Читать книгу Manual sobre el gluten y la celiaquía - Dr. Luis Miguel Benito de Benito - Страница 7

Оглавление

1

Introducción

Descubre el origen de la celiaquía

Un problema no es problema hasta que se manifiesta o alguien cae en la cuenta de que lo es o puede serlo. ¿Parece una afirmación de Perogrullo, cierto? Pero es imprescindible recordarlo antes de hablar sobre desde cuándo convivimos con la celiaquía.

El interés por las enfermedades ha ido cambiando a lo largo de la historia de la medicina. Antaño preocupaba la peste bubónica, porque llegó a matar a un tercio de la población europea, y en cambio hoy no se habla de ella más que como un recuerdo histórico. La viruela y sus estragos son parte del pasado. Incluso hemos dejado de hablar del sida, que tan solo hace dos décadas era una de las principales preocupaciones médicas y sociales. Esto no significa que ya no exista o que no se deba temer, pero debe hacerse en la misma medida en que consideramos, por ejemplo, un brote del virus del Ébola. En definitiva, comparadas con el pasado, las enfermedades infecciosas no son lo que eran, aunque se habla de un resurgir de las enfermedades infecciosas por las resistencias de los gérmenes a los antimicrobianos.

Hoy en día, las dolencias protagonistas, las que acaparan toda la atención, son las llamadas enfermedades autoinmunes, aquellas en las que sospechamos que su origen está en un trastorno del sistema inmunológico. Las células encargadas de velar por nuestra salud se vuelven contra el propio organismo y lo atacan. ¿Incomprensible, verdad? ¡Pues así es! Hasta el premio Nobel alemán Paul Erhlich, a principios del siglo xx, se pronunciaba en contra de cualquier teoría que inculpase al sistema inmunológico de un daño corporal. Él lo llamaba el horror autotoxicus. ¿Cómo iba a ser posible que el cuerpo humano actuase en contra de sí mismo? El tiempo ha demostrado que también un premio Nobel puede estar equivocado.

Pero vayamos entrando en materia. ¿Desde cuándo está el problema de la celiaquía entre nosotros? En realidad, es difícil precisarlo, porque seguramente en el pasado muchos pacientes con esta enfermedad morían antes de llegar a la edad de reproducción. El problema, por tanto, podía ser más limitado porque la propia naturaleza generaba su selección biológica: los menos favorecidos fallecían. Las primeras observaciones de lo que podía ser este problema son del médico griego Areteo de Capadocia hace unos dos mil años. Por aquel entonces se trataba de una descripción que podría coincidir con lo que ahora conocemos como «celiaquía». Si lo era realmente o no, es difícil asegurarlo, ya que quizá se trataba de otro problema. Pero eran observaciones sobre niños que no crecían bien, se les hinchaba la tripa y tenían tendencia a la diarrea. No obstante, estos síntomas pueden ser causados por muchas otras enfermedades, desde parasitaciones intestinales hasta tuberculosis.

Los médicos, cuando nos enfrentamos a un paciente que viene con un problema de salud, tenemos delante el reto del diagnóstico, de saber qué le pasa. Conocer el origen del problema supone un interrogante para nosotros, por lo que, ante el relato que nos hace el paciente de lo que le ocurre, tratamos de buscar en nuestra caja del conocimiento un lugar donde encaje más o menos. Y es frecuente que, ante un paciente con un problema que no sabemos reconocer o tratar, le echemos la culpa al paciente o lo achaquemos a problemas psicosomáticos. Así fue también en el origen de la celiaquía: los niños que la sufrían eran un problema para la medicina a principios del siglo xx. No se sabía qué les pasaba realmente y llegó a tratarse como un trastorno psiquiátrico. Simplemente se decía que no querían comer, que era una cabezonería suya.

A pesar de sospecharse durante siglos que «algo podía haber» detrás de estos casos, no fue hasta la década de 1940 cuando un pediatra holandés, Willem Karel Dicke, estableció la relación causal entre la ingesta de cereales y la hinchazón abdominal, la diarrea, el retraso de crecimiento y la malabsorción que observaba en algunos niños. De hecho, se hicieron muy populares las dietas exclusivas con frutas, sobre todo con plátanos, que hacían desaparecer el problema. Estábamos ante los primeros casos de la celiaquía típica, de libro, la que se diagnosticaba en niños prácticamente con solo ver el florido cuadro clínico que presentaban, y cómo se resolvía con una dieta en la que se excluían los cereales. En un artículo publicado en Lancet en 1952, Anderson y sus colaboradores señalaron al gluten como responsable de los trastornos. Ese fue el inicio del conflicto, la punta del iceberg.

Durante muchos años, la cuestión se redujo a que el gluten perjudicaba a las vellosidades del intestino, las aplanaba, con lo que causaba una dificultad en la absorción de los nutrientes y, como consecuencia, un problema de desnutrición. La única solución que se encontró fue llevar una dieta exenta de gluten (DSG) de por vida, con la que se consiguió que los niños se desarrollasen con normalidad. Sin embargo, esta medida no tuvo éxito en todos los casos, y algunos pacientes continuaban teniendo el problema a pesar de la dieta sin gluten (DSG).

Ya en la década de 1970 se desarrollaron las teorías genéticas. Se observó que quienes sufrían celiaquía era fácil que tuviesen algún familiar con el mismo problema, de manera que se empezó a investigar qué genes podían estar propiciando esta asociación. Es aquí cuando empieza a hablarse del llamado complejo mayor de histocompatibilidad (también conocido por la sigla inglesa MHC, de major histocompatibility complex), que es el responsable de la autotolerancia. Digamos que es algo así como la «matrícula identificativa» de la persona, lo que la define desde el punto de vista del reconocimiento inmunológico.

El complejo mayor de histocompatibilidad es un conjunto de glicoproteínas característico de cada persona, cuyo estudio se inició en la década de 1950. El MHC lo exhiben las células en su membrana, en su superficie, sobre todo en la de los glóbulos blancos, motivo por el cual en un primer momento se lo llamó complejo HLA (human leucocytic antigen), o antígeno leucocitario humano. Los glóbulos blancos, los «policías» del organismo, dicen: «Oye, que yo soy de aquí, no me ataques. Yo no soy un extraño en este cuerpo». Por eso, en la donación de órganos, la compatibilidad de HLA es importante para evitar el rechazo, es decir, el ataque inmunológico al órgano trasplantado por parte del sistema inmunológico. Y de ahí que, cuando esa compatibilidad no es del todo acertada, se deban emplear medicamentos inmunosupresores para aplacar el fervor guerrero del sistema inmunológico.

Las moléculas de histocompatibilidad son de varios tipos, y hay diferentes modificaciones. Esas modificaciones o variaciones están escritas en los genes, en el ADN de cada individuo. Y, según sean las variaciones, como ya explicaré más adelante, el individuo será más o menos propenso a desarrollar problemas con el gluten.

No llevamos ni un siglo enfrentados al problema del que comenzó a hablarse en 1940. A finales del siglo xx, los médicos empezábamos a respirar cierta tranquilidad. Teníamos identificado el problema y acotada la enfermedad; al fin contábamos con una cajita en la que meter a los pacientes con celiaquía: dieta sin gluten y ya está. Sin embargo, la paz nos duraría poco, porque descubriríamos que el tema no era tan sencillo. Y es que no solo teníamos pacientes celíacos que no mejoraban con la dieta sin gluten, sino que encontrábamos muchos otros casos que, a pesar de dar negativo con los métodos de diagnóstico que teníamos, curiosamente mejoraban de sus molestias si dejaban de tomar gluten. Parecían celíacos, pero no lo eran. Este nuevo dato empírico no se podía pasar por alto, debía investigarse cómo podía afectar el gluten más allá de la celiaquía clásica.

Las consecuencias de ingerir alimentos con gluten habían sobrepasado el ámbito meramente del aparato digestivo, ya que también se había comprobado que afectaba a nivel cutáneo… ¡y mucho más! No en vano, si el sistema inmunológico estaba involucrado, era de esperar que su alteración hiciese estragos en todo el cuerpo. Hoy en día se considera que el problema con el gluten no es solo del aparato digestivo, sino que es una enfermedad sistémica, con múltiples manifestaciones. Pero, si tan crucial es el gluten en la salud, ¿qué es exactamente y dónde se encuentra?

¿Qué es el gluten del que todos hablan?

Casi todo el mundo ha oído decir que el gluten es una sustancia que está en los cereales de secano (trigo, cebada, avena y centeno) y que, según quién hable de él, tiene una fama mala o peor. Se dice que es una sustancia que, igual que da cohesión al pan, pega las tripas y las martiriza, que es una sustancia indigesta que provoca gases y flatulencias, diarrea o estreñimiento, pero también cefaleas, náuseas, insomnio, irritabilidad, disfunción hormonal, infertilidad, afectación de la piel o de la vista… ¡y que hasta es responsable del mal de ojo! Pero ¿cómo es posible que haya convivido con la dieta del ser humano durante tantos miles de años y nadie haya caído en la cuenta de lo nocivo que es para el ser humano?

El origen del cultivo del trigo es de hace más de diez mil años, y los que consideran que el gluten es poco menos que un veneno apelan a que el trigo de entonces no era como el de ahora, que el trigo actual está «genéticamente» modificado y es mucho más tóxico que el que había en los cereales de antes de Cristo. Realmente, no sé si se conservan muestras para analizar esas diferencias a las que apelan, para saber si realmente el pan de la última cena —seguro que a todos nos ha venido a la mente la pintura de Leonardo da Vinci— difería en esencia (antes de la cena) del pan que podemos comer ahora. Es cierto que hoy en día disponemos de gran variedad de panes, de harinas modificadas, de bollería…, pero lo que a veces no sabemos es si el perjuicio de estos productos refinados deriva del gluten o de cualquier otro aditivo que se les añade y que antes no se les añadía.

Porque, en esencia, químicamente, ¿qué es el gluten? Para explicarlo debemos recurrir a algunos conceptos sencillos de química. La harina de estos cereales contiene básicamente (alrededor de un 70 %) de hidratos de carbono, azúcares y glúcidos en forma de almidón, que son los que se transformarán en glucosa. Pero también tienen proteínas, en un porcentaje que ronda el 10 %, sustancias que están formadas por aminoácidos. Las llamadas «harinas de fuerza» tienen un porcentaje más alto de proteínas, alrededor del 15 %. Y son estas proteínas las que encierran el problema que da sentido a este libro.

Las proteínas de las harinas de cereales son básicamente de dos tipos: prolaminas y glutelinas. El nombre de prolaminas deriva de que son proteínas ricas en residuos de un aminoácido llamado prolina, y dentro del grupo de las prolaminas se encuentran las gliadinas en el trigo, las hordeínas en la cebada, las secalinas en el centeno y las avelinas en la avena. Las glutelinas son proteínas de forma esférica. Tanto las prolaminas como las glutelinas son proteínas no esenciales para el ser humano, es decir, se puede vivir perfectamente sin su aporte, porque lo que nos suministran también lo podemos obtener de otras fuentes de alimentación. Y es cierto que por su estructura química son elementos de difícil ataque químico, de mala digestión, siendo necesarias condiciones especiales (pH ácido o presencia de alcoholes) para su disgregación.

El gluten, por tanto, no es propiamente una proteína, sino un conjunto de proteínas responsables de la elasticidad y la compactación de los productos elaborados con las harinas. Se comportan como un aglutinante de los elementos para dar cohesión a las migas del pan —de ahí que algunas personas digan eso de que «pegan» las tripas—. De pequeños, a falta de pegamento para adherir los cromos en el álbum usábamos harina mezclada con agua, y es que aquella pasta pegajosa que se formaba permitía salvar la colección. Lo curioso es que nuestra especie haya logrado sobrevivir supuestamente a tanta toxicidad, siendo el pan un elemento esencial en la dieta de todas las culturas.

Es cierto que el gluten no es esencial para la vida humana, pero de ahí a demonizar su existencia hay un trecho, y no parece lógico hacerlo. No obstante, desde el punto de vista de la industria alimentaria es estratégicamente rentable generar una fobia social frente al gluten y empezar a producir «alimentos sin gluten» por doquier. Sobre todo haciendo ver a los que son sensibles al gluten lo bien que se sienten cuando consumen sus productos y lo mal que están cuando no los consumen. Se trata, en principio, de crear una asociación entre salud y productos sin gluten que no es real para el común de la sociedad, y que puede tener algún sentido para ese 6-8 % de la población que presenta problemas con el gluten. Aunque, como veremos, lo propio de las dietas sin gluten no es comer productos elaborados sin gluten, sino tomar alimentos que de manera natural no llevan gluten en su composición.

Manual sobre el gluten y la celiaquía

Подняться наверх