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9. [bonito mientras duró]

Areum

Llegó el momento más estratégico del día, el de hacer educación física sin bufanda que cubriese los chupetones. Entré la primera al vestuario de chicas. Kohaku me había seguido, y oí sus lamentos sobre que estaba solo y sin con quién hablar en el vestuario de chicos.

La equipación de educación física era unisex, una camiseta con cuello redondo y unos pantalones cortos sueltos; No exponía más piel de la necesaria, y aquello era perfecto para tapar el destrozo que quedaba en mi cuello.

Me hice una coleta, frente al espejo, y mientras recogía los mechones, vi la tremenda depresión que se había instalado en mi cara. Mi piel lucía apagada, tenía ojeras y algunos granos por el estrés, pero aún así hoy Kohaku me había dicho que estaba muy guapa.

—Venga mujer, que no tengo todo el día –se recostó en el marco de la puerta, y fingí no haber visto la dirección sur de sus ojos por mi cuerpo.

Me cogí a su brazo y dejé que me guiara al pabellón de deporte. Había un silencio impropio y anormal, y aunque no quería que Takashi afectara a mi vida diaria, no podía evitar en qué pasaría cuando visitara de nuevo su despacho.

—¿Vas a poder hacer educación física con la rodilla mal? Estoy preocupado por si te vuelves a caer y se te abre la herida –agachó un poco la cara en mi sien, tal vez para acercarse físicamente todo lo que no había podido emocionalmente estos días.

—¿Por qué buscas las situaciones más rebuscadas? –le sonreí dulcemente, agradecida de que fuese tan detallista conmigo–. ¿Y si alguien te pega a ti “accidentalmente” en la ceja? –contraataqué, recordando la violencia de su progenitor.

Hoy Kohaku llevaba la herida al descubierto, pero también había un nuevo corte en su mejilla. No era un chico de muchas palabras, especialmente al hablar de su escasa familia: su padre.

Le hice sentarse en el banquillo mientras los compañeros de clase llegaban, y noté un roce tímido en mis dedos. Bajé la mirada, y no pude evitar sonreír enternecida al ver sus dedos temblar. Qué mono era.

—Me puedes dar la mano cuando quieras, Kohie –le dije, dándole un apretón cariñoso hasta que sonrió.

—Tú también puedes –distinguí pequeñas estrellas en sus ojos almendrados, y pude apreciar que lo decía desde el fondo de su corazón. Cada vez estaba más claro que le gustaba, y también me hacía dudar de mis propios sentimientos.

Al acabar la clase, hubo un problema, y es que era que ya no estaba sola en el vestuario, y mucho menos en las duchas. Me tapé el cuello como pude e intenté desconectar bajo el agua y el champú, no prestando atención a las demás chicas.

...

A la hora de la merienda juntos, Kohaku se enzarzó en una conversación con una compañera de clase. Y por la forma en que abrió sus ojos, parecía que le estaba contando algún cotilleo. Me gustaba verle así, despierto, presente.

Me senté en la acera paciente, y cuando Kohaku se acercó, no tenía una cara amigable.

—¿Se han podrido las cerezas? –intenté hacerle reír, pero se sentó a mi lado en silencio mientras me tendía el envase lleno.

—No, las cerezas están bien –sonó seco, sus ojos ocupados estudiando el pañuelo que llevaba al cuello. Mierda–. ¿Es nuevo?

—No –involuntariamente la recoloqué escondiendo la piel–, lo tengo ya desde hace tiempo.

—Es que nunca has llevado pañuelo y me ha extrañado –Kohaku se encogió de hombros, peinándose el pelo hacia atrás, inquieto–. ¿No tienes calor?

Había algo raro en su voz, algo que estaba fuera de lugar: sospecha.

—No, estoy bien.

—Areum, pareces de todo menos bien –me fulminó con la mirada.

—¿Por qué me dices esto ahora? –no estaba molesta, pero sí asustada de que desconfiase.

—¿Sabes lo que me ha dicho esa chica? –se inclinó hacia mi sien, y sus ojos congelaron los míos cuando me miró. No daba crédito a lo que estaba pasando–. Me ha dicho que tienes moratones en el cuello.

Me congelé allí mismo, y abrí los ojos en shock, ideando qué decir.

—Kohaku, yo no... –

—¿Te estás autolesionando? –se aferró a mis manos como si desapareciera–. Sé que estos días no has estado bien, siento si no te he preguntado lo suficiente, n-no te quería agobiar porque sé que...que no te gusta preocuparme con tus problemas pero... –

¿Autolesión?

—...pero no te tienes que hacer daño, no estás sola, yo estoy a tu lado –su mirada se estropeó por unas lágrimas traicioneras, y me sentí como la mierda en ese momento.

Kohaku se pensaba que me había autolesionado, y que mi cuello estaba así por aquello y no por un hombre con alto deseo sexual. ¿Era lo suyo ingenuidad o ceguera voluntaria?

—Yo no hago esas cosas.

—¿Seguro? –me subió la manga de la blusa en busca de marcas horizontales en mis antebrazos, y me quedé fría; sí, Kohaku de verdad pensaba eso.

—Sí, te lo prometo. No tengo nada, ¿ves? –le hablé con voz suave, con una con la que tratabas a un niño pequeño. Le rodeé en un abrazo, y apoyó la cabeza en mi hombro mientras sujetaba mi espalda.

—¿Y entonces por qué tienes moratones? –susurró cauteloso, y me tensé con el solo pensamiento de tenérselo que explicar–. ¿Los puedo ver?

Noté sus dedos tirar de la seda, pero frené su muñeca.

—He dicho que no te preocupes –me aparté del abrazo, cortando el apacible ambiente apacible de hace unos segundos. Entrecerró los ojos sospechoso, y a pesar de que no dijo nada más, supe que estaba molesto por que le mintiera.

¿Pero qué le iba a decir? Si el Señor Takashi me había repetido que no quería entrometidos...era mejor no decirle nada a Kohaku.

Le di una cereza como gesto de reconciliación. Copió mi gesto, y le di el placer de que me alimentase directamente él.

—¿Ha sido tu madre? –supe a qué se refería por el escrutinio a la bufanda.

—No, solo me ha dado el sermón de siempre –escupí el hueso de la cereza de una forma muy poco femenina que le hizo sonreír, y vi cómo se contuvo de hacer más preguntas. Me rodeó los hombros con un brazo y me atrajo a su pecho.

Sorprendida, me quedé en silencio, acostumbrándome poco a poco a lo bien que se sentía; la seguridad a la que me podría acostumbrar.

—Oye Areum, me puedes decir lo que sea, ¿vale? –acunó mi nuca, peinándome de una forma extática–. Absolutamente lo que sea.

Me encantaría hablarle sobre el contrato con el heredero autoritario que me provocaba tantas emociones, pero no podía.

—Esto se siente muy bien –me apoyé en su hombro y aprecié los pequeños detalles: el cielo azul, la fresca colonia masculina de su camisa, los dedos de Kohaku en mi pelo.

—A veces me siento en un cuento... –dijo nostálgico, un poco tenso por la cercanía. Estuvimos unos minutos en un silencio agradable, y fue bonito mientras duró.

—Tienes el pelo muy suave –su voz maduró como la miel, y sus dedos tomaron mi mentón con un descaro impropio de él. Nuestras caras se quedaron a menos de un palmo y le miré desconcertada, ¿qué pretendía?

Kohaku desvió la mirada por el aparcamiento, y desencajó la mandíbula, disgustado. Me soltó de golpe.

—¿Qué cojones hace ese aquí? –su pecho se abrió en defensa, y al seguir su mirada, vi una figura alta y sonriente devolviéndonos recargado contra un coche negro, fumando–. ¿No venía Joji a recogerte del instituto?

—No sé por qué está aquí –confesé, poniéndome en pie y acomodando la falda para disimular el incipiente temblor de mi cuerpo.

La pantalla de mi móvil se iluminó, con un mensaje de un número desconocido.

¿A qué esperas para venir a saludarme?

—T

No estaba en posición de insultarle y negarme, y mucho menos delante de Kohaku. No había especificado qué pasaría si rompía alguna cláusula del contrato, pero me prometió que acabaría llorando.

—¿Areum? –dijo Kohaku tras ver que no reaccionaba y Takashi seguía sosteniéndole la mirada.

—Me tengo que ir, nos vemos mañana –le di un abrazo antes de que pudiese decir nada, y sentí cómo los dos se quemaban el uno al otro con la mirada, porque Kohaku me arañó sin querer.

—Mándame los mensajes de mierda que siempre me mandas, ¿vale? –susurró aquello en mi oído como si fuese la cosa más secreta y prohibida del mundo, y noté un tinte triste en su voz–. Y ten cuidado con la rodilla.

—Voy a estar bien –me agaché para recoger la mochila de la acera, y oí una maldición enfadada mientras estaba inclinada.

—Menudo hijo de puta... –miré extrañada a mi amigo, y me devolvió la mirada, nervioso–. ¿No llevas pantalón corto debajo de la falda?

—Hoy hacía bastante calor –me excusé, intentando no pensar demasiado en que probablemente se me hubieran visto las bragas.

Kohaku se quedó callado, mirando mi pañuelo y midiendo mis palabras hipócritas. Hondeé la mano hacia él, y me correspondió pero más rígido..

A mi cuerpo no le costó nada ponerse serio conforme me acerqué al coche y a su propietario.

Señor Takashi. Honoríficos. Uniforme. Sumisión.

¿En qué momento mi realidad se había vuelto una comedia barata de internet?

Me obligué a mirarle a la cara, y él ya me regalaba una sonrisa lasciva mientras tiraba la colilla y la pisaba con su zapato, mirándome de soslayo.

—Buenas tardes, Señor Takashi –dije educada, y me abrió la puerta de copiloto–. ¿Qué hace aquí?

La respuesta era tan obvia que ni se molestó en contestar, pero tuvo la cortesía de abrirme la puerta.

En el espejo retrovisor, vi los puños cerrados de Kohaku.

Dejé las manos sobre mi regazo, incómoda con el ronroneo del motor; ni de coña iba a entablar conversación con Takashi.

—Hacía tiempo que no veía una escena tan enternecedora –giró el volante con una mano, sentado elegante en su traje azul, poderoso y orgulloso–. Los gestos de tu amigo son muy obvios, seguramente ya te hayas dado cuenta –hizo una pausa, creando expectación–. ¿No crees que es gracioso?

—¿El qué?

—Que le gustes –numeró–, que no te des cuenta, y que vaya a ser yo quien te disfrute –Takashi sonó oscuro, como si estuviera advirtiendo el futuro próximo. Me pegué con disimulo a la puerta de copiloto, lo cual fue idóneo para captar su atención. Cubrió mi rodilla con su mano, deteniéndose en caricias superfluas–. Hoy estoy de muy buen humor, Areum.

—Me alegro –mantuve la falda en su lugar bajo mis manos cruzadas, blancas de tanto apretar por el estrés que me producía no saber qué iba a pasar. De reojo, vi la sonrisa enorme que cruzaba su cara.

Desconocía si Takashi era capaz de sentir emociones básicas más allá de furia y superioridad, pero suspiró como si hubiera tenido un pensamiento inmoral.

—Aprecio que obedezcas las normas, pero yo de ti no me llamaría así mientras conduzco –sentí un cosquilleo cuando subió los dedos por la cara interna de mi muslo, pero frenó en la barrera que suponían mis manos–. Prefiero tener la erección después.

Sugar, daddy

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