Читать книгу La cita: novelas - Eduardo Zamacois - Страница 5
II
ОглавлениеPasaron varios días, durante los cuales creció en Villarroya aquella laxitud melancólica que la sociedad de Fuensanta le producía. ¿De dónde emanaba tal despego? El novelista trató de escudriñarse, de oirse, de sorprender ese trajín subconsciente con que los deseos nuevos y las pasiones que se apagan van y vienen por el espíritu.
Empero sus esfuerzos analíticos no lograron llevarle á una solución transparente y rotunda. Unas veces imaginaba que todo ello era fruto ingrato de su carácter inseguro, siempre displicente, refractario á la grandeza de la inmovilidad; otras creía que era Fuensanta Godoy quien le había engañado, prometiéndole con su franca hermosura y su discreto hablar sensaciones y alegrías que luego no le dió. Poco á poco esta última idea prevaleció. Las mujeres que no sirven para heteras, ni tienen la pasividad de ceñirse á las prietas leyes de la ética tradicional, se parecen á esos individuos fracasados del arte, que habiendo nacido para vivir vulgarmente, pretenden, sin embargo, morir en belleza. Nada consigue aquietar su obstinación suicida: el hombre normal, el hombre adocenado que siente y discurre y sujeta sus actos á la costumbre, se halla obscurecido en ellos por un sujeto desencentrado y visionario, plantío de fanfarrias, panal de ambiciones descomedidas y de acedos rencores hacia los fuertes que caminan lejos de él y muy alto.
Así esas caprichosas que ni supieron envejecer en la calma de la virtud burguesa, ni tuvieron la valentía de sus pecados; la orgía franca las avergüenza y la paz de lo legal las aburre; cuando están recluídas sufren anhelos quemantes de libertad, y si campean á su albedrío experimentan el cansancio de los caminos demasiado largos, el miedo al barro de desdenes que la sociedad tira á los que se rebelaron contra ella. Al lado de tales mujeres, los hombres suelen hallarse mal; son almas enfermas, fatalmente tristes, que bajo el techo del hogar encalmado bostezan de hastío, y momentos después, en la bacanal, ponen sobre la sinfonía brillante de sus desenfrenos un treno de arrepentimiento; espíritus abúlicos, sometidos á todas las furias del no querer y del recuerdo.
Fuensanta Godoy era así; la desdichada, después de perder cuantas batallas libró con el amor y con el arte, sintió correr por su semblante y su cuerpo la vejez sutil de la melancolía: bruscamente sus ojos se apagaron, su boca perdió la línea graciosa de la dicha, sus ademanes fueron más lentos, la negra noche de sus cabellos palideció, sobre su frente el dolor trazó las líneas de ese pentagrama siniestro donde cada desengaño deja una nota. Involuntariamente Ricardo Villarroya reconocíase separado de ella, y la fijeza de este sentimiento era indiscutible: lo que él rebuscaba lejos de Fuensanta no era la novedad únicamente, sí algo positivo, un tesoro de sana alegría, que ella, envenenada por las murrias de su hundimiento, no podía darle. Además, el recelo de parecerse á la actriz, acabó de preocuparle; la tristeza y la vejez son contagiosas como el tifus, y aunque la infección es más lenta, el remedio, en cambio, es mucho más difícil. Villarroya tuvo miedo. ¿Qué sería de él, si de pronto, en plena lucha y por obra de ese influjo sigiloso, pero seguro, de la imitación, llegara á sentirse lacio y triste?
Y entonces el novelista decidió cerrar su blando corazón á todos los musiteos de la piedad y abrir entre él y la abandonada un azarbe inmenso, un abismo de paredes verticales, ancho y profundo, que imposibilitase toda reconciliación. ¡Bueno que se sufra en las horas de trabajo! Pero era imbécil, era suicida, permitir que aquel sufrimiento emborronase también la luz radiante de las horas dichosas. Tomaría la ofensiva: las mujeres demasiado buenas anulan á los hombres, porque les esclavizan al quitarles la ocasión de reñir con ellas.
—Una querida honrada, juiciosa, metódica, que ni siquiera se tome la molestia de engañarnos—pensaba irónicamente Villarroya—, es lo único que hace imperdonable el adulterio...
Entretanto continuaba visitando á Fuensanta, preso en el hechizo de aquella mujer inteligente, inmensamente triste.
Cierta noche, después de cenar, y hallándose ya metido en su despacho, dispuesto á escribir, Ricardo Villarroya recibió una carta: la traía un mozalbete de diez y seis á diez y ocho años, vestido de negro: un lacayito, sin duda, humilde y vergonzoso, que hablaba mirando al suelo.
Ricardo rasgó pausadamente la nema del sobre, donde la penetración zahorí del novelista acababa de ventear un lance amoroso.
—¿Quién te envía?—preguntó clavando en el muchacho sus ojos firmes.
—Una señora.
Villarroya desdobló el billete, mientras una sonrisa imperceptible, de vanidad y de conquista, pasaba bajo su recio bigote de color almagre. La carta decía:
«Una casualidad me ha permitido saber quién es el hombre que casi todas las tardes pasa bajo mis balcones, y el ilustre prestigio de su apellido ha exaltado los vehementes deseos que ya tenía de conocerle. ¿Cuándo y dónde podría acercarme á usted?»
El delicioso billetito no iba firmado, y tras aquella pregunta, envolvente como un abrazo, lo anónimo prendía el hechizo excelso de la obscuridad y del silencio. Villarroya palideció; luego se puso rojo; un segundo su alborotadizo corazón cesó de latir; temblaron sus músculos. ¿Por qué lo ignorado ha de producirnos siempre una impresión de frío? ¿Será porque todos esos menudos misterios que nos tropiezan en la vida son reflejos ó partículas del supremo enigma de donde salen y adonde vuelven todas las cosas?
Ricardo meditó unos instantes, mientras consultaba su reloj; eran las nueve. En seguida, febrilmente, escribió al dorso de una tarjeta suya:
«Pasado un rato, á las once, espero á usted en la calle de Valverde, esquina á Desengaño. Beso á usted los pies.»
Mucho tiempo hacía que el mensajero se fué, y Villarroya aun estábase inmóvil, la cara entre las manos, los codos apoyados sobre su mesa de trabajo. Una emoción flageladora, absorbente como la succión de una vorágine, había limpiado de ideas su espíritu. A la luz que ardía serenamente en el comedio del despacho, los muebles arrojaban contra las paredes largas sombras inmóviles. La familia de Villarroya dormía. En el silencio de la casa, con sus puertas exornadas por severos cortinajes afelpados y sus suelos cubiertos de moqueta, se percibía vagamente el rítmico latir de un reloj; vaivén simbólico, decidor de hondos y graves misterios, elocuente como el caminar de un corazón.
Al cabo, Ricardo volvió á la realidad; eran las diez y media. Entonces se levantó, mató la luz, vistióse rápidamente el gabán, calóse el sombrero y sin despedirse de nadie salió de puntillas, con el andar, á la vez receloso y feliz, con que los hombres casados huyen del deber.
Cuando llegó á la esquina de las calles Desengaño y Valverde se detuvo inquieto, buscando ese perfil tentador, novelesco, que tienen, especialmente de noche, las mujeres que aguardan. Escaseaban los transeuntes; el claror bermejo de los faroles patinaba sobre las aceras humedecidas por la neblina; unos tras otros los balcones, los zaguanes iban apagándose, dejando en las calles vibraciones de sombra y de sueño; al fondo, bajo la lívida claridad estelar, la iglesia de San Martín levantaba sus torres achaparradas y macizas.
Habían sonado las once: poco á poco un gran silencio invadía la urbe, cuyas calles desiertas se alargaban inactivas, tortuosas y fláccidas, semejantes á brazos cansados; en la obscuridad, los minutos caminaban lentos, uniformes, pintando hacia la eternidad una línea de puntos negros.
Villarroya comenzaba á impacientarse. Aquella noche había cenado mejor que otras veces y disipada esa efervescencia, casi morbosa, que las buenas comidas producen en los temperamentos nerviosos, sus ideas iban diafanizándose. Hubo momentos en que creyó despertar: el peregrino incidente que allí le había llevado reapareció ante sus ojos con proporciones más modestas. Tuvo un ademán de cólera; luego sintió vergüenza de sí mismo. Era imperdonable en él, hombre de mundo, la precipitación con que citó á su admiradora, quien seguramente no esperaba verle hasta pasadas veinticuatro horas, cuando menos. Se había comportado como esos barbilindos fatuos, recién llegados á la vida, á quienes vuelven locos las impresiones.
—¡Soy un majadero!—exclamó.
Continuó paseándose, mientras se atusaba bruscamente su áspero bigote rojizo, mojado por la niebla. Le enfurecía la idea de aparecer ridículo ante aquella mujer para quien, indudablemente, la espera constituía lo más alquitarado de la sensación. Reconocíase vencido, aplastado, bajo la vulgaridad de su impaciencia; nada podía disculparle; puesto en su lugar un estudiantillo de primer curso de latinidad, no lo hubiese hecho peor.
Dieron las once y media en uno de esos viejos relojes de torre cuya campana preocupa de noche á los enfermos. Una pareja de enamorados pasó junto á Villarroya y desapareció por la retorcida escalerilla que sube á los comedores íntimos del antiguo café Habanero. Iban muy amartelados; ella vestía un elegante gabán de color gris. El novelista, que recordaba haberles tropezado días antes en la Moncloa, les acompañó con los ojos, y luego vió, tras las cortinillas sutiles de una ventana que acababa de iluminarse, la conjunción feliz de dos sombras. Un instante la despierta curiosidad de Villarroya avizoró un coche que se acercaba lentamente; pero aquel vehículo, cuyo caballo fatigado apenas podía andar, iba vacío, arrastrando á lo largo de la calle una tristeza penetrante de habitación desalquilada. A las doce, convencido de la inutilidad de su espera, el novelista, muy abatido y maldiciendo de sí mismo, regresó á su casa.
—¡Soy un imbécil!—repetía—¡he frustrado una aventura preciosa por una tontería!...
Caminaba despacio, el paso largo, los brazos colgantes. Su gesto tenía el cansancio del hombre que sube una cuesta tirando de algo: así iba él, vencido, desesperanzado, cual si llevase su ilusión muerta arrastras.
Para consuelo suyo, al día siguiente recibió por correo otra carta, también anónima, de su desconocida. La epístola, que era muy breve, empezaba así:
«Un quehacer repentino me impidió acudir anoche á su cita. Al pronto, si he de ser franca, diré que lo sentí; pero muy luego me consolé, y ahora me alegro de continuar siendo para usted un misterio. Es usted vehemente y curioso con exceso. Por eso temo que nos acerquemos; la experiencia me ha demostrado que los hombres así olvidan pronto.
»Más calma, amigo querido, mucha más calma; es un pequeño consejo que mi criterio modesto da al escritor eminentísimo. No olvide usted aquella ingrata ley de nuestra ambulante Naturaleza, según la cual, cuanto más tardemos ahora en unirnos, más tardaremos luego en separarnos...»
Y concluía:
«Si quiere usted responderme, hágalo á Lista de Correos, cédula antigua, número.....»
Por la tarde, según costumbre, Villarroya fué á casa de Fuensanta. La actriz se hallaba repasando junto á la ventana uno de esos viejos sotanís que suscitan en las actrices retiradas recuerdos amargos de teatro y de amores. Llovía. Invadía la habitación un claror plomizo que exaltaba la tristeza de los muebles, la raridad de la alfombra, el frío de las paredes, con sus coronas marchitas y sus retratos, donde las antiguas imágenes se descomponen como en la humedad de la tierra se borra el contorno de los cadáveres.
Durante los primeros momentos, excitado por las zozobras de su incipiente aventura, el galán mostróse locuaz y gaitero. Pronto, sin embargo, su inquietud se aplacó y el pensamiento dióse á voltigear en torno de lo que más le complacía. Fuensanta advirtió su preocupación.
—¿Qué tienes? Te hallo triste ó inquieto... ¿Quizás algún disgusto?
Las facciones de Ricardo no dejaron traslucir, ante la mirada buída de la actriz, emoción ninguna.
—Nada me sucede—repuso—; lo que notas en mí es cansancio. Anoche trabajé mucho; hoy también necesito escribir.
Suavemente, observándole de hito en hito, mientras por sus labios divagaba una sonrisa de tristura y de ironía, Fuensanta replicó:
—¿Estás cierto de haber trabajado mucho anoche?
—Segurísimo.
Ella no contestó y siguió cosiendo.
El exclamó con cínica osadía:
—¿A qué viene eso? ¿Qué recelos tapa tu pregunta? ¡Desconfías de mí!
—No.
Y añadió, suspirando con una inspiración larga y entrecortada:
—¡Pobre Ricardo!
—¿Me compadeces?
—Mucho.
Villarroya se encogió de hombros.
—Te compadezco—agregó Fuensanta—porque eres un iluso, un gran desdichado, un présbita de la vida, que, para gozar de las cosas, necesita tenerlas muy lejos.
Esta vez no se defendió; los reproches de su amiga no le mordían, al contrario; la esperanza de burlar la custodia celosa de aquella mujer á quien nunca había engañado, producíale ese alboroto agridulce, flor de pubertad, que la juventud experimenta ante la perspectiva de la primera falta. Un regocijo indefinible le poseía; su voluntad, enmohecida por el quietismo sentimental de aquellos meses, se desperezaba alegre en la esperanza de una aventura nueva; sobre su corazón, el billetito anónimo que oculto llevaba en un bolsillo secreto, parecía nimbarle con la luz radiosa de un amanecer.
Aquella noche el novelista no vió á Fuensanta, y á última hora, cuando salió del teatro, fué á refugiarse en un café solitario; uno de esos cafés excéntricos adonde los misántropos y los enamorados concurren, en la dulce seguridad de no tropezarse con ningún amigo.
Villarroya quería responder á la desconocida, interesarla, mortificar su curiosidad, precipitar el desenlace de la aventura lo más posible. El café por Ricardo elegido se hallaba á la sazón completamente vacío; la madrugada iba llegando; faltaban minutos para las dos; la luz de las lamparillas eléctricas resbalaba yerta sobre las paredes estucadas y bruñía el dorso lapidario de las mesas, que, vistas á distancia, parecían arrugas de una enorme sábana de mármol. Junto al mostrador, varios camareros, cuyos cráneos calvos también brillaban á la luz, escuchaban atentos lo que uno de ellos leía en un periódico.
Ricardo pidió recado de escribir; mas antes de poner la pluma sobre el papel creyó prudente releer aquel anónimo, ingenuo y burlón á la vez, donde simultáneamente se sentía admirado y compadecido. Por la cálida imaginación del novelista las más disparejas ideas se atropellaban. Recordaba el aspecto del mozalbete que le llevó la primera misiva, quien por su traje y respetuoso comedimiento bien podía servir de espolique en alguna casa principal; y luego atisbaba la calidad y fino perfume del papel donde aquellas dos cartas fueron escritas y el desaliño de la escritura, buscando en todo pruebas de la condición, patricia ó plebeya, de su autora. ¿Quién sería?... Acaso una hetera conquistada pasajeramente por el renombre del artista en boga, ó una virgen exploradora de sensaciones, ó alguna de esas viudas que, después de vivir muchos años en la virtud, se asustan repentinamente de llegar á viejas sin satisfacer el capricho, latente en todas las mujeres, de haber sido livianas...
Sea como fuere, juzgó que lo que con más ventaja podía oponer á las misivas malévolas y breves de su admiradora era una carta larga, quemante, apasionada; pues, al cabo, en la vida, como en el teatro, la fuerza triunfa siempre de los amaños retóricos que fraguan la discreción y la ironía.
Dominado por esta idea, comenzó á escribir:
«Señora: No la conozco y ya adoro en usted; la adoro porque es usted rara, refinadamente extraña y única, en medio de esta sociedad donde todos se parecen á todos...»
Continuó escribiendo velozmente, sin detenerse á corregir, como enajenado por una ráfaga de elocuencia, hasta llenar las cuatro carillas del pliego de nerviosos renglones dictados por el estilo más frondoso y plateresco.
Noches después escribió otra carta; pero esta vez su verbo era sentimental, ligero, meramente, descriptivo, pues recelaba mostrarse á los ojos lectores de su dulce enemiga declamador y grandilocuente en demasía.
«Me dirijo á usted—decía—desde un modestísimo cafetín de la plaza de la Cebada. Estoy solo, estoy triste, y en estas horas de quietud y de melancolía, mi pensamiento andariego hacia usted se vuelve. El aspecto del escenario que me rodea coadyuva á fortalecer esta grata evocación.
»¿No ha pensado usted nunca (usted que, como yo, conoce «el lenguaje delicado de las cosas») en lo que podríamos llamar «el alma del café»?
»Los cafés concurridos me son odiosos; su alma es vulgar; alma canallesca que ríe groseramente y discute á gritos, y se apasiona sin motivo y huele á tabaco. Al penetrar en ellos, una ráfaga de aire caliente nos golpea el rostro; ojos curiosos nos salen al encuentro, adivinan nuestra profesión, nos preguntan «qué buscamos allí». Greguería de plazuela invade su ambiente humoso; sobre el fondo bermejo de los divanes, y á la luz perlina de las lamparillas eléctricas, vibra una multitud de sombreros de copa, de hongos, de blandos y artísticos chambergos abollados por la distracción de un ademán. Y aquella atmósfera de horno sofoca, y aquel recio murmullo de conversaciones irrita los sentidos y predispone efermizamente los nervios al impulso.
»Mejores son los cafés solitarios y mudos de los arrabales. Esos establecimientos tienen un espíritu bueno; entre sus muros de colores suaves las pisadas resuenan tranquilas y las conciencias «se sienten» pulcramente; algo familiar late en ellos; su alma sencilla es de amor y de paz.
»De noche los llena una gran luz blanca; los suelos están limpios; al hilo de las paredes, y bajo los altos espejos de dorado marco, el respaldo de los divanes pinta un zócalo rojo: aquí y allá, en los rincones, hay parejas cuchicheantes de enamorados, señores graves que leen un periódico, individuos distraídos ó atormentados quizá por preocupaciones hondas, que miran al espacio. Junto á una columna surge el perfil vigilante de algún mozo, silueta amable, inmovilizada por el hábito servil de la espera; y como su delantal blanco le oculta la parte inferior del cuerpo, su cabeza y sus hombros parecen los de un busto puesto sobre un pedestal.
»Muchas veces he meditado ante el enigma de esas figuras, calladas y quietas, que encanecen en el silencio de los pequeños cafés excéntricos: son tipos que tropezamos casualmente un día en que la lluvia ó la necesidad de escribir una carta, como la presente, nos condujo allí, y que más tarde, al regresar de un viaje que acaso duró varios años, tornamos á ver en el mismo sitio. Entonces su recuerdo renace en nuestra memoria obsesionándonos. Su traje probablemente será nuevo, pero tiene idéntico color, el mismo corte que el que vestía cuando les conocimos; la expresión de su actitud resignada también es igual. Algo fuerte emana de ellos: es el poder de lo inmóvil, de cuanto envejece sin temblar, de lo que aguarda. Al mirarnos parecen decirnos: «Ya sabíamos que habías de volver...»
»¿Quiénes son?—pensamos.
»Uno de ellos se llama don Juan, el otro puede llamarse don José ó don Pedro; mas de su vida íntima nadie sabe. Una mecánica inexorable rige sus actos. Tienen «un modo» de penetrar en el café, de quitarse el gabán, de sentarse, de desdoblar su periódico; luego, siempre á la misma hora, llaman al camarero sin ruido, con una leve inclinación de cabeza, pagan y se van, lentamente, cual si midiendo fuesen el espacio que les separa de la puerta. Acaso sean solterones que no quisieron componerse una familia, ó viudos cuyos dormitorios enfrió la muerte, ó casados para quienes no existe esa voz de amor que apaga sigilosamente en los hombres el deseo de salir á la calle de noche... Y por eso van allí; porque el alma bondadosa del café, tibio y señero, tiene para sus voluntades tristes blanduras de hogar.
»Algo extraño flota en el aire de esos salones de «todo el mundo»: es la melancolía que esparcen á su alrededor los viejos solitarios, el rastro de ingratitud que dejaron tras sí aquellos amantes que vimos allí durante un invierno, y de pronto desaparecieron, separados por la misma enfermedad de olvido que arrancó de nuestra mano tantas manos blancas.
»Ah! Si los espejos de los cafés, esos buenos espejos sobre los cuales todas las mujeres, al marcharse, lanzan una mirada, pudiesen hablar, sabríamos por qué es tan triste el rostro de los viejos...
»Y ahora, dígame usted, señora: ¿Será posible que más adelante, alguna noche como ésta en que haga frío y llueva, la cabeza de usted y la mía se reflejen juntas sobre el mismo cristal?...»
Varios días transcurrieron sin que las cartas de Villarroya obtuviesen contestación. El espíritu receloso y alambicador del novelista comenzó á impacientarse. ¿Por qué aquel silencio? Repasó espaciosamente todo lo hecho y dicho por él durante aquella última semana y no halló nada que reprenderse. Examinó la posibilidad de que sus misivas se hubiesen perdido, y esto, lejos de mortificarle, dió á su amor propio dulce contentamiento: mas luego, reflexionándolo mejor, reconoció que un tal accidente, por demasiado casual, no debía admitirse ni menos erigirlo en norte ó guión de sus actos, y que, de consiguiente, en aquel mutismo torturador, como preparado por un hábil folletinista, sólo había una coquetería de mujer. A pesar de tales reflexiones, el burlado galán no podía reducir su sobresalto. Fuensanta, que le observaba implacable, lo conoció, y su rostro, siempre triste, pareció cubrirse de una melancolía nueva. Ricardo confesó su inquietud, que él achacaba hipócritamente al desequilibrio que en sus nervios dejó el excesivo trabajo de aquellos días. Este malestar forzábale á moverse, á sentirse aburrido en todas partes, á huir de sí mismo. Apenas llegaba al lado de la actriz, una murria inexplicable trastornaba sus pensamientos; su carne se quejaba de la dureza de la silla; el aire de la angosta habitación oprimía sus sienes; los muebles, los viejos retratos, la luz de pozo de la ventana, le sugerían evocaciones dolorosas; bruscamente, sin saber por qué, dejaba de hablar ó interrumpía grosero á Fuensanta Godoy con ademanes de fastidio, ó cambiaba de asiento, pareciéndole que estas mutaciones de actitud, al mismo tiempo que trocaban á sus ojos la perspectiva de los objetos, recababan para su espíritu cierta paz momentánea. Cuando salía de allí, también hallaba cierto alivio en caminar de prisa; iba al teatro, al Ateneo ó al café, buscando ávidamente personas, fuesen ó no de su intimidad, con quienes charlar. En pocos días esta neurosis creció velozmente; el aislamiento y el reposo llegaron á darle la alucinación angustiosa del ahogo; se desesperaba; su voluntad iba de un deseo á otro buscando inútilmente una posición cómoda; su tormento era el tormento de esas almas vagabundas para quienes cada hora trae un problema; el problema, jamás resuelto, de lo que han de hacer.
Una carta de la Ignorada, una divina carta que venía del misterio, calmó esta inquietud. Escrita con firme pulso, decía así:
«Aquellos párrafos que describen lo que usted llama «el alma del café», son muy bonitos; pero advierto sorprendida, que usted, como la mayor parte de los señores novelistas, en cuanto salen del mundo de sus imaginaciones cometen los errores más vulgares.
»Sí, admirado amigo: el retrato que su pluma, tan hábil cuando inventa, ha hecho de mi espíritu, es completamente falso. Yo no soy rara, lo confieso llanamente, aunque mi confesión lastime un poco la más linda esperanza de usted. Repito que lo extravagante no me saludó nunca. Soy una mujer rica y libre que procura distraerse dando satisfacción á todos sus antojos. Los artistas, los «profesores de belleza», merecieron siempre mis simpatías; hoy me interesa usted, como ayer me interesaron otros hombres, como es probable que mañana un nuevo ideal alcance en mi corazón el puesto que usted ahora, por el mérito de su talento, ocupa. En esto, como usted ve, sólo hay egoísmo. ¿Qué quiere usted? ¡Soy así! El menor de mis caprichos me infunde veneración mística. Respételos usted también; es un consejo que me permito darle: los caprichos son flores sagradas de ilusión, lujos de juventud, coronas de lirios y de rosas que deshojan los años.
»Sin embargo, como deseo complacerle y sé que adora usted lo raro, quiero que nos conozcamos «raramente». ¿Cómo? Muy sencillo:
»Cíteme usted de noche y en una habitación donde podamos estar á obscuras. Hablaremos. Del sesgo de nuestra conversación dependerá que usted dé luz y yo me quede, ó que usted no dé luz y yo me vaya; mas, antes de acceder á esto, necesito recibir la seguridad de que el caballero á quien tan notablemente me confío sabrá respetarme.»
A pesar de lo mucho que Ricardo Villarroya había vivido, la soberana novedad del lance le deslumbró. Otro hombre, en su lugar, hubiese desconfiado de aquella cita inverosímil; pero él no vaciló; y como á fuerza de perseguir lo raro, lo estrambótico era su elemento, apresuróse á estrechar aquella mano blanca que le buscaba en la sombra.
Las circunstancias, sin embargo, no le ayudaban. Unas malas horas de juego pasadas en el Casino habíanle dejado sin blanca; además, su pobre mujer estaba encamada, inmovilizada por un violento ataque de reuma. Era indispensable, de consiguiente, hallar dinero y buscar un pretexto fuerte, lógico, que justificase su ausencia del domicilio conyugal durante una noche.
Sin otras reflexiones ni más cautelosos atisbos, Villarroya llegóse al dormitorio de la paciente. Eran las seis de la tarde; una lamparilla eléctrica ardía junto á la cabecera del lecho dentro de una piña de cristal azul, y su luz esparcía por el estuco un suave verdor amarillento.
Ricardo se aproximó á la enferma, frotándose las manos con esa ufanía característica de los hombres saludables.
—Hola, «Chulita», ¿cómo estás?
Levantó ella pausadamente la cabeza y su dolor y la alegría de verle dieron á sus ojos una expresión húmeda. El día lo había pasado bastante mal; á ratos imaginaba que sus fémures se partían, y bien echaba de ver que la Naturaleza es peritísima hechicera en el arte de torturar y que nadie como ella sabe oprimir los tornillos del suplicio, y dar duración á las ansias. Agregó:
—Pasado un ratito me aplicaré una inyección de morfina; de otro modo no podría dormir.
Villarroya escuchaba haciendo gestos de disgusto y conmiseración.
—¿Por lo visto, no has experimentado mejoría ninguna?
—No.
—¡Voto á...!
Se detuvo, rascándose la barba nerviosamente.
—Y estas contrariedades ocurren—prosiguió—cuando más hay que hacer y más tranquilidad de espíritu necesito.
—¿Tienes algún asunto pendiente?
—¡Figúrate!... Venía á decirte que mañana, probablemente, no dormiré aquí... ni aquí ni en ninguna parte...
—¿Cómo?
Por el semblante de la joven pasó un gran susto; era el temor de que á su marido le amenazase algún peligro; un desafío, tal vez... Hubo en su carilla carnosa, enmarcada por un abundante desbordamiento de negros cabellos, una emoción de perplegidad.
El novelista repuso:
—Tengo ensayo general después de la función...
—¿Cómo? ¿Pero vas á estrenar?
Villarroya sintió flaquear su aplomo.
—¡Bah! Es una obrilla sin importancia, una quisicosa que he hilvanado, por compromiso, en tres ó cuatro horas...
Hubo un corto silencio. La esposa preguntó:
—¿Cómo se titula?
Su acento fué irónico. Luego, viendo que Villarroya tardaba en responder, sonrió. Ricardo lanzó una carcajada y, repentinamente, lleno de ternura y de amor hacia su compañera, la abrazó. Ella exclamó sin enfadarse, con esa grandeza maternal de espíritu que las mujeres vulgares y celosas—celosas porque son vulgares—no comprenden:
—Para decirme que deseabas pasar una noche fuera de casa no necesitabas mentir...
Cuando Villarroya salió á la calle iba incomodado consigo mismo; realmente, lo que acababa de hacer era una infamia; su pobre «Chulita», tan resignada, tan indulgente, no merecía ser tratada así. Después pensó en Fuensanta. Pero, poco á poco, estos remordimientos fueron disipándose según el porvenir tornaba á convencerle de que lo desconocido es lo mejor...
Desde su casa corrió Ricardo á la de su editor, á quien halló en uno de esos momentos de pesimismo que hacen inabordables á los mercaderes. Villarroya le pidió mil pesetas á cuenta de su último libro; su acento era de angustia. El editor lo comprendió así; por otra parte, conocía el desequilibrado vivir del novelista, y aprovechó la ocasión que se le ofrecía de realizar, á cambio de un pequeño anticipo, un buen negocio. Sus astutas negativas triunfaron; Villarroya vendió la propiedad absoluta de su obra por ochocientas pesetas.
Los dos hombres se despidieron sonrientes y alegres. Inmediatamente Villarroya penetró en un estanco, pidió recado de escribir y á vuela pluma trazó estos renglones concisos, expresivos, de letras violentas, como escritos por una mano de veinte años:
«La espero á usted mañana en la calle de..., número..., á las diez y media de la noche. Vaya usted tranquila.»