Читать книгу Ojos color del tiempo - Edith María Del Valle Oviedo - Страница 9
ОглавлениеCAPÍTULO 5
Una semana después, Giulio volvió. Se encontró con la novedad del casamiento y se alegró. Enseguida se integró al trabajo. Con Salvador y Ramón empezaron a construir una casita para él cerca de la casa principal. Era su primer hogar en la nueva vida y estaba contento. Hacía tiempo que pasaba sus días y sus noches arreando ganado y acompañando caravanas, y era una novedad dormir todos los días bajo techo, comiendo en una mesa y con familia alrededor, porque Salvador y él se querían como hermanos, y así lo habían aceptado los demás.
Ramón se le pegó, le inspiraba confianza. El carácter de Giulio, tan sosegado y amable, lo hacía sentir cómodo. No conversaban mucho pero se entendían. Salvador se alegró. Si bien Ramón lo había aceptado y podían hablar, se daba cuenta que su propio temperamento, que reconocía mandón e impaciente, intimidaba a su joven cuñado, inseguro y callado.
Se levantaban muy temprano. Estaban desmontando un poco más del terreno y lo que le ganaban al monte enseguida lo sembraban. La tierra era un poco árida pero tenían agua y las plantitas empezaban a asomar.
Una tarde, se les apareció el indio que Salvador había conocido la primera noche en el boliche del gallego. Tenía la misma actitud orgullosa y casi hostil de aquella primera vez, aunque se sacó el sombrero para hablar con él.
— Patrón — le dijo — estoy buscando trabajo.
Ninguno de ellos había pensado en buscar ayuda, eran jóvenes y trabajaban duro todo el día.
— No tenemos plata para pagar a un peón — le dijo.
El indio pareció meditar un rato y volvió a hablar en tono grave y lento:
— Si me da un lugar para dormir y algo de comida, para mí está bien.
Salvador dudó. Estaban bien solos, pero si el hombre era trabajador, una mano más sería útil, podrían avanzar más rápido. ¿ Era confiable este indio? Lo había visto borracho y pendenciero en el boliche, aunque también pensaba que todos necesitan una oportunidad cuando las cosas andan mal y a éste le iba mal evidentemente.
— Quedáte unos días y si vas bien, hablamos.
Lo acompañó hasta la casa para presentarlo a Antonia, que estuvo de acuerdo. La cara de Cenobia no expresó gusto, puso gesto de desconfianza y murmuró por lo bajo:
— Indio vago es éste. No me gusta nada.
Pero se calló cuando vio la mirada de advertencia de Antonia:
— Dale algo de comer y que después me busque así le muestro dónde puede dormir.
El indio se quedó en la cocina y los jóvenes salieron. Salvador le contó lo único que sabía del hombre recién llegado y se quedaron afuera conversando y tomando unos mates. Cuando salió le preguntó su nombre:
— Soy Roque Elián — Miraba a los ojos al hablar. Los suyos eran oscuros y duros. Después el Gringo lo llevó donde estaban Giulio y Ramón, lo presentó y lo dejó trabajando con ellos. Nadie le preguntó más.
En el siguiente viaje a Villa Nueva, Salvador y Antonia fueron a hablar con el cura, querían aprender a leer y escribir y también a hacer cuentas. El cura prometió que preguntaría a algunas maestras si estarían dispuestas a ir algunos días a su campo a darles clases. Al salir, las mujeres que estaban en la puerta de la iglesia dieron vuelta la cara ostentosamente para dar a entender el desagrado que les producía cruzarse con ellos. Antonia bajó la cabeza como avergonzada del desprecio. Salvador la tomó del brazo y se paró gallardamente en el centro del pórtico, obligando a las mujeres a moverse para darle espacio.
— ¿Ves, querida?, esto es lo que hay que hacer, o acaso creés que somos menos que ellas, monos chismosos poco cristianos. — Su voz había sonado fuerte y segura. Las mujeres se sintieron incómodas y poniendo caras escandalizadas, se apuraron a entrar a la iglesia. — ¡Infelices! — agregó con la misma voz.
Antonia levantó la cabeza y salió con su marido con pasos seguros y una pequeña sonrisa que le aligeró el rostro tensionado.
En el boliche de don Rafael se encontraron con Giulio, Ramón y el indio, que estaban cargando los víveres, herramientas y más semillas. Fueron a buscar dos caballos que estaban a buen precio y que todavía podían servir unos años en las tareas del campo. Los compraron y, como la vez anterior, se quedaron a dormir en el boliche. Al gallego le gustaban estos amigos que se había hecho, eran como una familia que le venía bien. Y para los jóvenes , el viejo era como una protección en una sociedad que era fría con ellos.
— ¿Estás seguro de haber hecho bien al contratar a este indio? Es pendenciero cuando toma, y le gusta tomar. Además, no sé si alguna vez aprendió a trabajar en algo.
— Veremos —, dijo Salvador y con su mujer le contaron cómo andaban las cosas en el campito.
Al día siguiente, mientras mateaban en la cocina, se apareció el cura que se sumó a la mateada. Comentó divertido el suceso con las mujeres del día anterior y felicitó a Salvador. Al gallego no le causó tanta gracia:
— Es gente ignorante y malintencionada. Hay que cuidarse de ellas porque van a malquistarlos más con sus familias y otras mujeres. Los hombres deciden en la vida pública pero las mujeres son muy fuertes en las costumbres.
—Es verdad — dijo el cura — pero ahora saben que no pueden despreciar tan públicamente como lo hicieron. Se cuidarán la próxima vez que los encuentren.
Ya era la hora de partir. En la carreta, el indio estaba encogido en la parte de atrás.
— ¿Qué le pasa a ése? — preguntó Salvador a Giulio — ¿está borracho a esta hora?
—Está herido — dijo Giulio — anoche tuvo una pelea. Lo llevamos con nosotros a una partidita de naipes, pero a algunos no les gustó que hubiera un indio y lo sacaron a empujones y golpes. Sacó un cuchillo y se trenzó con algunos. lo llevamos a la curandera, se va a poner bien.
Ramón estaba cabizbajo, callado como siempre. Salvador le dio una palmada en el brazo.
— Vamos, muchachos, andando. — Se despidieron y se fueron.