Читать книгу Malena - Edgardo D. Holzman - Страница 13

4

Оглавление

–Así que usted es nuestro intérprete –dijo en portugués Justiniano Fonseca, el vicepresidente de la comisión de la OEA, después de guardar con sumo cuidado su portafolios y su sombrero en el compartimento para equipaje de mano y acomodarse junto a Solo en el asiento del pasillo. Era un hombre de tez pálida, ojos afables y cabellos negros y brillantes con raya al medio y sienes plateadas–. Ante todo, permita que me disculpe. Me temo que mi portuñol le va a sacar canas verdes.

–Lo dudo, señor –respondió sonriente Solo en el mismo idioma–. Según Doris, usted habla mejor castellano que ella.

Doris Pereira, la brasileña rellenita y cuarentona que administraba la oficina de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA, estaba sentada cuatro filas más atrás. En la entrevista inicial, ella le había hecho saber que su compatriota Fonseca y el profesor Summerhay, el delegado estadounidense, serían los principales usuarios de los servicios de interpretación en aquel viaje. Summerhay ya había salido hacia Argentina pero Fonseca, a la sazón en Nueva York por asuntos de negocios, se les sumaría en esa escala del vuelo. Doris también había dejado caer que Fonseca vestía a la antigua, con el consabido terno, gemelos, alfiler de corbata y sombrero de fieltro, una verdadera proeza en los tórridos veranos de Washington y ni qué decir en los de su Río de Janeiro natal.

Fonseca le devolvió la sonrisa y se desabrochó el último botón del chaleco, preparándose para el largo viaje.

–¿Primera vez que va a Argentina? –preguntó.

–No, señor, la primera fue veintidós años atrás –respondió Solo.

Había llegado a Buenos Aires con sus padres cuando apenas contaba trece años, aunque por entonces ya era ducho en las mudanzas internacionales y sus desajustes. Su familia se había desplazado en dos ocasiones anteriores, una cuando destinaron a su padre a Haití y la otra cuando lo mandaron a Brasil. Con excepcional clarividencia para una época en la que los norteamericanos seguían aferrados al ideal del crisol cultural, sus padres habían sabido evitar los colegios americanos de Port-au-Prince, Río y Buenos Aires y lo habían inscrito en colegios locales normales, en los que se vio obligado a sobrevivir hablando francés, portugués o castellano. Él estaba convencido de que esa decisión parental, más que ninguna otra cosa, le había valido su profesión actual, aunque cada nuevo traslado generase un nuevo desarraigo de amigos, compañeros de colegio, entorno e idioma. Aún recordaba como si fuera ayer su curiosidad y excitación durante el viaje por mar de Manhattan a Buenos Aires. Le fascinaban los albatros y delfines, las exóticas escalas portuarias: La Guaira, Puerto España, Recife, Santos, Montevideo. Había vivido en ese trayecto una mágica experiencia de travesía. Climas y paisajes se desplegaban ante él como en un pergamino chino, avivando su curiosidad y potenciando su sed de aventura.

Una serie de anuncios, seguida del encendido de las turbinas, puso fin a la conversación. Solo se arrellanó en su asiento y pensó en Malena y su misterioso pedido. Por lo visto no quería comunicarse directamente con Hardoy debido a su propio cargo oficial. Quizás le habían encargado contactarse discretamente con Hardoy por algún tema incómodo que el gobierno prefería tratar en privado. O tal vez tuviera que ver con el padre de Malena, el dirigente político cuyo partido había sido prohibido por la junta militar junto con todos los demás. O incluso podía tratarse de un asunto personal y no tenía sentido darle mayores vueltas.

Cuando el avión ganó altura, Solo levantó el párpado de plástico de su ventanilla y miró hacia abajo. Desde ahí arriba, Manhattan era puro músculo, monumental. Los rascacielos se empinaban buscando el cielo, encumbrándose altivos por encima de sus congéneres menores. Pero a nivel del suelo, como él bien sabía, gran parte de la ciudad era un devastado campo de batalla de ventanas enrejadas, calles desarboladas y plazas huérfanas de niños, capituladas a mendigos, traficantes y borrachos. La mitad de los edificios del South Bronx estaba en ruinas, obra de los incendios o el abandono. Ed Koch, el nuevo alcalde, había reconocido que Nueva York volvía a estar al borde de la bancarrota. Los años 70 no habían mimado a una ciudad que parecía menos la capital del mundo que una metrópolis asomada al abismo.

La silueta rectangular de la ONU se recortaba contra el East River: ahí estaba la antigua oficina de Alberto, donde Solo había iniciado su propia carrera de intérprete. Algo más hacia el oeste, detrás de Penn Station, se encontraba el loft de alquiler congelado en el que Inés y él habían vivido juntos en 1967, hasta la fatídica noche de Venus Adonis.

No les había importado que el vecindario fuera poco recomendable. De día hervía de peatones y ciclistas, skaters, mercachifles y tahúres de monte con sus mesitas y naipes. En las horas pico un desfile de viajeros entraba y salía del laberinto de túneles de la terminal, esquivando los cuerpos recostados en las escalinatas, agazapados en los rincones, tendidos junto a los muros. Por las noches, una mujer se acurrucaba en el umbral del edificio donde vivían y hablaba con las paredes mientras otro vagabundo comía de los tachos de basura y boxeaba con las sombras. Desde la ventana, Inés y Solo podían ver a un barbudo borrachín de piyama astroso durmiendo en una isleta de tráfico, con la cabeza a escasos centímetros de la muerte.

Había sido un golpe de suerte poder subalquilar a través de Alberto, un amigo de Inés que por entonces era traductor en la ONU, el loft de alquiler congelado. Kimberley, una ex novia de Alberto, se había ido a fotografiar el interior de Australia y les dejó el loft por la ínfima suma que ella pagaba. Para Inés y Solo, que no tenían el menor interés en trabajar más que para pagarse comida, vino y fumo, era un regalo del cielo: un noveno piso de techos altísimos, enormes ventanales y una claraboya sobre la ducha. Amén de la terracita de cara al sur con vista al Empire State Building, que se elevaba majestuoso justo ahí donde el perfil de la isla se desplomaba hacia el valle de Lower Midtown para emerger otra vez en el acantilado de torres del bajo Manhattan. En invierno, cuando nevaba de noche, Inés y él se envolvían en frazadas y, estilo sanatorio suizo, se recostaban en las reposeras de la terracita. Ahí, guarecidos bajo la cornisa del piso de arriba, sorbían ponche caliente frente a la blanca quietud citadina, mirando los copos formar arco iris a través de las luces azules, verdes y doradas del rascacielos, un filamento gigante enhiesto en la noche.

Inés y él se habían aislado del mundo exterior en ese loft. Las noticias de las calamidades habituales que conseguían colarse rara vez les hacían mella: una guerra árabe-israelí, la andanada veraniega de disturbios raciales y protestas contra Johnson y la leva obligatoria para ir a Vietnam. Él recordaba haberse preocupado por esa posibilidad: había terminado la universidad y no tenía impedimentos físicos. Pero se sentía demasiado feliz como para que la preocupación le durase.

Vivían entregados al esplendor de su amor, con sus libros, su música y sus drogas, abandonándose al anonimato de la gran ciudad, suspendiendo el sexo para recibir el pedido de comida china, yendo a conciertos en el Village, a películas de kung fu en Chinatown y a festivales de cinema-noir en mugrosas filmotecas del Lower East Side. Al evocarlo luego de tantos años, casi podía volver a sentir esa dulce dejadez, ese lujurioso deslizarse hacia la desidia, la seducción de vivir en un mundo íntimo donde solo cabían dos.

No duró. Cortesía de Venus Adonis. Pero incluso antes de que Venus se presentara en su puerta esa fría noche de noviembre, la realidad se había puesto bruscamente de manifiesto: Inés quedó embarazada y, cautivada por la perspectiva de la maternidad, insistía en tener el bebé. Y él no sabía si estaba preparado para ser padre. No habían hablado de matrimonio, pero a sus veintitrés años y recién salido de la universidad, la idea de encabezar una familia lo amedrentaba.

La cuestión del bebé, que a ella la entusiasmaba, a él le preocupaba. El sentido del deber lo había llevado entonces a buscar cómo aumentar los magros ingresos generados por sus clases particulares de idiomas a alumnos poco aplicados de la zona de Park Avenue. De ahí había surgido la idea de trabajar de intérprete, idea de Inés inspirada en los doblajes que él solía hacer cuando trasnochaban, fumados, mirando las películas más extrañas que les ofrecía la tele. Inés encontraba sus doblajes desopilantes, sobre todo cuando a él le daba por imitar los distintos acentos de las películas extranjeras. A Solo no le parecía tan gracioso pero le encantaba oírla reír a ella. Inés se reía con todo el cuerpo, con todo su ser, a veces en espasmos que la dejaban temblando como un flan y contagiaban a cuantos la rodeaban. Él le daba el gusto a menudo solo para oírla reír.

Una noche le quitó el volumen a una vieja película de Bollywood y se puso a simular, imperturbable como siempre, los parlamentos de los personajes, tejiendo una trama disparatada que hizo efecto en ella al instante. De pronto, en el punto álgido de su actuación, Inés soltó algo parecido a un chillido y se cayó de la cama.

–¡Pará, pará! –gritaba en medio de carcajadas, intentando llegar al baño.

Al volver, todavía lagrimeando y vulnerable, lo encontró con la rodilla hincada en medio de la cama, declarando el amor del héroe en taparrabos por la hermosa joven a lomos del elefante. Eso la mandó de vuelta al baño y esa vez él la siguió, en principio para calmarla. Pero la risa de ella se le contagió y ambos quedaron tumbados sobre la alfombrilla del baño, llorando a carcajadas, sacudidos por nuevos accesos de risa cada vez que intentaban hablar, hasta que, rendidos, se durmieron ahí mismo.

–¿Sabés una cosa? –le diría Inés cuando, rato después y ya más serenos, se duchaban juntos–. Es increíble cómo sincronizás los diálogos. Y encima hablás un montón de idiomas. ¿Nunca te planteaste trabajar de intérprete?

Ella tenía bastante idea de traducir e interpretar gracias a Alberto, que solía pasarle cintas para que las desgrabara. Le pagaban bien y, para hacer el trabajo en casa, se había comprado una máquina de escribir eléctrica y un aparato transcriptor, todo de segunda mano. Con los auriculares puestos y un pie en el pedal, pasaba un par de horas diarias dedicada a teclear, soltando de vez en cuando una de sus carcajadas musicales cuando los comentarios al margen que Alberto insertaba para su deleite le hacían especial gracia.

–¿Por qué no le pido a Alberto que te consiga una prueba?

Al principio, la idea no lo sedujo. Una cosa era doblar películas para divertir a Inés –él lo veía como un juego de mímica– y otra muy distinta la interpretación profesional, algo a lo que se dedicaba la gente seria en lugares serios, y lo único que Solo tenía la intención de tomarse en serio era su relación con Inés. Sin embargo, ya fuera por él o por el bebé que estaba en camino, o por ambos, ella insistió. Y él decidió complacerla. Alberto le concertó una prueba en la biblioteca Dag Hammarskjöld de la sede central de la ONU y Solo, para su sorpresa, supo desde el instante en que se puso los auriculares y empezó a hablar por el micrófono que Inés estaba en lo cierto. El suyo era un talento innato. Descubrió que poseía una sorprendente solvencia para el vertiginoso toma y daca, para adaptarse a la miríada de acentos, localismos, expresiones y construcciones del español, el francés y el portugués –sus tres lenguas complementarias–, para adaptarse instintivamente al tono, la velocidad discursiva e idiosincrasias del orador y para elegir sobre la marcha la mejor manera de trasladar no solo el sentido sino también el ánimo y los matices.

Vendrían años de estudio y práctica, pero el día en que aprobó esa primera prueba de interpretación volvió a casa desbordante de entusiasmo, sintiendo que había dado con su verdadera vocación y la pieza que faltaba para encarar su vida adulta.

Se imponía festejarlo. Esa misma noche, Inés, Solo y Malena, la nueva amiga de Alberto, subieron al loft a preparar la cena de celebración mientras Alberto iba a comprar el vino. Cuando Inés estaba metiendo la llave en la cerradura del departamento vieron a su vecina, Venus Adonis, una rubia grandota metida en un muumuu amarillo, abrir la puerta del suyo y llenar el marco con su sonrisa de brillante carmín en labios y mejillas.

–Hola. ­–Malena y Solo le correspondieron la sonrisa desde el otro extremo del breve pasillo mientras Inés se entendía con la cerradura.

­–Hola, Venus… –dijo Inés, alzando la vista.

La mujer no dejó de sonreírles ni siquiera cuando ya estaban entrando.

–¿Y esa? –preguntó Malena ni bien cerraron la puerta.

–Rara, ¿viste? –dijo Solo, depositando la bolsa de comida sobre la mesa–. Es nuestra vecina Venus.

–Así se hace llamar –dijo Inés, abriendo un armario–. Venus Adonis, madre de la divinidad, hija de Zeus y las estrellas y no me acuerdo qué más. Publica avisitos por el estilo en los diarios. Kimberly nos dijo que es rara pero inofensiva. De hecho, no había hablado con ella hasta ayer. Tomamos el ascensor juntas y me preguntó si estaba embarazada. No se me nota tanto, ¿verdad?

–Un poquito, pero te queda bárbaro –dijo Malena–. ¿Te preparo alguna bebida?

–No, no. También dejé de fumar. Mejor me pongo a cocinar. –Inés agarró la bolsa y la llevó a la cocina.

–Qué departamento más lindo, ojalá yo pudiera encontrar algo parecido –dijo Malena, de pie junto a la gran foto en color de la pared del living, un retrato de Kimberly, con su pelo rojo intenso flameando al viento, tomada de la mano de Alberto en Central Park. En la remera de Alberto se leía: Yo no soy la Solución.

Solo fue a la cocina a buscar hielo. Le gustaba que Alberto hubiera traído a Malena para presentarle a «mis jóvenes amigos», como los llamaba él. Alberto la había conocido poco antes durante una marcha contra la guerra que iba de Central Park a la ONU. Habían visto juntos los discursos de Martin Luther King, Stokely Carmichael y Benjamin Spock desde la cómoda primera fila que les ofrecía la oficina de Alberto y desde entonces habían salido alguna que otra vez, siempre como amigos, según Alberto. Aunque su amigo la doblaba en edad, Solo se preguntaba si no habría algo más entre ellos. Malena acababa de llegar a Nueva York enviada por su tío, que presidía una asociación de criadores de petisos de polo, para abrir una oficina de venta. Solo le calculaba su misma edad; era muy atractiva, de ojos suaves y luminosos y una belleza de finos rasgos resaltada por el corte à la garçon y el discreto collar de perlas que subrayaba la delicada curvatura de su cuello. Aunque era la primera vez que los tres se veían, Solo tuvo la sensación de que a Inés le caía tan bien como a él. Había en ella algo que lo desarmaba a uno, una franqueza y naturalidad que invitaban a trabar amistad con ella.

Mientras Solo vaciaba una cubetera, Malena se apoyó en el marco de la puerta de la cocina y se puso a charlar con Inés.

–Me dijo Alberto que viniste por un tiempo, que estás acá con un programa de intercambio.

–Estaba. Mi familia en Argentina ni siquiera sabe que estoy viviendo con Solo y mucho menos lo del embarazo. Creen que sigo en el programa, perfeccionando mi inglés durante dos meses más.

Inés terminó de lavar la lechuga y la pasó del colador al secador de ensalada.

–¿Entonces no les vas a decir nada? ¿Por? Disculpá que me meta, pero es más fuerte que yo.

Solo vio cómo Inés torcía el gesto con determinación.

–Porque mi vida privada es cosa mía –dijo ella, y Solo se preguntó si se daba cuenta de que acababa de contarle su vida privada a una extraña. Aunque tal vez le resultara mucho más fácil hablar del tema con una extraña, sobre todo con esta, que compartía su nacionalidad y, probablemente, su sentir.

En el breve silencio que los envolvió, los tres oyeron claramente un susurro al otro lado de la puerta del departamento. Malena se asomó desde la cocina.

–Hay un papel bajo la puerta. ¿Lo agarro?

–Sí, gracias –dijo Solo, que estaba reponiendo el agua de la cubetera–. Seguro que es otro aviso de la huelga de inquilinos o algo por el estilo.

Malena volvió con una tarjeta de fichero en la mano y se la dio.

–¿Qué es? –preguntó Inés.

Solo leyó en voz alta:

Cambiaste pero igual te reconocí. De mí no te vas a esconder.

–¿Cómo? –Inés arrugó la cara y se secó con un repasador–. ¿A ver eso?

Solo le entregó la ficha y fue a abrir la puerta. El corredor estaba vacío. Tanto la puerta de Venus como la del ascensor estaban cerradas. Cerró y volvió a la cocina.

–Nadie.

Inés seguía escrutando la ficha.

–Medio siniestro, ¿no? –dijo.

–¿Podría ser la vecina? –preguntó Malena.

–Es lo que pensé –dijo Solo–. ¿Oyeron su puerta?

–No.

Sonó el timbre.

–Voy yo –se ofreció Malena–. Debe ser Alberto.

Solo la vio mirar primero por la mirilla y después agacharse a recoger otra ficha.

–Sí, es la vecina nomás –dijo Malena, volviendo a la cocina–. Vi cómo el muumuu amarillo se escabullía dentro del departamento. Esta dice: Te teñiste tu pelo rojo pero te reconocí. No te me vas a escapar.

–Esto es el colmo –dijo Solo en un brote de rabia y salió hacia la puerta, pero Inés lo retuvo del brazo.

–No. Esperá. Esperemos a ver qué dice Alberto de…

Volvió a sonar el timbre, seguido de un fuerte golpe en la puerta.

Solo se acercó a la puerta y estaba a punto de arrimar el ojo a la mirilla cuando oyó a Inés gritar «¡Solo, no!» y sintió que Malena lo sujetaba por el cuello, tiraba de él hacia atrás y ambos chocaban con Inés y la hacían rodar en su caída. En el tumulto oyó a Inés gritar otra vez, aunque más que un grito era un aullido.

Levantó la vista. El lente de plástico de la mirilla había saltado en pedazos y del hueco resultante emergía la punta metálica de una herramienta.

­–¡Maldita! –chilló Venus desde el corredor.

Solo se puso de pie de un salto y se quedó clavado cuando el punzón de metal desapareció del agujero de la mirilla… y volvió a golpear una vez y otra. Parecía la punta de una piqueta.

–¡No pienses que vas a poder escaparte! ¡Te conozco bien!

–¡Dios mío! –dijo Solo apartándose de la puerta–. ¿Están bien? ¿Cómo te…? –Entonces vio a Inés, doblada en dos, con una mano en el abdomen y la otra todavía agarrada a un borde de la estantería de metal contra la que se había desplomado al caer.

Sin perder un instante, Solo y Malena la levantaron como pudieron, la llevaron al dormitorio y la acostaron en la cama. Tenía la cara exangüe y jadeaba entrecortadamente.

–No trates de moverte –le dijo Malena–. Vuelvo en seguida –y desapareció de la habitación mientras Solo veía cómo a Inés la cara se le partía de dolor.

Todavía se podía oír a Venus al otro lado de la puerta, bramando de furia, reventando a golpes de piqueta el marco, las bisagras, las cerraduras, pateando los paneles de madera y embistiendo para derribarlos. Que no tenga una pistola, rogó Solo, y salió corriendo del dormitorio. Malena había agarrado el teléfono y se había alejado de la puerta todo lo que le permitía el cable. Un hilillo de sangre le surcaba la frente.

­–Y una ambulancia, eso es. Noveno B. ¡Está derribando la puerta con una piqueta! ¡Rápido! ¡Va a entrar en cualquier momento!

Solo miró hacia la puerta y advirtió con horror que los labios de la mujer desquiciada oscurecían el hueco de la mirilla rota.

–¡La policía no les va a servir de nada! –rugió. Su voz estaba ahí, con ellos, dentro del departamento–. ¡Esa mujer se creyó muy viva tiñéndose el pelo! Pero a mí no me engaña. ¡Abran la puerta!

La puerta se estremeció con una nueva andanada de patadas y golpes. De pronto, una de las cerraduras cedió con estrépito y la puerta se ladeó. Solo la hombreó con todas sus fuerzas, tratando con ambas manos de volver a trabar la cerradura vencida, pero la puerta estaba desencajada y el pestillo no corría. Sintió que el cuerpo de Venus perdía empuje y vio a través de la mirilla masacrada que la mujer había retrocedido unos pasos. Entonces manoteó la cadena con desesperación y consiguió engancharla en el pasador un segundo antes de recibir la nueva embestida, que lo mandó rodando hasta el sofá.

Se reincorporó en cuatro patas, sacudió la cabeza para despejarse y vio que la puerta estaba apenas entreabierta. A través de la rendija, la piqueta castigaba salvajemente la placa del pasador y cada golpe hacía volar astillas de madera.

Solo se arrastró hasta el aparador, agarró una botella de vodka y regresó gateando hasta la puerta. Cuando la piqueta volvió a golpear, descargó la botella con todas sus fuerzas y consiguió arrancársela de las manos.

–¡Maldito! ¡Ahora me las pagarán los dos!

Sonó el portero eléctrico. Solo descolgó y pulsó el botón.

–¡Suban rápido! –gritó por el receptor con voz temblorosa–. ¡Inés! ¡Ya llegó la policía!

Por la abertura de la puerta mutilada vio que Venus se retiraba a su departamento y cerraba la puerta tras de sí. Solo vació con un profundo suspiro todo su cuerpo pero en seguida volvió a tensarse. Instantes después se abría el ascensor y aparecían un oficial y dos agentes. Solo descorrió la cadena y la puerta, que colgaba de una sola bisagra, flaqueó y le golpeó el hombro.

–Está ahí dentro –dijo señalando la puerta de Venus–. La… La loca que hizo todo esto. Salió corriendo cuando los oyó a ustedes. ¿Dónde está la puta ambulancia?

–En camino, señor. –El oficial se apartó y tocó el timbre de Venus. Uno de los agentes estudió los daños de la puerta mutilada.

–Dios santo. ¿Dice que una mujer hizo esto? –dijo con la mirada puesta en la botella de vodka que Solo seguía aferrando.

–Hola, muchachos. –Venus abrió la puerta y ofreció su sonrisa a los uniformes. Solo tuvo que parpadear: se había puesto un vestido de chiffon rosa y mucho más maquillaje y lápiz de labios que antes. Advirtió que tenía la mano hinchada pero ni el menor atisbo de ira en su voz o actitud–. Los estaba esperando.

–Tendrá que acompañarnos, señora –dijo el oficial.

–Por supuesto –sonrió Venus, clavando la mirada en el policía. En ningún momento miró a Solo–. Me estaba preparando.

Venus cerró la puerta de su departamento y los dos agentes la escoltaron al ascensor.

–¿Esta es el arma? –el oficial se dirigió a Solo, señalando la piqueta tirada en el suelo.

Solo iba a dar un paso hacia delante cuando oyó un largo y sonoro gemido que venía del dormitorio y entró corriendo al departamento, seguido por el oficial.

–Inés, ¿qué pasa? –preguntó. Inés cerraba con fuerza los párpados y tenía el rostro contraído. A su lado, Malena la tomaba de la mano.

El oficial fue hasta el teléfono. Solo se quedó mirando la mueca agónica de Inés. No sabía qué hacer para ayudarla.

–La ambulancia está por llegar, señor –dijo el oficial, de regreso al dormitorio–. No se preocupe. Se va a poner bien.

No fue así. Esa tarde, en el Hospital Bellevue, tuvo un aborto espontáneo. Luego, durante los días y semanas posteriores, se sucedieron la fuerte depresión, los ataques de pánico, las pesadillas recurrentes. Era como si se hubiera amurallado en su trauma; él no podía acercarse. Duraron unos tres meses más en el loft, con su nueva puerta de acero, Venus Adonis temporalmente recluida en el pabellón psiquiátrico del penal de Rikers Island y Solo e Inés cual planetas distintos, alejándose cada uno de la fuerza gravitacional del otro. En una de sus cenas prácticamente mudas, Inés le dijo que se volvía a Argentina. Él no trató de disuadirla.

Fue Alberto, que se estaba mudando a Washington para ocupar su nuevo puesto en la OEA, quien lo ayudó a conseguir una pasantía de intérprete en el Banco Mundial y a inscribirse en los cursos de interpretación de la universidad de Georgetown. Y fue Malena, cuando Solo juntaba sus trastos para mudarse, la que trató de ayudarlo a elaborar la partida de Inés. Malena le habló con ternura, como una amiga, para hacerle ver lo que ella había podido atisbar en sus conversaciones con Inés.

–Para ella, tu ambivalencia en relación al bebé era como un rechazo –le explicó, mirándolo con sus dulces ojos castaños llenos del afecto que se había ido forjando entre ellos–. Ella sentía que en el fondo no te parecía mal, o al menos te aliviaba, que hubiera perdido el bebé. Y no pudo digerirlo.

Eso le había dolido a Solo, en parte porque sabía que algo de cierto había.

–¿Y por qué no me lo dijo?

–Tal vez –suspiró Malena– pensó que empeoraría las cosas. Tal vez ustedes dos necesiten distanciarse un tiempo.

Distancia y tiempo. A partir de entonces, Inés y Solo se mantendrían en contacto pero, con el correr de los años, las llamadas en las que se contaban los sucesos del día o de la semana fueron dando paso a cartas, puntuales al principio y luego cada vez más espaciadas, hasta que él le escribió para decirle que se había casado con Phyllis y, luego, para anunciarle el nacimiento de sus hijos. Pero en ninguna de esas conversaciones o cartas pudo dar Solo con las palabras necesarias para hablar de lo que había sentido Inés o lo que ambos habían sufrido.

Incluso durante los años en que Phyllis y él fueron felices, Solo no dejaba de darle vueltas a aquella noche de noviembre. ¿Qué habría pasado si no hubieran alquilado el loft de Kimberly? ¿O si Venus no se las hubiera tomado con ellos en pleno brote psicótico? ¿Por qué él no había llamado antes a la policía, o salido al pasillo a enfrentarse a Venus en lugar de limitarse a defender la puerta? Si no se hubiera caído encima de Inés cuando la piqueta destrozó la mirilla, ¿estarían criando juntos un hijo, que ahora tendría doce años?

Preguntas inútiles. Sin embargo, había pasado tanto tiempo desde que la demencia de Venus Adonis destrozara su vida en pareja que, con Solo nuevamente libre y –cabía esperar– más maduro que a los veintitrés años, quizás el tiempo y la distancia habían restañado las heridas. Y quizás Malena tuviera razón y el manto de silencio que se había instalado entre ellos les había servido de bálsamo.

Durante la escala de una hora en Santiago de Chile, los pasajeros en tránsito desembarcaron para estirar las piernas en el aeropuerto de Pudahuel. Al este, las venas del alba empezaban a irrigar el firmamento. La terminal estaba desierta salvo por los carabineros con metralletas apostados en las salidas.

–Estuvimos acá hace cinco años, al año del golpe de Pinochet –le dijo Doris a Solo mientras se sentaban con Fonseca en la cafetería vacía. Echó una mirada a los gendarmes–. No parece haber cambiado gran cosa.

–Estas cosas llevan su tiempo –sonrió filosóficamente Fonseca–. Creo que nuestro informe de algo sirvió. Me preocupa más esto –dijo señalando el titular de un diario chileno abandonado sobre la mesa: Corte Suprema deniega extradición de chilenos en los casos Letelier y Prats–. Mal asunto. Puede caernos encima.

Doris asintió. Solo sabía que el gobierno de Carter había pedido la extradición de los mandos militares chilenos implicados en asesinatos de disidentes en el extranjero. No recordaba quién era Prats pero sí Letelier, un ex canciller del gobierno de Allende asesinado tres años antes en Washington junto con una compañera de trabajo estadounidense. Ese día Solo y Phyllis habían ido a visitar a Malena con los chicos y habían visto el coche carbonizado de Letelier en Sheridan Circle, no muy lejos de donde vivía Malena.

Solo se hizo con el ejemplar del diario al tiempo que los parlantes anunciaban el embarque del vuelo.

Después de despegar, con el día ya clareando, planearon por encima del cinturón de valles costeros y sus cuadrículas verdes y marrones hasta llegar al pie de los Andes. Solo contempló el desfile de cumbres nevadas que recibían al avión y lo escoltaban a través de la gélida barrera zurcida de cráteres negros, profundos cañones y azules lagos glaciares. El piloto fue anunciando los picos más conocidos: Mercedario, Tupungato, Aconcagua.

Pronto dejaron atrás los Andes y surcaron la meseta fruncida por la precordillera en dirección a la planicie pampeana. El mar de pasto disparó en él recuerdos de las vacaciones que su familia y la de Inés, los Maldonado, habían pasado en la estancia donde él y ella se descubrieron mutuamente. Su padre había conocido al de ella en la administración del puerto de Buenos Aires, donde el señor Maldonado trabajaba por entonces. Esa amistad se cimentó y fue creciendo aún más entre ambas familias después del flechazo de aquel verano entre Inés y él. Casi podía volver a paladear el olor penetrante a tierra y a ganado, a cuero crudo y alfalfa, y se vio a sí mismo mateando con los peones cuyas guitarras desgranaban viejas milongas sobre la vida errante del gaucho. Aquellas largas cabalgatas hacia ninguna parte, aquel horizonte infinito donde el sol se hundía en el cielo escarlata, aquel hacer el amor bajo un solitario paraíso en medio de la inabarcable llanura verde. ¿Acaso Inés y él podrían recomenzar recordando su edén adolescente en este confín del mundo?

Una hora después, con el telón de fondo de un estuario interminable, vio cómo Buenos Aires comenzaba a cobrar forma y se extendía desde la ribera del río de la Plata hasta el horizonte, con un abigarramiento de barrios y suburbios desplegándose en todas direcciones. Apenas conseguía distinguir manchones de casas bajas y viejos techos de tejas entre los edificios más modernos y elevados. A la flauta, pensó, cómo creciste, Buenos Aires.

Algo se le encogió dentro al contemplar la vasta cuenca del río, tumba sin fin de su padre. La Mar Dulce, como lo habían bautizado los primeros exploradores españoles. Dieciséis años atrás, esas aguas parduzcas, eternamente volcadas hacia el mar, se habían cerrado sobre su padre, cerrando a la vez un capítulo de la vida de Solo. Desde allí abajo, las aguas lo encaraban como un inmenso memento mori, indiferentes a su regreso.

Un suave impacto del tren de aterrizaje contra el asfalto. Un rugido de turbinas en reverso. Cuando el avión perdió velocidad y empezó a rodar hacia la terminal del aeropuerto de Ezeiza, los pasajeros argentinos rompieron en aplausos. Solo aplaudió también.

–Señorita Pereira, doctor Fonseca, señor Solórzano. –En el minibús al dejar Ezeiza, el funcionario de protocolo sonreía y devolvía los pasaportes que había solicitado en la sala VIP para su sellado–. Bienvenidos a la Argentina. Ustedes son el último grupo de la OEA que faltaba. Les deseamos una agradable estadía.

Bueno, ya no cabía duda de que había vuelto, pensó Solo: volvía a ser el señor Solórzano, con acento en la segunda o. Que no se le olvidara. A la gente local le parecería raro que no supiera pronunciar su propio apellido.

La moto de policía volaba delante del minibús y los dos vehículos hacían valer sus luces de emergencia que teñían de amarillo y rojo el pavimento mojado. En el guardabarros trasero de la moto, Solo advirtió la chillona calcomanía amarilla: yo quiero a mi argentina, ¿y usted?

Ya veía que algunas cosas habían cambiado. No estaban viajando por las sufridas rutas que recordaba. Un flamante tramo de autopista, de rigor incluso en los países más pobres, se encargaba de ahorrarles a los visitantes el panorama de las villas miseria que rodeaban la capital. Sentado sin nadie a su lado, detrás de Doris y Fonseca, Solo trataba de absorber el paisaje, pero la cháchara de su guía sobre las nuevas edificaciones que salpicaban por doquier un rejuvenecido Buenos Aires se interponía constantemente.

–Notable –repuso Fonseca cortésmente–. Tengo entendido que hay grandes obras públicas en ejecución.

–Por supuesto –dijo el funcionario, y se embarcó en una pormenorizada descripción de varios proyectos.

Hora de echar mano a las herramientas del oficio, se dijo Solo. Ducho en escuchar con atención dividida mientras su cerebro almacenaba el discurso entrante, podía retener suficiente significado como para producir respuestas coherentes mientras el resto de su mente se ausentaba. Seleccionó una expresión idónea, una mueca pensativa que de vez en cuando trocaba en asentimiento o sonrisa, y se dedicó a mirar pasar la ciudad.

El tráfico, en todo caso, no había cambiado. Coloridos colectivos fumigaban el aire con su negra combustión de gasoil. Los vehículos seguían teniendo derecho de paso frente a los peatones. Zigzagueando como kamikazes, los taxis invadían constantemente los carriles vecinos y frenaban con un rebaje al filo de cada bocacalle, disputándose el paso a dentelladas. Las reglas implícitas, recordó Solo, eran sencillas. Los peatones cedían el paso a los coches, los coches a los colectivos, los colectivos a los camiones. Los vehículos de similar tamaño jugaban a ver quién era más guapo. Con algunas excepciones lamentables, el sistema parecía funcionar. Como Argentina.

Un coche algo recalcitrante tuvo que apartarse velozmente de su camino cuando el cosaco que les abría paso en moto, con estudiada puntería y perfecto equilibrio, le dio al pasar una tremenda patada en la puerta trasera. Ya estaban en el centro, en la parte vieja de la ciudad. Edificios que Solo recordaba vagamente desfilaban ante sus ojos en rápida sucesión.

Se fijó en su pasaporte y vio que entre las páginas había un pequeño sobre dirigido a él. Lo abrió y dentro encontró una nota del almirante:

Estimado señor Solórzano:

Estuve ocupándome de su pedido relativo a los Mahler. Estar é en mi oficina esta tarde y podría recibirlo, si no está demasiado cansado por el viaje.

Solo se alegró, aunque con alguna inquietud. Nada lo complacería más que poder llevarles noticias a los tíos de Alberto. Siempre que las noticias fueran buenas.

El vehículo dio una curva cerrada y se detuvo frente a la silueta en mansarda del Hotel Metropole. Uno de los dos porteros, embutidos en sus uniformes de botones dorados y enormes charreteras, se incorporó de un salto y fue corriendo a abrir la puerta del minibús mientras el otro se ajustaba la gorra con visera.

Fonseca se volvió hacia Solo y dijo con fingida solemnidad:

–Presidenciales, ¿verdad?

Malena

Подняться наверх