Читать книгу Un beso atrevido - Las reglas del jeque - Эбби Грин - Страница 9
Capítulo Tres
ОглавлениеA Karen le latía el corazón a cien por hora mientras subía en el ascensor a la última planta del hotel New Regents. Cuando llegó a la puerta doble de la suite del jeque, se colocó la cinta del bolso en el hombro y llamó al timbre. Contuvo la respiración y se dispuso a encontrarse con Ash. Lo que no esperaba en absoluto era que fuera su primo Daniel el que saliera a recibirla.
–¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó con un tono de voz asombrosamente tranquilo para la sorpresa que se había llevado.
–Estoy visitando a un amigo –respondió Daniel con una mueca, saliendo al pasillo–. ¿Y tú? ¿Negocios o placer?
Karen no tenía ni idea de lo que Ash le habría contado a su primo, y lo cierto era que prefería no saberlo. Desde el momento en que conoció a Daniel éste había adquirido el papel del hermano mayor que ella nunca tuvo. Un hermano mayor que se divertía tomándole el pelo. Por eso Karen no quería darle motivos para que lo hiciera.
–Estoy aquí por un asunto de negocios –aseguró, sin que fuera del todo mentira–. Saluda a Phoebe de mi parte.
–Claro –respondió Daniel inclinándose hacia ella y bajando el tono de voz–. No te olvides de poner el cartelito de No molestar.
Su primo se marchó con una mueca burlona en el rostro dejándola a solas con el jeque, que había aparecido en el umbral de la puerta. Su expresión era tranquila y confiada. Estaba guapísimo vestido con camisa y pantalones negros.
–Adelante –dijo haciendo un gesto con la mano.
Karen pasó al lado de Ash tan cerca que sin poder evitarlo lo rozó. La deliciosa fragancia que emanaba su cuerpo le despertó los sentidos. Era un aroma único a incienso, exótico pero no empalagoso, que provocaba en su imaginación imágenes de noches árabes, puestas de sol en el desierto y sexo en la arena.
Cielo santo.
Para evitar mirar directamente a Ash, Karen dirigió su atención a la ampulosa zona de estar de la suite. Una fila de puertas acristaladas se abría a una terraza bajo la que se divisaba el centro de Boston, iluminado a esas horas por cientos de lucecitas.
–Qué sitio tan agradable –comentó tras admirar el mobiliario de caoba con piezas únicas y el tresillo de cuero–. ¿Vienes aquí muy a menudo?
¿En qué estaba pensando? Parecía una buscona tratando de ligar en un bar en lugar de una mujer inteligente y sofisticada cumpliendo una misión. Pero Ash tenía la facultad de trabarle completamente la lengua y confundirla.
–Por el momento ésta es mi casa –respondió el jeque avanzando un par de pasos en su dirección.
–¿Y dónde vives normalmente?
–Donde me lleven mis negocios. No tengo una residencia permanente.
Como si Ash se tratara de un poderoso imán, Karen avanzó hacia él. Se sacó el bolso del hombro y lo abrazó, como si pudiera defenderla de su magnetismo.
–¿De verdad? Resulta extraño no tener un sitio al que llamar hogar.
–Espero instalarme en Boston.
Ash acortó aún más la distancia que los separaba. Estaban tan juntos como habían estado el día anterior en la barra de la heladería. Karen no tenía ninguna gana de dar un paso atrás, aunque sabía que debería hacerlo.
–¿Por qué has venido, Karen?
–Quiero hacerte un par de preguntas.
–¿Te gustaría tomar asiento antes? –preguntó el jeque señalando con un gesto hacia el sofá.
–Claro –respondió ella, pensando que sentarse era una idea excelente.
Karen tomó asiento en un extremo pensando que Ash lo haría en el sillón que estaba enfrente. Pero él se acomodó en el otro extremo del sofá, se cruzó de piernas y colocó el brazo en el respaldo. Parecía sentirse tan cómodo que Karen llegó incluso a molestarse. También le molestó el modo en que ella reaccionó a su cercanía, imaginándose que Ash la tumbaba sobre la suavidad de la alfombra que tenían a los pies.
Karen tragó saliva. Al menos tenía claro que las hormonas no le fallarían cuando llegara el momento de concebir un hijo con él.
–Si quieres habla tú primero –dijo Ash.
–Eso es –respondió ella señalándolo con el dedo–. Eso es exactamente de lo que quiero hablar contigo.
–Me temo que no te entiendo.
–Creo que debes saber que durante los últimos treinta y un años me he expresado siempre abiertamente sin que nadie tuviera que darme permiso.
–Encuentro que esa es una de tus virtudes más intrigantes –respondió Ash con una mueca que sacó a Karen de sus casillas–. Pero es que todo lo que rodea tu boca me parece de lo más intrigante.
Karen sintió cómo se ponía colorada hasta la punta de las orejas. Tenía que retomar el tema.
–Lo que quiero decir es que soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma y de mis necesidades en todos los aspectos.
–Yo he aprendido que algunas de esas necesidades las puede cubrir mejor otra persona.
–¿A qué te refieres? –preguntó ella entrando al trapo inconscientemente.
–A las necesidades íntimas –respondió Ash, cambiando la mueca por una expresión seductora.
–Creo que en eso tienes razón –aseguró Karen imaginándose a la perfección al jeque haciéndose cargo de esas necesidades.
–¿Ah, sí?
–En lo que se refiere a la concepción. Y eso me recuerda que tenemos que hablar de temas importantes relacionados con la salud. ¿Padeces alguna enfermedad importante o tienes antecedentes familiares de trastornos graves físicos o mentales?
–Mi salud es excelente. Hace dos meses me hice una revisión médica en Nueva York.
–¿Cuáles son tus aficiones? –siguió preguntando Karen mientras trataba de recordar más cuestiones que aparecían en los formularios de la clínica.
–Me gusta esquiar. Así fue como conocí a tu primo Daniel, en los Pirineos. En cuanto a mi educación, estudié en Francia.
–Entonces, hablas francés…
–Sí. Domino varias lenguas.
Karen sabía que al menos era un experto en el manejo de la suya.
–Si resulta que al final conseguimos que me quede embarazada, yo…
–Lo conseguiremos. Mi padre tiene cinco hijos y tres hijas, y muchos de mis hermanos han seguido sus pasos. Nosotros tampoco tendremos problemas en ese sentido.
–Espero que tengas razón –aseguró Karen, pensando que ella sólo quería un bebé, no un regimiento–. De ese modo sólo será necesaria una vez para que me quede embarazada.
–Admiro tu optimismo, pero creo que será mejor si lo intentamos en más de una ocasión.
En ese caso ella creía que no lograría sobrevivir, sobre todo si Ash hacia justicia a su calenturienta imaginación.
–Sólo si es necesario. Y cuando consigamos la concepción, yo preferiría que mantuviéramos una relación platónica –aseguró Karen pensando que el jeque tal vez retiraría su oferta ante aquella proposición.
–¿Quieres decir que no deseas tocarme después de quedarte embarazada?
–Creo que será lo mejor.
–Estaré de acuerdo en no tocarte –aseguró Ash aunque sus ojos aseguraban otra cosa.
–Bien. Muy bien –respondió ella pensando que aquello estaba resultando demasiado fácil.
–A menos que tú me lo pidas.
Karen decidió dejar pasar aquel comentario.
–Me gustaría hacerlo cuanto antes… me refiero a la ceremonia –se apresuró a aclarar.
–¿Por qué tanta prisa?
–Por… la fertilización –respondió ella sintiéndose algo incómoda–. El intento de concepción debe realizarse como muy tarde durante los próximos cuatro días. Creo que podríamos hacerlo en el juzgado… quiero decir la boda, no la concepción.
–Estoy de acuerdo en que sería completamente inapropiado hacer el amor en una sala del juzgado –respondió Ash con expresión divertida.
–Deduzco entonces que no tienes problemas para celebrar la boda en los próximos cuatro días…
–Estaré encantado de ajustar mi agenda para incluirte en ella.
Un servicio rápido en un juzgado no era precisamente lo que Karen soñaba cuando se imaginaba su boda, pero aquellos eran sueños antiguos y desgastados que ya no importaban. Lo importante ahora era ser realista y práctica.
–Quiero tenerlo todo por escrito.
–¿No confías en mí? –preguntó el jeque transformando su expresión seductora en un gesto solemne.
–Creo que es lo más sensato –respondió Karen pensando que era ella la que no confiaba en sí misma cuando estaba a su lado.
–Prepararé los papeles.
–¿Incluirás la cláusula de separación tras el nacimiento del bebé?
–Sí –aseguró Ash con expresión algo dolida–. Incluiré dicha cláusula en los términos acordados.
–Bien –dijo entonces ella, poniéndose rápidamente en pie–. Creo que eso lo cubre todo.
–Entonces, ¿has tomado ya una decisión? –preguntó Ash incorporándose a su vez.
–Así es, y mi respuesta es sí.
Ya estaba, ya lo había dicho. Después de todo no había sido tan complicado.
Ash se metió las manos en los bolsillos, como si necesitara tenerlas bajo control. Por desgracia la falda de Karen no tenía bolsillos, aunque por supuesto no estuviera pensando en tocarlo. Bueno, tal vez lo pensara un poco.
–¿Estás diciéndome que hay trato? –insistió el jeque sin terminar de creérselo.
–Sí.
–Me alegro de que veas las ventajas de nuestra unión –aseguró Ash con expresión triunfal.
–Una cosa más –dijo ella sin poder evitar pensar que la mayor ventaja estaba en la concepción–. ¿Podríamos celebrar la boda a la hora de comer?
–Me parece buena idea. Así podemos pasarnos el resto de la tarde cumpliendo con nuestros objetivos.
–Por las noches tengo que trabajar en la heladería.
–¿No podrías tomarte el día libre?
Karen pensó en Maria y en su idea de marcharse. Había hablado con los Calderone por la mañana y estaban encantados de recibirla. Karen veía la boda como la oportunidad perfecta para que su prima se escapara. Maria podía hacer de testigo y luego escabullirse. Era un plan perfecto.
Pero si Maria se marchaba ese día en concreto entonces Karen tendría que trabajar por la noche a menos que alguien estuviera dispuesto a doblar turno. Pero ya tendría tiempo de pensar en ello. Por ahora lo que tenía que hacer era regresar al trabajo antes de que la gente empezara a preguntarse dónde se había metido. Si ellos supieran…
–Karen, ¿te preocupa algo?
–Estoy pensando en el trabajo –respondió ella volviéndose hacia Ash, que la observaba con expresión pensativa–. Veré lo que puedo hacer para tomarme el día libre.
–Muy bien. No veo la necesidad de posponer la luna de miel.
¿Luna de miel? Bueno, en cierto modo podría calificarse así.
–Será mejor que regrese a Baronessa. Es muy tarde.
Karen ya estaba casi en la puerta a punto de escaparse cuando Ash la llamó.
–¿Sí?
–Tal vez deberíamos sellar nuestro trato con un beso.
Al menos aquella vez le había pedido permiso.
–¿De verdad crees que es necesario? –preguntó Karen frotándose inconscientemente las manos.
–Creo que sería conveniente que nos fuéramos familiarizando el uno con el otro antes de que nos metamos juntos en la cama. Si mis besos te siguen poniendo nerviosa cuando hagamos el amor será mucho peor.
–Tus besos no me ponen nerviosa –se apresuró a responder ella, aunque la traicionó un ligero temblor en la voz.
–Entonces no deberías poner ninguna objeción –contestó el jeque acercándose más.
–No compliquemos las cosas, ¿de acuerdo? Quiero decir, esto es más o menos un acuerdo de negocios y…
–Sigues estando nerviosa, Karen –afirmó Ash agarrándole ambas manos y besándoselas–. No tienes por qué. Te prometo que te trataré con mucho cuidado.
–No soy de cristal.
–De todas maneras, seré sumamente delicado con las manos –insistió él inclinándose hacia delante y colocándole los labios a escasos milímetros de los suyos–. Y también con la boca.
Aquella voz profunda y tentadora estuvo a punto de hacerla caer. Pero se puso muy recta, decidida a no dejarse llevar.
–Me parece muy bien, siempre y cuando cumplas con tu parte –aseguró con todo el desafío del que fue capaz.
–Tengo toda la intención de cumplir con mi trabajo de la manera más eficaz posible –susurró Ash.
Se quedó mirándola a los ojos en silencio durante largo rato. Karen se preparó para recibir un beso, pero él no la besó. Y entonces ocurrió algo absolutamente incomprensible. Ella lo besó primero. Apasionadamente, sin el menor titubeo.
Karen le introdujo la lengua en la boca con un deseo que ni siquiera sabía que sentía.
Y de pronto se vio con la espalda contra la pared y el cuerpo de Ash apretado contra el suyo. Tuvo que obligar mentalmente a sus piernas a que no se enredaran alrededor de la cintura del jeque. Ash deslizó las manos hasta hacerlas descansar en sus caderas, mientras que las de ella paseaban por el final de su espina dorsal y amenazaban con descender más para explorar su magnífico trasero.
La boca de Ash era dulce y firme al mismo tiempo. Con la lengua le hacía caricias de seda entre sus labios abiertos. Las yemas de sus dedos le acariciaban suavemente el trasero, la cintura, y luego trazó con los pulgares los contornos de sus senos en movimientos circulares y enloquecedores.
Cuando Ash se apretó contra ella, Karen fue consciente de que el jeque tenía un arma secreta escondida bajo la tela de sus pantalones. Si no detenía inmediatamente aquella locura tal vez experimentaría toda su potencia allí mismo, en aquel momento, sobre el suelo y sin ningún ceremonial. Sin el ceremonial nupcial.
Pero no fue Karen la que apartó la boca. Fue Ash. Sin embargo, mantuvo los brazos alrededor de su cintura.
–Creo que esto es mucho más efectivo que un apretón de manos –aseguró él antes de soltarla, dar un paso atrás y mirarla de arriba abajo.
Karen podía hacerse una idea del aspecto que tenía en aquel momento. Seguramente tendría los ojos vidriosos y los labios rojos sin el beneficio del lápiz de labios, porque dudaba mucho de que le quedara algo del que se había puesto. Varios mechones de cabello le caían por la cara, algunos incluso sobre los ojos. Y sin embargo no tenía ningún problema para ver a Ash allí de pie con las manos en los bolsillos y aquella sonrisa pícara dibujada en el rostro.
Karen se pasó la mano por el pelo, se estiró la camisa y recogió el bolso que había ido a parar no se sabía cómo al suelo.
–Tengo que irme. Gracias. Espero tener noticias tuyas.
Aquellas palabras sonaron frías y secas considerando el beso tan ardiente que se habían dado.
–Esperaré con impaciencia nuestro próximo encuentro, y confío en que tendrá lugar antes de que nos veamos en el altar –aseguró Ash, con una sonrisa tan amplia que podría detener un misil.
–Creo que no deberíamos vernos antes de la boda –contestó Karen, que no podía evitar sentirse como una marioneta.
–¿Temes que no nos conformemos sólo con besarnos?
–Voy a estar ocupada –aseguró ella, aunque Ash había dado justamente en el clavo.
–Como quieras, Karen –dijo él asintiendo con la cabeza–. Yo también me mantendré ocupado hasta el día de la boda, aunque no tengo ninguna duda de que pensaré a menudo en ti. En nosotros.
Karen sentía la necesidad de salir de allí a toda prisa. Buscó detrás de ella el picaporte de la puerta.
–Llámame cuando tengas todo el papeleo solucionado –dijo por toda despedida.
–Así lo haré.
Karen salió por la puerta y la cerró tras de sí sin volver a mirar al jeque. Pero en el fondo de su alma sabía que durante los próximos días le dedicaría a él, a la boda y sus besos más de un pensamiento.
–Puede besar a la novia.
Todos los momentos de ansiedad por los que había pasado los últimos tres días, las noches sin dormir y las dudas habían desembocado en aquel momento. Aunque habían firmado un acuerdo prenupcial que recogía los términos de su matrimonio unas horas antes, Karen seguía cuestionándose si había hecho bien aceptando aquella proposición. Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.
Karen apartó la vista de la jueza y miró al jeque Ashraf ibn-Saalem. Su marido. Cielo Santo.
Había esperado en cierto modo encontrar en sus ojos una expresión que viniera a decir: «Ya te tengo». Pero en su lugar encontró un brillo de duda en sus ojos oscuros, como si viera sus propias preguntas reflejadas en su mirada, como si él también se estuviera preguntando si habían hecho lo correcto.
Karen esperó con nerviosismo el momento de sellar el trato ante la mirada atenta de sus primos Daniel y Maria. Pero Ash sólo le rozó los labios con un beso inocente y le apretó la mano para tranquilizarla, la misma mano en la que lucía una alianza de oro decorada con piedras preciosas multicolores, incluidos varios diamantes. Ash le contó que había pertenecido a su madre, la reina de Zhamyr. Y ahora estaba en el dedo de Karen, una mujer que desde luego no había sido arrancada de los brazos de la realeza.
Por otra parte, Ash no llevaba anillo. Karen había considerado la posibilidad de comprarle uno pero él había asegurado que no le importaba no llevarlo. Karen decidió no darle más vueltas. Los matrimonios de verdad requerían anillos, no así los constituidos con el único fin de procrear un hijo. De otro modo habría insistido en que Ash llevara algún tipo de alianza. Después de todo era su marido y querría que las mujeres supieran que estaba fuera de sus posibilidades. Pero aquel no era un verdadero matrimonio.
–Bienvenido a la familia –dijo Daniel avanzando un paso y dándole a su amigo una palmadita en la espalda.
–Estoy encantado de emparentar contigo –aseguró Ash estrechando la mano de Daniel.
Maria le ofreció a Karen el ramo de rosas que el jeque había llevado para la boda. Hacía unos días que su prima la había puesto al día de sus intenciones de casarse con Ash para tener un hijo, y Maria había decidido apoyarla plenamente en su decisión.
–Eres una novia preciosa –aseguró besándola en la mejilla.
–Tú también lo serás algún día –respondió Karen agarrando las flores y mirando a su prima con simpatía.
–Eso espero –susurró Maria mirando de reojo a Daniel y a Ash, que seguían conversando–. Tengo que marcharme.
–Claro –dijo Karen girándose hacia su marido–. Voy a pasar un momento al tocador de señoras. Nos encontraremos en la salida.
Así se aseguraría de que Ash no las seguiría a Maria y a ella.
–Como tú desees, mi adorada esposa –contestó el jeque.
«Esposa». Karen no estaba segura de que llegaría a acostumbrarse a ser su mujer. Pero lo era, aunque fuera temporalmente, y más le valía ir haciéndose a la idea. Y también al hecho de que aquella noche estarían juntos en todos los sentidos.
Karen siguió a Maria por el pasillo y se estremeció al considerar la idea de hacer el amor con Ash. Y se estremeció porque la idea le gustaba.
Por suerte el lavabo de señoras estaba vacío, lo que permitió que las dos primas disfrutaran de unos momentos a solas antes de que Maria partiera hacia Montana.
–Cuídate mucho y deja de llorar –le ordenó Karen abrazándola–. Me vas a estropear mi vestido de novia.
Era un sencillo modelo de satén que había comprado el día después de darle el sí al jeque, el día después de tomar la decisión de cambiar su vida y su futuro casándose con un hombre al que apenas conocía.
–Cuídate tú también –le pidió Maria–. Y mantén el corazón abierto, Karen. Nunca se sabe lo que puede resultar de esta unión.
–Espero que un bebé. Nada más.
Karen intentaría tener la mente abierta. Pero, ¿y el corazón? Aquello le parecía más peligroso. Tan peligroso como el agradable pensamiento de pasar unas horas en los brazos de Ash.
Su marido.