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I

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Al dar las diez de la mañana de uno de los primeros días de mayo del año 1838, se abrió la puerta cochera de un pequeño palacio de la calle de los Maturinos para dar paso a un joven montado en magnífico corcel de pura raza inglesa. Tras él y a la debida distancia salió un criado vestido de negro y montado también en un caballo de pura sangre, pero visiblemente inferior al primero.

No había más que ver a aquel jinete para clasificarlo entre los que, sirviéndonos de una palabra de la época, llamaremos lechuguinos. Era un joven que aparentaba tener unos veinticuatro años, y vestía con estudiada sencillez, que revelaba en él esos hábitos aristocráticos que se adquieren desde la cuna y que no puede crear la educación en aquellos que no los posean ya de un modo natural.

Forzoso es reconocer que su fisonomía estaba en perfecta consonancia con su apostura y su traje, y que no era fácil el imaginar facciones más elegantes que las de su rostro orlado de negros cabellos y negras patillas que le servían de marco y al que prestaba un carácter altamente distinguido la mate y juvenil palidez que lo cubría. Cierto es que dicho joven, último representante de una de las más linajudas familias de la monarquía, llevaba uno de esos antiguos apellidos que van de día en día extinguiéndose, hasta el punto de que muy pronto no figurarán ya sino en la historia. Se llamaba Amaury de Leoville.

Si del examen externo, esto es, del aspecto físico, pasáramos al del ente moral, veríamos en su sereno semblante reflejado fielmente su espíritu. La sonrisa que de vez en cuando erraba por sus labios como si a ellos quisieran asomarse las impresiones de su alma, era la sonrisa del hombre feliz.

Vayamos en pos de ese hombre privilegiado que recibió de la suerte, con el don de una ilustre prosapia, los de la fortuna, la distinción, la belleza y la dicha, porque es el protagonista de nuestra historia.

Salió de su casa al trote corto, y a este paso llegó al bulevar: dejó atrás la Magdalena, y tomando por el arrabal de San Honorato entró en la calle de Angulema.

Allí acortó el paso mientras fijaba con persistencia su mirada, que hasta entonces había vagado al azar, en un punto de la calle.

Lo que tanto atraía su atención era un lindo palacio situado entre un florido patio y uno de los extensos jardines, ya muy raros en París, que los ve desaparecer poco a poco para ceder el puesto a esos gigantes de piedra sin aire, sin espacio y sin verdor, llamados casas, con notoria impropiedad. Frente al edificio se detuvo el caballo, como obedeciendo a la costumbre; pero el joven, tras de lanzar una intensa mirada a las ventanas, que aparecían cerradas o imposibilitaban toda investigación indiscreta, siguió su camino, volviendo de vez en cuando la cabeza y consultando con frecuencia el reloj como queriendo asegurarse de que no era aún la hora en que debían serle abiertas las puertas de aquella hermosa mansión.

No le quedaba otro recurso que el de matar el tiempo de algún modo. Desmontó, pues, en casa de Lepage y se entretuvo en romper algunos muñecos, cuya suerte corrieron después varios huevos, sirviéndole por último, de blanco, hasta las moscas.

Como los ejercicios de destreza aguijonean el amor propio, el joven, aun sin otros espectadores que los criados, estuvo cerca de una hora consagrado a este deporte. Después volvió a montar a caballo, dirigiose al trote hacia el Bosque de Bolonia, y habiéndose tropezado con un amigo en la alameda de Madrid le habló de las últimas carreras y de las próximas a celebrarse en Chantilly, y así conversando transcurrió otra media hora.

Encontráronse en la puerta de San Jaime con un tercer paseante, el cual, recién llegado del Oriente, les relató de un modo tan interesante la vida que había llevado en el Cairo y en Constantinopla, que en tan amena conversación pasó una hora o quizá más. Entonces nuestro héroe ya manifestó impaciencia, y despidiéndose de sus amigos, se dirigió al galope a la esquina de la calle de Angulema que da a los Campos Elíseos.

Detúvose en aquel sitio, consultó el reloj, y viendo que señalaba la una, se apeó, dejó el caballo a cargo del criado, adelantose hacia la casa ante cuya fachada se había detenido tres horas, y llamó a la puerta.

Si Amaury hubiese abrigado algún temor, no habría dejado de parecerle bien extraño a quien hubiere observado la sonrisa con que le recibían todos los criados, desde el conserje que acudió a abrirle la verja hasta el ayuda de cámara que al pasar encontró en el vestíbulo, sonrisa reveladora de que lo consideraban como miembro de la familia que habitaba en el palacio.

Por eso al preguntar el joven si el señor de Avrigny estaba visible, le contestó el criado, como quien habla a una persona con la cual no rezan ciertas trabas impuestas por conveniencias sociales:

– No lo está, señor conde, pero en el saloncito encontrará usted a las señoras.

Y como se dispusiese a adelantarse para anunciarle, el joven le indicó que era cosa innecesaria. Amaury, a fuer de buen conocedor del terreno, llegó en seguida a la puerta del saloncito en cuestión, que precisamente estaba entreabierta, y antes de entrar permaneció un instante en el umbral como fascinado por el cuadro que se ofrecía ante su vista.

Dos lindas jóvenes, que contarían de unos diez y ocho a veinte años, bordaban en un mismo bastidor, casi enfrente la una de la otra mientras que una inglesa, situada junto a la ventana, las contemplaba con curiosidad cariñosa, olvidándose de reanudar la lectura del libro que tenía en la mano a la sazón.

Justo es reconocer que nunca el arte pictórico reprodujo un grupo más seductor que el que formaban, casi juntas, las cabezas de aquellas dos criaturas, tan diametralmente opuestas en sus rasgos físicos y en su carácter, que no parecía sino que el propio Rafael las había unido para hacer un estudio de dos tipos graciosos en igual medida, aunque ofreciendo con su unión el contraste más vivo.

Era la una, en efecto, rubia y pálida con largos bucles a la inglesa, ojos de cielo y cuello de cisne; un tipo, en fin, que traía a la memoria a aquellas delicadas y vaporosas vírgenes osiánicas prestas a deslizarse sobre las nieblas que coronan las cimas de las áridas montañas escocesas o a esfumarse entre las brumas que invaden las llanuras británicas; una de esas visiones que tienen a un tiempo naturaleza de mujer y de hada, sólo vislumbradas por el genio de Shakspeare, que logró transportarlas del mundo de la fantasía al de la realidad; portentosas creaciones que nadie había alcanzado adivinar antes que él, que nadie ha repetido después, y a las que él puso los dulces nombres de Cordelia, Ofelia o Miranda.

Tenía la otra, en cambio, negros cabellos cuya doble trenza servía de orla al ovalado rostro; con sus ojos brillantes, sus labios purpurinos y sus vivos y resueltos ademanes, semejaba una de aquellas doncellas doradas por el sol del Mediodía, a las cuales reunía Bocaccio en la villa Palmieri para leerles los alegres cuentos de su Decamerón. Rebosaba su cuerpo vida y salud; chispeábale en la mirada el donaire cuando éste no brotaba de sus labios; su tristeza, si alguna vez la sentía, nunca llegaba a velarle por completo la expresión risueña que animaba habitualmente su rostro, y aun al través de su melancolía dejábase adivinar su sonrisa como se presiente el sol tras una nube de estío.

Así eran las dos jóvenes que, inclinadas sobre el mismo bastidor, hacían surgir sobre el lienzo un ramo de flores en el cual, fieles a su temperamento, ponía la una lirios y jacintos de suave blancura, mientras la otra lo adornaba con claveles y tulipanes que le prestaban animación con sus encendidos tonos.

Pasados unos instantes de muda contemplación, empujó Amaury la puerta, y penetró en la sala.

Al oír el ruido las dos jóvenes volvieron la cabeza, lanzando un grito como gacelas sorprendidas por el cazador, al tiempo que animó un fugitivo rubor las mejillas de la rubia y una suave palidez blanqueó ligeramente el rostro de la morena.

– Ya veo que he hecho mal en no dejar que me anunciasen – dijo el joven, adelantándose hacia la rubia, sin cuidarse de su amiga – pues te he asustado, Magdalena. Perdona mi ligereza: siempre me conceptúo hijo adoptivo del señor de Avrigny y procedo en esta casa como si todavía fuese uno de sus comensales.

– Haces muy bien, Amaury – respondió Magdalena. – Además, creo que aunque quisieras obrar de otro modo no sabrías, pues no se pierden así en pocas semanas las costumbres adquiridas en el transcurso de diez y ocho años. Pero, ¿no le dices nada a Antoñita?..

Amaury se apresuró a estrechar la mano a la morena, diciéndole sonriente:

– Perdóneme usted, querida Antoñita; ante todo tenía que presentar mis disculpas a la que había asustado mi torpeza: he oído el grito de Magdalena e instintivamente he corrido hacia ella.

Y volviéndose hacia el aya, añadió:

– Señora Braun, tengo el honor de saludarla.

Con cierta expresión de tristeza sonrió Antoñita al estrechar la mano del joven, pensando que también ella había gritado, sin que su voz llegase a los oídos de Amaury.

La institutriz no había visto nada, o mejor dicho, lo había visto todo, pero habíase detenido su mirada en la superficie de las cosas sin querer profundizar.

– No se excuse, conde – dijo; – antes bien, convendría que con frecuencia se hiciese lo que usted hizo, para curar a esa criatura de su impresionabilidad nerviosa. Debe eso consistir en su cavilosa imaginación. Creo yo que se ha construido para sí un mundo aparte en el cual busca refugio tan pronto como dejan de sujetarla al mundo material. No sé qué es lo que pasa en ese mundo; pero si esto continúa acabará de seguro por abandonar los dos, y entonces su existencia será el sueño y en sueño se convertirá su vida.

Magdalena clavó en el rostro del joven una amorosa mirada que parecía decirle:

– De sobras sabes tú en quién pienso cuando estoy tan abstraída: ¿verdad, Amaury?

Antonia, que sorprendió esta mirada se levantó, pareció quedar perpleja un instante y después, abandonando definitivamente su interrumpida labor, sentose al piano y se puso a ejecutar de memoria una fantasía de Thalberg.

Magdalena continuó bordando y Amaury ocupó un asiento a su lado.

Amaury

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