Читать книгу Ojos color del tiempo - Edith María Del Valle Oviedo - Страница 8
ОглавлениеCAPÍTULO 4
Los dos italianos habían hecho una rutina después de la primera semana. Muy temprano llevaban los animales al pastoreo, después de haber ordeñado a las vacas y a la tarde los traían de vuelta a los corrales. Inspeccionaron las herramientas de labranza y vieron que estaban en buen estado, aunque no había campos cultivados. Alrededor de la casa crecían, además del gran nogal, varias tunas y algunos frutales. Ramón estaba en la casa pero casi no lo veían. Cenobia, aunque se le notaba la desconfianza hacia ellos, había optado por no protestar ya que su patrona había autorizado la presencia de los hombres. Cocinaba, se encargaba del gallinero, les preparaba el mate y conversaba. Su naturaleza parlanchina podía más que sus pruritos y así fue contando historias.
Don Ignacio había tenido mujer, gallega como él, a quien había traído de su país. Habían llegado a Villa Nueva y comprado tierras. Los dos habían trabajado mucho, a sol y a sombra. No habían llegado los hijos, pero ellos lo habían aceptado y se veían felices, así decía Cenobia, que estaba en la casa desde hacía años. Y en un viaje a Río Cuarto, escapando de unos maleantes de los varios que asolaban la zona, el caballo de la doña se había desbocado y la había tirado, dejándola malherida. Los maleantes se habían escapado al ver lo que pasaba y don Ignacio, con su mujer abrazada junto a él en el caballo que les había quedado, había llegado al pueblo, con ella mal. Doña María la había atendido, pero poco pudo hacer y había muerto a los días, en una agonía lenta, sin despertar. Don Ignacio había estado todo el tiempo a su lado, agobiado de dolor y sintiéndose culpable por no haberla defendido, decía él. Y después, ya no fue el mismo. Se volvió malhumorado, todas las noches después de trabajar su campo bebía para olvidar , y se fue encerrando. Algunos hombres, que lo ayudaban en los trabajos pesados de la siembra y el cuidado de los animales, se fueron yendo, cansados del maltrato que ahora lo caracterizaba y porque de a poco era menos lo que iba haciendo. En épocas de recolección, solía llamar alguna gente para que lo ayudara, pero no era lo mismo.
Un día, en el pueblo, vio a una jovencita que lo conmovió después de mucho tiempo. Era Antonia, que vivía con su hermano en una de las zonas más pobres de Villa Nueva, allí donde Salvador había ido a buscarlo. Flaquita, desnutrida, mal vestida, daba pena. Don Ignacio habló con Ramón y le dijo que la contrataba para trabajar en su casa. Si bien se asombró por lo inesperado del pedido, Ramón entendió que podía ser para su bien, ya que él sólo sabía hacer changas y se estaban muriendo de hambre. Además se daba cuenta que si bien Antonia era muy joven ya despertaba miradas codiciosas de algunos hombres del pueblo y ellos estaban muy desamparados como para resistir los embates. Antonia estuvo de acuerdo, el gallego se la llevó para su campo y Ramón se quedó solo, ya que a él no le ofreció trabajo. La muchacha, ahora bien alimentada y cuidada, fue ganando peso y hermosura. Cada tanto, se aparecía en la casa de su hermano con comida y algo de ropa. No hablaban mucho y ella se quedaba un rato nomás hasta que volvía al campo. Un día, llegó con don Ignacio, que se la pidió en matrimonio, por ser su único pariente. Otra vez sorprendido, Ramón dijo que sí y en una ceremonia rápida y sin ninguna celebración, Antonia pasó a ser la señora de Mendieta, ama de la casa.
A Cenobia le pareció bien, Antonia era una buena muchacha, laboriosa, que si bien no amaba a su marido lo quería y lo respetaba. Le pareció que don Ignacio estaba mejor, trataba bien a su mujer, la llevaba al pueblo a comprarle ropa y cosas nuevas para la casa, estaba más tranquilo. Pero el hábito de la bebida lo dominaba, no lo podía dejar y a veces, borracho, insultaba a Antonia, que esos días prefería andar callada y pasar inadvertida. Era como que se enojaba consigo mismo por seguir vivo mientras que su mujer, su compañera de la vida, estaba muerta porque él no había sabido defenderla de los malandras. Antonia no se quejaba, parecía comprenderlo y aceptaba con resignación los días malos de su marido. Con su ayuda, el campo se estaba recuperando, no le preocupaba hacer trabajos pesados. Hasta que la muerte de don Ignacio los sorprendió.
Salvador absorbía esas historias que le permitían conocer a “su” Antonia. Giulio lo miraba con sorna, divertido con el enamoramiento feroz de su amigo, sobre todo cuando sorprendía las miradas tiernas y apasionadas que le dedicaba a la mujer, que todavía permanecía lejana aunque los dejaba hacer.
Antonia era muy conciente de esas miradas, sentía la vista fija en ella todo el tiempo que el muchacho estaba cerca. Hablaba con él lo necesario, porque se sabía insegura, porque estaba de luto y pensaba que dejarse llevar por sus emociones era faltarle el respeto a Ignacio, que la había convertido en alguien respetable sacándola de la miseria en que vivía.
Un día don José se presentó en la casa . En el carro traía varias bolsas de semillas y también harina, sal, azúcar, yerba, aceite y otras cosas menores. Saludó a los muchachos y entró con ellos a la cocina donde Cenobia enseguida empezó la ronda de mate dulce con tortas fritas:
— Están ricas, Cenobia, como siempre. Se agradece.
La vieja ladeó un poco la boca para expresar su complacencia por el halago y siguió con el mate, mientras Salvador y Giulio contaban qué estaban haciendo y cómo les iba.
—Vos, Salvador, ¿eras agricultor allá en la Sicilia?
—No, era pescador— y riéndose bajito agregó: — Pero todo se puede aprender, ¿verdad?, sobre todo cuando el pasado se queda atrás y no volverá.
—Claro que sí, hombre. ¿Me parece a mí o te está gustando esta vida? Se te ve contento.
— Me gusta, viejo. Cada vez andamos mejor a caballo, ¿no, fratello?
— Cada vez más callos en el trasero,— rió Giulio.
— No la veo a la Antonia — dijo don José — tendría que hablar con ella.
— Aquí estoy — se la escuchó — estuve oyendo que conversaban pero no quise interrumpir, sé que son amigos y necesitaban un rato para ustedes.
— Hola, m´hija, tenía que hablar con vos. Te traje la mercadería que tu marido había encargado. Como finalmente no se la llevó y no fueron más a buscarla, aquí está. De paso, vine a ver a los amigos como vos decís, y para saber cómo andás. Todo fue pagado, no te preocupés. En las bolsas hay semillas para la siembra. Ya casi es la época.
— Gracias, don, ¿se queda a comer?
— Si estoy invitado, claro que sí.
Por primera vez desde que Salvador llegara, se sentaron todos en la mesa de la cocina, incluido Ramón, que casi no habló y apenas pudo se retiró. La presencia del gallego, que estaba cómodo y conversador, permitió que la reunión se prolongara con el postre de arroz con leche y canela y la copita de ginebra. Don José hablaba sobre todo con Antonia, haciéndole comentarios sobre el manejo del campo. Salvador se permitía mirarla todo el tiempo, y se sorprendía de lo que ella sabía sobre el tema. Giulio de tanto en tanto le dedicaba un alzamiento de cejas para expresar también su asombro.
En el momento de la despedida, don José miró socarronamente al gringo y le dijo:
— ¡Enamorado está el mocito! Un consejo de viejo: no pierdas del todo la chaveta, pero si tus intenciones no son malas, a la muchacha no le vendrá mal un compañero. No la ha pasado bien en la vida. Cuidado con los del pueblo, son chismosos, las mujeres son unas beatas que viven comulgando, y hay unos cuantos ladinos a los que les gustaría quedarse con estas tierras. Aunque no te interese lo que piensen los demás, tené en cuenta lo que te digo.— le dio una palmada en la espalda, se subió al carro y se fue.
Esa noche, Giulio le avisó a su amigo que al día siguiente se iría por unos días ya que tenía un último viaje comprometido pero que, si lo necesitaba, a partir de su regreso, se quedaría a trabajar con él en el campo.
— Sí, fratello, me gustaría que estés a mi lado, sos mi hermano, mi único amigo, mi lazo con la patria. Volvé pronto.— le dijo, y se abrazaron.
Al día siguiente, Salvador se levantó temprano y fue a la cocina para el mate tempranero. Estaba Cenobia, como siempre, y lo alegró la presencia de Antonia, que se puso a cebarlo. En la mesa, callado, estaba Ramón.
—Giulio ya se fue— le dijo Antonia — nos dijo que volverá en unos días, cuando termine su trabajo.
Asintió, mirándola con una intensidad que la hizo enrojecer:
— ¿Estás mejor?
— Estoy bien — carraspeó antes de volver a hablar — ¿Te vas a quedar aquí?
— Sí — le contestó con seriedad y decisión.
— Bueno, entonces vamos a pensar en lo que tenemos que hacer para seguir adelante con el campito. — El prestó atención. — Vi que te encargaste de los animales y te lo agradezco. Yo no podía.
— Es trabajo de hombre — dijo él.
— Puedo hacer los trabajos de los hombres.
— Yo me voy a encargar — insistió.
— Yo puedo ayudar, puedo aprender — la voz de Ramón lo sorprendió, más que nada por lo que dijo, hasta ese momento no había colaborado en ninguna tarea y casi no lo habían visto.
— Sí — dijo Antonia — Ramón es inteligente y voluntarioso, se quedará a vivir acá y trabajará en las tareas del campo. Por lo pronto, lo primero que tenemos que hacer es limpiar la zona de los cultivos, que está muy arruinada, llena de malezas y yuyos. El último año Ignacio no quiso trabajar la tierra pero es una pena no continuar aprovechando lo que ya se le ganó al monte.
— Tengo que hacer algunas cosas en el pueblo, traerme lo que tengo en el rancho y alguna diligencia antes de quedarme a vivir acá. Me gustaría irme en un rato — dijo Ramón.
— Está bien — le dijo la muchacha — lleváte el sulky. ¿Cuándo volvés?
— Mañana a la tardecita. ¿Está bien?
— Hermano, lo que vos hagás está bien para mí. Cuidáte. — lo miró con cariño de hermana mayor.
Antonia insistió en ir con él a llevar los animales a la aguada ya que no estaba Giulio para ayudarlo. Salvador preparó los dos caballos y salieron. No era experta en la tarea y se guió por sus indicaciones, esforzándose por ayudarlo. Cuando los animales llegaron al lugar a comer y a beber, los dos bajaron de sus caballos y fueron bajo un árbol a descansar. El sacó un odre con agua y se lo alcanzó. Estaban sudorosos y con la tierra del camino. La miró beber y luego hizo lo mismo. Si bien ella miraba el paisaje, él le buscaba los ojos con insistencia, no se los quitaba de encima, hasta que logró que lo mirara fugazmente para desviar nuevamente la mirada.
— Vine y me quedé por vos — le dijo con la voz ronca.
— Miráme.
Ella estaba inmóvil, parecía no respirar. Él se acercó más y la abrazó por atrás provocando un movimiento de reacción en ella que quiso alejarse; no pudo, la sujetó con fuerza y hundió el rostro en su cabellera, respirando con fuerza, agitado, mareado. Antonia sentía en el cuello el aliento cálido y rápido, y también su respiración comenzó a agitarse cada vez más, sentía que le faltaba el aire y que las manos de Salvador le quemaban el cuerpo. Cuando él la dio vuelta se quedó paralizada y cerró los ojos, pero cuando la besó , sintió que su boca le respondía aunque ella no se lo había permitido, que sus propios labios se pegaban con hambre a los labios del hombre que la acariciaba como nunca nadie lo había hecho. Ya no sentía vergüenza ni quería resistirse , abrazados y enlazados los cuerpos sudorosos.
Cuando Salvador pudo abrir los ojos, ella lo estaba mirando apoyada la cabeza en la mano.
— ¿Sabías que desde que me miraste la primera vez con tus ojos color miel no pude dejar de pensar en vos? — le dijo él.
— No, no sabía. ¿Qué querés de mí?
— Sos hermosa, Antonia. Te quiero para mí. — Comenzó a besarla nuevamente con suavidad en la frente, en los ojos, hasta llegar a la boca y entonces el deseo se fue tornando cada vez más fuerte, recomenzando las caricias enloquecidas y despertando la pasión en la mujer cuyo cuerpo se convulsionó enfebrecido a su ritmo.
No regresaron a almorzar, se quedaron en el campo, se bañaron en un arroyo y volvieron a la tarde. Cenobia les sirvió la cena advirtiendo las miradas que se cruzaban y esa noche él se cambió al dormitorio de ella. Se levantaron más tarde de lo acostumbrado y cuando Ramón regresó advirtió que había un nuevo marido y un nuevo jefe en la casa.
Salvador estaba loco por su mujer. Feliz, porque ella le correspondía, porque dormía abrazado a su cuerpo, acomodado a su forma, entrelazadas las piernas, confundidas las respiraciones, las manos acariciando cada rinconcito del cuerpo del otro. Durante la noche se despertaban y se amaban, la caricia de uno encendía la pasión del otro. Antonia sentía que no podía detenerse, no sabía si estaba bien, simplemente no podía. Durante el día, a veces lo acompañaba al campo y él la abrazaba y la sujetaba con fuerza por atrás mientras la besaba y la tocaba, y ella se sentía feliz, se sentía querida, deseada, con dueño. Y también se sentía dueña.
Ramón no decía nada. Salvador estaba tan concentrado en su mujer que casi no le prestaba atención. Se parecía en algunos rasgos a su hermana, en la forma y el color de los ojos, en la nariz tal vez. Pero había diferencias, el pelo era muy oscuro y grueso, la tez era más cobriza, y sobre todo, la mirada era distinta, huidiza, no miraba de frente, todo él parecía querer pasar inadvertido. Cuando Salvador le daba algunas indicaciones sobre el trabajo, escuchaba sin comentarios y se iba a hacer lo que le había pedido. Lo rehuía. Al principio pensó que le resultaba rara su jerga mezcla de italiano y castellano, pero después se dio cuenta de que en general hablaba poco. A veces lo veía con Antonia, ella le ponía la mano en la espalda o le tocaba una mejilla. Entonces, él sonreía mientras conversaban, pero si Salvador se acercaba, él murmuraba algo así como un saludo y se iba.
— Tu hermano está enojado conmigo, no le parece bien que yo te quiera.
— No es eso — dijo Antonia — Ramón es así. No le confía a la gente.
— A vos te quiere. ¿Por qué antes no vivía acá? ¿Tu marido no lo permitía?
— No, no lo quería — dijo con tristeza — Habló con él cuando se quiso casar conmigo porque es mi única familia pero luego no lo quiso aquí.
— ¿Vos aceptaste?
— Ramón quiso que aceptara. Vivíamos muy miserablemente y él me dijo que era lo mejor. Me daba pena porque lo quiero mucho.
— ¿Por qué no lo quiso? La casa es grande, hay mucho trabajo y lo más importante, es tu único hermano. ¿Ramón le hizo algo?
— Ramón es mitad indio, Salvador. Y aquí a los indios los odian y les temen, los ven salvajes, sanguinarios, vagos, traidores, son el demonio, lo malo, lo oscuro. Pero no saben, Ramón es bueno y ha sufrido mucho. Es mi hermano menor, ¿sabés?
— No lo sabía, me pareció más grande. Tiene una mirada de hombre, de persona que sabe más de lo que sabe un muchacho. Pero es un muchachito, entonces.
— En realidad, es como un cachorro golpeado, que espera el maltrato de todos. La gente de acá lo trata con desprecio. A mí también, y a mi madre la trataron mal mientras vivió.
— ¿Vos también sos mitad india?
— ¿Te importa mucho? ¿Me despreciarías? — lo miró con rabia y miedo.
— ¡Nunca! ¡Sos mi amor, lo que más quiero en el mundo! ¡Nunca se te ocurra decir o pensar algo así!
— Gracias — le dijo con la voz entrecortada, mientras Salvador con la camisa le secaba las lágrimas que de golpe habían empezado a salir de los ojos, como si hubieran estado listas desde el comienzo de la conversación, angustiadas, incontenibles.
Mientras él la abrazaba fuerte, las lágrimas y la congoja se fueron apaciguando, hasta que pudo levantar la vista y se encontró con su mirada seria y compasiva, de hombre que comprende:
— Nadie te despreciará nunca más. Te lo prometo.
Después, mientras caminaban bajo la arboleda en la noche templada y silenciosa, ya más calmada, Antonia pudo contarle su historia:
— Cuando yo tenía pocos meses, mis padres debieron viajar a Río Cuarto. Fuimos en un carro en el que repartían verduras, tenían una pequeña quinta. En ese tiempo los indios eran un peligro para los viajeros, pero mi padre había hecho otras veces ese viaje y nunca había tenido problemas. Esta vez mi mamá quiso ir con él, no quería quedarse sola otra vez. Fueron atacados por un malón el segundo día y mi padre fue muerto. A mi madre se la llevaron, ella iba aferrada a mí y por eso, supongo, me salvé. El jefe que mató a mi padre se la llevó con él y la hizo su mujer. Ella no dejaba de llorar. ¿Sabés cómo sufrió debiendo someterse al mismo hombre que había matado a su marido? Mi madre quería mucho a mi padre, lo recordó siempre. Nació Ramón y a pesar de ser el hijo del indio que odiaba, su instinto de madre fue más fuerte y lo quiso igual que a mí. Creo que vivió por nosotros, porque de lo contrario se hubiera dejado morir. Me contaba después que algunas mujeres indias la habían maltratado mucho, celosas de que el jefe la quisiera, pero algunas la habían comprendido y ayudado. Cuando varios años después, los soldados la rescataron, ella nos alzó a mí y a Ramoncito y no nos soltó hasta que se sintió segura de que nadie nos iba a separar. Pasaron unos meses hasta que nos trajeron de regreso aquí. Pero nada sería igual. Para empezar, mi padre estaba muerto y su pequeño terreno, perdido. Pero lo peor fue el desprecio de la gente. Hasta aquella gente que antes la había conocido y la apreciaba, la miraba mal, con desconfianza, como si fuera una mala mujer que hubiera elegido vivir con otro que no era su marido, un indio salvaje. Si alguien le tuvo pena por lo que le tocó sufrir, no se lo demostró. La apartaron, la despreciaron. Y a nosotros, sus hijos, también. Yo había vivido con los bárbaros y Ramoncito era uno de ellos. Al ir creciendo me di cuenta del desprecio y mi hermano también. Mi madre tuvo que trabajar muy duro para que sobreviviéramos y su casa, la nuestra, fue la que conociste el día que buscaste a Ramón.
Salvador escuchaba la historia de Antonia y sentía rabia por lo que había sufrido. Con dolor, la abrazó fuerte y la consoló:
— Son malas personas las que trataron así a tu familia. No se los perdonaremos.
— Yo no los puedo perdonar. No quiero. Mi madre no tuvo la culpa de nada, nos quiso, sufrió mucho y encima, la castigaron con saña.
— Vamos adentro, Antonia. Por hoy, se acabaron los recuerdos tristes. Yo te amo, mi bella donna.
Al día siguiente, Salvador, Antonia y Ramón emprendieron en el carro el camino hacia el pueblo. Necesitaban provisiones y se dirigieron al almacén de don José. Había bastante gente en las calles y muchos, al verlos, comenzaron a cuchichear. La joven lo advirtió y se dio cuenta de lo que pensaban o decían. Su relación con Salvador era conocida, siempre se enteraban de todo y, claro, la censuraban. Primero se habían sorprendido cuando Ignacio se casó con ella, ahora se escandalizarían de que viviera con este hombre después de quedar viuda. Levantó los hombros en actitud de qué me importa y trató de fijar la mirada al frente.
Don José los recibió con agrado y los atendió en sus compras. Ahora lo ayudaba un joven al que llamaba Raúl, calladito y voluntarioso. Los invitó a pasar a la cocina donde tomaron unos mates y conversaron un rato. Les preguntó cómo andaban las cosas y les contó algunos chismes del pueblo. Se enteraron de una venta de vacas que habría esa misma tarde y resolvieron comprar dos o tres, si el precio era bueno y los animales estaban bien.
—¿Los papeles de propiedad de la quinta están en orden? — le preguntó a Antonia. Ella le respondió que creía que sí. — Aseguráte, m´hijita, hay muchos vivos a los que les gusta quedarse con lo ajeno, si pueden. Los leguleyos se las saben todas y pueden suponer que serás presa fácil para sacarte tu tierra. Estás un poco sola en esta sociedad jorobada. ¿Te das cuenta? Si ustedes se quieren, si están seguros de que van a seguir juntos, si vos Salvador pensás asentarte aquí, me parece que les convendría casarse, muchachos. A la gente no les gustan las relaciones que creen que están contra los principios morales y católicos y pueden ser enemigos terribles. Ya no les gusta que no hayas respetado los dos años de luto por tu viudez, muchacha. Tal vez les parezca que soy un viejo entrometido y en ese caso, les pido disculpas. Pero ambos son muy jóvenes, no tienen padres que los aconsejen y yo los veo muy unidos, así que me he metido con las mejores intenciones.
Al día siguiente, después de haber dormido en la piecita del almacén, se levantaron temprano y, acompañados de don José y de Ramón, que les hicieron de testigos, se presentaron en la iglesia donde el cura los casó. Con los papeles que legalizaban la relación, volvieron al almacén, donde el gallego los hizo brindar con un vasito de ginebra y enseguida se marcharon llevando atadas al carro las dos vacas que habían comprado la tarde anterior.
Antonia iba callada pero lo miraba con amor. ¡Era tan hermoso su hombre, su marido! Todo había sido tan rápido que debía repetir la palabra continuamente en su mente para acostumbrarse. El llevaba las riendas con ambas manos, pero cada tanto le pasaba el brazo por la cintura y la acercaba a su cuerpo, hasta que los pozos del camino lo obligaban a soltarla. ¡Tan serio, tan gallardo, tan tierno!, se decía Antonia mientras el alma le volaba como nunca antes en su joven vida.
Cuando llegaron a la casa, Antonia le mostró el anillito en su dedo a Cenobia con cara de contenida felicidad. La mujer le respondió con una sonrisa sincera, le parecía bien que el gringo hubiera formalizado las cosas. Se dispuso a preparar un almuerzo especial para celebrar el acontecimiento, le daba pena que esos muchachos no tuvieran quien los agasajara o festejara con ellos. Aunque parecía no importarles. Se abrazaban con alegría, se sonreían con ternura.
Durante el almuerzo, Salvador sintió que tenía una familia. Faltaba Giulio, pero pronto volvería. Ramón habló un poquito, también estaba contento. Cenobia los abrazó y felicitó. Todos se sintieron bien.
Esa noche, él le contó su historia cuando estuvieron juntos y solos en la cama. Le contó lo que había pasado, le habló de la madre, de su enojo con la familia, de cómo había dejado su vida anterior. También del miedo que seguía en algún rincón de su mente porque sabía que la mano de la mafia es larga. Ella entendió por fin porqué parecía estar alerta hasta cuando dormía. El le pidió disculpas por atarla a su destino, tal vez nunca tuviera más noticias del Don, eso esperaba, aunque no podría bajar nunca la guardia. Antonia no lo dejó seguir, le dijo que era feliz con él, con su bello italianito de ojos color del tiempo y Salvador se sintió agradecido, tenía alguien que amaba y que lo amaba. La miró, perdiendo la melancolía de un rato antes, y la besó con pasión. Después, los cuerpos se tocaron y ardieron, se tensaron y unieron en la pasión que los fundió maravillándolos una vez más.
— Mi esposa querida, mi mujer deseada — le susurraba él.
— Mi hombre, mi marido mío, todo mío, mi amor — le decía ella.
La noche pasó intensa, enfebrecida, y la mañana los despertó tarde. Cenobia les hizo el regalo de un suculento desayuno en la cama, que los esposos agradecieron con risas. Y después, se fueron juntos a trabajar el campo. Ramón ya había salido a llevar los animales al pastoreo. Todo estaba bien.