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Diego se despertó en el catre que tenía en el taller de imprenta y advirtió a través de la persiana abierta que ya era de noche. Se habían encendido las luces en el predio del regimiento. ¿Cuánto habría dormido?

Terminada la operación, habían vuelto al cuartel a primeras horas de la tarde. El sargento Maidana iba al volante, el cabo Elizalde a su lado y Diego atrás. Al padre Bauer lo habían llevado a su domicilio antes de trasladar los cuerpos de los prisioneros a otro lugar y quemarlos junto con neumáticos para ocultar el olor a carne carbonizada. Por suerte el doctor Bergman había decidido que lo ayudaran en esa tarea los cuatro guardias de los otros coches. Durante el trayecto de vuelta al cuartel, Diego había permanecido en silencio, incapaz de borrar de su mente una imagen: los cabellos grises de Beatriz Suárez en llamas.

–Bueno, bueno –se había entusiasmado Maidana cuando atravesaron el portón y sintieron el olor a parrilla. Al fondo, varios costillares se asaban a la estaca sobre un gran lecho de brasas–. Por fin un asado verdadero.

–Huele a mucha guita, ¿no? –festejó Elizalde–. Nuestros huéspedes tienen familias muy generosas. Este cura es un crack, la volvió a hacer completa.

Otro rescate jugoso negociado por el padre Bauer, había deducido Diego mientras iba directo al vestuario a dejar la campera y el arma y llevarse la muda de ropa que guardaba en el armario. Las familias de los muertos no tardarían en comprender que el rescate no había servido para liberar a sus seres queridos sino para sellar su suerte. No se cruzó con nadie ni en el vestuario ni camino del tallercito de imprenta situado detrás de la intendencia. Agradeció más que nunca que sus tareas le permitieran trabajar a solas, requiriendo de ayuda solo cuando el trabajo lo sobrepasaba.

Se frotó la cara, se levantó del catre y, sorteando el armatoste de la imprenta, entró en el baño del taller. Su camisa seguía en el suelo, ahí donde la había tirado para lavarse los restos de sangre seca del cuello y el pelo. La cara que le devolvía el espejo era blanquecina y tenía los ojos inyectados.

Todo había sido una prueba. La fiestita de despedida era una artimaña del coronel Indart para garantizar la docilidad de los prisioneros, y a Diego lo habían puesto en capilla para ver cómo reaccionaba. El padre Bauer se había dado cuenta de que portaba un arma y le había hecho quitarse la campera para hacérselo notar. Ahora todo cobraba sentido. El sacerdote lo había estado observando mientras él miraba absorto los tres cuerpos inertes que el doctor iba inyectando con veneno. Todo indicaba que el coronel Indart ya no permitiría que el capitán Diego Fioravanti siguiera ocupándose de la imprenta: en adelante tendría asuntos más serios que atender.

Unos golpes en la puerta del taller lo sobresaltaron.

–¡Adelante! –gritó a través de la puerta abierta del baño.

Era el padre Bauer. Vestía pantalones de gabardina azul y un saco sport gris perla en espiguilla sobre la remera negra y llevaba el escaso pelo cano bien peinado. Diego no recordaba haberlo visto nunca con ropa de cura, o sotana, o alzacuello siquiera. Su ropa era cara, como también lo era el Toyota importado que manejaba, una cupé roja equipada con una sirena de policía obsequio del coronel Indart. Eran viejos amigos, el coronel y el cura.

–No quiero molestarte –dijo el padre Bauer, avanzando hasta la puerta del baño–. El coronel va a felicitar a los que participaron en la operación pero antes me gustaría hablar con vos. Veo que lo de ayer te causó una honda impresión.

–Padre, no estaba preparado…

–… para lo que pasó, ya sé, ya sé –lo atajó el padre Bauer, alzando la mano. Pareció a punto de apoyarse en la pared de azulejos pero lo pensó mejor–. Ya te vas a acostumbrar, cuando hayas participado en tantos operativos como yo. Por razones de seguridad, no todos pueden estar informados de lo que se hará. Pero fue tu primer operativo. Se te veía en la cara: estabas impactado, ¿verdad?

–Sí –dijo Diego. Para qué negarlo. El ojo avizor del cura, siempre alerta bajo las pobladas cejas, no perdía detalle.

–Lo que hicimos hoy, Diego, fue por el bien del país. Dios lo sabe. Y nos lo agradece. Era nuestro deber patriótico. Vos, más que nadie, deberías entenderlo.

Diego siguió la mirada del cura que, a través del espejo, recorría las cicatrices de su espalda desnuda.

–Vení a verme a mi oficina. Quiero que me acompañes a hacerle una visita a uno de nuestros huéspedes –dijo Bauer antes de irse.

Era nuestro deber patriótico. Vos, más que nadie, deberías entenderlo.

Debería. Esas cicatrices eran testimonio vivo de aquella noche, cuatro años atrás, en que esperaba sentado en el living de los Indart en la calle Zabala a que Graciela, la hija del coronel, y su amiga Ana María terminaran de hacer los deberes para llevar a Ana María de vuelta a su casa.

–Teniente… –Ana María lo había llamado desde la puerta del comedor–. Ya terminamos. Voy al baño y nos podemos ir.

Él le había sonreído desde su silla, cerrando la revista de diseño gráfico que había traído para entretenerse durante la espera. Ana María desapareció por el pasillo mientras Graciela juntaba los libros desparramados sobre la mesa del comedor.

La misma rutina de siempre, recordó haber pensado. Ir de escolta en el coche patrulla. Recoger a las chicas en el Instituto de Lenguas Vivas, llevarlas al departamento del coronel Indart para que hicieran los deberes juntas, esperar a que acabaran, llevar a la amiga a su casa. Las medidas de seguridad tenían su razón de ser. El jefe de la policía federal y su mujer habían volado en pedazos mientras navegaban por el río. El jefe siguiente había escapado por un pelo de una emboscada. El coronel no quería correr riesgos.

A Diego le caían bien las chicas y él a ellas. No era difícil encandilar a jovencitas de dieciocho años. Graciela no era especialmente atrevida pero Ana María era vivaz y le gustaba coquetear con él.

Coronando la chimenea del living, una joven señora Indart le sonreía como siempre desde su romántico retrato. La tenue iluminación de la pintura resaltaba la conjunción del amarillo verdoso de la orquídea que tenía en la mano y el verde suave de sus ojos, agraciados por una sonrisa incipiente. Diego estudió el lienzo. En vivo, los ojos de la señora Indart conservaban un destello de esa inocencia juvenil que destacaba el retrato.

–Graciela, querida –dijo la señora Indart, saliendo de la cocina con sus hijos menores, un nene y una nena, ya en piyama y listos para ir a dormir–. ¿Le ofrecieron un café a Diego?

–No, gracias, señora Indart –dijo Diego–. Ya salgo a llevar a Ana María a casa. Estaba admirando su retrato.

–Ah, eso –rio ella y se le iluminaron los ojos–. Demasiado generoso. Ya quisiera haber sido así en aquella época.

Ana María volvió del baño y recogió su cartera y sus libros.

–Listo –dijo con una sonrisa.

Después de la ronda de besos de despedida entre Ana María y los Indart, Diego y ella salieron a la calle. El chofer del patrullero estaba charlando con los dos custodios apostados en la entrada.

–Sentate conmigo atrás. –Ana María le entrelazó el brazo cuando él le abría la puerta–. Dale.

Él se subió al asiento de atrás. El chofer no necesitaba que le dijeran adónde iban. Hacía una semana que repetían el trayecto.

–La familia de Graciela me trata tan bien –dijo Ana María mientras el coche aceleraba. Después hizo una pausa–. ¿Sabías que me citaron para interrogarme?

Él ya lo sabía. Se rumoreaba que la habían soltado gracias al coronel.

–Me soltaron porque intervino el coronel. Porque soy amiga de su hija.

–¿Y por qué te interrogaron? –El muslo de ella se había arrimado al de él.

­–Por mis padres. Son de izquierda –dijo ella en tono aburrido, como si le hubiera revelado que eran vegetarianos–. A mi padre lo echaron del hospital por izquierdista. Es cirujano. Mi madre es psicóloga. Ahora están separados pero las pasé negras con ellos el año pasado. Le dije a Graciela que no sé qué habría sido de mí de no ser por ella y su familia.

Ana María le posó la mano en el muslo y Diego sintió cómo su cuerpo acusaba recibo del contacto. Ella le sonrió y dijo como quien no quiere la cosa:

–¿Vos creés que es verdad lo que dicen del coronel, que ejecutó a todos esos guerrilleros en Catamarca después de que se rindieron?

–No sé –dijo Diego. ¿A qué jugaba Ana María?

–Es lo que dicen en el cole, que es el jefe de la Alianza Anticomunista Argentina, esos que andan matando a los subversivos.

–¿Vos pensás eso?

–No, no. Para nada. Es una persona tan amable…

–Teniente –dijo el chofer–, voy a poner la sirena o de acá no salimos más.

Recién entonces se dio cuenta Diego de que estaban en un embotellamiento. La sirena impidió que siguieran conversando mientras la mano de Ana María iba y venía sobre su muslo.

–Nos vemos –le dijo sonriendo al bajarse.

Él se quedó en el asiento trasero para recomponerse mientras volvían. Minutos más tarde llegaban al edificio de los Indart. El coronel no había llegado todavía, le dijeron los custodios. Graciela le abrió la puerta del departamento.

–Hola –dijo con una amplia sonrisa. Diego se dio cuenta de que ella había estado esperando el momento de verlo a solas, sin la presencia de Ana María.

–¿Quién es? ¿Diego? –La voz de la señora Indart venía del dormitorio.

–Sí, señora. Si ya no me necesita por esta noche…

–Váyase a casa, joven. Gracias. Los chicos están dormidos y yo me voy a acostar ya mism…

Nunca terminó la frase. O tal vez sí, pero Graciela y él no pudieron oírla. La explosión los catapultó a ambos contra la pared frontal del departamento.

Desde su cama en el Hospital Militar, a pocas cuadras del edificio de los Indart, Diego pudo ver durante semanas la misma secuencia televisiva del departamento devastado, repetida sin cesar a medida que avanzaba la investigación y los periodistas y comentaristas la convertían en prueba palmaria del grado de horror al que podían llegar los subversivos y de la necesidad imperativa de acabar con ellos por cualquier medio. La onda expansiva había arrasado el interior del departamento, derribando gran parte de la mampostería, destrozando puertas y ventanas y esparciendo fragmentos de vidrio por todo el vecindario. En las tomas de la tele había restos de muebles por todas partes. La señora Indart había muerto al instante. Graciela y sus hermanos fueron hospitalizados con heridas graves, aunque se esperaba que se recuperasen. Ana María y su familia seguían prófugos. Los Montoneros se habían atribuido el atentado; la bomba había sido introducida en el departamento en una botellita de perfume que Ana María llevaba en la cartera y los guardias de la entrada no habían considerado sospechosa. La carga colocada bajo el colchón de los Indart era de setecientos gramos de trotyl. Ana María se había colado en el dormitorio a la ida o vuelta del baño, antes de que Diego la llevara a su casa. Sólo entonces se había ausentado del comedor, donde él la esperaba leyendo su revista.

Diego recordaba vagamente una visita del coronel Indart durante sus primeros días de convalecencia en el hospital, cuando la medicación lo tenía embotado e inconsciente a ratos. A sus desorientados ojos, el coronel se mostraba espectral, ajado. Tenía los hombros caídos y las facciones agrisadas, algo más toscas incluso. Había permanecido junto a la cama, mirándolo durante un buen rato, y al final se había ido sin decir palabra.

El cuerpo de Diego fue sanando poco a poco. A Inés le diría más tarde que las cicatrices de la espalda eran de una explosión química en un taller de imprenta. Lo cierto es que le habían valido el ascenso a capitán en lugar del retiro por invalidez que habría preferido. Sin duda el coronel Indart había movido los hilos para ascenderlo y mantenerlo dentro del ejército. Para cuando Diego regresó al servicio activo, Perón ya había muerto de cáncer y el país, bajo la presidencia de Isabelita, se debatía en una espiral de violencia. Los militares no tardarían en derrocarla y el capitán Diego Fioravanti sería trasladado a la unidad especial de contrainsurgencia comandada por el propio coronel Indart.

Desde su llegada a la unidad, Diego se había propuesto pasar tan desapercibido como un mueble. Se las había arreglado para evitar los operativos de los escuadrones de la muerte, encubiertos bajo el nombre de grupos de tareas, porque era mucho más útil en la imprenta. Pero eso se estaba acabando.

Salió del taller y caminó hasta el edificio principal, donde llamó a la puerta abierta de la oficina cuyo único distintivo era una pequeña cruz de madera.

–Ya tenés mejor aspecto –le dijo el padre Bauer, cerrando uno de los dos armarios archivadores que ocupaban, junto con el escritorio, dos sillas y una mesa, el reducido espacio de la oficina. En un nicho de pared, una estatuita de la virgen María rezaba de rodillas–. Se ve que necesitabas una buena siesta y un aseo. Perfecto. Vámonos.

Una estructura baja, a dos edificios de distancia en dirección a la avenida Dorrego, albergaba los calabozos. Un soldado prendió el interruptor situado junto a la puerta de una minúscula celda y los dejó pasar. En la pestilente atmósfera había un hombre desgarbado, con los ojos vendados, los pantalones a tiras y una camisa sin botones, sentado en un catre de lona.

–Soy el padre Bauer –le dijo el cura–. Sacate la venda.

El hombre no respondió. El padre Bauer se le acercó y le quitó la venda, revelando un par de ojos enrojecidos e hinchados bajo las espesas cejas; a Diego le pareció que los tenía infectados. Tardó un rato en reconocer al prisionero. Nadie que posara la vista en esas mejillas hundidas, en el cuerpo exangüe, reconocería fácilmente en ese despojo humano al director de periódicos cuya imagen había inundado los medios cuando fue secuestrado, supuestamente por subversivos. Con el tiempo, Diego había visto menguar la presencia en prensa de ese rostro a medida que aumentaban las desapariciones de editores, periodistas, ilustradores, escritores, psiquiatras y abogados. La familia había admitido públicamente haber pagado el cuantioso rescate exigido por los secuestradores. Pero el hombre seguía ahí, en esa celda.

–Qué cosa –dijo el cura en tono jocoso al contemplar el pecho del prisionero–. Te quemaron todos los pelitos. No te queda vello ahí.

El hombre miró sombríamente al cura, como si temiera hablar. Las ojeras encarnadas contrastaban con la palidez de su piel. Por fin, hizo acopio de fuerzas.

–Padre –dijo con un hilo de voz–. No quiero morir.

–Nadie quiere. –Asintió con gravedad el cura–. Tu vida depende de Dios y de tu colaboración. ¿Pensaste en lo que te dije ayer?

El hombre cerró los ojos y pareció encogerse aún más.

–¿Cómo puedo dar nombres de gente que no conozco?

–¿Y vos pretendés que el coronel crea eso? –Meneó la cabeza el cura–. ¿Por qué te parece que estás acá? ¿Por qué te están pasando estas cosas terribles?

No hubo respuesta.

–Cuando tu diario publicó esa carta del terrorista marxista, ¿pensaste que eso no tendría consecuencias? La confesión es buena para el alma, hijo. –El padre le lanzó a Diego una mirada instructiva y volvió a clavar la vista en el prisionero–. Escucharé la tuya cuando quieras. Le avisás al guardia y vengo.

El editor bajó los párpados nuevamente y ya no respondió.

–Tomá. –El padre Bauer sacó un frasquito de su bolsillo y lo dejó sobre el camastro–. Esto te aliviará los ojos.

­–El tipo es testarudo –dijo el padre Bauer cuando se sentaron otra vez en su oficina–. Pero va a aflojar. Al principio, todos niegan todo. Nadie sabe nada de la guerrilla, del ERP, de los Montoneros. Las bombas, los secuestros, las ejecuciones… Nadie es responsable, son obra del Señor, y que Él me perdone por decir eso.

Diego callaba y escuchaba atentamente. La voz del cura era la voz del coronel Indart.

–Vos sabés, Diego, que el coronel te tiene especial aprecio por lo de su querida esposa. –El padre Bauer se santiguó–. Vos también fuiste víctima del terrorismo. Te dejó profundas cicatrices. Pero vas a tener que aprender a confiar en tus compañeros y en las órdenes de tu coronel.

El fierro. Diego sabía que Maidana, Elizalde y los demás iban a estar armados, órdenes o no. Nadie confiaba en nadie. Pero no había previsto que el cura se diera cuenta de que él también iba calzado.

–Todos tenemos un papel que cumplir, Diego. –El cura lo escudriñaba como si tratase de leerle el pensamiento–. Quise que me vieras cumplir el mío, que consiste en sacarle información a los prisioneros, porque esa información puede salvar vidas. Esta es una guerra sucia y todos tenemos que ensuciarnos las manos. No hacerlo sería injusto con tus compañeros, ¿entendés?

–Sí, padre.

–Bien ­–dijo el cura, suavizando el tono–. El grupo de inspectores de la OEA está por llegar y hay mucho que hacer. Todos sin excepción tenemos que poner el hombro. Y después, si hacés buena letra, bueno, ya sabés que el coronel quiere que llegues lejos. Tu expediente dice que hablás francés con fluidez. ¿Es cierto?

–Bueno, sí –contestó con cautela Diego, que no esperaba esa pregunta.

–¿Te gustaría ir a París?

La cara de sorpresa que puso hizo sonreír al capellán.

–Estamos abriendo ahí una oficina vinculada al Plan Cóndor, para contrarrestar la campaña antiargentina de los exiliados.

Diego hizo un gesto de comprensión: había oído hablar de la red desplegada para identificar y neutralizar a los exiliados. Se rumoreaba que el propio padre Bauer había participado en una de esas operaciones un año antes en Nueva York, actuando como enviado parroquial a una iglesia del Bronx.

–El coronel Indart –dijo el cura poniéndose de pie– cree que podrías ser muy útil en París. Pero ya vamos a hablar de eso cuando sea el momento. Mirá, como clérigo supongo que no debería decirte esto pero quizás para distraerte de este tétrico trabajo deberías buscarte una novia. ¿O ya tenés una?

Dejando atrás las verjas del regimiento, Diego recorrió la avenida Santa Fe hasta dar con un teléfono público en el hall de la estación Pacífico. Marcó el número de Lucas.

¿O ya tenés una? Rogó a Dios que su cara no hubiese cambiado de color o expresión cuando el padre Bauer le soltó la pregunta. ¿Sabría lo de Inés? No, ¿cómo iba a enterarse? Pero ¿y si lo sabía?

Terminó de discar y el teléfono, como si nada, le volvió a dar tono. Ahogando un insulto, aporreó el aparato y discó otra vez. En las películas norteamericanas llamaban a la operadora cuando pasaba esto. Acá, si una operadora te atendía, te daba un infarto.

Finalmente sonó. Y sonó.

–Hola… –dijo la voz dormida de Lucas.

–Lucas, soy yo, Diego. Despertate.

–¿Diego? –se oyó, seguido de un estrépito–. Perdoná, se me cayó el teléfono. Estuve toda la noche en el quirófano. ¿Qué pasa?

Diego se oyó decir, con la voz áspera, tensa, extrañamente apagada:

–Se me acabó el tiempo.

Malena

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