Читать книгу Ojos color del tiempo - Edith María Del Valle Oviedo - Страница 7

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CAPÍTULO 3

( villa nueva, provincia de cordoba — 1881)

El caballo estaba enterrado en el barrial de la zona próxima al río que se había desbordado. Era difícil avanzar y todos estaban nerviosos y cansados. Hacía mucho calor, tenían sed y hacía horas que estaban ayudando a sacar las carretas hundidas que no lograban avanzar y alcanzar la parte seca. Estaban acostumbrados a esto. Cuando el río desbordaba, había que esperar a que las aguas bajaran, pero también había que esperar a que la tierra mejorara; por impaciencia o por verdadera urgencia, la gente trataba de pasar igual y se quedaban empantanadas en el barro. Todos ayudaban empujando, ante los embates del mal tiempo aparecía la solidaridad ya que a todos les podía suceder.

Salvador (así lo llamaron desde que llegó al nuevo país) y Giulio habían llegado con una caravana de carretas custodiando una carga que iba para la ciudad de Córdoba. Embarrados los chambergos, la cara, la ropa y los caballos, después de haber sacado la carreta del fango donde estaba atascada, se bajaron a deliberar con los otros hombres y con don Rafael, el jefe. No habría forma de pasar hasta que el agua bajara más y el camino se secara un poco. La caravana se organizó, se prendieron los fuegos para la comida y para pasar la noche en el lugar. Los dos amigos se fueron a lavar al río y ya que el agua estaba linda se metieron y se dieron un baño, nadando un rato. Después se tiraron sobre los yuyos de la orilla a secarse, descansar y dormitar. El olorcito a carne asada los despabiló y con el cuerpo dolorido por los días de viaje desde Buenos Aires, rumbearon para el lado del fogón donde se estaban juntando los hombres.

— ¡Hey, gringos!— los llamó don Rafael.

Y allí fueron los muchachos, con hambre, a comer rodajas de pan mientras cortaban lonchas de carne con los cuchillos inmensos que todos tenían y devoraban la comida que bajaban con vino tinto. Mucho no se conversaba, porque estaban cansados y porque eran hombres parcos. Algunos se conocían más porque habían viajado otras veces con don Rafael, otros lo hacían como una changa cuando no había mejor trabajo. Salvador y Giulio viajaban por primera vez, pero como eran voluntariosos y tranquilos lo habían hecho bien. Seguramente los contratarían para el regreso a Buenos Aires con otra carga.

Esa noche, arropados con el poncho bajo un árbol, conversaron sobre el tema. Se habían unido a la caravana para alejarse de Buenos Aires. Algunos indicios de que buscaban a Salvador los habían alertado. Giulio no quiso saber nada de separarse de su amigo y emprendieron el viaje hacia Córdoba.

— ¿Y si nos quedamos acá, fratello? — dijo Salvador. — Córdoba es una ciudad grande y debe haber muchos italianos, algunos nos ayudarían pero otros podrían delatarme si me están buscando. ¿A quién se le ocurriría mandar mensaje a este lugar perdido?

—Yo te sigo, fratello. Si quieres nos quedamos acá. Mañana temprano demos una vuelta para conocer un poco y luego, si te decides, hablamos con don Rafael. El dijo que el viaje sería más fácil desde acá, no nos necesitará.

Al día siguiente, recorrieron el lugar. Al frente de la plaza estaba el almacén de Ramos Generales donde entraron a tomar una ginebra. El dueño, un gallego mal engestado, les sirvió lo que habían pedido en el mostrador y se fue hacia una de las pocas mesas del local, donde un hombre dormitaba con la cabeza caída.

—¡Despertáte, indio sotreta!— le dijo el gallego, mientras lo zamarreaba para despertarlo.

El indio se irguió como un resorte sacando un cuchillo que tenía en la cintura y el gallego se movió rápido para evitar el fintazo, luego corrió hacia atrás del mostrador de donde volvió con un palo grueso que descargó en un solo golpe contra la espalda del otro que aun trataba de despabilarse. Salvador se levantó y se metió en el medio de los dos, que se miraban furiosos dispuestos a seguir la pelea, hasta que el indio, caminando hacia atrás, salió del negocio y se fue.

Los gringos se miraron y se quedaron quietos y mudos. El gallego volvió tranquilamente a su lugar detrás del mostrador como si no hubiera pasado nada. Después de un rato, Salvador le habló y le preguntó si había trabajo para ellos en el pueblo. Don José le fijó la vista un rato largo evaluándolo y decidiéndose, le dijo:

— Necesito alguien que me ayude acá, si te animás�Hay que trabajar duro todo el día. Te doy pieza y comida. Pensálo.

Salvador y Giulio se fueron después de un rato. Hablaron con carreros de la zona y Giulio consiguió un conchabo, viajes desde Villa Nueva hasta poblados cercanos, que no le llevarían más de unos días cada uno. Al volver, podría quedarse en la pieza con Salvador hasta el siguiente viaje.

—¿Estás de acuerdo, fratello, nos quedamos? — le dijo Salvador y el otro asintió.

Solos en el país nuevo, se necesitaban mutuamente. Se sentían hermanos. Así que, aun sabiendo que no era lo mejor, decidieron quedarse, asentarse por el tiempo que el destino les deparase. Los dos tenían la mirada nostalgiosa del que no hace tanto que ha dejado su mundo atrás. Y en su caso, a la fuerza, sin decidirlo ni quererlo. Eran hojas que el viento llevaba.

El gallego José estuvo de acuerdo en que Giulio compartiera la pieza con Salvador. Los muchachos hablaron con don Rafael, quien les pagó su jornal al final del siguiente día, después que lo ayudaron a vadear el río con las carretas y los caballos. El buen hombre les deseó suerte y se fue hacia Córdoba, recordándoles que en unas semanas volvería a pasar por allí, por si no les gustaba y querían volver a Buenos Aires.

Salvador se quedó a comer con Giulio y los carreros con los que éste trabajaría y después se fue al almacén donde lo esperaba el gallego.

Don José García García era un hombre que vivía solo. Había tenido mujer que ya había muerto y tenía una hija que estaba casada. Hablaba poco, era muy desconfiado y llevaba una vida austera, a pesar de que le iba muy bien con su negocio. Era el único almacén de Ramos generales, les vendía a las familias del pequeño pueblo, a los pocos asentamientos rurales que había, a las caravanas que pasaban obligatoriamente por ahí para ir a Córdoba o a Cuyo y a los indios de la zona. Le enseñó a Salvador cómo atender el negocio y cómo anotar las cuentas. Salvador no sabía leer ni escribir y su castellano era poco y malo. Demostró sin embargo tener alguna facilidad con los números y anotaba bien las ventas. Fue allí y con ese hombre rudo y severo que aprendió también algo de las letras.

Una de las primeras noches de su estancia, cuando cerraron el boliche, salió a tomar aire. Hacía frío, al respirar se formaban nubes de vapor y sobre ellas ponía sus manos heladas tratando de calentarlas un poco. En la esquina de la plaza y bajo un árbol vio una persona acostada, encogida buscando mantener algo de calor. Se acercó y vio que era el indio que había conocido aquel día en que entró al almacén. Se puso en cuclillas y cuando quiso tocarlo, una mano como hierro le sujetó la muñeca:

— ¿ Qué querés? — se oyó la voz ronca y cavernosa.

Salvador no se sobresaltó, sino que con un gesto lo tranquilizó:

— Nada, hombre. Te vi tirado acá y quise ver qué te pasaba.

—Andáte o te mato.

—¿Te traigo algo de comer?

—¿No me entendiste?

—Hermano, yo sé lo que es el hambre y no tener dónde dormir.

—Vos no sabés nada. No sos indio.

—Esperáme.

Salvador le trajo comida y mate caliente. Como el indio ni se movió, se lo dejó a su lado y se fue.

Los días que estaba Giulio eran los mejores. Hablaban y salían a recorrer los alrededores. Las muchachas del pueblo los miraban con sonrisitas, coqueteándoles, pero las madres paraban las miraditas porque eran dos nadies que no tenían ni un lugar para caerse muertos. Ambos eran jóvenes, buenos mozos, de piel clara y seductores. Sabían la sensación que provocaban en las mujeres.

Salvador comenzó a repartir mercadería en las casas y quintas de los alrededores en el carro que tenía don José, cuando éste le fue dando más tareas al ver que se desenvolvía bien. Le gustaba salir, manejar el carro en la soledad de los campos mientras la vista se le perdía hasta los cerros de la lejanía.

En uno de estos regresos, al entrar al almacén, lo sorprendieron gritos de una discusión fuerte entre su patrón y un hombretón que, tomado, le quería pegar y le gritaba:

— ¡Sos un ladrón, gallego de mierda! ¡Te voy a aplastar, maldito!— mientras don José, rojo de furia, enarbolaba su palo amenazante sin que el otro menguara su intención de golpearlo y una joven tiraba del brazo del hombretón para evitar la pelea llorando muerta de miedo. Algunos parroquianos que a esa hora iban al boliche a tomar algo se habían amontonado contra una pared, temerosos de salir golpeados en la trifulca. El ánimo del hombretón pareció calmarse un poco cuando don José golpeó con fuerza el palo contra una mesa haciendo un gran ruido, produciéndose un silencio después del cual pareció darse cuenta de que la mujer lo tironeaba del brazo y entonces se soltó y le propinó una bofetada tan fuerte que pareció escucharse el dolor de su cara, el ruido siguiente fue cuando al caer al suelo se llevó consigo unas sillas y su cabeza chocó fuerte contra el piso. Todos miraron pero nadie osó moverse, hasta que Salvador reaccionó y corrió en su ayuda, evitando que siguiera la golpiza, pues el hombre estaba fuera de sí y quería descargar su furia ahora en la mujer caída. Al ver que Salvador la protegía lo pateó con fuerza, pero el gallego ya llegaba con su palo a golpearlo en un brazo y en el otro, con lo cual el gigante decidió irse mientras los miraba con ira. Salió a los tumbos, por los golpes y por la borrachera que tenía encima, se subió al caballo y se escuchó el galope enloquecido con el que se alejó.

Don José mandó a buscar a la curandera del pueblo, doña María, ya que la mujer, casi una muchacha, no despertaba. No la movieron del lugar donde había caído y, mientras tanto, sirvieron ginebra para reanimarse y calmarse.

—¿Estás bien, muchacho? — preguntó el gallego, palmeándolo en el hombre. —Si no hubieras intervenido, ya estaría muerta.

Salvador asintió sin pensar, tomando de un trago la ginebra que le habían puesto en la mano y pidiendo con un gesto otra. Después miró a la muchacha en el suelo, que no tenía color y parecía muerta:

—¿Está�?— dijo.

Nadie le respondió, pero en ese momento, casi a las corridas, entró la curandera.

—¿Qué pasó, hombre?— le espetó al gallego, indignada por el apuro con que la habían traído, aunque cuando vio a la chica en el suelo, se calmó y se puso en cuclillas a su lado, mientras la tocaba con delicadeza y le hacía oler de un frasquito que había sacado de la bolsa de tela que llevaba con ella. Hubo una mínima reacción y la curandera siguió palpando la cara, la cabeza y después el cuerpo.

—Ha sido un golpe fuerte— dijo, mientras le aplicaba un ungüento en un lado de la cara, que parecía tomar color.—Llévenle a una cama, para que pueda ayudarla mejor— agregó.

—Tendrá que ser la tuya— dijo don José y Salvador asintió. Entre varios la llevaron con cuidado, quedando al cuidado de doña María.

Después, cuando se pudieron sentar a hablar, don José explicó quién era el hombretón.

— Es don Ignacio Mendieta, un compatriota. Tiene unas tierritas para el lado de las sierras y viene cada tanto a buscar la mercadería. Es violento cuando toma. Lo sabe esta pobre que está sin sentido en la pieza.

— Parece la hija— dijo Salvador. — Es muy joven para ser su mujer.

— Así son las cosas por acá, muchacho, las mujeres casi nunca eligen. El hombre tiene tierras y dinero, es lo más conveniente para una mujer. Aunque, claro, a veces tienen que aguantar una vida de mierda como ésta.

Salvador lo sabía, también era así en su tierra. Pensó en Rossina, pobre. Y pensó en su madre, ella había tenido la suerte de querer a su marido y ser querida. No todas tenían esa suerte.

Cuando los parroquianos se fueron, se acostó en un catre que había detrás del mostrador para casos de necesidad y se durmió hasta que la claridad del amanecer lo despertó. Llenó una palangana con agua fría del pozo del patio y se lavó, tiritando. Después entró a la pieza para buscar una camisa limpia sin hacer ruido. La muchacha dormía o seguía inconciente, no sabía, y la curandera dormía sentada a su lado. Tuvo tiempo de mirarla y lo conmovió, tan joven y sufriente.

A media mañana, atendiendo el boliche, se le acercó el gallego para comentar que don Ignacio aun no había aparecido.

—Seguro que todavía está durmiendo la borrachera en algún lado. Doña María dice que la mujer está mejor, así que cuando el marido llegue, se la llevará. La pobre no ha abierto la boca, pero seguro que está esperando que venga a buscarla.

En un alto del trabajo, cuando Salvador fue a buscar algo a la pieza, la encontró con los ojos abiertos, mirando al techo. La doña no estaba, habría salido a comer algo o al baño, así que se acercó y se quedó mirándola. Ella dio vuelta la cara hacia su lado y fijó sus ojos en los suyos. Ojos color miel, claros y grandes, tristes, desolados.

— Gracias —, le dijo con voz ronca. El hizo un gesto de asentimiento y después se fue.

Llegó la noche y doña María dijo que convenía que se quedara antes de emprender al día siguiente el viaje hacia su casa. Don José estuvo de acuerdo así que le pidió a Salvador que volviera a dormir en el catre del boliche. Al día siguiente buscaría alguien que la llevara y aunque Salvador se ofreció dijo que no, pues don Ignacio era rencoroso y peligroso, le extrañaba que no hubiera venido a llevarse a su mujer, porque no era de los que luego de la borrachera sentían alguna vergüenza por las malas acciones, era de esperar que apareciera con la soberbia que lo caracterizaba, sin pedir disculpas a nadie.

Cuando doña María se hizo una escapada a su casa para lavarse y atender algunos asuntos domésticos, prometiendo volver más tarde, Salvador se asomó a la pieza y se quedó contemplando el rostro de la muchacha. Le gustaba pero se dijo a sí mismo que era de otro, para bien o para mal, y que no volvería a repetir la historia que lo había alejado de su tierra. Sentía en el cuerpo la inquietud que ya conocía, pero debía dominarla. Entonces, ella se despertó y lo miró, le sonrió y le habló.

— Salvador, me defendiste, ¿verdad? Me lo contó el viejo. Dice que sos valiente y buena persona. Parece quererte.

Salvador se acercó y se sentó a su lado. —No me mirés así, soy una mujer casada, o más o menos, en realidad. Si Ignacio ve como me mirás, sos hombre muerto.

—¿Por qué más o menos?— le preguntó intrigado.

—Mi marido no está bien, en realidad se casó conmigo para salvarme de la vida miserable que me esperaba después que mi madre muriera. Yo se lo agradezco.

—¿Le agradecés que te haya golpeado?

—Está enfermo de angustia, de ira, de alcohol. Yo lo respeto a pesar de todo.

—¿Lo querés?

—No.

Salvador dio media vuelta y se fue a su catre. La inquietud seguía en su cuerpo y no lo dejó dormir hasta que el cansancio le ganó la pulseada.

Era de madrugada cuando se escucharon golpes en el portón de la entrada. Don José tardó un rato en abrir; si bien se levantaba todos los días de su vida muy temprano, aun no era hora de empezar a trabajar. Hizo pasar a los hombres que habían llegado y puso la pava al fuego para matear, después se fue hasta la pieza donde dormía la mujer y la llamó varias veces para despertarla. Entonces le pidió que fuera a la cocina. Ella se vistió rápida, nerviosa por el llamado, se arregló el pelo y al pasar por el patio se enjuagó la cara con el agua helada. Tenía la frente golpeada y una línea morada le corría por el párpado inferior del ojo. El gallego le señaló una silla y le pasó un mate. Después le indicó con un gesto a los dos hombres uniformados que la esperaban. — ¿Usted es la mujer de don Ignacio Mendieta?— le preguntó uno de ellos. —Soy la esposa, doña Antonia de Mendieta.— Bueno, doña, sucede que tenemos que darle una mala noticia. Don Ignacio está difunto. Lo han encontrado unos paisanos, caído a la salida del poblado, pareciera que se cayó del caballo y se rompió la cabeza contra unas piedras.

— ¡Ah, Virgen Santísima! — dijo don José — Ese pobre hombre estaba tan bebido que ni debe haber sabido qué hacía y qué le pasaba. ¿Cuándo lo encontraron?

— A la nochecita, don José, pero el hombre estaba medio comido por algún bicho y recién ahora supimos quién era y que su mujer estaba aquí.

— Antonia, muchacha, te doy mi más sentido pésame, te ayudaremos en lo que haga falta.

La mujer, Antonia, había bajado la cabeza y los hombros se le habían encogido. No hablaba, no miraba, parecía que ni siquiera respiraba. Los demás se quedaron callados, esperando. Luego, el cuerpo empezó a sacudirse con un llanto quedo, silencioso, que duró un rato largo. Con las manos, levantó el pañuelo que llevaba al cuello y se tapó la cabeza, en señal de respeto al difunto.

Don José se levantó despacio y fue al boliche, donde Salvador dormía aun. Lo zamarreó para despertarlo.

—Muchacho, levantáte y vení a la cocina que te necesito — le dijo. Y cuando éste estuvo listo, le alcanzó un mate, contestando con pocas palabras a la pregunta que le leía en los ojos.

— Andá a buscar al hermano de Antonia — le pidió

— Lleváte el carro y traélo. Que ayude a su hermana en este trance. Yo te explico dónde vive.

Salvador anduvo un rato por calles fanganosas hasta llegar a un rancho de adobe en las afueras. En el horizonte comenzaban a iluminar los primeros y pálidos rayos del sol. Se bajó y golpeó las manos. Un perro empezó a ladrar y se le vino al humo. Salvador lo ahuyentó con voces y con piedras, hasta que un joven salió de la pieza mirándolo con desconfianza. Cuando le explicó que don José lo había mandado a buscar, hizo callar al perro y le permitió acercarse para escuchar lo que el otro tenía que decirle. Una vez que lo entendió, se metió al rancho y volvió a salir después de un rato para ir con Salvador. No habló nada, no preguntó más. Con cara inexpresiva se sentó en el carro y se quedó quieto hasta que llegaron.

—¡Ramón! — dijo la muchacha al verlo. El joven se le acercó y la palmeó en el hombro. Después se fueron con los policías que aun esperaban mateando en la cocina.

A Salvador la imagen desolada de ambos lo entristeció. Amagó acompañarlos pero don José le hizo un gesto de negación con la cabeza. Después el día se inundó de ruidos y actividades, pero él no pudo sacarse de la cabeza a Antonia. Cuando anocheció, hubo tiempo de sentarse juntos a tomar una ginebrita y conversaron.

—Tené cuidado, gringuito — le dijo el gallego — pueden pensar mal de vos y de ella si te ven con esa cara de carnero degollado detrás de la mujer , no le harías ningún favor. El marido se le ha muerto, recién la conocés. ¡Que habías sido rápido para el metejón, che! — se rió fuerte — Este es un pueblo chico y jodido, los de acá miran con desconfianza a los recién llegados como vos, no te metás en líos y menos en líos de pollera. La Antonia es fuerte, dejá que ella y su hermano pasen solos por esta situación. Algo lo llorará a don Ignacio, después de todo peor hubiera sido su vida si él no se la llevaba con él, vos sabés que la vida de los pobres es difícil, sobre todo si ni siquiera tienen un padre o una madre que los ampare, como fue el caso de la muchacha. Sos un gallo protector, por lo que parece, pero yo conozco el pueblo, hacéme caso.

Salvador lo escuchó con respeto, pero después se levantó, se prolijó y se fue a buscar a Antonia. La encontró velando el cuerpo, solos ella y su hermano. Se sentó en una silla acompañándolos y también fue con ellos en el carro que los llevó al cementerio, donde un cura dijo unas pocas palabras frente a la tumba. Luego todos rumbearon hacia las tierras que habían sido de don Ignacio y que ahora eran de ella. Cuando llegaron era casi de noche. Una mujer grande llamada Cenobia que servía en la casa les sirvió un guiso y se fueron a dormir. Salvador se hizo un atado en el suelo de la cocina y allí se quedó. Nadie habló ni para preguntarle qué estaba haciendo ahí.

Al día siguiente llegó Giulio, muy temprano. Había ido al almacén, donde don José lo había puesto al tanto y ahí se había quedado a dormir. Miró a su amigo con preocupación:

— ¿Qué estás haciendo, fratello? Acabás de conocer a esta mina, el marido acaba de morir violentamente, la gente te va a crucificar, pensálo un poco.

— A la gente de acá no la conozco, no me importa. Y aquí, en el corazón, yo sé por primera vez que ésta será mi mujer.

— ¿Ella lo sabe? ¿Cómo estás tan seguro?

— Ya lo sabrá. Y haré que sienta lo mismo por mí.

Los dos se sentaron en la mesa grande de la cocina y Cenobia les alcanzó el mate:

— ¿Dónde está el patrón? ¿Quiénes son ustedes? — la voz ronca y desconfiada de la mujer los sacó de su conversación.

— Don Ignacio murió, se cayó de su caballo. Iba muy borracho el hombre.

Todos se volvieron al escuchar a Ramón, parado en la puerta, que miraba con fijeza a los dos amigos:

— Yo también quiero saber quiénes son ustedes, qué hacen acá.

Giulio miró a Salvador, que se puso de pie:

— Me presento, soy Salvador Grillo, él es mi amigo Giulio Spampinato. He venido a ayudar a Antonia.

Cenobia se persignó diciendo por lo bajo “Ave María Purísima”.

— ¿Hace mucho que conoce a mi hermana, qué relación tiene con ella?

— La conocí anteayer, en el boliche, cuando el marido le pegó una trompada y la dejó desmayada en el suelo. Don José la auxilió.

— ¿Antonia le pidió que viniera?

— No.

— Entonces, váyase ahora mismo.

— No.

—¿Qué te pensás, gringo de mierda, que podés venir porque a vos se te ocurre como si fueras el dueño de algo? — la cara de Ramón estaba roja de indignación — ¿Te pensás que mi hermana está sola? ¡Sinvergüenza, aprovechador!

La cara de Salvador no se inmutó, parecía de piedra, los ojos pálidos miraban a Ramón amenazadores:

— No es así. Aquí me quedo, yo la quiero a Antonia, va a ser mi mujer.

Hasta Giulio lo miró con asombro. Había tanta seguridad en sus palabras que nadie lo contradijo. Cenobia se volvió a persignar, murmurando en voz baja, mientras se daba vuelta y trajinaba en la cocina. Ramón lo miró extrañado y salió. Era una pobre figura, no sólo por su ropa tan hilachada y agujereada, sino por los hombros agobiados y la mirada vencida.

—Acompañáme, Giulio, vamos a ver qué hay que hacer, si hay animales deben tener hambre.

Juntos recorrieron los corrales. Había una veintena de ovejas y otro tanto de cabras, también vacas y caballos. Los animales estaban nerviosos, hacía días que nadie los atendía.

— ¿Qué hacemos?— dijo Giulio — Yo no sé nada de cuidar animales.

— Sabemos — dijo Salvador — Trajimos animales con don Rafael. Podemos arriarlos hasta algún lugar con agua y pasto y dejarlos ahí hasta la tarde. Busquemos a Ramón, a lo mejor sabe a dónde los llevaba el gallego.

No lo encontraron a Ramón, pero Cenobia les dio algunas indicaciones. Así que entre los dos llevaron en varios viajes a los animales hasta una aguada cercana. Les llevó un par de horas. Después se quedaron afuera bajo un algarrobo grande hasta que Cenobia los llamó para servirles carne con cebolla y huevos que comieron con ganas . La mujer había hecho también pan con grasa al que le hicieron honor. Durmieron la siesta bajo el árbol y cuando se despertaron ensillaron otra vez los caballos que habían usado a la mañana y se fueron a ver los animales en la aguada. Ahí se quedaron hasta la hora en que los trajeron de vuelta. Si bien no eran expertos, lo hicieron bastante bien, aunque les llevó más tiempo que antes, porque algunos se habían alejado y tuvieron que salir a buscarlos para arrearlos de vuelta hacia la casa.

El sol empezaba a caer cuando llegaron. Salvador vio a Antonia en la galería. Giulio siguió hacia los corrales y él se acercó a la muchacha, que lo miró fijo mientras llegaba.

— ¿Por qué estás acá? Nadie te lo pidió — le dijo.

— Estoy por vos. Me quedo para ayudarte. Cuando estés lista y hayás terminado tu duelo tengo algo para decirte.

Antonia lo miró pensativa con esos ojos grandes que a él lo habían cautivado y, aunque no le entendía bien las palabras que él usaba, mezcla de italiano y castellano, comprendió su intención, el tono seductor y el mensaje de los ojos claros. Y ella, que nunca había conocido el amor, de pronto sintió que no entendía nada, que no conocía a este hombre que le hablaba, que ni siquiera sabía bien qué le había dicho, pero que todo estaba bien, que podía quedarse, que ella quería que se quedara.

Al día siguiente, casi de madrugada, Salvador salió camino al pueblo para hablar con don José. Le pidió a Giulio que moviera los animales, aunque estuviera solo para esa tarea que el día anterior les había costado bastante trabajo a los dos juntos y el amigo le dijo que sí, haciendo un gesto gracioso de levantamiento de cejas y de resignación, ante este compatriota terco al que se le ponía algo en la cabeza y tenía que seguirlo.

Salvador se quedó dos días con don José García y García, ayudándolo a organizarse antes de irse. El gallego lamentaba su ida porque en el poco tiempo que estuvo, el muchacho le había aliviado el trabajo y también la soledad del viejo que labura todo el día y después, al cerrar el boliche, se queda solo. Al tercer día, se despidió marchándose con sus pocas pertenencias: ropa, documentos y fotos familiares.

Ojos color del tiempo

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