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Por fin, Solo volvería a ver a Inés. En cuanto terminara su jornada de intérprete del almirante Rinaldi, el canciller argentino de visita en Washington, lo enviarían a Buenos Aires por dos semanas enteras. Y, quién sabe, quizás tendría ocasión de reconectarse con la mujer que una vez estuvo convencido sería su esposa.

Desde que una tal Doris lo había llamado de la OEA para ofrecerle el trabajo, llevaba una semana sin pegar ojo de tan excitado que estaba. El momento no podía ser menos oportuno: estaba en plena pelea por la custodia de sus hijos gracias a la demanda judicial de Phyllis, su ex mujer. Pero la perspectiva de volver a ver a Inés superaba cualquier reparo. El intérprete habitual de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA estaba enfermo, le explicaron a Solo, y le pidieron que no dijera nada hasta que la embajada argentina expidiera su visa. Cosa que ocurriría aquel mismo día. Iba a ser su primera visita a la Argentina en dieciséis años, desde que regresara a EE.UU. tras el naufragio en el que había muerto su padre. Estaba ansioso por contárselo a Alberto, aunque últimamente su amigo apenas hablaba de su país de origen. Solo sospechaba que Alberto no estaba muy contento con el derrocamiento militar de la democracia peronista, por deplorable que esta fuera, hacía ya tres años.

Alberto lo había pasado a buscar para ir juntos al trabajo. Su amigo metió tercera y la cabeza de Solo dio un sacudón hacia atrás. Manoteó la hebilla del cinturón y ajustó como pudo la correa. Aunque su propia catramina estaba en el taller y el servicio de autobuses desde Alexandria al Distrito era un martirio, antes que dejarse conducir por Alberto quizás habría sido preferible el despilfarro de un taxi. Alberto, aferrado al volante, oteaba el asfalto como un vigía en la nave de Magallanes.

A la distancia, el Distrito de Columbia yacía bajo la mortaja de lechosa contaminación que venía acumulándose desde el amanecer. Cual vanguardia del ejército de empleados públicos que asaltaba a diario la capital del país, funcionarios madrugadores atravesaban raudos el aire viscoso en dirección a sus puestos en el cuadrante noroeste de la ciudad. Alberto y él engrosaban la marea suburbana que inundaba todas las autopistas para acabar vaciándose en la urbe.

–¿Te acordás de Serge, el traductor francés de mi oficina? –preguntó Alberto–. Acaba de volver de una reunión en Buenos Aires. Le pedí que ubicara a nuestra común amiga.

–Nuestra común amiga… –repitió Solo, tratando de aparentar desinterés. Sabía que Alberto se refería a Inés y sintió el pellizco secreto de sus propias ansias. Un día más y partiría a verla. Como decían en Argentina, ya tenía un pie en el estribo.

–Sí –dijo Alberto–. Vamos, muchachos, está verde. Despierten.

Solo esperó a que Alberto completara la información pero al final no se pudo contener.

–Muy bien, Serge ubicó a Inés. ¿Y…?

–No, nada. Supuse que te interesaría saberlo.

Solo golpeteó nerviosamente el felpudo con el zapato. Alberto sonrió.

–Manda saludos. Está viviendo con sus padres, trabaja media jornada y estudia traducción literaria. Preguntó por vos. Sabe que te divorciaste de Phyllis.

–La verdad es que aún no se acabó –dijo Solo mirando a su amigo–. Phyllis acaba de presentar una demanda de tenencia compartida.

–Yo creía que eso se había resuelto cuando se divorciaron.

–Yo también. Todavía le estoy pagando a mi abogada, además de las últimas facturas médicas de mi madre.

Lontano da questa casa stia il medico e l’avvocato –sentenció Alberto.

Elegí un carril de una vez, pensó en decirle Solo. Avanzaban por el George Washington Parkway. Retazos de niebla cubrían algunos tramos del Potomac, aferrándose al frondoso verdor de sus orillas antes de disiparse cielo arriba en la húmeda luz que bañaba las cúpulas de Georgetown. Un par de remeros en sus esquifes, como agujas blancas suturando un cuerpo marrón, surcaban la superficie del río. Con una leve sacudida, el enorme coche de Alberto aceleró y los botes quedaron atrás, convertidos en lejanos zapateros de agua que trazaban estrías en el caramelo.

–¿Y Lisa y John? ¿Saben que su madre quiere la custodia compartida? –preguntó Alberto, mesándose el cabello cano que empezaba a ralear.

No apartes las manos del volante, por favor, pensó Solo cuando el vehículo se montó brevemente sobre la línea divisoria de la autopista. Alberto se hacía viejo. Las manos se le habían llenado de pecas, cada día le aparecía una arruga nueva en la cara y parecía angustiado. El avance progresivo de la degeneración macular lo estaba jubilando anticipadamente de su puesto de jefe del departamento de idiomas en la OEA. Ya había dejado de dar clases en Georgetown. Pero lo que urgía era que dejara de manejar.

–No les dije nada –se encogió de hombros Solo–. Tienen seis y cuatro, son demasiado chicos para preocuparse por esas cosas. A veces la pesco a Lisa haciendo de madre y protegiendo a su hermanito. Ya sufrieron bastante.

Ocho meses atrás, Phyllis se había ido de casa, dejando a sus hijos y al desconcertado Solo con la única explicación de que no podía seguir con él y que necesitaba reordenar su vida a solas. Cuando él le preguntó si había un tercero, ella se negó a contestarle. Poco después, tras una larga lucha contra el cáncer, fallecía la madre de Solo. Saturnina, su vieja ama de casa, había sido la única noticia buena en un año desastroso: se quedó a vivir con él y los niños y lo ayudó a adaptarse a su nueva condición de padre y madre a la vez.

Jefferson, Washington, Lincoln… Una tras otra, las señales de las salidas para los monumentos fueron quedando atrás. Autobuses llenos de peregrinos de todo el país, con sus bermudas, sus gorras de béisbol y sus chaquetas con nombres de colegios, departamentos de bomberos o equipos de bowling empezaban a vaciar su carga en los altares de la nación. El coche de Alberto cruzó el Potomac y rodeó la deprimente mole del Kennedy Center, agazapada en su montículo como un luchador de sumo sobre un taburete. En la avenida Pennsylvania, flanqueada por barricadas de grúas y martinetes ocupados en las obras del subterráneo, tuvieron que reducir la marcha a paso de hombre.

–Otra vez los estudiantes iraníes –dijo Alberto, señalando los grupos de manifestantes que se dirigían a la Casa Blanca con carteles e imágenes del Shah en los que se leía: «Reza Pahlevi, criminal» y «Marioneta americana». Ya no usaban las máscaras que Solo recordaba como su distintivo antes de que el Shah huyera de Irán y su policía secreta fuera desmantelada. Alberto meneó la cabeza–. Llevan veinticinco años protestando. Los vi por primera vez en Nueva York, cuando me vine de Argentina para trabajar en la ONU poco después del golpe que derrocó a Mossadegh. Estos estudiantes deben de ser los hijos de aquellos.

Esperaron a que cruzasen por delante algunos manifestantes más.

–¿Quién te llamó para el pequeño tête-à-tête de hoy con los líderes del Mundo Libre? –preguntó Alberto.

–Malena. La embajada organiza la reunión y Malena es la mano derecha del embajador, así que lo maneja ella.

–¿Malena? –dijo Alberto, levantando las cejas–. No la veo desde que te separaste de Phyllis.

–Yo tampoco –dijo Solo. Desde entonces, Solo casi no se veía con la mayoría de amigos comunes que tenían con Phyllis. La gente tiene sus lealtades; o bien se sienten incómodos de tratar por separado con las partes de una pareja rota. Al menos así lo explicaba su analista. Fueran cuales fuesen las razones, su círculo social, que la crianza de niños pequeños había restringido inevitablemente a progenitores de otros niños, se había distanciado de él.

Alberto dobló a la izquierda hacia Dupont Circle, zigzagueando entre vehículos que le venían de cara. Calma, se dijo Solo mientras a sus espaldas sonaba un coro de bocinas. Un día más y estaría de camino a Argentina. Se moría por contárselo a Alberto.

–Así que –dijo Alberto– un día más y estarás de camino a Argentina.

Solo lo miró con la boca abierta. Después sonrió.

–Me recomendaste vos.

–Bueno, hasta tanto no sé si llego. Necesitaban un intérprete con autorización de alta seguridad y sus normas les impiden contratar personal en el país que van a inspeccionar. Me limité a darles tu nombre y tu ridículum vitae.

–Gracias –dijo Solo escuetamente. Alberto le había conseguido demasiados trabajos como para exagerar la nota, aunque ambos sabían que este era especial.

–Además, tenía mis propios motivos. –Alberto se puso serio. Sacó del bolsillo de su abrigo un grueso sobre–. Laura y Héctor Mahler. ¿Te hablé de ellos?

–Durante años –sonrió Solo. Los Mahler eran los tíos de Alberto en Buenos Aires. Alberto lo miró.

–Necesito que les des esta plata. Les avisé que irías y van a pasar a buscarla por tu hotel, pero por las dudas te anoté su teléfono y dirección. Deciles que voy a tratar de mandarles la misma cantidad dentro de poco.

–Cómo no –dijo Solo, guardándose el sobre.

Alberto forzó un silencio. La luz que se colaba por el parabrisas le arrancó una mueca.

–Débora y David están desaparecidos.

Solo ladeó la cabeza. Débora y David eran los hijos de los Mahler y, a pesar de la diferencia de edad, los primos preferidos de Alberto. Débora era estudiante universitaria y David trabajaba en una fábrica de la Ford.

–¿Cómo que están desaparecidos? ¿Qué querés decir?

Pararon en el semáforo. Alberto se volvió hacia él y lo miró fijo.

–Solo, vos sabés que te considero como de la familia. En nadie confiaría más que en vos. Pero no te puedo contar.

–Okay… –dijo Solo, sin saber muy bien cómo reaccionar y sorprendido por el tono grave de Alberto–. No tenía intención de meterme. Me preguntaba por las circunstancias… No sé, hace cuánto que no aparecen.

–Meses.

–¿Meses?

–Sí. Mis tíos no han conseguido averiguar qué ha sido de ellos. No puedo decirte nada más.

–Claro. Si puedo hacer algo… –Solo no acabó la frase.

–Llevarles el dinero ya es una gran ayuda –dijo Alberto en tono solemne. Después, con una media sonrisa, sacó un papelito–. Este es tu premio. El número de Inés. Saludala de mi parte.

Casi se llevan por delante una toma de agua cuando Alberto se arrimó a la entrada de la embajada argentina en New Hampshire Avenue.

–No me felicitaste por lo bien que manejo –le dijo a Solo cuando se bajaba.

Solo lo miró alejarse. Alberto tenía razón: eran más que amigos, y le dolió un poco que no le contara qué sucedía con sus primos. Ahora que lo pensaba, hacía tiempo que Alberto no los mencionaba. Solo había trabajado como intérprete en suficientes casos de personas desaparecidas en EE.UU. como para saber que casi todos los adultos se iban por decisión propia y, en casos de enfermedad mental, cuando no regresaban por su cuenta alguien finalmente daba con ellos. La gente no se evapora así como así.

Salvo su padre. No, ni él. Nunca habían encontrado el cuerpo, pero era un hecho que se había ahogado. Con los primos de Alberto tenía que haber alguna explicación. Seguramente la familia no sabía a quién acudir. Y en un país como Argentina, todo dependía de a quién conocía uno.

Faltaban diez minutos para la entrevista con Henry. Al ingresar en la embajada, se acreditó en la entrada y fue directo al salón de actos, donde Malena le había dicho que pasaría el día ocupada en los preparativos de la recepción en honor del canciller. En cierta ocasión Malena le había contado, para su asombro, que aquella elegante mansión de 1907 era obra de un arquitecto negro llamado Julian Abele, un hombre prácticamente desconocido a pesar de haber diseñado maravillosos edificios en todo el país. Solo nunca había oído hablar de Abele, pero el sencillo esplendor de la gran sala oval en la que acababa de entrar sin duda daba fe de su talento. Los dinteles en arco engalanaban las hermosas puertas francesas por las que los camareros iban y venían, preparando las mesas del buffet. Un hombre subido a una escalera verificaba las luces disimuladas tras la moldura central que acentuaban el ancho ribete de yeso dorado a lo largo del cielorraso ovoidal.

O Solo mio…! –trinó a sus espaldas una voz femenina y Solo se dio vuelta para encontrarse a Malena, puño en el corazón, sonriéndole pícaramente. A él le encantaba esa sonrisa, que el peinado chignon, al realzar sus ojos almendrados y su amplia frente, volvía aún más cautivadora. Su figura le recordaba siempre a una madonna renacentista.

–¡Magdalena! –respondió para provocarla. Ella solía bromear que poseer un apellido tan rimbombante como Uriburu-Basavilbaso era una impronunciable desgracia en un país de habla inglesa. En Argentina, desde muy joven, había aligerado en parte esa pomposidad reduciendo su nombre de pila al más malevo Malena, apodo en homenaje a la dama de la noche del tango «Malena», de voz sensual y dudoso pasado.

Ella se le acercó, radiante, y lo besó en la mejilla, y acto seguido le limpió la huella de los labios con un pañuelo de papel.

–Ya volví a meter la pata. ¿Una muestra pública de afecto entre dos solteros? ¿Qué va a decir mi gobierno? ¡Qué indecencia!

–Habrá que ocultarlo –dijo él. El qipao de seda roja bordado de dragones y fénixes, de cuello alto y talle ajustado, resaltaba la silueta esbelta y pálida y las manos y rasgos delicados de Malena, dejando entrever sus bonitas piernas a través de los tajos laterales–. Estás despampanante. Qué bueno verte.

Lo decía de verdad. De los amigos que se habían distanciado a consecuencia del divorcio, Malena era a quien más echaba de menos. Era a la vez irreverente y fina, descarriada y seria, bohemia pero también comprometida con diversas causas no obstante su adinerado origen. Le había caído bien desde el instante en que se conocieron… la misma noche en Manhattan en que todo se torcería con Inés. Y nunca había tenido que rectificar esa primera impresión. La amistad entre ellos había sobrevivido a la ruptura con Inés, a la mudanza de Solo a Washington y al regreso de Malena a Argentina después de trabajar en Nueva York para su tío, el criador de petisos de polo, volviendo a florecer cuando, ya convertida en diplomática, Malena había sido destinada a la embajada argentina en Washington.

–Cuánto hace que no nos vemos… –dijo Malena–. ¿Cómo están tus adorables hijos? Los extraño. Tenemos que vernos. La visita de esta delegación me está desquiciando.

–¿Y eso por qué?

–Las esposas. Se dedican a hacer compras libres de impuestos con sus pasaportes diplomáticos y saben tres palabras en inglés: give me two. Después despachan aviones militares cargados al tope desde la base de Andrews directamente a Argentina. Electrodomésticos, cámaras, muebles, lo que sea. Transporte gratis y sin aduana al llegar allá. Un asco.

La misma Malena de siempre, pensó Solo. Era un misterio que se mantuviera en el servicio diplomático. Pero, claro, mujeres políglotas, inteligentes y sexys que se movieran como peces en el agua en todos los salones y estuvieran acostumbradas a las tonterías del protocolo diplomático debía de haber pocas.

–Vi tu nombre en la lista de visados de la comisión de la OEA –dijo ella–. Fue todo muy rápido, ¿no?

–Sí. El intérprete se enfermó y yo lo reemplazo.

Malena asintió.

–También a mí me mandaron llamar a consulta. Vuelo esta noche y hay algo que quería…

Se detuvo. Sus ojos miraban por encima del hombro de Solo. Alguien se les acercaba y él notó en el labio inferior de Malena una mueca casi imperceptible de irritación.

Un hombre enfundado en un elegante traje azul marino llegó hasta ellos y dijo:

–¿Es este el joven que va a desenredar lo que yo diga?

–Almirante –dijo Malena sonriendo–, le presento a mi amigo Kevin Solórzano. Solo, te presento al almirante Rinaldi, nuestro canciller y amigo personal de mi padre.

–Ah, sí, nuestro intérprete. –El almirante estrechó la mano de Solo con excesivo vigor. Alto, de tez morena, lustroso pelo negro y ojos oscuros coronados por un par de gruesas cejas, el almirante Rinaldi se parecía muchísimo a un famoso actor de cine italiano cuyo nombre Solo no recordaba–. Y también está en la lista de visas de la OEA. Por lo visto, usted corre con la liebre y caza con los lebreles –añadió risueño.

–Ese es mi oficio, almirante –Solo esbozó una sonrisa.

Un empleado de la embajada apareció en el vestíbulo llamando a Malena.

–Si me disculpan –dijo ella, con ademán de irse–. Hablamos después, Solo. Fernanda tiene en mi oficina tu pasaporte con nuestra visa oficial estampada en la última página. Necesitás un pasaporte nuevo.

–Qué mujer maravillosa –dijo el almirante, siguiendo su silueta que se alejaba–. Tengo entendido que se conocen hace tiempo, ¿verdad?

–Nos conocimos en Nueva York hace años, almirante, cuando ella trabajaba ahí, y somos amigos desde entonces.

–Una familia muy distinguida, ¿sabe? –dijo el almirante–. Destacada en política, el comercio, las artes.

Solo lo sabía. El tío de Malena había sido presidente de Argentina, aunque con otro gobierno militar –«o sea, que no vale», ironizaba ella–. Y el padre era uno de los principales políticos del país, semirretirado ahora que los militares habían vuelto a tomar el poder.

–Me dice Malena –continuó el almirante– que usted vivió en varios países. Yo lo habría tomado por argentino: no tiene nada de acento.

–Es que aprendí español cuando era joven. Mi padre estuvo destinado en Buenos Aires durante cinco años.

–¿Gobierno?

–Sí. Era experto en instalaciones portuarias de la usaid. Murió en Argentina, por cierto, en un naufragio en el río de la Plata.

El almirante lo miró con atención.

–Cuánto lo siento. ¿En qué año ocurrió eso?

–1963.

–¿1963? –dijo el almirante asombrado–. ¿El Ciudad de Asunción?

Solo asintió, nada sorprendido de que el almirante conociera el nombre del barco. Había sido un naufragio sonado.

–Lo recuerdo –dijo el almirante, y a Solo le llamó la atención la pena que había en su voz–. Fue en julio, pleno invierno, había una niebla impenetrable. El radar falló en el trayecto de Buenos Aires a Montevideo, la nave se desvió de su rumbo y chocó contra un barco hundido. Se partió en dos, se prendió fuego y cundió el pánico. Treinta desaparecidos y más de cincuenta muertos confirmados, la mayoría por hipotermia.

Solo no pudo dejar de asombrarse. Habían pasado dieciséis años. Los detalles de la muerte de su padre, que su madre siempre había preferido callar por considerarlos demasiado dolorosos, estaban archivados en el depósito mental de su juventud. Y este hombre conocía los pormenores.

–Yo participé en las labores de rescate –dijo el almirante como si le leyera el pensamiento–. El cuerpo de su padre…

Solo sintió el difuso dolor que lo asaltaba cuando pensaba en la muerte de su padre.

–No lo encontraron nunca.

El almirante clavó la vista en el suelo y luego la levantó.

–Espero que tenga otros recuerdos más gratos de la Argentina. Si hay algo que yo pueda hacer por usted durante su visita… hágamelo saber. Los amigos de Malena son mis amigos.

–Muchas gracias, almirante… –empezó a decir Solo. Luego, dejándose llevar por un impulso, continuó–: Quizás sí haya algo.

–Dígame.

–Tengo un amigo… Acabo de enterarme de que sus primos han desaparecido en Argentina.

–¿Desaparecido? –El rostro del almirante se ensombreció.

–Sí, se llaman Débora y David Mahler.

–Mahler –dijo el almirante pensativo–. El apellido no me suena. ¿Cuánto llevan sin aparecer?

–Varios meses, tengo entendido.

–Varios meses… –El almirante frunció el ceño–. ¿Un accidente? ¿Averiguaron en los hospitales? ¿Será un asunto policial?

Solo se sintió ridículo. No tenía respuesta a ninguna de esas razonables preguntas. Se dio cuenta de lo poco que sabía, de lo vago que sonaba todo, y se reprochó no haber obtenido más información de Alberto, por reacio que este se mostrara.

–No estoy seguro, almirante –acabó disculpándose–. Todo lo que sé es que ella es estudiante y él trabaja en una fábrica automotriz.

El almirante Rinaldi se acarició la barbilla con el índice y el pulgar.

–La guerrilla rapta empresarios para pedir rescate, pero esto no parece ser algo así.

Extrajo un par de anteojos del bolsillo superior del saco, se los puso y luego sacó una libretita y una lapicera.

–Déjeme investigar –dijo, anotando los nombres–. Le agradezco que me haya puesto al tanto. A menudo son estos pedidos de terceras personas los que nos ayudan a resolver casos. No sé cuánto podré ayudar pero ya mismo voy a hacer algunas averiguaciones. Venga a verme en Buenos Aires –añadió con una sonrisa.

En la biblioteca de la embajada, después de los apretones de mano, Solo se sentó entre el almirante y Henry, frente al embajador Capdevila, que lucía como de costumbre un estupendo traje cruzado, exquisita corbata a juego y bigote rasurado al milímetro. El embajador, según Malena, era uno de los tantos políticos respetados que los militares utilizaban para dar una imagen más civil en el exterior.

Henry, por su parte, parecía más rollizo y envejecido de como lo recordaba Solo, aunque el pelo enrulado y canoso y la voz pedregosa seguían haciéndolo inconfundible. Los medios ya no le rendían la pleitesía de antes pero aún ejercía enorme influencia en los asuntos externos, daba conferencias, aceptaba el ocasional honoris causa y dirigía su empresa de asesoría internacional. Últimamente se le echaba en cara la cantidad de golpes militares orquestados en el exterior durante su largo reinado pero Solo sabía que en EE.UU. esos pecadillos desaparecían bajo el conjuro de las palabras mágicas «seguridad nacional».

Solo se volvió hacia Henry para expresarle las primeras palabras del almirante:

–Cuánto tiempo, ¿verdad?

–Desde el Mundial del año pasado, cuando fui invitado por su gobierno –repuso Henry. Solo recordó su fama de fanático del fútbol.

–Así es –convino el almirante–. Es usted un verdadero amigo. Su apoyo a nuestra guerra contra el terrorismo ha sido muy útil.

Henry sonrió al escuchar las palabras que le transmitía Solo.

–Soy chapado a la antigua. Entiendo que a los amigos hay que apoyarlos. Como le dije a su gobierno cuando tomaron el poder: queremos que tengan éxito, y cuanto antes mejor.

El almirante le devolvió la sonrisa y suspiró.

–Recuerdo su consejo: hagan lo que tengan que hacer antes de que el Congreso de EE.UU. se vuelva a reunir. ¡Cuánta razón tenía! Carter ganó las elecciones y nos retiraron la ayuda. Llevamos tres años muy difíciles, sin nadie que nos defienda en el Despacho Oval.

La conversación recayó en el reciente derrocamiento de Somoza a manos de los Sandinistas y la posibilidad de un efecto dominó en la región. El almirante Rinaldi destacó que Argentina había enviado asesores militares a Honduras y otros vecinos de Nicaragua, discretamente por supuesto, para reorganizar lo que quedaba de la Guardia Nacional de Somoza y permitir que esos países aprovecharan la experiencia argentina en la lucha antisubversiva. Henry sorbió su café y asintió.

–Por desgracia, nuestro actual gobierno ha participado activamente en el derrocamiento de Somoza sin preguntarse con qué reemplazarlo. Lo que ocurra en esta región será crucial para mantener nuestra credibilidad en otras zonas del mundo. Si no podemos controlar Centroamérica…

El almirante y el embajador sonrieron mostrando su aprobación.

–Trescientos siete, señor. –La cajera del taller le devolvió la tarjeta de crédito mientras el mecánico iba en busca del Volkswagen marrón «de bonito color caca con pentimenti beige», según una descripción de Phyllis.

–Tiene una rueda en la tumba –le volvió a advertir el mecánico cuando Solo se iba. Sí, convino Solo, pero con la gasolina por las nubes a ochenta centavos el galón, la sed de camello del escarabajo era un regalo del cielo.

Siguiente evento: el Congreso, un encuentro privado e informal con miembros selectos de la comisión de relaciones exteriores del Senado y su contrapartida de la Cámara de Representantes. Por suerte el almirante tenía que dar antes una conferencia en el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de la Universidad de Georgetown, que contaba con intérprete propio. Eso le daba a Solo tiempo suficiente de retirar el coche, pasar a buscar a su colega Tracy Spencer y llegar al Congreso antes que el almirante y el embajador.

Qué bueno, pensó, haber podido mencionarle al almirante lo de los primos de Alberto. Y qué curioso que la idea se le hubiera ocurrido así, de pronto, propiciada quizás por la cordialidad del marino y la inesperada conexión con el naufragio que había acabado con la vida de su padre. El acceso personal a un ministro del gobierno que, además, resultaba ser amigo de la familia de Malena era una oportunidad única. Él la había atrapado al vuelo y el almirante pareció interesarse sinceramente en el caso. Si la gestión no daba fruto, al menos lo había intentado.

Divisó a Tracy, que lo esperaba en la entrada del Banco Mundial.

–¡Qué nervios! –dijo ella al subir al coche–. Mi primer trabajo en el Congreso. ¿Es muy corta la falda?

–Demasiado larga –dijo Solo, deteniéndose en sus piernas bien torneadas.

–No te hagas ilusiones –rio Tracy–. No pago comisión por conseguirme trabajo. –Solo dobló hacia el este por Pennsylvania Avenue. Una cuadra antes de la Casa Blanca, el tráfico se detuvo. Los manifestantes. Se había olvidado de los malditos manifestantes. En Lafayette Park, al otro lado de la Casa Blanca, un puñado de ellos acordonados por la policía giraba en torno de una mujer con un megáfono. Pero no eran los estudiantes iraníes. Agitaban una bandera estadounidense y otra azul y blanca que Solo no lograba ubicar. La escena lo retrotrajo a sus propias protestas universitarias contra Nixon y la guerra de Vietnam. Él también había hecho estas cosas en sus años de idealismo juvenil, antes de llegar a Washington y obtener su autorización de alta seguridad, antes de que la realidad le enseñara los colmillos. De haber dependido de las manifestaciones, la guerra de Vietnam aún seguiría.

–¿Llegas a entender lo que cantan? –le preguntó a Tracy.

Ella bajó la ventanilla una pulgada y lo miró:

–Está trabada.

–Ya sé. La mía no abre ni eso.

Ella escuchó a través de la rendija.

–Piden la extradición de Somoza a Nicaragua.

Sigan soñando, pensó Solo mientras un policía con un silbato le daba paso. Somoza se había fugado a Miami con todo el tesoro nicaragüense, pero para la radio y la televisión no existía otro tema que el accidente nuclear de Three Mile Island. Como habría dicho Franklin Roosevelt, Somoza era nuestro H.D.P.

–Las Fuerzas Armadas asistíamos al desmoronamiento del país.

A través del vidrio polarizado de la cabina portátil instalada para los intérpretes, Solo observaba al almirante recitar las frases preparadas por la empresa americana de relaciones públicas que su gobierno había contratado para pulir su imagen internacional. La mayoría de los rostros alrededor de la mesa ovalada de la sala de conferencias –«el acuario», en la jerga de los intérpretes– le eran conocidos: Jesse Helms, hijo dilecto del Viejo Sur, y su antítesis, Claiborne Pell, retoño de la nobleza de Nueva Inglaterra y paladín de todas las causas progresistas. El astronauta John Glenn estaba ahí, como también la estrella del básquet Bill Bradley y muchos otros cuya larga supervivencia en el cargo había grabado sus nombres y caras en la memoria pública. Hombres altos, de mandíbulas prominentes y rasgos telegénicos. Había una única mujer entre ellos, Susan Segal, la representante de Nueva York. Solo vio al embajador tomar nota de su presencia.

–Los colegios eran nidos de subversivos, se asesinaba a policías y se secuestraban empresarios. Incluso hubo ataques a dependencias militares. Por todos lados nos instaban a intervenir…

En el otro extremo de la mesa, mientras simulaba estar sumido en profundas cavilaciones, el representante por Utah repasaba con la mirada las largas piernas de su vecina, la atractiva morena asistente del representante de Massachusetts. Tracy ya había advertido con qué habilidad Utah maniobraba su silla giratoria, reclinándola y ladeándola como quien no quiere la cosa para obtener mejores vistas. Las piernas de Massachusetts volvieron a cambiar de posición, obligando a Utah a nuevas contorsiones, y Solo vio a Tracy sonreír y menear levemente la cabeza sin dejar de hablar por el micrófono.

La gracia que a ella le hacían las bufonadas del acuario lo hizo sentir… ¿Cómo? ¿Viejo? Treinta y cuatro no era viejo. Pero para él ya no era novedad el curioso voyerismo de la vida del intérprete. Alberto –el profesor Dellacroce en ese entonces– ya se lo había advertido a él y a los demás novatos: ustedes son invisibles. Y era verdad. La gente entraba en el acuario con plena conciencia de las cabinas de interpretación. Se sentaban, se ponían los auriculares, seleccionaban el idioma, regulaban el volumen con las perillas y se relajaban en el asiento. Pronto perdían toda noción de los ojos que los escudriñaban a través del cristal polarizado. Y una vez que eso ocurría, cada movimiento, por privado que fuera, era observado a la fuerza por los espectadores ocultos. Al principio Solo también se había divertido con el fenómeno. Pero ahora el veterano era él, y Tracy la novata.

Y la verdad es que era buena: tenía los rápidos reflejos mentales y el vocabulario amplio de los intérpretes de primera línea. No era la clásica graduada en lenguas propensa a atascarse en las jergas o enmudecer ante el primer barbarismo. Tracy era bilingüe desde la cuna. Solo lo supo ni bien la oyó hablar: no necesitó preguntarle en qué idioma soñaba o contaba números. Sus preposiciones hablaban por sí solas. El uso correcto y espontáneo de las preposiciones, les había confiado Alberto cuando Solo asistía a sus clases en Georgetown, delata la lengua materna.

–Cuando encontramos la botella que buscábamos –decía, apoyado en el pizarrón, manchándose de tiza el hombro del mismo traje marrón que usaría durante treinta años–, damos con la bebida, no nos damos a la bebida… Espero.

También Solo se había criado con las preposiciones. Y las canciones de cuna, infantiles y escolares, los trabalenguas, las malas palabras y los modismos. Los modismos sobre todo. Aquí uno corre a tontas y a locas como gallina decapitada pero en Brasil se corre como cucaracha aturdida. En Tracy él reconocía su propio instinto para los modismos y los usos que no se pueden enseñar… ni aprender, sino tan solo absorber mientras el cerebro todavía es una esponja.

–El FMI y el Banco Mundial destacan a mi país como un modelo para las naciones en vías de desarrollo…

Solo miró de reojo el reloj de pared y Tracy le siguió la mirada. Llevaba casi media hora. Dos minutos más y le pasaría el testigo a él. Y todos en el acuario harían un gesto de sorpresa cuando una nueva voz irrumpiera en sus oídos deshaciendo el hechizo y recordándoles la presencia de los intérpretes invisibles.

–Bien dicho, almirante –dijo una voz senatorial–. Retirarles nuestra ayuda militar fue una medida sumamente imprudente, máxime cuando nuestros propios intereses vitales están en juego en su país.

Solo vio que el embajador Capdevila trataba de mantener erguida una de las puntas caídas de su pañuelo pectoral y consultaba ostentosamente su reloj pulsera.

–Gracias por su franqueza, almirante –dijo Susan Segal, la representante por Nueva York–. Permítame corresponderle.

Solo sonrió. Al otro lado del vidrio veía cómo el embajador se tensaba. En esta arena, los eufemismos eran la lengua franca. Nada constituía nunca un problema sino un reto o una oportunidad. Los dictadores ancianos pasaban a ser veteranos líderes y asumir toda la responsabilidad significaba que ni ebrio ni dormido ibas a renunciar. Libertad de información quería decir pilas de papeles peligrosos protegidos por legiones de leguleyos. Últimamente el favorito de Tracy era «apariencia de irregularidad», que luego de los habituales desmentidos podía utilizarse para restarle importancia a cualquier conducta, desde el soborno –más conocido como «aporte a la campaña electoral»– hasta el acoso sexual de tus subalternos. A menos que te agarraran con las manos en la masa y tuvieras que optar por «decisión desacertada». La representante por Nueva York había usado la palabra «franqueza». Estaba a punto de pisarle el callo al almirante.

–Después de tres años de rechazar inspecciones, Argentina acepta recibir a un grupo de la OEA, nuestra organización regional con sede aquí en Washington. Voy a ser muy clara, almirante: tal como están las cosas, nuestra ley no permite desbloquear la ayuda sin un informe favorable de la OEA.

El embajador Capdevila había dejado de juguetear con el pañuelo y estaba en alerta rosa. Tracy hizo un gesto. Solo encendió su micrófono, esperó a que ella acabara la oración y la reemplazó.

–Si se me permite un comentario… –interrumpió el embajador en su inglés ortopédico–. Con el permiso de ustedes y la venia de nuestros intérpretes, la señorita Spencer y el señor Solórzano –Capdevila no conseguía pronunciar el apellido de Solo sin la acentuación española ignorada en EE.UU.–, voy a hacer uso de mi inmunidad diplomática para asesinar el idioma inglés.

Su inesperada humorada arrancó algunas risas, rebajando un poco la tensión en la sala.

–No tenemos la menor duda de que el informe de la OEA ponderará nuestros logros y permitirá que ustedes se reincorporen a nuestra batalla contra el enemigo común. –El embajador se giró hacia el almirante Rinaldi–. Almirante…

Había llegado la hora del cierre humorístico elegido por el equipo de relaciones públicas, dedujo Solo.

–Sí –dijo el almirante Rinaldi, retomando el pie–. Como todos sabemos en Argentina, para bailar el tango hacen falta dos.

Monique Nguyen, doctora en leyes, miró con severidad a Solo desde el otro lado de su escritorio atiborrado de expedientes.

–¿Por qué no me dijiste que tu empleada doméstica es ilegal?

Él enmudeció, sorprendido.

–Soy tu abogada, Solo. No me divierte enterarme de estas cosas a través del abogado de Phyllis. ¿Hablaste con él, o con Phyllis?

–No hablé con nadie –dijo Solo–. Me lo prohibiste.

–No sé cómo se habrá enterado –rumió Monique–. Bueno, nosotros podemos hacer lo mismo. Necesitamos algo que incrimine al novio de Phyllis, si es que tiene uno. Cualquier trapo sucio servirá.

Solo encogió los hombros.

–Ni idea. Nunca quise remover los trapos sucios. ¿No podríamos contratar a un detective privado o algo así?

Monique cruzó los brazos y no respondió. Su mirada era elocuente: ¿con qué dinero?

Dinero. Siempre el dinero. La larga enfermedad terminal de su madre en el departamentito de Chevy Chase se había llevado sus últimos ahorros, magros como eran tras la partida de Phyllis y la consiguiente obligación de mantener a la familia con un solo sueldo, encima esporádico porque había decidido desechar todo trabajo de jornada completa para poder estar más con los chicos. Lo que Phyllis ganaba como editora free-lance era un sensible desahogo cuando vivían juntos. Luego, ya sin ese aporte, llegó un momento en que se planteó declararse insolvente pero, con el divorcio y la custodia en ciernes, Monique se lo desaconsejó. Y por otro lado estaban los honorarios de Monique. Habían mantenido la amistad después de estudiar juntos en Rutgers y ella nunca le mencionaba el tema. Pero eso lo hacía sentir peor. Aún le debía lo del divorcio y ya estaba Phyllis disputándole la custodia.

–Dejémonos de detectives –dijo Monique–. Trata de recordar algo que nos sirva.

–Sí, claro. Me encantará ponerme a pensar en eso. De todos modos, no voy a estar. Me voy quince días a Argentina por trabajo.

–No me digas. –Lo miró azorada–. ¿Y por qué no unos meses en Tahití? ¿Te has vuelto loco? ¿Qué demonios vas a hacer en Argentina?

–Lo de siempre: reuniones, entrevistas. Es una comisión.

–¡Solo, estamos citados para una audiencia crucial!

–Para entonces ya voy a estar de vuelta. Necesito el dinero, Monique, no es ningún secreto. Saturnina sabrá cuidar de los chicos.

La abogada le lanzó una mirada inclemente.

–Solo, tu divorcio fue un juego de niños porque Phyllis se mandó a mudar y no discutió nada. Pero ahora va a haber un desfile de expertos y van a declarar que en esa época ella sufría problemas mentales o emocionales o lo que sea y van a jurar que ahora está perfectamente bien y debe recuperar a sus hijos. Lee los diarios: políticos en la picota por contratar a niñeras ilegales, hay muchas presiones para que Inmigración haga un escarmiento. Tenemos que demostrar que estás ganando buena plata pero también que los chicos están bien cuidados en casa cuando no estás.

–Lo sé. Un par de vecinos y otros amigos van a ir pasando para controlar que todo esté en orden.

–Claro, y con una denuncia del abogado de Phyllis puede que también caiga la Migra. Vas a tener que deshacerte de Saturnina.

–No puedo.

–Solo, estamos hablando de tus hijos.

Él sacudió la cabeza.

–Ya perdieron una figura materna. No quiero que pierdan otra.

–¿Preferirías perder la custodia?

Solo suspiró.

–Mi madre se pasó meses en cama antes de morir. Saturnina la cuidó. Somos su única familia. No la voy a echar.

Monique refunfuñó exasperada y empuñó una lapicera.

–¿Cómo se llama el amigo que vas a dejar a cargo?

Solo extrajo del tarjetero del escritorio una de las tarjetas de presentación de Monique y se la dio.

Cuando volvió a casa, la vivienda de dos pisos que Phyllis y él habían alquilado en Alexandria poco después de casarse, lo primero que hizo fue ir a su dormitorio y marcar con dedos temblorosos el número de Inés en Buenos Aires. Inés y sus padres habían salido, dijo la mujer de la limpieza. Él le pidió que anotara el día de su llegada y el nombre de su hotel.

Inés manda saludos. La frase de Alberto le resonaba en la cabeza. ¿Eran palabras de Serge, el traductor francés, o ella misma habría dicho algo tan seco, tan impersonal? ¿Y por qué no? Probablemente querría mantener la distancia… Había pasado una buena docena de años desde aquel doloroso adiós en Manhattan. Él solía rememorar sus días de juventud en Argentina, Inés abrazándolo en silencio cuando se enteraron de la muerte de su padre, el reencuentro en Nueva York años después, ambos recorriendo esas calles de la mano, su sensación de que la vida no podía ofrecerle nada mejor. Remover el pasado, lo llamaba su analista. Pero Inés seguramente lo había borrado de su memoria hacía tiempo. Él debía de ser para ella tan solo un error de juventud.

De pronto, presa de un impulso, se subió a una silla y se puso a hurgar en los rincones más recónditos del armario hasta que encontró la gran caja con los álbumes de fotos y papeles familiares. Se sentó con la caja en la cama. Arriba de todo estaban los documentos de su padre, que su madre había reunido y enterrado ahí dentro al morir su esposo. Miró con atención la foto de la credencial del Departamento de Estado, deteniéndose en los cabellos oscuros y ondulados y en los ojos grises que había heredado de él. Lo seguía extrañando, comprendió al volver a guardar el documento. En cierto modo, Argentina no parecía tan lejana en el tiempo. Solo suspiró y abrió un álbum de fotos.

Ahí estaban en Buenos Aires, dieciséis años atrás, Inés, él y su padre frente al Ciudad de Asunción, aquella tarde de invierno en que lo habían llevado al puerto para su acostumbrado y, en esa ocasión fatal, viaje a Montevideo. Su padre, con las manos en los bolsillos del gamulán y su amplia sonrisa, parecía feliz. Solo e Inés, abrazados por la cintura, se veían absurdamente jóvenes. En otra foto de ellos dos, tomada cuatro años después en Jones Beach cuando ya vivían juntos en Manhattan, los rasgos juveniles de ella ya eran los de una mujer. Y la pinta adolescente y el pelo descuidado de Solo habían dado paso a una coleta y una barba. Se los veía a gusto, nuevamente abrazados, sonriendo al sol, enamorados. Desde entonces habían pasado otros doce años: ¿qué pensarían el uno del otro al volverse a ver después de tanto tiempo?

Esa noche, Solo y los chicos se sentaron a la mesa de la cocina mientras Saturnina les hacía empanadas. Sabiendo que se iba, Lisa y John estaban más pegotes que nunca y Saturnina aún más silenciosa que de costumbre. Con Tita, la gata atigrada, ronroneando en su regazo, Solo observó las manos callosas de Saturnina, ocupadas en amasar y repulgar, y se preguntó, no por primera vez, qué edad tendría. Ni ella misma lo sabía. En su español con dulces ecos quechuas, Saturnina contaba que había nacido hacía muchos años en un pueblito boliviano de la zona de Cochabamba, no muy lejos de la ciudad minera: eso era todo cuanto sabía. Los vientos ardientes del altiplano habían tejido una telaraña de surcos alrededor de sus labios finos y sus tristes ojos negros. Patas de gallo, les había dicho a los chicos en su inglés fragmentado cuando ellos le preguntaron: es que de chica dormía en el suelo sobre un delgado colchón de paja y las gallinas le caminaban encima. Era el único chiste que Solo le había escuchado. Todavía llevaba los largos cabellos negros partidos en dos trenzas pero ya no vestía las faldas y chalecos coloridos, el poncho de alpaca y el sombrero chato y marrón de la foto enmarcada que se apreciaba a través de la puerta entreabierta de su cuarto frente a la cocina. En esa instantánea se la veía junto a un hombre ceñudo, de anchas mejillas, cuyo nombre jamás había mencionado.

En el estante junto a la foto reposaba el Ekeko, dios de la prosperidad y la buena fortuna. Los chicos adoraban a ese muñeco, el hombrecito de arcilla con su mostacho y joroba, su poncho y sandalias anchas, la gorra andina y el cigarro en la boca. El Ekeko cargaba sobre pecho y espalda miniaturas de todos los objetos de valor imaginables en el altiplano: llamas, gallinas y cabras, quenas y erques, tejidos, fruta, cestas, ollas y billetes. Pero Solo advirtió que esa noche el Ekeko estaba tapado hasta las sandalias con una bolsa de papel. Solo sabía lo que eso significaba. A Saturnina no le gustaba nada que él viajara.

–¿Estás preocupada? –le preguntó, señalando al Ekeko.

–Ay, señor –dijo ella–, ya le dije al Ekeko que no lo destapo hasta que usted no haya vuelto.

Después de cenar se sentaron en el living, todos menos Tita, escondida bajo la cama de Solo tras haber sido declarada gata non grata por masticar los cables del estéreo. Mientras Saturnina tejía, Solo les empezó a contar a Lisa y John una historia de una princesa de largos cabellos rubios…

–Que sean negros –interrumpió Lisa, juntando sus cejitas–. Como mi mamá.

A Solo esto lo tomó desprevenido.

–Muy bien, la princesa tenía largos cabellos negros y se llamaba…

–Phyllis –dijo Lisa.

–¿Phyllis?

–Sí, como mi mamá.

–Está bien. Se llamaba Phyllis…

A la hora de acostarse y después de contarle a él la historia, en la que Phyllis rescataba al rey y la reina de las garras de un brujo malvado que los había encerrado en su castillo, Lisa empezó a desplegar sus habituales maniobras dilatorias, oportunamente secundada por su hermano. John había estado luchando contra el sueño en un combate sobrehumano de largos bostezos y frotado de ojos que hacía honor a su piyama de Súperman, pero cuando la hermana dijo que no podría dormirse porque tenía un dolor de cabeza él dijo que tenía dos. Al final se tambaleó hasta la cama aferrado a su peluche. Solo alzó en brazos a Lisa y la llevó a su cama, donde ella negoció que jugaran dos veces a quién se ríe primero, que se convirtieron en cinco porque un par de veces ella se hizo un lío y otra él hinchó la nariz y eso no valía. Finalmente le dio un beso de buenas noches y Lisa se durmió.

Él no. La insistente mención de Phyllis por parte de Lisa era una novedad. ¿Habría oído alguna de sus muchas conversaciones telefónicas con Monique? Su analista le había dicho que los niños iban a extrañar a Phyllis y afligirse como si hubiera muerto. Exageraciones, pensó Solo. Mami y él, les explicó, no se llevaban bien y se habían divorciado. Ella se había ido por un tiempo pero los seguía queriendo mucho. Se preguntó si los chicos iban a ponerse a preguntar otra vez por Phyllis, si la extrañaban tanto como antes. Saturnina era maravillosa pero todos los niños necesitan una madre verdadera, ¿no? Y Phyllis había sido una buena madre, eso era innegable. Lo cual hacía más dolorosa su repentina partida.

Posó la mirada en los tres hermosos mosaicos de Nicea que Phyllis había colgado en la pared del dormitorio y allí seguían: una profusión de granadas, alcauciles y jacintos; una guarda floral en lapislázuli, coral y esmeralda; y un barco muy poco turco, más parecido a un junco chino, del vívido color turquesa que a ella tanto le gustaba. Ni siquiera se había llevado los mosaicos. Apenas su ropa en una valija y su coche.

Usted siga adelante con su vida, le había dicho el analista. Phyllis era dueña de hacer lo que quería y en todo el país había mujeres que luchaban por encontrarse a sí mismas en estos tiempos confusos. Salga, conozca a otras mujeres. Solo lo había hecho. Aparte del sexo, no había sacado mucho más. Si hacer amigos ya era difícil, ni hablar de encontrar un alma gemela en Washington y sus alrededore, un mundo de transitorios burócratas obsesionados con su trabajo, como bien había diagnosticado Malena a poco de asumir su nuevo cargo en la embajada. Malena detestaba los restorantes que cerraban la cocina a las diez, los gigantescos centros comerciales con sus barrios satelitales de calles desiertas, el ulular constante de las sirenas nocturnas en los bulevares vacíos de la ciudad. Durante aquellos primeros meses luego de su llegada de Buenos Aires, Solo, Phyllis y los chicos habían sido su refugio, su familia adoptiva, ayudándola a adaptarse a la soledad de Washington.

Pero Solo sabía que en su caso el problema no era Washington: era él. Tal vez Monique tuviera razón. ¿Por qué iba en realidad a Argentina? No solamente por la inesperada entrada de dinero, por vital que fuera. Argentina le tocaba la fibra. Salvo la trágica muerte de su padre, los cinco años que había vivido allí habían sido felices. Dieciséis años después seguían siendo su belle époque. Primer sexo, primer amor: con Inés se había hecho adulto. Sus padres aún vivían, su vida era plácida, despreocupada. ¿O acaso se engañaba? Quizás, en el fondo, todo era parte de la adolescencia, edad que uno ansía dejar atrás para añorarla después.

Cierto, Argentina había cambiado desde entonces y estaba revuelta. Pero Argentina siempre estaba revuelta. Era un país de chiflados. ¿Acaso no era Buenos Aires el lugar con más analistas per cápita del mundo? Las crisis eran algo habitual en la Argentina, que entraba y salía de ellas como si nada. Por gordo que fuera el problema, un par de buenas cosechas y a otra cosa. Allá la gente lo explicaba así: Dios es argentino.

Sonó el timbre.

Cuando abrió, encontró a Malena bajo la luz del vestíbulo, con un taxi esperándola en la calle. Se había cambiado el atuendo por un cárdigan de jacquard, pollera y tacos bajos más cómodos. Pero no se la veía cómoda. Tenía un aire de inquietud, una extraña intranquilidad.

–Hola –dijo él con sorpresa–. Fernanda me dio el pasaporte en tu oficina, pero no estabas.

Ella asintió y le dio un beso en la mejilla al entrar.

–Voy al aeropuerto, pero quería verte antes. ¿Los chicos duermen? ¿Los puedo ver?

–Sí a ambas preguntas –dijo él–. ¿Todo bien?

Ella sonrió sin decir palabra y él la acompañó por el pasillo hasta el cuarto de los niños. A la tenue luz de la lamparilla de noche, Solo la vio hacer lo que él hacía cuando llegaba tarde, entrar en puntas de pie, sentarse primero en una cama y después en la otra para admirar a Lisa y John.

–Son tan lindos, gracias –dijo Malena en voz baja minutos más tarde, después de seguirlo por el pasillo hasta la puerta de entrada. Él notó en su voz una mezcla de lástima, tristeza, tal vez nostalgia de los días en que la familia estaba unida, cuando Lisa y John tenían a su madre en casa. Y él le agradeció para sus adentros que tuviera la delicadeza de no decirlo.

Malena recuperó la cartera que había colgado del picaporte. Se calzó la correa en bandolera y dijo:

–Necesito un favor, Solo. Y no te lo pude pedir en la embajada. Esto tiene que quedar entre vos y yo.

Su tono era vehemente y en sus ojos se palpaba la preocupación.

Él le tomó la mano, esa delgada muñeca de dedos largos, y la tranquilizó.

–Sea lo que sea, está hecho. ¿Querés sentarte?

–No. Tengo solo un minuto. Oíme, el jefe de tu grupo de la OEA es un abogado que se llama Hardoy…

–Sí, es uruguayo. –El nombre estaba en el dossier que le habían dado.

–Así es. La nota de la OEA dice que llega a Buenos Aires mañana. Necesito verme a solas con él y no puede ser en el Hotel Metropole, donde se alojan todos ustedes. Quiero que me consigas esa cita.

–Claro, pero…

–No –dijo ella–, te lo cuento todo en Buenos Aires. Fuera de nosotros tres nadie más tiene que saber nada de esto. Eso es muy importante. ¿Cuento con vos?

La miró intrigado. Hablaba totalmente en serio. Le dijo que sí con la cabeza.

Ella sacó de la cartera un sobre sellado dirigido al doctor Bruno Hardoy y se lo tendió junto con su tarjeta personal.

–La carta dice el lugar y la hora de la cita. La tarjeta tiene los teléfonos de mi padre y de un amigo. Llamame ni bien llegues.

Él se quedó con la carta y la tarjeta.

–¿Quién te asegura que Hardoy va a acceder?

Una sonrisa cruzó los labios de Malena y por un instante él distinguió en sus ojos esa provocadora picardía que siempre le había fascinado en ella.

–Vos –le dijo ella, apretándole la mano–. Sos irresistible.

Después abrió la puerta y corrió al taxi.

Malena

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