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I

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Tras un largo mirar interrogante, lleno de conmiseración maternal, la actriz añadió:

—¡Ay, Ricardo!... ¿Por qué serás así? ¿Por qué no resignarte y hallar alegría en lo que tienes? ¿Por qué lo ajeno te admira, y lo tuyo, que á más de un descontentadizo haría dichoso, sólo te inspira hastío y desdén?...

Calló, y su voz débil, en la que hubo, juntamente con un desesperado anhelo de persuasión, la seguridad íntima de no conseguir nada, fué suplicante como el gesto de una mano mendiga.

Ricardo Villarroya adoptó en la butaquita donde estaba sentado una actitud más cómoda. Lanzó un suspiro. Sus cejas fuertes se arquearon sentimentales bajo la frente descollada y alta.

—¿Qué quieres?—dijo—, uno es... como nació. En medio de nuestras inconsecuencias aparentes, todos somos perenne y fatalmente esclavos de nosotros mismos. Lo disparatado obedece á leyes precisas; la existencia más aventurera, más incongruente, más copiosa en funambulescos altibajos, es ordenada como el vivir del campesino que jamás rebasó los horizontes avaros de su lugar. Lo raro no existe; lo raro, mi pobre Fuensanta, es la palabra con que enmascaramos lo que no sabemos, la explicación frívola de las concatenaciones ocultas que no adivinamos. Todo tiene su por qué; los mismos locos son, á su modo, discretos; el Destino es un tratado de lógica...

—¿Por lo visto, renuncias al propósito de redimirte?

—Completamente; soy un incurable.

Había cruzado una pierna sobre otra y bajó la cabeza, complaciéndose distraídamente en aplastar la ceniza de su cigarro contra la suela de su bota de charol; sus ojos se apagaron, las comisuras de sus labios descaecieron sin ilusión tras las guías viriles del bigote, y una intensa expresión de melancolía nubó su frente, envejecida prematuramente por el trabajo.

Era un hombre de treinta y cinco años, membrudo y alto, cuyos cabellos rojos, cortados militarmente al rape, dibujaban francamente las líneas de una cabeza grande, de ángulo facial muy abierto, terca, cual predestinada para heroicos y duraderos combates. Una barba puntiaguda y raleante daba firmeza al rostro. El pecho, amplio, tenía un alentar poderoso y sereno; la sangre arrebolaba la piel del recio cuello y de las mejillas; un espeso vello bermejo cubría las muñecas robustas y las manos; manos atávicas, de largos y temerarios dedos. Hallábase Ricardo Villarroya en pleno apogeo artístico: sus últimos libros habían merecido éxito codiciable; sus artículos de crítica jugosa y violenta erigiéronle en campeón de la joven grey literaria; la única comedia que estrenó suscitó polémicas ardientes. Además, era un poco orador; la extrema izquierda de la opinión adoraba en él; su nombre, que servía de lábaro á las mayores osadías de la forma y del pensamiento, resonaba como un alerta bélico en la atmósfera febril de las asambleas. Todo en él era impetuosidad, inquietud, soberbia; la ambición bruñía sus ojos claros; sus labios viciosos reían mal; en el continuo vibrar de su cuerpo saludable y recio, pleno de apetitos moceros, había como una voz de la especie.

Fuensanta Godoy le observaba atentamente, con emoción triste, mientras acariciaba entre sus manos finas y blancas la mano derecha del novelista.

—Te quiero—dijo—, te quiero muchísimo... cual mi usado corazón no esperaba tornar á querer. ¿Por qué me correspondes en mala moneda? ¿Por qué no eres bueno para mí? ¿Cómo no procuras serme fiel?

Los hombros de Villarroya esbozaron un movimiento de indiferencia. Ella continuó:

—Posible es que tropieces con mujeres más hermosas que yo ó más inteligentes, más elegantes, más agradables... Pero dificilísimo te será hallar una que posea estas cualidades en aquellas modestas, pero bien concertadas proporciones, en que yo las reuno y acoplo. No soy bellísima, ni discreta en demasía, ni gallarda y cautivadora con exceso, pero de todo hay algo en mí, y esta conjunción de amables virtudes es mi orgullo.

El la escuchaba haciendo con la cabeza signos distraídos de asentimiento.

—Y si ello es así—prosiguió Fuensanta—, ¿por qué me olvidas y pospones á otras mujeres? ¿Por qué, conociendo mis celos, suspendes sobre mi cabeza la amenaza de que hoy, mañana, cuando más dichosa esté y menos lo aguarde, has de serme traidor?... Conozco bien, demasiado bien, quizá, la complexión de tu alma: tú perteneces á la raza maldita de los que sólo adoran lo lejano, lo inasequible, lo que nadie obtuvo. ¿Cómo no aplicas tu espíritu indómito al examen de sus recuerdos? ¿Por qué desprecias lo pretérito? ¿Acaso ese ayer que hoy miras desdeñosamente, no sirvió de riente mañana á otros hombres que bulleron y amaron antes que tú?... Escucha, Ricardo, y obedéceme, porque aún podemos ser felices. ¿No tienes hijos y esposa? Y cuando el hogar legítimo, el consagrado, te fastidie, ¿no me tienes á mí? ¿Qué más rebuscas? ¿Qué imposibles novedades pides á la casualidad?

Argumentaba poco á poco, blandamente, como se habla á los enfermos, y sus palabras, dichas á media voz, traían arrullos de infancia. En las contiendas implacables del arte, lo más hacedero es derrotar obstáculos, encumbrarse, llegar del éxito á los dorados fastigios, pues los viejos maestros á quienes la juventud hostiliza están agotados y se defienden mal: lo difícil es guardar las posiciones conquistadas, resistir el fiero ataque de los bisoños que van llegando á la batalla, afirmar la personalidad en medio de aquel desencerrado torbellino de enemigos brazos que rodean al dictador. Según Fuensanta Godoy, para vencer en ese descomunal torneo, donde todas las ensoberbecidas furias de la vanidad intervienen, precisa tener una gran ambición, un orgullo sin límites ó un ciego y descomedido amor; un sentimiento, en fin, hondo, fanático, que baste por sí solo á reparar cuantas brechas las estocadas de la desilusión y los consejos sigilosos de la fatiga van abriendo en el entusiasmo.

—Pero si únicamente adoras lo que no tienes—continuaba—, ¿qué podrá sostenerte, alentarte, fortificarte, cuando estés deshecho y próximo á caer?... Triste es, ciertamente, sucumbir en la obscuridad del primer asalto; pero ¿no es peor ver la miel de nuestra popularidad deshacerse en olvido? ¡Ah, Ricardo! Tú ignoras eso; tú desconoces el sufrimiento del artista que sobrevive á su prestigio y, no pudiendo ya derrotar las reputaciones que van improvisándose á su alrededor, dice: «Hace años yo era algo, tenía un nombre...» Créeme, Ricardo, eso es horrible; te lo asegura la experiencia que me dieron veinte años de teatro...

Su voz se apagó en un suspiro, y por su rostro pasó como una sombra el luto de su alma.

Contaba Fuensanta Godoy poco más de treinta años, y sus vestidos negros, lascivamente apretados al cuerpo, modelaban una escultura de líneas ondulantes y largas. Hondos surcos de melancolía cortaban su frente guarnecida de rizosos cabellos castaños; la nariz, de perfil impecable, afilada parecía por el sufrimiento; en su boca, de un raro humorismo, las risas y el llanto tegían una dolora; bajo las cejas rafaélicas, los ojos negrísimos y tristes, un poco oblicuos, tal vez, como los de las japonesas, daban al semblante blanco, de un blanco terroso, la expresión dulce que embellece, con poesía de enigma, el rostro de las mujeres de la Ciudad sin Noche.

Entre las perfecciones y cualidades que avaloraban la cumplida hermosura de Fuensanta, la mejor y más alta, la que antes sorprendía era su tristeza. El dolor, que ha inspirado al arte creaciones supremas, suele ser también origen y alimento de bellezas extrañas. Esta desviación ó capricho del sentimiento estético no tiene explicación fácil. ¿Por qué amamos lo triste y hallamos en las medias tintas inefable y malsano contentamiento? ¿Acaso el ajeno sufrir envuelve algo que de soslayo disculpa nuestra propia flaqueza, ó es que el dolor diviniza á la mujer porque de ella precisamente emana, y así quien dijo dolor dijo también arte y sexo?... A Fuensanta Godoy su expresión de inconsolable pesadumbre hacíala infinitamente interesante. Cinco años antes la Godoy fué una primera tiple cómica de gran boga. Al comenzar las temporadas teatrales, su nombre aparecía en los carteles con llamativos caracteres rojos, los periódicos publicaban su retrato, la crítica celebraba su labor, y el correo traíala diariamente rumores de amorosos caprichos. La corte de admiradores que invadían su cuarto del teatro, los aplausos del público y la humillación y ásperas envidias de otras actrices por ella vencidas en artísticas justas, parecían poner á su joven figura un nimbo diamantino. Fuensanta Godoy amó y fué adorada; la neurastenia exacerbaba sus afectos; bajo el soplo flagelante de las pasiones, la red no domada de sus nervios padecía torsiones dolorosas; la sensación llegó á ser para ella un suplicio; su desequilibrada cabecita, donde perduraba el recuerdo de libros piadosos que leyó cuando niña, experimentaba accesos frecuentes de misticismo, deseos de vivir quieta y sola. Los pueblos playeros la atraían; adoró la morfina; perdió el ritmo interior; dos veces fué procesada y obligada á pagar indemnizaciones costosas por abandonar bruscamente el teatro donde trabajaba para marcharse al campo con un amante pobre.

La carrera artística de Fuensanta Godoy duró poco; en pleno éxito y cuando su juventud interesante, un poco rara, de bibelote japonés, brillaba sobre el escenario de los grandes teatros, una laringitis torpemente curada la dejó afónica. Varios médicos aseguraron que para aquel daño no había remedio; ella, no obstante, esperaba. La noche en que, desoyendo cautos y leales consejos reapareció ante el público, sufrió una decepción horrible; su voz, al concluir cierto momento musical difícil, se nubló bruscamente; quiso repetir el temible pasaje y no pudo; algunos espectadores descorteses protestaron. Entonces la Godoy sintió á su alrededor un gran frío, una desgarradora emoción de aislamiento, cual si el teatro, repentinamente, acabara de quedarse á obscuras; vióse preterida, pobre, aherrojada en esa fosa común donde la multitud ingrata sepulta á los artistas que ya no la divierten, y aniquilada por su desgracia rompió á llorar y perdió los sentidos.

Ricardo Villarroya la conoció años después. Fuensanta vivía en una casa de huéspedes cuya dueña también había sido del teatro. Ocupaba la Godoy dos habitaciones pequeñas, sin otra luz que la de una ventana abierta sobre un patizuelo malsano y profundo; pulmón infecto, jamás visitado por el sol, por donde respiraba el vecindario sucio y haraposo de los cuartos interiores. Una cama de hierro y un lavabo ocupaban la alcoba. Componían el mobiliario del gabinete una vieja cómoda que de noche, en el silencio, tenía crujidos amedrentadores, y varias sillas que fueron elegantes y á la hora presente disimulaban su incapacidad y precaria armazón bajo usadas fundas de lienzo gris. Decoraban las paredes amarillentas, retratos descoloridos de actrices y de actores ignorados, y un antiguo espejo, sobre cuya luna los coqueteos de las juventudes, ya lejanas, que allí se reflejaron, parecían haber dejado una indecible melancolía. Varias coronas, logradas en noches de beneficio, explicaban desde sus cajas de caoba con tapa de cristal, la flaqueza y veloz desmoronamiento de las glorias humanas. Cubría el suelo una alfombra raída, de la cual, el polvo y el roce de los pies fueron borrando los colores.

En aquel gabinetito, entristecido por el invierno y la presencia de tantos objetos provectos, Ricardo Villarroya pasaba muchas tardes.

Al principio sentíase plácidamente cautivado por la soledad de la actriz, digna, altiva, irreductible, en medio de su abandono y extremada pobreza. Un momento halagó á Villarroya la idea de que la Godoy fuese su última pasión, su capricho postrero, el desenlace de su mocedad conquistadora. La quietud del medio coadyuvó no poco á enfielar sus sentimientos. Sin duda era bonito ver pasar las horas. Su imaginación errante comprendió la dulzura del reposo; su voluntad peregrina adivinó la alegría de no moverse, de serenarse en la dominación tranquila de lo ganado. Para sus ojos de novelista, los capítulos de olvido y de miseria que epilogaban la historia de Fuensanta Godoy, ofrecían pasmoso interés. Se colocaba en el lugar de la vencida; la desgracia ronda siempre; á él también una anemia ó una congestión, podían precipitarle á los horrores vergonzosos de la derrota desde las cumbres endiosadas del éxito. Por eso la compadecía y hallábase propicio á consolarla. Pero en los artistas el enternecimiento es transitorio; su egolatría se impone en ellos á lo más grave; su personalidad lo abarca todo; así, en el fondo de aquella conmiseración ostentosa, sólo había un depurado egoísmo.

No tardó Ricardo Villarroya en experimentar la primera crisis de hastío: su temperamento reaccionaba cruelmente contra la emoción pasajera; acababa de sentirse esclavo; el artista explorador, vagabundo de sensaciones, derrotaba al hombre desengañado, necesitado de descanso. Villarroya se aburría; los viejos muebles de aquella húmeda habitación pesaron sobre sus pulmones, y un repentino y vehementísimo deseo de libertad le enajenó. ¿Por qué las penas de la Godoy habían de preocuparle, ni qué altruístas sofismas pretendían inducirle á ligar su porvenir al de ella y servirla, á todo evento, de consejero y defensor?...

A partir de aquel instante, y seguro de que la piedad, magnificada por el cristianismo, es una claudicación ó cobardía del animo, sólo pensó en huir, en libertarse rompiendo los taimados lazos de amor con que le sujetaban la distinción señoril y virtuoso recogimiento de Fuensanta. Estos ingratos manejos no resbalaron inadvertidos. La joven comprendió inmediatamente que su alegría peligraba, y adivinó su derrota. Los hombres aborrecen lo conocido, sin que nada baste á convencerles de que todos los placeres son iguales: la pasión es por antonomasia inconstante; una mujer cualquiera, zafia, vulgar, fea, tendrá sobre la mujer hermosa que poseemos la inmensa ventaja, la preeminencia indiscutible, de «ser otra»...

Aquella tarde Fuensanta Godoy y Villarroya discutieron mucho; el novelista se reconocía aniquilado, deshecho ante el brío dialéctico de su interlocutora. Sin alientos ya para defenderse, abroquelóse tras una afirmación vertical inexpugnable:

—Nací así y no podré ser de otro modo. Huelga, por consiguiente, tu empeño en demostrarme que hago mal.

Ella prosiguió atacándole, unas veces con impetuosidades celosas, otras con maternales ternuras.

—¡Cuán poco me quieres, Ricardo!

—Te engañas; yo te quiero... te quiero bastante... mucho.

—Y, sin embargo, hablas de dejarme...

—Muy cierto.

—Entonces, ¿qué amor es ese? ¡Maldito el cariño que olvida y ve sin dolor que otros labios acarician y otros brazos estrechan lo que fué suyo!

¿Otra vez la misma cantinela? ¿Hasta cuándo iban á seguir así?...

Ricardo Villarroya alzóse de hombros despectivamente y encendió un cigarro. Eran las cinco; la lluvia repetía su salmodia amodorrante sobre el cinc de la ventana; obscuridades nocherniegas invadían el aposento. Fuensanta hizo girar la llave de la luz, el gabinete se iluminó y sobre la extensión turbia de las paredes reaparecieron las viejas sillas vestidas de gris; la cómoda vetusta, llena de rumores inquietantes; los retratos pálidos; el espejo, las marchitas coronas, expresivas y tristes como momias, tras sus cubiertas de cristal. En un ángulo, sobre la alfombra negra, la roja lumbre de un brasero brillaba sin intermitencias, fijamente, como una pupila redonda y sin párpados.

La joven continuó modulando sus palabras en un largo suspiro:

—¡Qué cruel eres, Ricardo!...

—Quizá...

—Muy cruel, muy egoísta; créelo: de piedra es tu corazón...

—¿Y el tuyo?

—Cuando de ti se trata, de cera y de miel.

Bajo el bigote bermejo, los labios de Villarroya sonrieron irónicos.

—Tú—dijo—, tratando de imponerme tus gustos, eres tan egoísta como yo defendiendo los míos. ¿Por qué avergonzarnos de nuestros sentimientos y no llamarlos por su nombre? ¿Por qué estimar virtud la compasión, que antepone el bienestar ajeno al propio bienestar, y maldecir del egoísmo, fundamento precioso de la personalidad? ¡Basta ya de rancios enternecimientos! Vivir y vivir bien: he aquí la única verdad positiva. Además, que siendo egoístas ejercitamos un aspecto de la filantropía: el egoísmo es la caridad aplicada á nosotros...

Discutieron, preconizando él la alegría de moverse, de explorar corazones, de ser ingrato.

—El espíritu—decía—tiene paisajes, como la Naturaleza. Esta los compone con árboles y montañas y aquél con ilusiones y recuerdos. Hay caracteres claros y fáciles, semejantes á llanuras, y otros ariscos cual despeñaderos. También conozco sentimientos que ocultan todo un panorama de alma y necesitamos vadear, igual que los viajeros buscan tras el altozano importuno un hermoso horizonte; de donde deduzco que á los paisajes y á los hombres conviene examinarles «desde cierto punto de vista». Cada espíritu, querida mía, tiene el misterio de un hogar cerrado. ¿No sentiste nunca, yendo por el campo, deseos de penetrar en una casuca solitaria, abrir sus persianas, violar el enigma de aquellas habitaciones donde otras vidas obscuras se deslizaron, y sentir tus pasos resonar bajo aquellos techos que jamás, seguramente, tornarás á ver?... Parecida curiosidad alumbran en mí las almas; hallo en mi camino una interesante y me gusta estudiarla, averiguar sus perversidades, sus excelencias, y cuando todo fué bien escrutado... dejarla para que otros la examinen.

Y agregó, con un gran borbollón cínico de risa:

—¡Oh! La vida nos abrumaría sin la ingratitud. Yo bendigo la ingratitud. ¿Qué sería, por ejemplo, de tí y de mí, si todas las pasiones ó amoríos que hemos inspirado hubiesen sido eternos?

Oyéndole, las facciones fatigadas de Fuensanta delataban una amarga laxitud, un abatimiento sin cura. A veces, sin embargo, sus gestos readquirían aquella impetuosidad libre y boyante de antaño; pero, generalmente, su actitud era circunspecta, blanda, débil, y entre sus labios cansados, las afirmaciones más rotundas vibraban con la tímida inflexión del consejo.

—Eres un histérico—exclamó—, un pobre loco que busca vanamente fuera de sí mismo lo que lleva dentro.

Permaneció indecisa, el busto inclinado hacia adelante, los codos sobre las rodillas, brillantes los apasionados ojos bajo las cejas que la reflexión fruncía.

—Eres—prosiguió—uno de los hombres más complejos y extraños que he conocido. Yo, que deseo tu felicidad, quisiera demostrarte cómo las sensaciones que husmeas no existen; que la alegría es algo fantasmagórico y liviano que proviene de tu misma alma como del cuerpo la sombra, y que quien, cual tú, ganó esposa, hijos, gloria, crédito, amigos... ¡todo!, no tiene derecho á pedir más.

Villarroya callaba, reconociendo vagamente que Fuensanta Godoy decía verdad. Ella prosiguió:

—Dejaste á tus padres por casarte; luego olvidaste á tu mujer por tus hijos, pues diríase que en tu aturdido corazón sólo cabe un afecto; más tarde descuidaste á tus hijos para seguir tu necia historia de amoríos mercenarios. Cuando me conociste renunciaste á todo; ahora el mundo te llama nuevamente y quieres dejarme. ¿Qué pretendes? ¿Qué persigues? ¿Dónde hallarás más de lo que te dió mi cariño?

Hubo otra pausa, uno de esos silencios terribles en que sentimos á nuestro alrededor algo fatal, ineluctable, caminar de puntillas. Ricardo musitó pensativo:

—Ya te lo dije; soy así... como me hicieron...

Fuensanta le interrumpió vehemente:

—Te equivocas: tu idiosincrasia carece de realidad durable; en tu carácter voltario, únicamente lo adjetivo ó accidental tiene substantividad. Un tirano te gobierna: la impresión; por eso corres ciego tras lo que, por ser nuevo, crees apetecible y huyes de cuanto juzgas malo y fastidioso por el mero hecho de serte familiar. ¡Eso te ocurre conmigo! ¿Por qué, si no, yo misma, en quien hace un año adorabas, ahora te doy sueño?... ¡Qué pena! ¡Ah!... Yo quisiera darte una lección, escarmentarte de esa vana manía que te lleva á buscar fuera de ti lo que va contigo y es obra ó reflejo de tu fantasía andariega. ¿No comprendes que ese vigor que disipas en aventuras inútiles, aplicado á tu arte te levantaría á cimas y victorias mayores aún que las ganadas?...

Varios golpecitos, dados en la puerta, interrumpieron el diálogo. Fuensanta preguntó:

—¿Quién?

Una voz humilde repuso desde fuera:

—Cuando usted guste cenar...

—¿Están todos en la mesa?

—Sí, señora.

—Voy en seguida.

Villarroya consultó su reloj. Eran las ocho.

—Me marcho—dijo.

Levantóse precipitadamente, abrochándose el gabán, recogiendo su sombrero, que, al entrar, dejó sobre una silla. Fuensanta se acercó á él lentamente: bajo su traje negro, su cuerpo, á la vez grácil y ampuloso, onduló con ritmo sensual.

—¿Volverás luego?

Ricardo no pudo disimular un guiño de disgusto; el ambiente de aquel gabinetito, lleno de viejos muebles, le oprimía.

—No sé... no sé; necesito escribir...

Ella replicó, sonriendo triste:

—Nada tienes que hacer, pero si debes trabajar, trabaja á mi lado. Ven á verme, te lo ruego; ¡Estoy tan sola!...

Como otras veces, la compasión le rindió.

—Bien—dijo—, espérame; antes de las once estaré aquí.

Fuensanta le acompañó hasta la puerta; ya allí, sus manos, ágiles y blancas, llenas de amor; sus pobres manos, que la necesidad despojó de sortijas, le arreglaron el nudo de la corbata y le alisaron los cabellos.

—Hasta muy pronto—balbuceó—, hasta muy pronto... no tardes...

Al quedar sola, la actriz tuvo un ademán desesperado.

—¡No me quiere!—sollozó—. ¡Ya no me quiere!... ¿Cómo reconquistarle?

Quedóse quieta, los ojos puestos en un retrato de Villarroya, al pie del cual el novelista había escrito: «Estas dedicatorias siempre son tristes. Todas ellas parecen decir: «Cuando ya no me veas...»

La cita: novelas

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