Читать книгу La cita: novelas - Eduardo Zamacois - Страница 6
III
ОглавлениеEl refugio elegido por el novelista para la cita era una de esas casas tolerantes, misteriosas como capillas consagradas á algún rito exótico, sobre las cuales las mujeres que viven en virtud lanzan furtivas miradas de curiosidad. Algo silencioso las rodea, y su fachada dice recuerdos á la experiencia de los hombres, y promesas de fuertes y procelosas alegrías al candor de las vírgenes. Bajo su techo, los amantes, los adúlteros, todos cuantos el vicio, la miseria ó la pasión, ponen fuera de la ley, se encuentran, y el murmullo feliz de sus risas sube al espacio como una evaporación de carne rosada. De día, esos asilos, con sus ventanas entornadas, á donde nadie se asoma, parecen muertos; pero por las noches, en la obscuridad de la calle y junto á los portales virtuosos, honradamente impasibles al frío de los desheredados sin albergue, su zaguán hospitalario, siempre abierto, pinta un rectángulo blanco, ante el cual la moral ceñuda pasa sin mirar.
Ricardo Villarroya había retenido dos habitaciones, ricamente decoradas, que pondrían á su aventura marco digno. Cuando llegó, todavía faltaban minutos para las diez y media. Una mujer huesuda y alta salió á recibirle; una de esas viejas dueñas en cuyos ademanes la costumbre que tuvieron cuando jóvenes de agradar dejó un ritmo elegante. El novelista saludó:
—Buenas noches, Concha.
Ella correspondió al saludo con una sonrisa y se estrecharon las manos apretadamente, largamente, con la efusión de la complicidad.
—¿Ha venido?—dijo él.
—No.
Y añadió maquinalmente, por el hábito que tenía de serenar las impaciencias de los hombres:
—Aun es temprano.
Le condujo á las habitaciones que Villarroya había elegido. Allí se sentaron. El miraba á todas partes atentamente, fijando en su memoria la situación de los muebles y de las puertas, para luego no tropezar en la obscuridad. También buscó el botoncillo de la luz. Ella comprendió:
—Lo tienes ahí—dijo—, á la derecha de ese espejo.
Ricardo hizo un signo afirmativo. Hubo un silencio. Concha exclamó:
—Cuenta, cuenta... ¿Qué haces ahora? ¿Cuál es tu vida después de tanto tiempo?... Ya vi tu última comedia; muy hermosa...
Animada por un movimiento de sincero interés amistoso, preguntóle por sus hijos, sin advertir que estos recuerdos le producían cierto malestar. La conversación giró hacia el asunto que les había reunido.
—Ahora puedes explicármelo bien—dijo Concha—, porque esta tarde, como viniste tan de prisa, apenas me enteré.
Ricardo leyó en alta voz la última carta de su admiradora. Ella le inspeccionaba atentamente, con sus ojos astutos habituados á las emboscadas de la vida y capaces de reflejar todas las emociones menos la del asombro.
Poseído de pueril ufanía, Villarroya exclamó:
—Dí, Concha, tú que tantas cosas viste; ¿no es cierto que mi aventura es extraordinaria?
—Efectivamente.
—¿Y no crees también que tengo motivos para dar brincos de alegría?
Ella no respondió, y su silencio puso en los oídos del galán la frialdad de una negativa. Ricardo consultó su reloj; faltaban veinte minutos para las once; la repentina sospecha de que la tan Esperada no viniese extendió por sus nervios un sacudimiento de dolor. Recordó que ella no acudió á la primera cita y que esta desilusión podía repetirse.
Concha había encendido un cigarrillo y miraba al suelo pensativa. De pronto, exclamó:
—¿Tú no sospechas quién pueda ser la autora de esas cartas?
—No.
—¿Conociste durante estos últimos meses alguna mujer que, más ó menos explícitamente, se haya manifestado enamorada de ti?
—No recuerdo... De ella sólo sé que habita en una calle por donde yo paso con frecuencia, pues en su primera carta lo declara así. Mas eso poco ó nada explica; ¡recorre uno tantas calles al cabo del día!...
Se detuvo, rebuscando aún entre sus recuerdos. Concha lanzó una carcajada malévola.
—¿Y estás seguro de que todo ello no sea una broma?
—Las mejillas de Ricardo Villarroya, de coloradas que estaban, se tornaron lívidas; un momento su corazón impresionable cesó de latir; al través de la multitud de ideas que le agitaban, su espíritu realizó una cabriola funambulesca, enorme.
—¡Una broma!—repitió—; ¡imposible! ¿Quién iba á hacerse eso?...
—¡Toma, cualquiera!... Un amigo que ha querido reir á costa tuya y que á estas horas quizá esté refiriéndolo en la mesa del café.
Como Villarroya no respondiese, agregó:
—Sí, hombre, eso debe de ser, porque lo otro raya en lo novelesco, no lo dudes; ¡lo que parece imposible es que un hombre como tú, corrido, no adivine ciertas cosas!
Ricardo permaneció callado, no sabiendo qué razones oponer á las de aquella trujamán desilusionada que hacía del «mal pensar» un criterio infalible. En su interior voces proféticas le aseguraban que la desconocida existía, que se acercaba pensando en él...
Tornó á ojear su reloj; eran las once menos cinco; silencio absoluto llenaba la casa adonde nadie, por coincidencia rarísima, había llegado pidiendo alojamiento. Villarroya tembló; acababa de sentir pasar por la habitación ese gran frío magnético de las citas frustradas. Temores infantiles agitaron su conciencia; recordó que durante aquellos meses últimos su buen humor, contristado tal vez por la presencia umbrosa de la actriz, había declinado, y que la víspera Fuensanta Godoy, mística y supersticiosa, le dijo al despedirle: «Yo he rogado á Dios que nadie te quiera...» ¿Qué virtualidad podían tener aquellas palabras? ¿Sería cierta esa terrible «influencia á distancia» de que los hechiceros medioevales se decían investidos?... El novelista creyóse juguete de alguna mujer irónica ó coqueta, que le citaba para desesperarle y aumentar con aquellas fintas sus ya furiosos deseos de conocerla, y tuvo miedo; miedo de hallarse solo otra vez consigo mismo, expuesto á las torturas de una nueva carta, que ignoraba si tardaría muchos días en llegar á él, ó si no vendría nunca...
Sus ojos interrogaron automáticamente el viejo reloj de bronce que adornaba la chimenea; uno de esos relojes inútiles y vistosos que parecen presidir la vida de los dormitorios, y están siempre parados, como temerosos de separar á los que se quieren. Concha observó aquel movimiento.
—Son—dijo—más de las once.
Fuera, en el vano rumoroso de un patio, resonaba la canción de la lluvia. Concha, que sentía frío y sueño, arrebujóse mejor en su mantón y encendió otro cigarrillo. La voluntad de Ricardo experimentó una depresión: acababa de reconocerse un tanto ridículo rindiéndose así, tan prematuramente, al contento de una cita en la que no tenía motivos para confiar, y comprendió que el ruido del aguacero le consolaba, porque parecía dar á su chasco cierta disculpa. Lentamente, las ilusiones voraces que allí le arrastraron iban declinando; una modorra invasora y sutil le penetraba; sus labios, cansados, bostezaron entre el rojo bosque de la barba. Todavía, sin embargo, su esperanza impuso á su impaciencia un nuevo plazo. Esperaría otro cuarto de hora, nada más que un cuarto de hora, y después... Aguardó, sin embargo, veinticinco minutos. A las once y cuarenta se levantó, sin cuidarse de enmascarar su rabioso humor.
—Me voy—dijo.
Se dirigió hacia la puerta. Concha caminó tras él, murmurando:
—¿Por qué no aguardas un poco más?
—Lo considero inútil; esto va picando en juego de chiquillos.
Aún tuvo un momento de flaqueza.
—Si ella, por una casualidad, viniese—dijo—, convéncela de que no deje transcurrir el día de mañana sin escribirme.