom Freeborn… y al que conocí en la casa…
EL CORONER. – ¿En qué casa?
DUQUE DE D. – En Christ Church, Oxford. Me escribía diciéndome que, por los periódicos de Egipto, se había enterado del compromiso matrimonial de mi hermana.
EL CORONER. – ¿En Egipto?
DUQUE DE D. – Quiero decir que él estaba en Egipto… Tom Freeborn, ¿comprende?.., y por ese motivo era por lo que no me había escrito antes. Es ingeniero. Fue allí después que la guerra terminó, y como se halla en alguna parte cerca de las fuentes del Nilo, los periódicos no le llegan regularmente. Me decía que debía perdonarle por inmiscuirse en un asunto tan delicado, y me preguntaba si yo sabía quién era Cathcart. Decía que se había encontrado con él en París durante la guerra y que hacía trampas en el juego para poder vivir; que podía jurar que era cierto y dar detalles sobre una fea historia vivida por ese individuo en no sé qué lugar de Francia; añadía que seguramente querría partirle la cara…, a Freeborn…, por meterse en lo que no le importaba, pero que había visto la fotografía del tipo en el periódico y que estimaba que yo debía enterarme de quién era el que se iba a casar con mi hermana.
EL CORONER. – ¿Le sorprendió a usted esta carta?
DUQUE DE D. – Al principio no podía creerlo. Si no hubiese sido el querido Tom quien me lo decía, hubiera arrojado la carta al fuego, y, aun así, me resistía a creerlo. Quiero decir que no era lo mismo que si hubiese sucedido en Inglaterra, ¿comprende?.. Los franceses se suben a la higuera por nada. Pero se trataba de Freeborn, y no es hombre que cometa errores.
EL CORONER. – ¿Qué hizo usted?
DUQUE DE D. – Cuanto más pensaba en el asunto, más me desagradaba. Pero no podía quedarme quieto; por tanto, pensé que lo mejor era hablar del asunto inmediatamente a Cathcart. Todos mis invitados habían subido a sus habitaciones mientras yo permanecía sentado pensando sobre ello; así que subí a la habitación de Cathcart y llamé a la puerta. “¿Quién es?” o “¿Quién demonios es?”, preguntó, o algo por el estilo, y yo entré. “Escuche, le dije. ¿Podría hablar unas palabras con usted?”. Me respondió: “Sí, pero dese prisa”. Me sorprendió un poco su tono…, porque, corrientemente, no era brusco. “Pues se trata – le dije – de que he recibido una carta que no me ha agradado nada, y me ha parecido que lo mejor sería traérsela a usted para poner las cosas en claro. Es de un hombre…, un hombre honrado…, antiguo compañero de colegio, quien me escribe que conoció a usted en París”. Cathcart me interrumpió en un tono bastante desagradable. “París – exclamó —. ¡París! ¿Por qué diablos viene usted a hablarme de París?”. Yo le dije: “No hable de esa forma. Está fuera de lugar, dadas las circunstancias”. “¿Adónde quiere usted ir a parar? – gritó Cathcart —. Escupa lo que sea y váyase a acostar, por el amor de Dios”. “De acuerdo – contesté —. Un individuo llamado Freeborn asegura que le conoció a usted en París, donde hacía trampas en el juego para conseguir dinero”. Yo creí que iba a protestar, pero respondió sencillamente: “¿Y qué?”. “¿Cómo y qué? -repliqué —. No pensará usted que voy a creer semejante cosa sin tener pruebas”. Entonces él me dijo algo muy gracioso: “Lo que se cree no tiene importancia… Lo que cuenta es lo que se sabe sobre las gentes”. Yo le dije: “¿Eso quiere decir que no lo niega usted?”. Me respondió: “¿Para qué? Yo no soy quién para negarlo. Es usted quien se tiene que hacer una opinión. Nadie podrá decirle que no es verdad”. En ese momento, se levantó bruscamente de su asiento, estando a punto de derribar la mesa, y añadió: “Me tiene sin cuidado lo que usted piense o lo que haga; pero salga de aquí, por el amor de Dios, y déjeme en paz”. “Escuche – le dije —. No tiene por qué tomarlo así. Yo no he dicho que lo crea…, en realidad. Estoy seguro de que se trata de un error, pero es usted el prometido de mi hermana Mary y no puedo quedarme tranquilo hasta que llegue al fondo del asunto”. “¡Oh! Si es eso lo que le preocupa, puede tranquilizarse. No ha lugar”. “¿De qué no ha lugar?”, pregunté. “De nuestro compromiso”, respondió. “¿Cómo? Si anteayer estuve hablando de eso con Mary”. Me dijo: “Es que aún no le he dicho nada”. “Bien. Me da la impresión de que es usted un perfecto sinvergüenza. ¿Quién demonios cree que es usted? ¿Por quién ha tomado a mi hermana?”. Le dije muchas cosas, todo cuanto se me vino a la boca, y terminé con la siguiente frase: “¡Salga de esta casa inmediatamente! ¡No queremos entre nosotros a un canalla como usted!”. “Me iré”, y tras empujarme al pasar, se precipitó a la escalera y salió de la casa dando un golpazo a la puerta.
EL CORONER. – ¿Qué hizo usted?
DUQUE DE D. – Me fui a mi dormitorio, que tiene una ventana sobre el invernadero, y desde allí le grité que no hiciera el imbécil. Estaba lloviendo torrencialmente y hacía un frío terrible. No regresó, así que le dije a Fleming que dejase la puerta del invernadero abierta…, por si lo pensaba mejor…, y me fui a la cama.
EL CORONER. – ¿Qué explicación puede usted sugerir a la conducta de Cathcart?
DUQUE DE D. – Ninguna. Me causó vértigo sencillamente. Pero debió de darse cuenta de que había recibido alguna carta y de que él había perdido la partida.
EL CORONER. – ¿No mencionó usted el asunto a nadie más?
DUQUE DE D. – No era agradable, y pensé que sería mejor dejarlo estar hasta la mañana siguiente.
EL CORONER. – Entonces, ¿usted no hizo nada más?
DUQUE DE D. – No. No tenía ningún deseo de correr detrás de Cathcart. Estaba demasiado colérico. Además, pensaba que él cambiaría de idea antes que pasara mucho tiempo… Hacía una noche de perros y no llevaba encima más que el esmoquin.
EL CORONER. – Así, pues, usted se fue derecho a la cama y no volvió a ver más al difunto, ¿no es eso?
DUQUE DE D. – No le volví a ver hasta el momento en que tropecé con él delante de la puerta del invernadero, a las tres de la madrugada.
EL CORONER. – ¡Ah! ¿Sí? Ahora nos explicará usted qué hacía levantado a esas horas de la madrugada.
DUQUE DE D. – (Titubeando). No lograba coger el sueño… Salí a dar un breve paseo.
EL CORONER. – ¿A las tres de la madrugada?
DUQUE DE D. – Sí. (Con repentina inspiración). Escuche: mi esposa no estaba… (Risas y algunas advertencias desde el fondo de la sala).
EL CORONER. – ¡Silencio, por favor!.. ¿Quiere usted decir que salió a esa hora de una noche de octubre para dar un paseo por el jardín bajo una lluvia torrencial?
DUQUE DE D. – Sí. Solamente para dar un paseíto. (Risas).
EL CORONER. – ¿A qué hora abandonó usted su dormitorio?
DUQUE DE D. – Pues… aproximadamente a las dos y media, diría.
EL CORONER. – ¿Por dónde salió usted?
DUQUE DE D. – Por la puerta del invernadero.
EL CORONER. – ¿El cadáver no se hallaba allí cuando usted salió?
DUQUE DE D. – ¡Claro que no!
EL CORONER. – ¿Porque lo habría usted visto?
DUQUE DE D. – ¡Naturalmente! Hubiera tenido que pasar por encima de él.
EL CORONER. – ¿Adónde fue usted exactamente?
DUQUE DE D. – (Vagamente). Pues… a dar una vuelta.
EL CORONER. – ¿No oyó usted el disparo?
DUQUE DE D. – No.
EL CORONER. – ¿Se alejó usted mucho de la puerta del invernadero y del bosquecillo?
DUQUE DE D. – Pues… sí, debía de hallarme bastante lejos. Tal vez por eso no oyera el disparo. Eso tiene que haber sido.
EL CORONER. – ¿Estaría usted a quinientos metros de allí?
DUQUE DE D. – Posiblemente… Quizá más.
EL CORONER. – ¿A más de quinientos metros?
DUQUE DE D. – Pues sí. Como hacía frío, anduve de prisa.
EL CORONER. – ¿En qué dirección?
DUQUE DE D. – (Con visible vacilación). Hacia la parte trasera de la casa, en dirección a la pradera.
EL CORONER. – ¿A la pradera?
DUQUE DE D. – (Con más seguridad). Sí.
EL CORONER. – Pero si usted se hallaba a más de quinientos metros, habría salido del parque, ¿no?
DUQUE DE D. – Pues… ¡oh, sí!.., creo que sí. Di algunos pasos por la landa, ¿comprende?
EL CORONER. – ¿Puede usted enseñarnos la carta que recibió de míster Freeborn?
DUQUE DE D. – ¡Oh, claro que sí!.., si la encuentro. Creí que la había metido en mi bolsillo, pero no la encontré cuando quise enseñársela a ese individuo de Scotland Yard.
EL CORONER. – ¿La destruiría usted accidentalmente?
DUQUE DE D. – No… Estoy seguro de que la puse aquí… ¡Oh!.. (En este momento el testigo se detuvo, todo confundido, y enrojeció). Ahora recuerdo. La rompí.
EL CORONER. – Es una mala suerte. ¿Cómo fue eso?
DUQUE DE D. – Lo había olvidado. Lo he recordado ahora mismo. Temo que haya desaparecido por las buenas.
EL CORONER. – ¿Conserva, tal vez, el sobre?
El testigo negó con la cabeza.
EL CORONER. – Entonces, ¿no puede presentar al jurado ninguna prueba de haberla recibido?
DUQUE DE D. – No, a menos que Fleming la recuerde.
EL CORONER. – ¡Ah, sí! Sin duda tendremos ahí un medio de comprobarlo. Agradecido, su gracia… Llamad a lady Mary Wimsey.
La noble dama, que era, hasta la trágica madrugada del día 14 de octubre, la prometida del muerto, levantó un murmullo de simpatía a su aparición. Rubia y esbelta, con sus mejillas, corrientemente rosadas, ahora de color ceniza, parecía la imagen del dolor. Iba vestida completamente de negro e hizo su declaración en un tono de voz tan bajo que, a veces, era casi inaudible[4].
Después de haberle expresado su condolencia, el coroner le preguntó.
EL CORONER. – ¿Cuánto tiempo llevaba prometida al difunto?
TESTIGO. – Ocho meses aproximadamente.
EL CORONER. – ¿Dónde le conoció usted por primera vez?
TESTIGO. – En Londres, en casa de mi cuñada.
EL CORONER. – ¿En qué fecha fue eso?
TESTIGO. – Creo que fue en junio del año pasado.
EL CORONER. – ¿Era usted completamente feliz en su noviazgo?
TESTIGO. – Completamente.
EL CORONER. – Como es lógico, usted vería con mucha frecuencia al capitán Cathcart. ¿Le contó algo de su vida anterior?
TESTIGO. – No mucho. No éramos dados a hacernos confidencias. Corrientemente discutíamos sobre temas de interés común.
EL CORONER. – ¿Eran numerosos esos temas?
TESTIGO. – Pues sí.
EL CORONER. – ¿Jamás tuvo usted la impresión de que el capitán Cathcart estuviese preocupado?
TESTIGO. – En particular, no. Pero desde hacía algunos días parecía hallarse algo inquieto.
EL CORONER. – ¿Le habló de su vida en París?
TESTIGO. – Me habló de los teatros y de los lugares de diversión de allí. Conocía París muy bien. Yo estuve en París con algunos amigos en febrero de este año, cuando él estaba allí, y nos llevó por todas partes. Eso fue poco después de hacernos novios.
EL CORONER. – ¿Le habló en alguna ocasión de las casas de juego de París?
TESTIGO. – No recuerdo.
EL CORONER. – Con motivo de su matrimonio…, ¿se habló alguna vez de la cuestión económica?
TESTIGO. – No lo creo. Aún no se había fijado la fecha de la boda.
EL CORONER. – ¿Tuvo siempre aspecto de tener mucho dinero?
TESTIGO. – Es posible. Nunca me preocupé de eso.
EL CORONER. – ¿No le oyó lamentarse jamás de dificultades económicas?
TESTIGO. – Todo el mundo se lamenta de eso, ¿no cree?
EL CORONER. – ¿Era hombre de buen carácter?
TESTIGO. – Dependía. Era muy voluble. Dos días seguidos no era la misma persona.
EL CORONER. – Usted ha oído lo que ha dicho su hermano acerca de que el difunto estaba dispuesto a romper el compromiso. ¿Tenía usted idea de ello?
TESTIGO. – Ni la más ligera idea.
EL CORONER. – ¿Ve usted ahora alguna explicación a eso?
TESTIGO. – Ninguna.
EL CORONER. – ¿Tuvieron algún disgusto?
TESTIGO. – No.
EL CORONER. – Según su punto de vista, el miércoles por la noche aún se hallaba prometida con el difunto y contaba con casarse pronto, ¿no es cierto?
TESTIGO. – Sí. Sí, claro que sí.
EL CORONER. – ¿No era…, perdóneme esta pregunta que ha de serle dolorosa…, no era hombre capaz de poner fin a su vida?
TESTIGO. – ¡Oh, nunca pensé!.. Bueno, no lo sé… Supongo que hubiera podido matarse. Eso lo explicaría todo, ¿no es verdad?
EL CORONER. – Ahora, lady Mary…, por favor, no se ponga nerviosa y tómese todo el tiempo que crea conveniente… ¿Quiere usted contarnos con exactitud lo que vio y oyó el miércoles durante la noche y el jueves de madrugada?
TESTIGO. – Hacia las nueve y media subí a acostarme, acompañada de mistress Pettigrew-Robinson y mistress Marchbansks, dejando a todos los hombres abajo. Di las buenas noches a Denis, que parecía completamente normal. No me hallaba abajo cuando llegó el correo. Me fui a mi dormitorio en seguida. Mi dormitorio se halla en la parte de atrás de la casa. Alrededor de las diez oí subir a míster Pettigrew-Robinson. Este matrimonio dormía en la habitación junto a la mía. Algunos de los hombres subieron con él. No oí subir a mi hermano. Aproximadamente a las diez y cuarto oí a dos hombres hablando en voz alta en el pasillo, y luego oí a alguien bajar corriendo la escalera y cerrar la puerta de un golpazo. En seguida oí pasos en el pasillo y, finalmente, a mi hermano cerrar la puerta de su dormitorio. A continuación, me acosté.
EL CORONER. – ¿No inquirió usted la causa de este disturbio?
TESTIGO. – (Indiferente). Pensé que sería algo relacionado con los perros.
EL CORONER. – ¿Qué sucedió después?
TESTIGO. – Me desperté a las tres.
EL CORONER. – ¿Qué le despertó?
TESTIGO. – El ruido de un disparo.
EL CORONER. – ¿No estaba despierta antes de oírlo?
TESTIGO. – Tal vez estuviera medio adormilada solamente. Lo oí con mucha claridad. Estaba segura de que era un tiro. Escuché unos minutos y bajé a ver si había pasado algo.
EL CORONER. – ¿Por qué no llamó a su hermano o a algún otro caballero?
TESTIGO. – (Desdeñosa). ¿Para qué? Pensé que serían cazadores furtivos los que tiraban y no quería armar jaleo inútil a hora desacostumbrada.
EL CORONER. – ¿Sonó el tiro cerca de la casa?
TESTIGO. – Bastante cerca, me parece… Es difícil asegurarlo, cuando una se despierta por un ruido… ¡Siempre suena tan terriblemente fuerte!..
EL CORONER. – ¿No tuvo usted la impresión de que sonara en el interior de la casa o en el invernadero?
TESTIGO. – No, fue afuera.
EL CORONER. – Así, pues, bajó usted sola. Esta acción es muy valiente por su parte, lady Mary. ¿Bajó usted en seguida?
TESTIGO. – En seguida, no. Reflexioné durante unos minutos y terminé por ponerme las zapatillas, un abrigo grueso y un gorro de lana. Debí de salir de mi habitación cinco minutos después de haber oído el disparo. Bajé la escalera y atravesé la sala del billar para salir al invernadero.
[ver plano grande]
EL CORONER. – ¿Por qué salió usted por allí?
TESTIGO. – Porque era más rápido que descorrer los cerrojos de la puerta principal o de la puerta de servicio.
Al llegar aquí entregaron al jurado un plano de Riddlesdale Lodge. Era una casa grande, de dos pisos, construida en un estilo sencillo, y alquilada por su actual dueño, míster Walter Montague, al duque de Denver para la temporada. Míster Montague se encontraba en los Estados Unidos.
TESTIGO. – Al llegar a la puerta del invernadero vi a un hombre en el exterior, inclinado sobre algo que estaba en el suelo. Cuando alzó la vista, me quedé asombrada al reconocer a mi hermano.
EL CORONER. – Antes de darse cuenta de quién era, ¿a quién esperaba usted ver?
TESTIGO. – Apenas lo sé… ¡Todo sucedió tan rápido!.. Pensé que era un ladrón, me figuro.
EL CORONER. – Su gracia dijo que, al verle, usted gritó: “¡Oh Dios mío! ¡Tú le has matado!”. ¿Puede usted explicarnos por qué dijo eso?
TESTIGO. – (Muy pálida). Creí que mi hermano había sido atacado por un ladrón y lo había matado en defensa propia…, aunque es posible que yo gritara sin reflexionar.
EL CORONER. – Es muy posible… ¿Sabía usted que el duque disponía de un revólver?
TESTIGO. – Sí…, creo que sí.
EL CORONER. – ¿Qué hizo usted a continuación?
TESTIGO. – Mi hermano me mandó a pedir ayuda. Llamé con los nudillos en la puerta del dormitorio de míster Arbuthnot, así como en el del matrimonio Pettigrew-Robinson. Luego, de repente, me di cuenta de que iba a desmayarme y regresé a mi cuarto para aspirar unas sales.
EL CORONER. – ¿Sola?
TESTIGO. – Sí. Todos corrían y gritaban… No podía soportarlo… Yo…
La testigo, que hasta este momento había declarado en voz baja y con la mayor sangre fría, se desmayó de repente y tuvieron que sacarla del salón.
El siguiente testigo que llamaron fue James Fleming, el mayordomo. Recordaba haber entrado el correo de Riddlesdale a las diez menos cuarto de la noche del miércoles. Había llevado tres o cuatro cartas al duque, que se encontraba en la sala de armas. No recordaba si una de las cartas llevaba sello de Egipto. No coleccionaba sellos; su hobby eran los autógrafos.
El honorable Frederick Arbuthnot declaró a continuación. Subió a acostarse al mismo tiempo que los demás, un poco antes de las diez. Oyó subir a Denver algo más tarde… No podía apreciar cuánto… Se estaba limpiando los dientes en ese momento. (Risas). Desde luego oyó voces y cierto alboroto en la habitación de al lado y en el pasillo; también, a alguien que bajaba corriendo las escaleras. Entreabrió la puerta de su dormitorio y, al ver a Denver en el pasillo, le preguntó: “¡Hola, Denver! ¿Pasa algo?”. No entendió la contestación del duque. Denver se metió en su habitación, que cerró con cerrojo, y gritó desde la ventana “¡No sea imbécil, hombre!”. Parecía de muy mal humor, sí; pero el honorable Freddy no le dio importancia a eso. Con Denver se riñe con frecuencia, pero las cosas no llegan lejos. En su opinión, era más el ruido que las nueces. No conocía a Cathcart de mucho tiempo…, siempre lo encontró correcto… No, a él no le agradaba Cathcart; “pero siempre se comportaba correctamente, ¿comprende?”, y, que él supiera, no había nada que reprocharle. ¡Dios del cielo, no! ¡Jamás oyó que hiciera trampas en el juego!.. Claro que él no iba fijándose si la gente hacía trampa… ¡No era cosa que se esperase de él! Recordaba que en cierto club de Monte…, pero él no se había dado cuenta… hasta que se armó el jaleo. No, no observó nada de particular en el comportamiento de Cathcart hacia lady Mary ni recíprocamente. No era observador. Por naturaleza, no se mezclaba en los asuntos de los demás. Lo ocurrido el miércoles por la noche no era de su incumbencia. Se metió en la cama y se durmió.
EL CORONER. – ¿Oyó algo más aquella noche?
FREDERICK. – Nada, hasta que la pobrecita Mary me llamó. Entonces bajé y encontré a Denver en el invernadero, lavando la cara de Cathcart. Pensamos que era nuestro deber quitar la grava y el barro de su rostro, ¿comprende?
EL CORONER. – ¿No oyó usted un disparo?
FREDERICK. – Ni un ruido. Tengo el sueño muy pesado.
El coronel Marchbancks y su esposa dormían en la habitación situada encima de la llamada sala de estudio…, en realidad, una especie de sala de fumar más que otra cosa. Ambos dijeron lo mismo sobre una conversación que sostuvieron a las once y media. Mistress Marchbancks se había sentado a escribir algunas cartas después de que el coronel se hubo metido en la cama. Oyeron voces y a alguien corriendo, pero no prestaron atención. No era desacostumbrado en los componentes de la partida gritar y correr. Al fin, el coronel dijo: “Vete a la cama, querida. Son ya las once y media y tenemos que madrugar mañana. No te encontrarás en condiciones para la marcha”. Le dijo eso porque a mistress Marchbancks le gustaba mucho la caza y siempre llevaba un fusil como los demás. Ella respondió: “Voy en seguida”. El coronel dijo: “Velas hasta muy tarde. Todo el mundo duerme ya”. Mistress Marchbancks contestó: “No. El duque está todavía levantado. Le oigo trajinar por su estudio”. El coronel Marchbancks escuchó y le oyó también. Ninguno de ellos oyó subir al duque de nuevo. No oyeron ningún otro ruido durante la noche.
Míster Pettigrew-Robinson pareció prestar declaración de mala gana. Su esposa y él se habían acostado a las diez. Oyeron la pelea con Cathcart. Míster Pettigrew-Robinson, temiendo que eso pudiera terminar mal, abrió la puerta de su dormitorio a tiempo de oír al duque decir: “Si usted se atreve a hablar a mi hermana otra vez, le romperé todos los huesos de su cuerpo”, o alguna otra frase de análogo significado. Cathcart corrió escaleras abajo. El duque tenía la cara enrojecida. No vio a míster Pettigrew-Robinson, pero habló unas cuantas palabras con míster Arbuthnot y se metió precipitadamente en su habitación. Míster Pettigrew-Robinson salió al pasillo y dijo a míster Arbuthnot: “Escuche, Arbuthnot”, pero este no le hizo caso, cerrándole la puerta en las narices. Entonces se dirigió a la puerta de la habitación del duque y dijo: “Escuche, Denver”. El duque salió de su dormitorio, pasó corriendo por su lado, sin siquiera verle, y se dirigió al comienzo de la escalera. Oyó decirle a Fleming que dejara abierta la puerta del invernadero, porque míster Cathcart había salido. Entonces el duque se volvió. Míster Pettigrew-Robinson intentó detenerle, repitiendo: “Escuche, Denver: ¿qué ha pasado?”. El duque no contestó, cerrando la puerta de su dormitorio con gran decisión. Más tarde, sin embargo, a las once y media para ser exacto, míster Pettigrew-Robinson oyó abrirse la puerta del cuarto del duque y a alguien marchar a pasos quedos por el pasillo. No oyó si habían bajado la escalera. El cuarto de baño y el retrete se hallaban al final del pasillo, y si alguien hubiera entrado en alguno de ellos, él lo hubiera oído. No oyó los pasos volver. Oyó dar las doce en su reloj de viaje antes de quedarse dormido. La puerta del dormitorio del duque chirriaba de una manera especial, de forma que no había manera de equivocarse.
Mistress Pettigrew-Robinson confirmó la declaración de su marido. Ella se quedó dormida antes de medianoche y había dormido de un tirón. Tenía el sueño muy pesado al principio de la noche, pero ligero a la madrugada. El jaleo de la casa aquella noche la había desazonado y no se había dormido en seguida. En realidad, no se durmió hasta las diez y media, y míster Pettigrew-Robinson la despertó una hora más tarde para hablarle de las pisadas por el pasillo. Total, que con unas cosas y con otras no había gozado más que de dos horas de sueño tranquilo. Se despertó de nuevo a las dos, y permaneció completamente despierta hasta que lady Mary dio la alarma. Podía jurar que no oyó el disparo. Su ventana estaba al lado de la de lady Mary, en la parte opuesta al invernadero. Desde niña estaba acostumbrada a dormir siempre con la ventana abierta. En contestación a una pregunta del coroner, mistress Pettigrew-Robinson dijo que nunca creyó que existiese un verdadero y real afecto entre lady Mary Wimsey y el difunto. Parecían tomar las cosas muy a la ligera, claro que es la moda de nuestros días. Nunca oyó hablar de ningún desacuerdo entre ellos.
Miss Lydia Cathcart, a la que habían hecho venir de Londres a toda prisa, prestó declaración a continuación. Dijo al coroner que era tía del capitán y su única pariente viva. Le había visto muy poco desde que el muchacho entró en posesión de la herencia de su padre. Cathcart había vivido siempre con sus amigos en París, personas a las que ella no estimaba.
– Mi hermano y yo no nos entendimos nunca muy bien – dijo miss Cathcart —, y tuvo a su hijo educándose en el extranjero hasta que cumplió los dieciocho años. Temo que Denis no haya tenido siempre más que una noción muy francesa de todas las cosas. Después de la muerte de mi hermano, Denis fue a Cambridge, por deseo de su padre. Este me había dejado como albacea testamentario y como tutora de Denis hasta su mayoría de edad. Yo no sé por qué, después de haberme despreciado toda su vida, me eligió mi hermano para imponerme una responsabilidad semejante a su muerte, pero no quise negarme a aceptarla. Mi casa estuvo abierta a Denis durante sus vacaciones escolares, pero él prefirió, como regla, ir a pasarlas con sus amigos ricos. No puedo recordar ahora ninguno de sus nombres. Cuando Denis cumplió los veintiún años entró en posesión de sus rentas, que se elevaban a diez mil libras al año. Ignoro lo que hizo del dinero. Tal vez lo invirtiera en alguna propiedad extranjera. Como albacea, heredé cierta cantidad y me apresuré a comprarme buenas acciones británicas. No puedo decir qué hizo Denis con su herencia. No me ha sorprendido en absoluto oír que hacía trampas a las cartas. Sabía que las personas con quienes se reunía en París eran de lo más indeseable. Nunca conocí a ninguna de ellas. Ni nunca estuve en Francia.
John Hardraw, el guardabosque, fue el testigo siguiente. Su esposa y él habitaban en un pequeño cottage situado justamente al lado de la verja de Riddlesdale Lodge. El parque, que mide alrededor de ocho hectáreas aproximadamente, se halla rodeado en este lugar por una sólida empalizada. Por la noche, la verja se cierra con llave. Hardraw declaró que había oído, el miércoles hacia medianoche, un tiro, teniendo la impresión de que había sido disparado cerca del cottage. Serían exactamente las doce menos diez. Detrás de la casa hay una plantación de árboles de cuatro hectáreas, en donde está prohibida la caza. Supuso que había cazadores furtivos por los alrededores, los cuales se meten, a veces, en el terreno vedado para coger liebres. Salió provisto de su fusil en esa dirección, pero no vio a nadie. Regresó a su casa a la una, según su reloj.
EL CORONER. – ¿Disparó su fusil en algún momento?
HARDRAW. – No.
EL CORONER. – ¿Volvió usted a salir?
HARDRAW. – No.
EL CORONER. – ¿Oyó otros disparos?
HARDRAW. – Únicamente ese. En cuanto regresé a mi casa me acosté y me dormí, y no me desperté hasta que el chófer fue en busca del médico. Eso sería a las tres y cuarto aproximadamente.
EL CORONER. – ¿No es desacostumbrado en los cazadores furtivos que disparen tan próximos al cottage?
HARDRAW. – Sí, más bien. Los cazadores furtivos prefieren la otra parte del terreno acotado, la que da a la landa.
El doctor Thorpe declaró que le habían llamado para que examinara al muerto. Vivía en Stapley, a casi veinticinco kilómetros de Riddlesdale. En este pueblecito no había médicos. El chófer fue a buscarle a eso de las cuatro menos cuarto de la madrugada, y se vistió en seguida y se fue con él. Llegaron a Riddlesdale Lodge a las cuatro y media. El difunto, cuando él lo vio, debería llevar muerto unas tres o cuatro horas. Una bala le había atravesado un pulmón, y la muerte fue consecuencia de una hemorragia interna, y a la asfixia. La muerte no fue instantánea…, quizá viviera algún tiempo. El doctor le había hecho la autopsia y comprobado que la bala fue desviada por una costilla. Era imposible decir si el difunto se había suicidado o habían disparado contra él a quemarropa.
Tampoco presentaba ninguna señal de violencia.
El inspector Craikes, de Stapley, llegó en el mismo coche que el doctor Thorpe. Vio el cadáver, que aún se hallaba tendido de espaldas entre la puerta del invernadero y el pozo cubierto. Tan pronto como se hizo de día, el inspector Craikes examinó la casa y el parque. Encontró manchas de sangre a lo largo del sendero que terminaba en el invernadero y señales como si hubiesen arrastrado un cuerpo. Este sendero desemboca en la gran avenida que va desde la verja a la entrada principal. (Se entregó un croquis al jurado). Donde confluyen sendero y avenida empieza un macizo de arbustos que se extiende a ambos lados de la gran avenida hasta la verja y el cottage del guardabosque. El rastro de sangre condujo a un pequeño calvero en el centro del macizo aproximadamente a mitad de camino entre la casa y la verja. El inspector encontró allí un gran charco de sangre, un pañuelo lleno de sangre y un revólver. El pañuelo llevaba las iniciales D. C., y el revólver era un arma pequeña de modelo americano, sin marca de ninguna clase. La puerta del invernadero estaba abierta, cuando llegó el inspector, con la llave por la parte de dentro.
El muerto, cuando él lo vio, vestía esmoquin y zapatos, sin sombrero ni abrigo. Estaba completamente empapado de agua, y su ropa, además de estar muy manchada de sangre, se hallaba llena de barro y en completo desorden, debido a haber sido arrastrado el cuerpo. El bolsillo contenía una pitillera y una navajita. El dormitorio del difunto fue registrado en busca de documentos, papeles, etc., pero el inspector no encontró nada que le pusiera al tanto de su situación económica.
El duque de Denver fue llamado de nuevo a declarar.
EL CORONER. – Me gustaría preguntar a su gracia si alguna vez vio un revólver en poder del muerto.
DUQUE DE D. – Desde la guerra, no.
EL CORONER. – ¿Sabe usted si llevaba alguno encima?
DUQUE DE D. – No tengo ni idea.
EL CORONER. – Supongo que le será imposible adivinar a quién pertenece este revólver.
DUQUE DE D. – (Muy sorprendido). ¡Si este revólver es mío!.. Se hallaba en un cajón de mi mesa de despacho, en la sala de estudio. ¿Cómo es posible que esté en su poder? (Sensación en el público).
EL CORONER. – ¿Está usted seguro de que es de su gracia?
DUQUE DE D. – Completamente. Lo vi el otro día allí, cuando buscaba unas fotografías de Mary para Cathcart, y recuerdo haber dicho entonces que empezaba a enmohecerse de estar sin usar. Aquí tiene usted la mancha de moho.
EL CORONER. – ¿Estaba cargado?
DUQUE DE D. – Nunca. En realidad, no sé por qué lo tenía allí. Supongo que debí sacarlo algún día con algunos antiguos recuerdos militares, y me lo encontré entre mis cosas de caza cuando vine a Riddlesdale en agosto. Creo que los cartuchos también estaban.
EL CORONER. – ¿Se hallaba cerrado el cajón?
DUQUE DE D. – Sí, pero con la llave en la cerradura. Mi esposa me dice siempre que soy un descuidado.
EL CORONER. – ¿Sabía alguien más que el revólver se encontraba allí?
DUQUE DE D. – Fleming, creo. No sé si alguien más.
Al detective inspector Parker, de Scotland Yard, que llegó el viernes solamente, aún le había sido imposible hacer una investigación a fondo. Ciertos indicios le llevaron a pensar que una o varias personas se encontraban en el lugar del crimen, además de las que participaron en su descubrimiento. Prefería no decir nada más por el momento.
El coroner, pues, puso en orden cronológico las declaraciones de los testigos. A las diez, o poco después, hubo una fuerte discusión entre el duque de Denver y el muerto, tras la cual este abandonó la casa para no volver a verle nunca más vivo. Según la declaración de míster Pettigrew-Robinson, el duque bajó la escalera a las once y media, y, según la declaración del coronel Marchbancks, se le oyó ir y venir, inmediatamente después, por la sala de estudio, es decir, la habitación donde se guardaba corrientemente el revólver. Por el contrario, el duque declaró bajo juramento que no había salido de su dormitorio hasta las dos y media de la madrugada. El jurado tendría que examinar la importancia que hubiese entre estas declaraciones contradictorias. En cuanto a los disparos oídos en el transcurso de la noche, el guardabosque oyó uno a las doce menos diez, pero supuso que habría sido disparado por algún cazador furtivo. En efecto, era muy posible la presencia de cazadores furtivos en el parque. Por otra parte, la declaración de lady Mary de haber oído el disparo alrededor de las tres no coincidía con la declaración del médico, ya que este dijo que, cuando llegó a Riddlesdale a las cuatro y media, el capitán llevaba muerto ya tres o cuatro horas. El jurado debería recordar también que el doctor Thorpe opinaba que la muerte no fue instantánea. Si daban fe a esta declaración, deberían situar el momento de la muerte entre las once y las doce de la noche, pudiendo atribuirse al disparo oído por el guardabosque. En ese caso, tendrían que examinar aún la cuestión del disparo que despertó a lady Mary Wimsey. Por supuesto, si decidían que era un cazador furtivo quien lo hizo, nada se opondría a tal interpretación.
Inmediatamente, tendrían que examinar los testimonios relacionados con el cadáver, descubierto por el duque de Denver a las tres de la madrugada, tendido a la puerta del pequeño invernadero, cerca del pozo cubierto. Parecía existir poca duda, según el testimonio médico, de que el tiro que mató al interfecto fue disparado en el macizo de arbustos situado a una distancia de siete minutos de la casa, y que el cuerpo fue arrastrado desde ese lugar hasta la casa. El capitán murió indudablemente como resultado del disparo en el pulmón. El jurado decidiría si ese disparo fue hecho por la propia mano del muerto o por la mano de otra persona; y si era esto último, si por accidente, en defensa propia o “con premeditación”, y a fin de asesinarle. Respecto al suicidio, el jurado debería considerar lo que sabían de la personalidad del difunto y de su situación económica. El muerto era un hombre joven en pleno vigor y, al parecer, de fortuna considerable. Su carrera militar solo merecía elogios y sus amigos le querían. El duque de Denver lo había estimado suficientemente como para consentir su noviazgo con su hermana. Algunos testimonios demostraban que los novios se hallaban en excelentes términos, aunque no fueran muy expresivos. El duque afirmaba que el miércoles por la noche el interfecto anunció su propósito de romper el compromiso. ¿Estimaba el jurado que el muerto, sin comunicarse con lady Mary ni escribirle una nota explicativa o de despedida, se hubiera marchado precipitadamente de la casa para matarse?.. El jurado debería examinar, además, la acusación que el duque había lanzado contra el muerto. Le había acusado de hacer trampas en el juego. En el círculo social a que pertenecían las personas complicadas en este caso, el hecho de hacer trampas en el juego era considerado mucho más vergonzoso que el adulterio o el asesinato. Posiblemente, la mera insinuación de tal cosa, fundada o no, podía conducir a un caballero de honor al suicidio. Pero ¿era el muerto un caballero honorable? Educado en Francia, las nociones francesas sobre el honor eran muy diferentes a las británicas. El propio coroner había tenido relaciones comerciales con franceses en su calidad de abogado, y podía asegurar al jurado que las cosas las veían ellos de diferente manera. Desgraciadamente, la carta que, según se decía, daba los detalles para tal acusación no pudo ser presentada al jurado, Además, podían preguntarse si no era más corriente en un suicida dispararse el tiro en la cabeza. Deberían preguntarse también cómo se procuró el revólver el muerto. Y, por último, deberían considerar los puntos siguientes: quién arrastró el cadáver hasta la casa y por qué la persona que lo hizo, con gran trabajo por su parte y “a riesgo de extinguir cualquier tardío residuo de chispa vital”[5], no pidió ayuda a los habitantes de la casa.
Si el jurado descartaba la hipótesis del suicidio, quedaba la posibilidad de un accidente, de un homicidio impremeditado o de un asesinato. En el primer caso, si al jurado le parecía probable que el difunto, o cualquier otra persona, cogió el revólver del duque de Denver aquella noche por una razón cualquiera y que el arma se disparó, matando al interfecto por casualidad, mientras esta persona o el propio muerto la tenía en su mano, deberían declarar en su veredicto que se trataba de muerte por accidente. En tal caso, ¿cómo explicar la conducta de la persona, quienquiera que fuere, al arrastrar el cadáver hasta la puerta?
El coroner habló a continuación de la ley referente al homicidio involuntario. Recordó a los miembros del jurado que los insultos o las amenazas, por graves que sean, no pueden servir de excusa para matar a nadie, y que el hecho, para que sea excusable, ha de cometerse en el transcurso de una discusión repentina e impremeditada. Por ejemplo, ¿creían los miembros del jurado que el duque salió con la intención de decidir a su invitado a que entrase en la casa, para que pasara en ella la noche, y que el difunto le recibió con golpes o amenazas? Si era así, y el duque, al tener un revólver en la mano, disparó sobre el difunto en defensa propia, entonces solo había cometido un homicidio involuntario. Pero, en ese caso, el jurado debería preguntarse por qué el duque salió en busca del difunto con un revólver en la mano. Esta hipótesis estaba en completa contradicción con las declaraciones del duque.
Los miembros del jurado deberían considerar, por último, si la intención criminal estaba suficientemente establecida para justificar un veredicto de asesinato. Deberían considerar también si una persona cualquiera tuvo motivo, medios y ocasión para matar al difunto, y si era posible dar una explicación lógica de la conducta de esta persona admitiendo otra hipótesis. Si los miembros del jurado consideraban que esta persona existía y que, de una forma o de otra, su actitud era sospechosa o reticente; si creían que había ocultado los hechos que tenían cierta relación con el caso (aquí el coroner recalcó con insistencia las palabras, los ojos fijos en un punto del vacío, más allá de la cabeza del duque); si creían que había declarado en falso con la intención de inducir al jurado a error…, todo eso sería suficiente para crear una presunción de hecho contra la persona encausada, y el deber del jurado sería entonces dar un veredicto de culpabilidad contra ella, acusándola de homicidio voluntario. Considerando este aspecto de la cuestión, el coroner añadió que los miembros del jurado deberían decidir si, en su opinión, la persona que arrastró al difunto hasta la puerta del invernadero lo hizo para solicitar ayuda o con la intención de arrojar el cadáver al pozo situado cerca del lugar en que se había encontrado el cadáver. Si los miembros del jurado estaban convencidos de que el muerto había sido asesinado, pero consideraban que era imposible acusar a nadie valiéndose de los testimonios recibidos, podrían declarar que el asesinato había sido cometido por un desconocido; pero si creían que podrían imputar el asesinato a alguien, deberían cumplir con su deber sin hacer excepción de nadie.
Las insinuaciones estaban perfectamente claras. Guiados por ellas, los miembros del jurado, tras deliberar algunos instantes, acusaron de homicidio voluntario a Gerald, duque de Denver.
3
Esta información, aunque sustancialmente la misma que leyó lord Peter en The Times, ha sido corregida, ampliada y anotada del informe taquigráfico hecho en su momento por míster Parker.
4
De la información periodística, no de la de míster Parker.
5
Palabras textuales.