Читать книгу De carne y hueso; cuentos - Eduardo Zamacois - Страница 8
DISCRETEOS
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ОглавлениеJacinta.—Te aseguro que Enrique me gusta. Es bueno, es rico... es amable...
Adriana.—¡Oh, gustarte, gustarte!... Eso es muy vago, porque no hay hombre que sea absolutamente antipático.
J.—Es verdad.
A.—Te gusta Enrique como á mí me agrada Luis: un poco.
J.—No, mucho.
A.—Ea, pues mucho. Pero entre querer mucho y querer locamente, hay un pantano, donde naufragan las mejores ilusiones de la juventud soñadora. Antes de resolvernos á vivir con un hombre toda la vida, debíamos cerciorarnos de si le amamos con toda el alma.
J.—Dices bien.
A.—¡Mira que renunciar á la humanidad masculina por un esposo que, dos ó tres años después de la boda, puede parecernos el más insignificante de los hombres!...
J.—Es absurdo.
A.—Es horrible entregar toda nuestra hermosura á un feo sin talento.
J.—Sí, horrible y ridículo. No obstante, importa casarse. El mundo es vulgar, hipócrita... y conviene sacrificarse al buen parecer y satisfacernos con una modesta medianía.
A.—¿Luego, no quieres á Enrique?
J.—¡Oh!... Sí le quiero.
A.—¿Un poco?
J.-Como tú á Luis.
A.—Y como quieren á sus novios las tres cuartas partes de las mujeres que se casan. Porque ya conocerás algunos hombres mejores que tu futuro esposo...
J.—¡Conozco muchos!
A.—Yo, también: casi estaba por decir que mi novio es de los muchachos menos simpáticos que me han cortejado. Pero, en fin; urge decidirse y nosotras somos dos mujercitas discretas que saben poner los puntos sobre las íes y arreglar su porvenir. Enrique y Luis tienen sobre los demás hombres la inmensa ventaja de ser galanes propicios al casorio. ¡Cuán lejos están ellos de presumir que al otorgarles nuestra mano consumamos una venta! Porque, fíjate: la inacabable comedia del amor convierte á la sociedad en un gran mercado: los hombres compran; las mujeres se venden. Todas nos vendemos, todas... Las meretrices, por dinero; las honradas, por una bendición...
J.—Eres muy mordaz.
A.—No, soy muy justa. Nosotras, que dada nuestra posición social no osaríamos tener un amante, nos entregamos sin protesta á cualquier advenedizo que se case, cediéndole cuanto poseemos á trueque de su apellido. ¿Comprendes?... El matrimonio es el mercado donde se tasan y se venden las mujeres honradas.
J.—(Con tristeza) Es cierto.
A.—Y lo más famoso es que nosotras somos las principales autoras de nuestra desgracia: nacimos cobardes, tenemos demasiada prisa en casarnos, temiendo quedar solteras, y en vez de luchar por rendir la voluntad de esos calaveras contumaces que tanto gustan, nos abandonamos fríamente entre los brazos de cualquier individuo adocenado que se case. Queremos ser felices en seguida, sin combate, sin afanes, y la felicidad que no cuesta trabajos y lágrimas, no puede ser larga ni valedera. Pongamos un ejemplo. ¿Tú serías dichosa con Juanito Pantoja?
J.—¡Oh! ya lo creo.
A.—Lo reune todo: la gentileza, la donosura de entendimiento, la verbosidad apasionada de los hombres ardientes. Podrá mentir cuando habla de amor, seguramente miente... pero, ¡qué bien lo hace!... Es el suyo un embuste bellísimo que vale una realidad.
J.—(Reflexiva.) Cierta noche me dijo que se moría por mí.
A.—También á mí me juró algo igual. Es un hombre encantador, que se muere por todas. Confieso que me agrada infinitamente más que Luis.
J.—¡Toma!... Y también vale mucho más que Enrique.
A.—Ahí tienes. Comprendo que una mujer resbale y caiga con hombres como Juanito Pantoja; pero no concibo que ninguna se pierda ni por Enrique ni por Luis.
J.—Yo tampoco.
A.—¿Cualquier novio sirve para marido?
J.—Cualquiera.
A.—Pero ¡qué pocos novios merecen ascender á la categoría de amantes!
(Pausa).
J.—Pantoja es un conversador irresistible.
A.—Sí: ¡cuánto habla y qué bien lo dice todo!
J.—La mujer que logre rendirle será feliz.
A.—¡Oh, sí!... ¡Muy dichosa!...
J.—Debo de ser altamente halagador eso de poder decir: mi marido es el más gentil, el más valiente, el más ingenioso, el más seductor de los hombres... Y en sus mocedades fué una mala cabeza, un gran perdido, que burló á muchas incautas y que yo sólo pude rendir...
A. (Suspirando).—Sí... la fábula de doña Inés inocente, rindiendo al Tenorio libertino, es el bello ideal de todas nosotras. ¡Y pensar que dentro de algunos meses nos casaremos con Enrique y con Luis!...
(Las dos amigas permanecen pensativas, acariciando mentalmente la dulce quimera de su felicidad fugitiva.) J.—Aunque estoy cierta de que Pantoja es un botarate, creo que siempre me saluda con especial cariño.
A.—Y á mí.
J.—Recuerdo que su declaración la formuló en términos tan apasionados, tan vehementes...
A.—A mí también me dijo algo que no he olvidado... (Pensativa.)
(Pausa).
J.—(De pronto.) Vaya, vaya... Juanito es un hombre diabólico que sólo sirve para amante.
A.—Y en esos galanes tan seductores, tan apuestos, que sólo sirven para amantes...
J.—No hay que pensar.
A.—Es lo mejor.
J.—(Riendo.) Hasta después que estemos casadas.