Читать книгу El misterio de Riddlesdale Lodge - Дороти Ли Сэйерс, Дороти Сэйерс - Страница 6

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El gato de los ojos verdes

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Y aquí tenemos al sabueso,

con el hocico hundido en la tierra…

Bebe, perrillo, bebe.

Algunas personas consideran el desayuno como la mejor comida del día; otras, menos robustas, creen que es la peor y que, de todos los desayunos de la semana, el del domingo es infinitamente peor que ninguno.

Las personas reunidas alrededor de la mesa del desayuno en Riddlesdale Lodge no apreciaban, a juzgar por sus caras, lo que se llama un día de bendición. El único miembro que no parecía ni irritado ni molesto era el honorable Freddy Arbuthnot. Silencioso, trataba de extraer entera la espina del arenque ahumado que tenía en su plato. La presencia de este pescado poco distinguido en la mesa del desayuno de la duquesa mostraba hasta qué punto se hallaba desorganizada la casa.

La duquesa de Denver sirvió el café. Era una de sus molestas costumbres. A las personas que llegaban tarde al desayuno se las hacía conocer de este modo su desconsiderada pereza. La duquesa tenía el cuello largo, la espalda larga. Imponía a sus cabellos y a sus hijos una disciplina severa. Nunca se molestaba por nada, y su irritación se hacía sentir tanto más cuanto menos la demostraba.

El coronel Marchbanks y su esposa se sentaban uno al lado de la otra. En ellos no había nada hermoso, excepto su flemático afecto mutuo. Mistress Marchbanks no estaba irritada, pero se sentía cohibida por la presencia de la duquesa, porque no podía sentir lástima por ella. Cuando se siente lástima por una persona se la llama mi pobre amiga o mi pobrecita amiga. Puesto que, evidentemente, no podía llamar a la duquesa mi pobre amiga, no podía sentir lástima por ella. Esto ponía nerviosa a mistress Marchbanks. El coronel se hallaba molesto e irritado: molesto, porque era difícil encontrar un tema de conversación en una casa cuyo “señor” acababa de ser detenido por asesinato; irritado, porque estas cosas tan desagradables no deben ocurrir durante la temporada de caza.

Mistress Pettigrew-Robinson no solamente estaba irritada, sino profundamente herida. Cuando jovencita había adoptado la divisa Quaecunque honesta estampada sobre su cuaderno escolar. Siempre había pensado que era preciso no dejar jamás a su espíritu insistir sobre un tema que no era verdaderamente agradable. Aun ahora, a la mitad de su vida, procuraba ignorar los artículos periodísticos encabezados con títulos tales como: Atropello a una maestra de Cricklewood; Muerte en una caña de cerveza; Setenta y cinco libras por un beso, o Le llamó Juan Lanas. Decía que no comprendía que eso pudiera beneficiar a nadie. Lamentaba haber consentido en venir a Riddlesdale Lodge en ausencia de la duquesa. Nunca le había agradado lady Mary; la consideraba una especie particularmente chocante de las jóvenes modernas, independientes hasta el exceso; además, había ese incidente tan desagradable con un bolchevique cuando lady Mary fue enfermera en Londres durante la guerra. Tampoco le había agradado nunca el capitán Denis Cathcart. No le gustaba, en un joven, esa belleza demasiado visible. Míster Pettigrew-Robinson había deseado venir a Riddlesdale y era su deber acompañar a su marido. Claro que no podía reprocharle por este resultado tan desafortunado.

Míster Pettigrew-Robinson estaba irritado, simplemente porque el detective de Scotland Yard no había aceptado su ayuda en el registro de la casa y del parque ni en la búsqueda de huellas dactilares. Como hombre de mucha experiencia en esas materias (míster Pettigrew-Robinson era magistrado), se había puesto a disposición del policía. No solamente no le había hecho caso, sino que le había ordenado bruscamente que se marchase del invernadero, donde él (míster Pettigrew-Robinson) estaba reconstruyendo las cosas según las declaraciones de lady Mary.

Estas irritaciones y molestias hubieran podido ser menos penosas para todos si no las hubiera agravado la presencia de aquel detective. Este muchacho tranquilo, vestido de tweed, comía huevos con curry en uno de los extremos de la mesa, al lado de míster Murbles, el abogado. Llegado de Londres el viernes, había corregido a la Policía local y disentía fuertemente de la opinión del inspector Craikes. Ocultó al jurado ciertas informaciones que, expuestas abiertamente, hubieran impedido tal vez la detención del duque. Oficiosamente evitó la marcha de los desgraciados invitados con el pretexto de hacerles sufrir un nuevo interrogatorio, y de esta forma los tenía a todos reunidos aquel terrible domingo. Y para colmo, era amigo íntimo de lord Peter Wimsey, por lo cual tuvieron que prepararle una cama en el cottage del guardabosque y darle de desayunar en Riddlesdale Lodge.

Míster Murbles, que era anciano y hacía malas digestiones, había llegado precipitadamente el jueves por la noche. Encontró el juicio muy mal llevado y a su cliente intratable. Empleó todo su tiempo en tratar de obtener ayuda de sir Impey Biggs, K. C.[6], que se había ausentado durante el fin de semana sin dejar dirección. Estaba comiendo pan tostado y sentía simpatía por el detective, quien le llamaba sir y le pasaba la mantequilla.

– ¿Acaso quiere alguien ir a la iglesia? – preguntó la duquesa.

– A Theodore y a mí nos gustaría ir – respondió mistress Pettigrew-Robinson —, si no es mucho trastorno. Podríamos ir a pie. La distancia no es mucha.

– Hay sus buenos cinco kilómetros – dijo el coronel Marchbanks.

Míster Pettigrew-Robinson le miró agradecido.

– Iremos en el coche – dijo la duquesa —. Yo también voy.

– ¿De veras? – preguntó el honorable Freddy —. ¿No cree usted que la mirarán con malos ojos?

– ¿Importa eso en realidad, Freddy? – dijo la duquesa.

– Yo creo que toda esa gente que vive en el pueblo es socialista y metodista.

– Si es metodista, no estará en la iglesia – observó mistress Pettigrew-Robinson.

– ¿No? – replicó el honorable Freddy —. Puedo apostar a que estarán, si hay algo que ver. Será para ellos mejor que un funeral.

– Existe, ciertamente, un deber que cumplir – dijo mistress Pettigrew-Robinson —, sean cuales fueren nuestros sentimientos íntimos y personales…, sobre todo en la época actual, en la que la gente es tan terriblemente débil.

Y fijó los ojos en el honorable Freddy.

– ¡Oh, no se preocupe por mí, mistress Pettigrew-Robinson! – dijo amablemente el joven —. Todo lo que yo digo es que esos animales hacen cosas desagradables, no me lo reproche.

– ¿Quién piensa en reprocharle nada, Freddy? – preguntó la duquesa.

– ¡Oh, es un modo de hablar simplemente! – respondió el honorable Freddy.

– ¿Qué piensa usted, míster Murbles? – inquirió la dueña de la casa.

– Su intención me parece muy loable – respondió el abogado mientras movía con todo cuidado su café – y es digna de crédito, mi querida señora; no obstante, míster Arbuthnot tiene razón al decir que puede ponerla en evidencia… proporcionarle una desagradable publicidad. Yo siempre he sido un cristiano de verdad, pero no creo que nuestra religión exija que nos hagamos presentes…, ejem…, en circunstancias dolorosas.

Míster Parker recordó para sí un dicho de lord Melbourne.

– Después de todo – declaró mistress Marchbanks —, como Helen ha dicho tan sensatamente, ¿qué importa? Nadie tiene, en realidad, nada de qué avergonzarse. Ha sido, por supuesto, un estúpido error; pero no veo por qué no pueden ir a la iglesia los que tengan deseos de ir.

– Evidente, amiga mía, evidente – dijo el coronel en tono caluroso —. Podemos entrar de paso y salir antes que acabe el sermón. Creo que es lo mejor. Eso probará, por lo menos, que no creemos que nuestro querido Denver ha hecho nada malo.

– Olvidas, querido – dijo su esposa —, que he prometido a Mary permanecer con ella en la casa.

– Claro, claro…, ¡qué estúpido soy! – respondió el coronel —. ¿Cómo se encuentra?

– No descansó nada anoche la pobre criatura – dijo la duquesa —. Tal vez logre dormir un poco por la mañana. Ha sido un rudo golpe para ella.

– Lo que prueba, quizá, que es una bendición – dijo mistress Pettigrew-Robinson.

– ¡Querida! – exclamó su marido.

– Me pregunto cuándo tendremos noticias de sir Impey – comentó el coronel Marchbanks, precipitadamente.

– Sí es verdad – gimió míster Murbles —. Cuento con su influencia sobre el duque.

– Por supuesto, debe hablar – dijo mistress Pettigrew-Robinson – para seguridad de todos. Debe decir lo que estaba haciendo fuera a semejante hora o, si no quiere hacerlo, hay que averiguarlo. ¡Dios mío! Por eso es por lo que están aquí estos detectives, ¿verdad?

– Esa es la desagradable tarea que les incumbe – dijo míster Parker de pronto.

No había hablado nada desde hacía mucho tiempo y todos saltaron en sus asientos.

– Tengo la impresión de que usted lo aclarará todo en seguida, míster Parker – dijo mistress Marchbanks —. Tal vez sepa usted ya quién es el verdadero ase…, el verdadero culpable.

– Aún no – respondió míster Parker —. Pero haré todo lo posible por descubrirlo. Además – añadió con amplia sonrisa —, creo que van a ayudarme.

– ¿Quién? – inquirió míster Pettigrew-Robinson.

– El cuñado de su gracia.

– ¿Peter? – preguntó la duquesa —. Míster Parker se divertirá con el aficionado de la familia – añadió.

– En absoluto – respondió Parker —. Wimsey sería uno de los mejores detectives del mundo si no fuera tan perezoso. Solo que nunca podemos conseguir su ayuda.

– He telegrafiado a Ajaccio… poste restante – dijo míster Murbles —, pero sabe Dios cuándo irá a buscar su correo. No dijo nada de cuándo pensaba regresar a Inglaterra.

– Es un pájaro extraño – dijo el honorable Freddy con poco tacto —. Debería de estar aquí, ¿no? Quiero decir que si algo le sucediera al pobre Gerald, se convertiría automáticamente en el jefe de la familia, ¿verdad?.. hasta la mayoría de edad de Pickled Gherkins.

En medio del silencio impresionante que siguió a esta observación, se oyó distintamente el ruido de un bastón arrojado con fuerza en el paragüero.

– ¿Quién puede ser? – preguntó la duquesa.

La puerta se abrió bruscamente.

– Buenos días mis queridos viejos – saludó el recién llegado alegremente —. ¿Cómo están todos ustedes?.. ¡Hola, Helen!.. Coronel, usted me debe media corona desde septiembre del año pasado… ¡Buenos días, mistress Marchbanks!.. ¡Buenos días, mistress P.!.. Bien, míster Murbles, ¿qué piensa usted de este joro…, de este detestable tiempo?.. No te molestes en levantarte, Freddy; sentiría causarte molestia… Parker, amigo mío, ¡qué maravilloso te encuentro! ¡Eres un verdadero poste! ¡Siempre en tu puesto cuando se te necesita!.. ¿Han terminado de desayunar? Hubiese querido levantarme más pronto, pero Bunter no ha tenido valor para despertarme. No quise venir en cuanto llegué, porque eran las dos de la madrugada y no me pareció una hora muy oportuna. ¿Cómo, coronel?.. En aeroplano, De París a Londres en el Victoria… Después, en coche por esas condenadas carreteras hasta llegar a Riddlesdale. Me han dado una cama espantosa en el Lord in Glory, aunque llego a tiempo de que me den de comer la última salchicha… ¿Cómo? ¿Que no hay salchicha, un domingo por la mañana, en el desayuno de una familia inglesa? ¡Dios mío! ¿Adónde vamos a parar?.. Dime, Helen, Gerald se ve metido en un lío esta vez, ¿no? Has hecho mal en dejarle solo; siempre hace tonterías… ¿Qué es esto? ¿Curry? Gracias, viejo, no necesitas ser tan obsequioso. He estado viajando durante tres días sin parar… Freddy, pásame las tostadas… Perdón, míster Marchbanks… Sí, Córcega es un país asombroso. Nada más que chicas bonitas y muchachos con ojos muy negros y navajas en el cinturón… ¡Rayos! ¡Y qué hambre tengo!.. Bunter tuvo un jaleo con la hija del dueño de la posada en una plaza. Ya conocen ustedes lo susceptible que es. ¿O nunca pensaron en ello?.. Escucha, Helen, quise haberte traído de París algunas combinaciones de seda, pero leí que este cochino de Parker se me adelantaba siguiendo el rastro de esas manchas de sangre. Por tanto, hicimos nuestro equipaje y nos marchamos.

Mistress Pettigrew-Robinson se levantó de su asiento.

– Theodore, creo que deberíamos prepáranos para ir a la iglesia – dijo.

– Diré que preparen el coche – dijo la duquesa —. Peter, me alegro mucho de verte aquí. No fue conveniente que te marcharas sin dejar la dirección. Llama, si quieres algo más. Ha sido una lástima que no llegaras a tiempo de ver a Gerald.

– No te preocupes – respondió alegremente lord Peter —. Iré a verle a la cárcel. Es preferible lavar la ropa sucia en familia; eso facilita la cosa, sobre todo cuando se trata de un crimen. Estoy muy preocupado por la pobre Polly[7]. ¿Cómo se encuentra?

– Hay que dejarla tranquila todo el día de hoy – dijo la duquesa con decisión.

– ¡De acuerdo! – respondió lord Peter —. No la molestaré. Parker y yo vamos a divertirnos hoy mucho. Va a enseñarme esas huellas de pasos sangrientas… No creas, Helen, que esto es un juramento, sino un adjetivo de cualidad… Espero que la lluvia no las haya borrado.

– No – respondió Parker —. Las he cubierto con macetas.

– Entonces, pásame el pan y la mermelada de naranja – dijo lord Peter – y hazme un relato de todo.

La marcha de los que iban a la iglesia hizo más humana la atmósfera de la casa. Mistress Marchbanks subió al piso para decir a Mary que Peter había llegado y el coronel encendió un enorme cigarro. El honorable Freddy se levantó de la mesa y empujó un sillón de cuero hasta la chimenea, sentándose con los pies apoyados en el guardafuegos, mientras Parker se servía otra taza de café.

– Me figuro que habrás leído los periódicos – dijo.

– Sí, leí la referencia del juicio – contestó lord Peter —. Mira, si me perdonas que lo diga, te diré que me pareció todo un poco sucio.

– ¡Fue escandaloso! – dijo míster Murbles —. ¡Escandaloso! La conducta del coroner fue improcedente. No debió de hacer jamás un resumen semejante. Con un jurado compuesto de campesinos ignorantes, podía esperarse todo. Si yo hubiese podido llegar antes…

– Temo que, en parte, haya sido culpa mía, Wimsey – dijo Parker con aire contrito —. Craikes no está contento conmigo. El comisario de Policía de Stapley nos avisó sin consultarle y, cuando me llegó su mensaje, corrí al despacho del jefe para que me confiara el caso. Pensé que si había dificultades o inconvenientes, a ti te gustaría que fuese yo, y no otro, quien se ocupara del caso. Estaba terminando un asunto que tenía entre manos y no pude tomar el tren, con unas cosas y con otras, hasta la noche. Cuando llegué el viernes, Craikes y el coroner estaban ya de acuerdo como gitanos de una feria. Habían fijado el juicio para aquella mañana… lo cual era ridículo… y preparado la cosa para que las declaraciones de los testigos resultaran tan dramáticas como fuera posible… Solo me dio tiempo a recorrer el terreno (desfigurado, siento decirlo, por las huellas de Craikes y de sus rufianes de la localidad), y no tuve nada que llevar al jurado.

– No te preocupes – dijo Wimsey —. No te hecho la culpa. Además, todo eso hace más emocionante la caza.

– El hecho es – dijo el honorable Freddy – que nosotros no somos populares entre los abogados. Aristócratas vagos y franceses inmorales. Lamento que no oyeras a miss Lydia Cathcart. Te hubiera agradado. Se marchó a Golders Green, llevándose el cadáver con ella.

– Bueno. Me figuro que no habrá nada misterioso respecto al cadáver, ¿verdad? – preguntó Wimsey.

– No – respondió Parker —. El forense fue muy claro. Cathcart recibió un tiro en pleno pecho que le atravesó el pulmón. Esto es todo.

– Pero no se suicidó, téngalo en cuenta – dijo el honorable Freddy —. Yo no he dicho nada para no tirar por tierra el relato de Gerald; pero todo eso de que Cathcart estaba fuera de sí y furioso, son fantasías para mí.

– ¿Cómo lo sabes? – preguntó Peter.

– Amigo mío, Cathcart y yo subimos juntos para acostarnos. Yo estaba un poco disgustado, debido a la baja de unas acciones que me producían una pérdida de dinero considerable. Aquella mañana, durante la cacería, yo no había matado nada. Tenía una apuesta con el coronel a propósito del número de dedos que tenían las patas de los gatos y yo la había perdido. Dije a Cathcart que la vida era un infierno en este maldito mundo o palabras por el estilo. “Nada de eso”, me respondió. “La vida es estupenda. Mañana voy a pedir a Mary que fije la fecha de nuestro matrimonio y nos iremos a vivir a París, donde se comprende el amor”. No recuerdo lo que le contesté y él se separó de mí silbando.

Parker había adquirido un aspecto grave. El coronel se aclaró la voz.

– ¿Qué quiere usted? – dijo —. No podemos hacernos cuenta de lo que pensaba un hombre como Cathcart. En absoluto. Educado en Francia, ya lo saben ustedes. Nada de común con un inglés. Siempre arriba y abajo, abajo y arriba. ¡Pobre muchacho! ¡Es muy triste! En fin, Peter, espero que míster Parker y usted logren descubrir algo. Debemos de procurar que el pobre Denver salga de la cárcel cuanto antes. Es muy doloroso para él, sobre todo con la cantidad de “pájaros” que hay este año. Espero que hará usted una inspección, ¿no, míster Parker?.. Freddy, ¿qué le parece si echásemos una partida al billar?

– ¡Magnífica idea, coronel! – respondió el honorable Freddy —. Tendrá que darme cien carambolas de ventaja, por lo menos, amigo mío.

– ¡Tonterías, tonterías! – exclamó el veterano militar de excelente humor —. Juega usted tan bien como yo.

Cuando se retiró míster Murbles, Wimsey y Parker quedaron sentados frente a frente en la mesa, con los restos del desayuno ante ellos.

– Peter, no sé si he hecho bien en venir – dijo el detective —. Si tú crees que…

– Amigo mío – le interrumpió Wimsey —, nada de escrúpulos. Vamos a trabajar en este caso como en cualquier otro. Si surge algo desagradable, prefiero que seas tú y no otro el que esté colaborando conmigo. Se trata de un caso extraordinario y voy a dedicarme a él muy en serio.

– Si tú estás seguro de que es así…

– Mi querido amigo, si tú no estuvieras aquí, ya te habría mandado venir. Y, ahora, manos a la obra. Por supuesto, parto de la hipótesis de que Gerald no cometió el crimen.

– Yo estoy seguro de eso.

– No, no – dijo Wimsey —. Tú no debes de actuar así. Nada de palabras inconsideradas, nada de confianza excesiva. Cuento contigo para poner en duda todas mis conclusiones.

– ¡De acuerdo! – respondió Parker —. ¿Por dónde quieres empezar?

Peter reflexionó unos instantes.

– Creo que debemos empezar por el dormitorio de Cathcart – respondió.

* * *

El dormitorio era una habitación de proporciones moderadas, con una sola ventana que se abría sobre la puerta principal del edificio. La cama estaba a la derecha, el tocador delante de la ventana. A la izquierda se hallaba la chimenea, con un sillón y una mesita escritorio delante.

– Todo está como estaba – dijo Parker —. En eso tuvo muy buen sentido Craikes.

– Sí – respondió lord Peter —. Bien. Gerald dice que cuando acusó a Cathcart de ser una mala persona, este se levantó bruscamente y estuvo a punto de tirar la mesa. Se trata de la mesita escritorio; por tanto, Cathcart estaba sentado en el sillón. Sí, eso…, y lo empujó hacia atrás con tal violencia que levantó la alfombra. Mira. Hasta aquí todo va bien. ¿Qué hacía? No leía, porque no hay libro a la vista, y sabemos que salió precipitadamente de la habitación y no regresó. Perfectamente. ¿Escribía? No, el secante está inmaculado.

– Podía estar escribiendo con lápiz – observó Parker.

– Cierto, mi querido aguafiestas; pudo ser eso. En tal caso, se guardó el papel en el bolsillo cuando Gerald entró, porque no está aquí; pero no se lo pudo guardar en el bolsillo porque no se encontró en el cadáver. Por tanto, no escribía.

– Pudo tirarlo en alguna parte – dijo Parker —. No he registrado todo el parque… y si aceptamos que el disparo oído por Hardraw a las doce menos diez fue el disparo… tenemos hora y media en blanco.

– Bien. Digamos que no hay nada aquí que nos demuestre que escribía. ¿De acuerdo? Bien, entonces…

Lord Peter sacó una lupa del bolsillo y examinó la superficie del sillón con todo cuidado antes de sentarse en él.

– Nada interesante aquí – dijo —. Continuemos: Cathcart se sentó donde yo estoy sentado. No escribía; él… ¿Estás seguro de que a esta habitación no la han tocado?

– Completamente seguro.

– Entonces, no fumaba.

– ¿Por qué no? Pudo arrojar la colilla del cigarro o del cigarrillo a la chimenea cuando entró Denver.

– Un cigarrillo, no – dijo Peter —, porque encontraríamos señales en alguna parte… en el suelo o en la chimenea. La ceniza de los cigarrillos es muy ligera y se esparce por doquier. Pero un cigarro… Bien, pudo estar fumando un cigarro sin dejar señal, quizá. Pero yo espero que no.

– ¿Por qué?

– Porque, hijo mío, yo quiero que lo contado por Gerald sea verdad, al menos en parte. Un hombre que tiene los nervios de punta no se sienta a gozar de las delicias de un cigarro antes de acostarse ni se preocupa de que la ceniza no caiga en ninguna parte. Por otro lado, si Freddy dice la verdad y Cathcart se mostraba inusitadamente tranquilo y contento de vivir, eso es lo que hubiera hecho.

– ¿Crees tú que Arbuthnot ha podido inventar eso? – preguntó Parker, pensativo —. No lo considero hombre de esa clase. Tendría que ser muy imaginativo y de una malicia que, seguramente, no tiene.

– Lo sé – respondió lord Peter —. Conozco a Freddy de toda mi vida y es incapaz de hacer daño a una mosca. Además, es incapaz también de forjar cualquier clase de historia. No tiene cerebro para eso. Pero lo que me desconcierta es que Gerald tampoco tiene seso suficiente para inventar un drama como el de su riña con Cathcart.

– Por otra parte – dijo Parker —, si admitimos por un momento que mató a Cathcart, tenía con qué estimular su imaginación. Se trataba de salvar su cabeza… Quiero decir que cuando está en juego algo tan importante, es maravilloso cómo se agudiza nuestro ingenio. Y su relato está tan traído por los pelos que casi se está tentado de atribuirlo a un embustero sin experiencia.

– Cierto. Hasta el momento has echado por tierra todos mis descubrimientos. No importa. No me doy por vencido. Cathcart se hallaba sentado aquí…

– Por lo menos, eso dijo tu hermano.

– ¡Déjame en paz! Digo que estaba sentado aquí; por lo menos, alguien lo estuvo, porque dejó la impresión de sus posaderas en el almohadón.

– Eso pudo ser antes.

– ¡Vamos! Estuvieron fuera todo el día. Bien está que me contradigas, pero no fuerces la nota, Charles. Digo que Cathcart estaba sentado aquí y… ¡Hola, hola!

Se inclinó hacia adelante, con los ojos fijos en la chimenea.

– Charles, ahí dentro se han quemado papeles.

– Lo sé. Eso me produjo ayer fuerte excitación, pero me di cuenta que se había hecho lo mismo en la chimenea de algunas habitaciones. Corrientemente, se deja extinguir el fuego y se le vuelve a encender una hora antes de la cena aproximadamente. Aquí no hay más servidumbre que la cocinera, la doncella y Fleming, y tienen un trabajo enorme con tantos invitados.

Lord Peter extraía los trozos de papel carbonizado.

– No encuentro nada que contradiga tu hipótesis – dijo tristemente —, y este fragmento del Morning Post parece confirmarlo. Por tanto, solo podemos suponer que Cathcart se sentó aquí a soñar y no hizo nada. Me temo que eso no nos lleva muy lejos.

Se levantó del sillón y se dirigió al tocador.

– Estos objetos de tocador de concha me gustan mucho – dijo —, y el perfume es Baiser du soir… estupendo también. Nuevo para mí. Debo llamar la atención de Bunter sobre ello. Un magnífico estuche de manicura, ¿eh? Oye: a mí me gustan las cosas limpias y ordenadas, pero Cathcart me gana por la mano. ¡Pobre diablo! Y, después de todo, para terminar enterrado en Golders Green. Solo le vi una o dos veces. Me impresionó como hombre que sabía todo cuanto había que saber. Siempre me sorprendió los sentimientos que inspiró a Mary. Claro que yo sé muy poco de Mary. Tiene cinco años menos que yo. Cuando estalló la guerra, mi hermana acababa de salir del colegio y partió para París. Yo me alisté en el ejército, y cuando ella regresó, se puso a trabajar en un hospital y en el servicio social, así que apenas la veía alguna que otra vez. En esa época Mary tenía la cabeza llena de ideas nuevas. Quería reformar el mundo y no encontraba grandes cosas que decirme. Conoció a una especie de pacifista que debía de ser un fracasado, me figuro. Caí enfermo. Después tuve el fracaso de Bárbara y no me sentía con mucho ánimo de hablar con nadie. A continuación, me vi envuelto en el caso de los brillantes de lord Attenbury… y como resultado de todo es que conozco muy poco a mi hermana… Pero se diría que sus gustos han cambiado en lo que se refiere a los hombres. Mi madre me dijo que Cathcart tenía encanto; eso significaba que era atractivo a las mujeres, me supongo. Un hombre no puede darse cuenta de tales cualidades de otro hombre, pero mi madre tiene, por lo regular, razón… ¿Qué se hizo de los papeles de este individuo?

– Se encontraron muy pocos – respondió Parker —. Un talonario de cheques expedido por la sucursal del banco Cox en Charing Cross; pero estaba sin usar y no ayuda nada. Al parecer, solo poseía allí una pequeña cuenta corriente, que le servía muy bien para cuando venía a Inglaterra. Casi todos los cheques son al portador, con algunos expedidos a hoteles y sastres.

– ¿Algún libro de cuentas?

– Yo creo que todos sus papeles importantes están en París. Allí tiene un piso, en alguna parte cerca del río. Nos hemos puesto en contacto con la Policía parisiense. Tiene una habitación alquilada en el Albany, de Londres. Les he dicho que la cerraran con llave hasta que yo llegara. Tengo pensado ir mañana.

– Harás bien. ¿No tenía cartera?

– Sí. Aquí la tienes. Contiene treinta libras en billetes de diferentes clases, la tarjeta de un vinatero y una factura de unos pantalones de montar.

– ¿Ninguna carta?

– Ni una línea.

– Me imagino que era de esos hombres que no guardan sus cartas – dijo Wimsey —. Instinto de conservación bastante bueno.

– Pregunté a los criados sobre sus cartas. Al parecer, recibía muchas, pero nunca las dejaba por ahí. No han podido decirme nada de las que él escribía, porque todas las cartas se echan en un saco-correo que llevan a la estafeta o se entrega al cartero si viene, lo cual es raro. La impresión general es que no escribía mucho. La doncella dijo que nunca encontró nada importante en el cesto de los papeles.

– Esa es una gran ayuda. ¡Espera un momento! Aquí está su pluma estilográfica. ¡Una Onato toda de oro!.. Mira: está completamente vacía. ¿Qué sacamos en consecuencia? No lo sé, exactamente. A propósito, no veo ningún lápiz por aquí. Me inclino a creer que estás equivocado al suponer que escribía cartas.

– Yo no supuse nada – dijo Parker, suavemente —. Creo que tienes razón.

Lord Peter se separó del tocador, examinó el contenido del armario y miró los títulos de algunos libros que se hallaban sobre la mesilla de noche.

– El figón de la reina Patoja, South Wind (libro que confirma lo que pensábamos de nuestro joven amigo), Crónica de un cadete de Coutras (vaya, vaya, Charles), Manon Lescaut (¡hum!). ¿No hay nada más en esta habitación que deba mirar?

– No creo. ¿Adónde quieres que vayamos ahora?

– Al piso bajo. Espera un momento. ¿Quienes ocupaban las otras habitaciones?.. ¡Ah, sí! He aquí la de Gerald… Helen está en la iglesia. Entremos. Naturalmente, ha sido limpiada y quitado el polvo, y han destruido todo cuanto podía merecer nuestra atención, ¿no?

– Así lo temo. Apenas me ha sido imposible tener a la duquesa alejada de su dormitorio.

– Evidentemente. Aquí está la ventana por la que Gerald gritó. ¡Hum! Nada en la chimenea, naturalmente… El fuego ha sido encendido después. Me gustaría saber dónde puso Gerald esa carta…, la de Freeborn quiero decir.

– Nadie ha sido capaz de sacarle una palabra sobre ese tema – dijo Parker —. El anciano míster Murbles pasó una hora terrible con él. El duque insiste, sencillamente, en que la destruyó. Míster Murbles dice que eso es absurdo, y tiene razón. Si iba a lanzar esa clase de acusación contra el prometido de su hermana, necesitaba alguna prueba para justificarla, ¿no es cierto? ¿O es que Gerald era uno de esos hermanos romanos que dicen simplemente: “Como cabeza de familia, prohíbo las amonestaciones y no hay más que hablar”?

– Gerald es un muchacho educado en nuestras grandes universidades, bueno, leal, honrado… pero un completo asno. Mas no creo que sea tan medieval como eso.

– Si tiene la carta, ¿por qué no la presenta?

– ¿Por qué? Las cartas que los antiguos amigos nos escriben de Egipto no son, en general, comprometedoras.

– ¿No crees tú que ese míster Freeborn hiciera alusión en su carta a algún viejo… ejem… lío que tu hermano no quisiera que llegara a oídos de la duquesa? – sugirió Parker.

Lord Peter, que examinaba distraídamente una hilera de zapatos, se detuvo.

– Es una idea – respondió —. Se le han presentado muchas ocasiones, nada en serio, claro está…, pero la duquesa haría un mundo de la más inocente. -Se puso a silbar con aire pensativo —. De todas formas, cuando uno corre el riesgo de ser colgado…

– ¿Crees tú, Wimsey, que tu hermano piensa de verdad que puede ser colgado? – preguntó Parker.

– Me figuro que Murbles se lo habrá dicho claramente.

– Sí; pero, ¿se da cuenta positivamente… con su imaginación… que es posible ahorcar a un par de Inglaterra fundándose en pruebas indirectas?

Lord Peter consideró el asunto.

– La imaginación no es el punto fuerte de Gerald – admitió —. ¿Supongo yo que ahorcan a los pares?.. ¿No se los decapita más bien en Tower Hill o algo parecido?

– Me informaré – dijo Parker —. Pero lo que sí es cierto es que ahorcaron al conde Ferrers en mil setecientos sesenta.

– ¿De verdad? – preguntó lord Peter —. Digamos como el viejo pagano decía de los Evangelios que “como hacía mucho tiempo que fueron escritos, a lo mejor no eran verdad”.

– Es verdad y bien verdad – respondió Parker —, y fue despedazado y anatomizado después. Pero esa parte del tratamiento está anticuada.

– Bueno, le contaremos a Gerald todo eso – dijo lord Peter – y le convenceremos para que tome el asunto en serio… ¿Cuáles son los zapatos que usó Gerald el miércoles por la noche?

– Estos – dijo Parker —. Pero el imbécil los limpió.

– Sí – dijo lord Peter con amargura —. Gruesos zapatos de cordones… de los que mandan la sangre a la cabeza.

– Llevaba leguis también. Estos.

– Demasiada preparación para dar un paseíto por el jardín. Claro que, como tú ibas a decir, la noche estaba metida en lluvia. Tengo que preguntarle a Helen si Gerald sufre con frecuencia de insomnio.

– Ya se lo pregunté yo. Me contestó que no era corriente; pero que, en ocasiones, sufría de dolor de cabeza, lo cual no le dejaba descansar.

– Pero eso no es motivo para salir en una noche fría. Bien, bajemos.

Atravesaron el salón del billar, donde el coronel estaba haciendo una tacada sensacional, y entraron en el pequeño invernadero.

Lord Peter miró los crisantemos y las cajas donde florecían plantas de bulbos.

– Estas flores me dan la impresión de que se cultivan bien – dijo —. ¿Permitirías entrar aquí todos los días al jardinero para que las regase?

– Sí – respondió Parker disculpándose —. Pero tiene órdenes estrictas de andar solamente por esas esteras.

– Bien. Levántalas y trabajemos.

Con la lupa examinó con todo cuidado el suelo.

– Supongo que todos pasarían por aquí.

– Sí – respondió Parker —. He identificado la mayoría de las huellas. Las personas han entrado y salido. Aquí tenemos al duque. Viene de fuera. Tropieza con el cuerpo. (Parker ha abierto la puerta exterior y alzado algunas esteras para mostrar el lugar donde la grava fue pisoteada y cubierta de sangre). Se arrodilla junto al cadáver. Aquí tenemos su rodilla y la punta del zapato. Después, entra en la casa, atravesando el invernadero y dejando una huella muy clara de barro negro y de grava en el interior, justamente al lado de la puerta.

Lord Peter se arrodilló con precaución para examinar las huellas.

– Es una suerte que la grava sea tan blanda aquí – dijo.

– Sí. No la hay más que en este sitio. El jardinero me dijo que está tan blanda debido al agua que se le cae de los cubos cuando va a llenarlos al pozo. Este año este rincón se hallaba en muy mal estado y le echaron grava hace algunas semanas.

– Hasta ahora, todo confirma las declaraciones de Gerald – dijo lord Peter, que se sostenía mal sobre un trocito de saco —. Sobre este borde ha pasado un elefante. ¿Quién es?

– Uno de los agentes de la Policía. Estoy seguro que pesa más de cien kilos. Esta suela de goma con un parche es de Craikes. Se encuentra por todas partes. Esta es de míster Arbuthnot en zapatillas y estas otras de goma son de míster Pettigrew-Robinson. Todas estas podemos descartarlas. Pero mira ahora aquí: tenemos el pie de una mujer con zapato grueso que franquea el umbral para entrar. Reconozco el pie de lady Mary. Aquí la tenemos otra vez, al lado del pozo. Ella salió para examinar el cadáver.

– Exactamente – dijo Peter —, y a continuación volvió a entrar, con unos cuantos granos de grava roja en sus zapatos. Bien, eso está claro… ¡Hola!

En el invernadero, del lado de la fachada, bajo las estanterías para las plantas menores, cactus fibrosos y culantrillos de pozo se extendían sobre un macizo de tierra húmeda y sombría que disimulaban grandes macetas de crisantemos.

– ¿Qué has encontrado? – preguntó Parker, al ver que su amigo escrutaba con detenimiento aquel nido de verdor.

Lord Peter, que había deslizado su larga nariz entre dos macetas, la retiró y dijo:

– ¿Quién ha puesto “yo no sé qué” en este lugar?

Parker se acercó de prisa. En medio de los cactus se veía claramente la marca dejada sobre el terreno por un objeto rectangular provisto de cantoneras que habían escondido detrás de las macetas.

– El jardinero de Gerald no es, afortunadamente, demasiado concienzudo para dejar un cactus solo durante el invierno – dijo Lord Peter – o hubiera arrancado estas plantas que son dañinas… Pero, mira, esta planta es un verdadero puerco espín… ¡Mide eso!

Parker lo midió.

– Setenta y cinco centímetros por quince – dijo —. Ya es bastante pesado. Se hundió en la tierra, destruyendo las plantas. ¿Acaso una barra de hierro?

– No lo creo – respondió lord Peter —. La marca es más profunda en la parte más alejada de nosotros. Me da la impresión de que se trataba de un objeto voluminoso posado en el suelo y apoyado contra el cristal. Si me pides mi opinión particular, te diría que era una maleta.

– ¡Una maleta! – exclamó Parker —. ¿Por qué una maleta?

– Sí, ¿por qué? Creo que podemos asegurar que no permaneció aquí mucho tiempo. Hubiera sido excesivamente visible a la luz del día. Pero alguien pudo muy bien ponerla aquí… hacia las tres de la mañana, por ejemplo. Alguien que la llevaba en la mano… y que prefería que no la viesen.

– ¿Cuándo se la llevó, entonces?

– Casi inmediatamente, sin duda. Desde luego, antes de salir el sol, porque, si no, la hubiera visto el inspector Craikes seguramente.

– Supongo que no sería el maletín del doctor, ¿eh?

– No…, a menos que el médico estuviera loco. ¿Por qué iba a dejar su maletín en un lugar incómodo, húmedo y sucio, cuando el buen sentido y la comodidad exigían que lo colocase cerca del cadáver, bien a mano? No. A menos que Craikes o el jardinero la trajesen con sus cosas, este objeto lo colocó aquí, la noche del miércoles al jueves, Gerald, Cathcart… o, tal vez, Mary. Nadie más, a mi parecer tenía nada que ocultar.

– Una persona, sí – dijo Parker.

– ¿Quién?

– ¡El desconocido!

– ¿Quién es?

Por toda respuesta, míster Parker se acercó orgullosamente a una hilera de cercos de madera cubiertos con una estera. Alzándola con el mismo ademán de un personaje importante al descubrir una lápida conmemorativa, dejó ver huellas de pisadas alineadas en forma de V.

– Estas no son pisadas de nadie…, de nadie que yo conozca, por lo menos – dijo Parker.

– ¡Hurra! – exclamó Peter.


Al bajar por el sendero de la montaña

descubrieran las diminutas huellas…


Claro que aquí son más grandes.

– No somos tan afortunados como eso – dijo Parker —. Es más bien un caso de:


Siguieron desde el bancal de tierra

estas huellas, una por una,

hasta el centro del entablado;

más allá no había ninguna.


– Gran poeta Wordsworth – comentó lord Peter —. ¡Con cuánta frecuencia he experimentado esa sensación!.. Continuemos, pues: estas son las huellas… de un hombre, zapatos del cuarenta y dos, con tacones desgastados y una pieza en la parte izquierda del zapato del pie derecho. Proceden de la parte dura del sendero, donde no se notan las pisadas, y se detienen junto al cadáver, en este charco de sangre. Dime, ¿no lo encuentras extraño?.. ¿No?.. Tal vez no lo sea… ¿Había huellas de pisadas debajo del cadáver?.. Imposible saberlo con tal desorden. Bien. Él desconocido se para aquí… porque tenemos una pisada más profunda… ¿Se disponía a arrojar a Cathcart al pozo?.. Oye un ruido, se sobresalta, se vuelve, corre de puntillas… y se mete en el macizo de arbustos, ¡por Júpiter!

– Sí – dijo Parker —, y sale de allí, porque se encuentran las huellas de sus pisadas en el bosquecillo.

– Bien. Las seguiremos después. Veamos ahora de dónde proceden.

Los dos amigos se alejaron de la casa siguiendo el sendero. Solamente el espacio situado delante del invernadero se hallaba en mal estado; en todos los demás sitios la grava era dura. Se veían menos huellas, porque había llovido durante varios días. No obstante, Parker aseguró a Wimsey que allí había señales muy claras de haber sido arrastrado un cuerpo, así como visibles manchas de sangre.

– ¿Qué clase de manchas de sangre?.. ¿Esparcidas?

– Sí, la mayoría de ellas. También se veían guijarros desplazados a todo lo largo del sendero… Y, ahora, aquí tienes algo especial.

Era la huella muy clara de la palma de una mano de hombre que se había apoyado pesadamente sobre la tierra de un bordillo de hierba, con los dedos apuntando hacia la casa. La grava del sendero presentaba dos profundos rasguños. Había sangre en el bordillo de hierba, entre el sendero y el macizo, y el filo de hierba estaba destrozado y pisoteado.

– No me gusta eso – dijo lord Peter.

– Feo, ¿verdad?

– ¡Pobre diablo! – exclamó Peter —. Hizo un esfuerzo desesperado por agarrarse aquí. Eso explica la sangre que hay delante de la puerta del invernadero. Pero, ¿quién demonios es capaz de arrastrar un cuerpo que no está muerto?

Algunos metros más lejos el sendero desembocada en la gran avenida. Esta estaba bordeada de arbustos, tras los cuales se extendía un bosquecillo. En el punto de intersección de sendero y avenida se veían algunas huellas más claras, y a unos veinte metros más allá los dos hombres se internaron en el bosquecillo. Un gran árbol, al caerse en tiempos remotos, había abierto un pequeño claro, en el centro del cual se hallaba extendida y sujetada con cuidado una lona.

– La escena de la tragedia – dijo Parker, enrollando la lona.

Lord Peter miraba tristemente el suelo. Enfundado en un abrigo y embozado en una gruesa bufanda color gris, se asemejaba, con su larga nariz y su afilada cara, a una melancólica cigüeña. El cuerpo crispado del hombre que había caído allí levantó las hojas secas y dejó una depresión en el empapado suelo. En un sitio, la tierra más oscura mostraba donde un gran charco de sangre había sido embebido por ella, y las hojas amarillentas de un álamo español no estaban enmohecidas con manchas otoñales.

– Aquí es donde encontraron el pañuelo y el revólver – dijo Parker —. Busqué huellas dactilares, pero la lluvia y el barro las hicieron desaparecer.

Wimsey sacó la lupa, se tumbó boca abajo en tierra y recorrió lentamente el calvero apoyado en la barriga. Parker le seguía en silencio.

– Se paseó de un lado a otro durante cierto tiempo – dijo lord Peter —. No fumó. Le estuvo dando vueltas a algo en su cabeza o bien esperaba a alguien… ¿Qué es esto? ¡Ah, ah! Otra vez el pie que calza el cuarenta y dos. Las pisadas se alejan del bosquecillo por el lado opuesto a la avenida. Ninguna señal de lucha. ¡Qué extraño! A Cathcart le dispararon a quemarropa, ¿no?

– Sí. El tiro le quemó la pechera de su camisa.

– Bien. ¿Por qué se dejó matar sin oponer resistencia?

– Me imagino que si tenía una cita con Calzado Cuarenta y dos, este era alguien que él conocía, que podía acercarse a él sin levantar sospechas.

– Lo cual quiere decir que la entrevista era amistosa… por lo menos, en lo que se refiere a Cathcart. Pero el revólver es una dificultad. ¿Cómo se las compuso Calzado Cuarenta y dos para procurarse el revólver de Gerald?

– La puerta del invernadero estaba abierta – respondió Parker sin convicción.

– Nadie, excepto Gerald y Fleming, sabía dónde estaba el arma – replicó lord Peter —. Además, ¿no irás a decirme que ese individuo vino aquí, entró en la casa a coger el revólver de la sala de estudio, volvió a salir y mató a Cathcart? Parece un procedimiento algo artificioso. Si quería matar a Cathcart, ¿por qué no vino provisto de un arma?

– Es más lógico creer que fuese Cathcart quien llevaba encima el revólver – dijo Parker.

– ¿Por qué no hay señal de lucha entonces?

– Quizá se suicidara Cathcart.

– Entonces, ¿por qué Calzado Cuarenta y dos lo arrastró hasta la puerta del invernadero y huyó, dejándole a la vista?

– Espera un minuto – dijo Parker —. A ver qué te parece esto: Calzado Cuarenta y dos tiene una cita con Cathcart…, digamos para hacerle chantaje. No sé cómo, entre las diez menos cuarto y las diez y cuarto se las compuso para prevenirle de sus intenciones. Eso explicaría el cambio surgido en la actitud de Cathcart y probaría al mismo tiempo que míster Arbuthnot y el duque decían la verdad, tanto el uno como el otro. Cathcart se marcha precipitadamente de la casa después de la disputa con tu hermano. Viene aquí para asistir a la cita. Pasea de arriba abajo esperando a Calzado Cuarenta y dos. Llega este y discute con Cathcart el asunto entre manos. Cathcart le ofrece dinero. El otro exige una cantidad mayor. Cathcart afirma que no la tiene. El tipo explica que, en tales condiciones, se chivará. Cathcart responde: “Entonces, al diablo todo. Me quito de en medio”. Y Cathcart, que ya empuñaba el revólver, se suicida. Calzado Cuarenta y dos es presa de remordimientos. Ve que Cathcart no está muerto del todo. Lo coge y lo arrastra hasta la casa. Es más bajo que Cathcart y no fuerte, y le cuesta mucho trabajo llevarle. En el momento en que llegan a la puerta del invernadero, Cathcart sufre una hemorragia final y entrega su alma a Dios. Calzado Cuarenta y dos se da cuenta de que su situación es comprometida, ya que se encuentra en una propiedad privada, solo con un cadáver a las tres de la madrugada. Si lo ven, tendrá que dar explicaciones… Deja a Cathcart… y huye. Entra el duque de Denver y tropieza con el cadáver. ¡Tableau!

– Está muy bien, sí señor; muy bien – dijo Peter —. Pero, ¿cuándo sucedió? Gerald encontró el cadáver a las tres de la madrugada; el médico estuvo aquí a las cuatro y media y dijo que Cathcart llevaba muerto hacía varias horas. Perfectamente. ¿Y el tiro que oyó mi hermana a las tres?

– Escucha, amigo mío – dijo Parker —. No quiero ser descortés con tu hermana. ¿Puedo presentar las cosas como creo? Sugiero que ese disparo de las tres de la madrugada fue hecho por un cazador furtivo.

– Es probable – asintió lord Peter —. Bien, Parker, yo creo que eso tiene cierta verosimilitud. Adoptemos esa explicación provisionalmente. Lo primero que tenemos que hacer ahora es encontrar a Calzado Cuarenta y dos, puesto que puede atestiguar que Cathcart se suicidó y, para mi hermano, es el único hecho que tiene importancia. Pero para satisfacer mi curiosidad, me gustaría saber: ¿por qué Calzado Cuarenta y dos hacía chantaje a Cathcart? ¿Quién escondió una maleta en el invernadero? ¿Qué hacía Gerald en el jardín a las tres de la mañana?

– Supongamos que empezamos a investigar de dónde venía Calzado Cuarenta y dos – dijo Parker.

Cuando volvían a su búsqueda, Wimsey exclamó:

– ¡Hola, hola! Aquí hay algo… Parker, mira: esto es un verdadero tesoro.

Un objeto minúsculo que había retirado del barro y de las hojas secas brillaba en sus manos.

Era uno de esos amuletos que las mujeres cuelgan de sus pulseras: un diminuto gato con ojos de esmeralda.

6

King's Counsel, consejero del rey. Título conferido a los miembros eminentes del Foro de Londres.

7

Diminutivo que en Inglaterra se da a las mujeres llamadas Mary.

El misterio de Riddlesdale Lodge

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