Читать книгу De carne y hueso; cuentos - Eduardo Zamacois - Страница 4
ODIO MORTAL
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Оглавление—No seas testaruda, Julia, y satisface mi curiosidad sin ambajes ni pleguerías retóricas importunas. ¿Por qué tus cartas las secas con ceniza y no con arenilla azul ó roja, que es el color emblemático de las pasiones ardientes?...
Ella se encogió de hombros.
—Es un capricho.
—Capricho del cual debes corregirte—repuso Daniel Montoro entre seriote y risueño;—porque yo hago con tus cartas lo que Werther con las de Carlota; besarlas... y me hace poquísima gracia mancharme los labios de ceniza. ¿Por qué ensucias con esa basura los pliegues de tus billetitos perfumados?...
Hubo un momento de silencio; Julia, apoltronada en su butaca, miraba al amado sin responder.
—No sé cómo explicar ese humorismo de tu temperamento artístico—añadió él:—á veces creo que con esa ceniza quieres expresar el fuego devorador de tu cariño, que todo lo calcina; otras, que te mofas de tus propios juramentos espolvoreando ceniza sobre ellos, como significándome, con ese recato delicioso de las mujeres ladinas, que tu pasión es antojo vano, fingimiento... humo y cenizas...
—Te engañas; ese capricho mío no obedece á los enrevesados intríngulis psicológicos que supones; es... una venganza. ¿Tú has odiado alguna vez?...
—Nunca—contestó Daniel Montoro, admirado;—imagino que es mucho más fácil amar que odiar.
—Tan difícil y tan exquisitamente agradable es lo uno como lo otro. Amar es vivir en el ser amado, discurriendo con su cerebro, sintiendo con su carne; en él hallamos lo mejor: las zarzas nos parecen flores, fausto la miseria y, bajo los mayores rigores de la suerte, nuestra alma goza paz y quietud dulcísimas... ¡Pero odiar!... Es no poder soportar la presencia ni el recuerdo torcedor del ser odiado, que nos roba el aire y empozoña el agua que bebemos... Créeme; ¡hay venganzas crueles que regocijan hasta los tuétanos como si fuesen un deleite!...
Movida por la exaltación de su discurso, se había incorporado mirando á su amante con ojos grandes y negros de apasionada; luego añadió, un poco más serena:
—No maldigas de esas cenizas con que seco mis cartas, pues envuelven un amuleto misterioso que asegura la firmeza de mi amor hacia ti...
—No comprendo, habla...
—¿Y si después de saber este secreto trágico no me quieres? Me has sorprendido en uno de esos instantes de femenil debilidad en que no puedo rehusarte nada. Pero temo hablar y que me desprecies; los que odian como yo se exponen á ser odiados de igual manera. Mi secreto es algo satánico, inaudito, casi repugnante... Daniel, amado de mi alma, no me arranques esta confesión sin antes jurar que me quieres mucho, que me querrás siempre...
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Estaban sentados junto á la ventana: ella en una butaca de elevado respaldar; él á sus pies, sobre una silla baja, medio arrodillado, acariciando y besando las blancas manos de la adorada.
Era una tarde lluviosa de invierno; por el cielo gris pasaban grandes masas de nubes exprimiendo una llovizna compacta y menudita que caía sin ruido; los faroles de la calle, agitados por el viento, lanzaban haces de luz rojiza que penetraban por la ventana tiñendo los objetos de la habitación con reflejos sanguinolentos. Las puertas de aquel gabinete espacioso y bien alfombrado estaban cubiertas por opulentos cortinajes de terciopelo negro; sobre el fondo obscuro de las paredes rielaban los cristales de algunos armarios y perfiles marmóreos de estatuas que se bocetaban tímidamente en la penumbra, como espíritus livianos de personas muertas; los clavos dorados de la sillería salpicaban la obscuridad de puntos metalescentes; sobre la mesa colocada en medio de la habitación, un magnífico estuche de oro cincelado, terso y pulido, parecía brillar con luz propia.
Los cuerpos de Julia y de Daniel Montoro, colocados delante de la luz, se recortaban sobre el techo con perfiles monstruosos, deformados según las leyes de la óptica; cabezas puntiagudas, narices gigantescas, brazos largos terminados en manos que huían moviendo los dedos, cual si fuesen arañas enormes.
En el comedio de la habitación, silenciosa y anegada en tinieblas, el soberbio estuche de oro cincelado brillaba con reflejos glaucos de sol poniente...
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—Las cenizas con que seco mis cartas—dijo Julia,—las tengo encerradas ahí, en ese estuche de oro...
Una ráfaga misteriosa de viento atravesó el gabinete lanzando un quejido agónico semejante al aleteo de un pájaro nocturno. Julia continuó:
—Voy á confesártelo todo, concisamente y de plano, porque estos secretos tan íntimos se dicen pronto ó no se dicen nunca. Ya sabes que me casé á los veinte años, y que á los veintisiete enviudé; pero ignoras cuán funesto fué aquel hombre para mí. Eso no lo sabe nadie, pues la sociedad condena á la mujer á honrar el apellido del esposo que la vejó y afrentó, como exige al condenado á muerte bese la mano del verdugo que va á ejecutarle.
Su voz temblaba de emoción y por su semblante pálido de hembra nerviosa, rodaron dos lágrimas.
—¡Oh, Daniel—añadió, he sufrido tanto... tanto!... Yo, cuando le conocí, era una niña sin mancilla, con el corazón abierto á todos los seductores mirajes de la pasión... Él ajó mi juventud, desvaneció mis ensueños de opio y secó los fecundos raudales afectivos de mi alma con sus intransigencias y sus celos de macho brutal; yo servía de dócil recreo á sus caprichos; siempre me tenía encerrada creyendo que iba á traicionarle; me obligaba á jurar todas las noches que le amaba, que no le engañaría nunca, y como mi carácter altanero se rebela contra semejantes complacencias, el miserable me maltrataba...
Creo que me quería, pero á su modo; con pasión rabiosa de fiera que me hizo sufrir infinitamente. El ruido de sus pasos me daba frío de cuartana: en cuanto llegaba me cogía por las muñecas para interrogarme: «¿Quién ha venido? ¿Por qué estás tan peinada?...» Miraba debajo de las camas, detrás de las puertas: me olfateaba los labios, creyendo que olían á tabaco; examinaba mis dedos para ver si los tenía manchados de tinta... Como recuerdo haberte referido en otras ocasiones, él padecía ataques epilépticos que le dejaban exánime durante dos y tres días... El temor de ser enterrado vivo le obligó á recomendarme que, después de muerto, le incinerasen... y yo satisfice su deseo...
Daniel Montoro tembló violentamente; acababa de comprender.
—Luego esas cenizas...—murmuró.
—Sí, acertaste, son las suyas... las guardo en ese estuche de oro...
Hubo otra pausa: la cabeza de la joven se dibujaba en el techo de la habitación con un perfil quimérico, y otra vez murmuró por la estancia el quejido del viento, tenue como el aleteo de un pájaro herido.
—Por eso le odio tanto—añadió ella incorporándose,—y me vengo del muerto, ya que mi débil constitución de mujer me impidió vengarme del vivo. Yo le odiaba con ardor sin límites; no sólo aborrecí aquellas manos y aquellos labios groseros que me insultaron, sino que cifré en cada uno de los miembros de su cuerpo un odio particular: odié sus ojos, su frente... ¡odié sus cabellos, uno por uno!... Artemisa amó tanto á Mausoleo que se bebió sus cenizas; yo, en cambio, gozo secando con las cenizas de aquella vil armazón de materia las cartas que te escribo, y con que tú las insultes también llevándotelas á los labios...
Luego prosiguió:
—Es una venganza cruelísima, superior á cuantas ejecutan los ángeles precitos en los círculos del infierno dantesco. Si es cierto que tras esta vida efimera hay otra y que los muertos tienen la capacidad de espiar á los vivos... la venganza que ahora tomo de él, es digna secuela del martirio que de él recibí. Gozo imaginando que su alma vaga en torno mío, que se asoma por encima de mi hombro para leer las cartas que te escribo, que llora entre los pliegues del mosquitero que abriga el lecho donde me entrego á ti... Sí, odié todo su cuerpo, miembro por miembro, átomo por átomo... y ahora el polvo de sus huesos calcinados lo empleo en secar las cartas donde te cito, llamándote «luz de mis ojos... sangre de mi sangre...»
Calló,..
Daniel Montoro se puso de pie, horrorizado; ella también se levantó y sus dos cuerpos abrazados se recortaron sobre el fondo iluminado de la ventana.
—No me odies por eso—murmuró Julia muy quedo y cubriendo á su amante bajo una mirada de inextinguible pasión;—la mujer que odia como yo, también sabe amar infinitamente.