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GLUCK, EL INIMITABLE
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—Desengáñate, pobre Gluck, yo no puedo deslumbrarme con las hiperbólicas ofertas de un hombre vulgar... La mujer que, como yo, levanta nueve arrobas con los dientes, no se apasiona por ningún calzafraque sin corazón. El dueño y señor de mi albedrío será más fuerte que yo, más valiente que yo.

—¡Adriana!—murmuró el payaso ruborizándose.

—No me supliques... tus súplicas me exasperan rebajándote á mis ojos, porque toda súplica reboza una debilidad. De los tres menguados que más decididos parecéis á molestarme con vuestras serenatas de amor, no quiero á ninguno. Nemo, el domador de leones, es valiente, pero tiene menos fuerza que yo y su apocamiento me disgusta... Parece un niño atrevido á quien podemos vapulear á telón alzado, si nos molesta. Los brazos de Alsini, el rey del trapecio, reconozco que son más vigorosos que los míos, pero Alsini es una bestia de carga, sumisa y cobarde. Le desprecio... En cuanto á ti, que pasaste la vida diciendo chistes, y que no tienes la fuerza del uno, ni diste muestras de atesorar la bravura del otro... A ti, mi pobre Gluck no quiero juzgarte... Adiós.

Así habló Adriana Carmezza, la orgullosa italiana que recibía sobre las espaldas una bala de cañón de treinta kilos arrojada desde una gran altura, y levantaba nueve arrobas entre sus dientecillos de osezno, pequeñines y blancos. Y Gluck, el Inimitable, permaneció de pie, los brazos cruzados sobre su robusto pechazo de atleta y los ojos muy abiertos, para no llorar.

Hasta los cuartos de los artistas llegaban los murmullos amenazadores del público que iba invadiendo las galerías: aquella noche Adriana Carmezza celebraba su beneficio y, como en obsequio á la beneficiada la empresa organizó un programa magnífico, la concurrencia era enorme. Cuando resonaron los primeros acordes de la orquesta, los artistas refluyeron hasta el callejón que conducía á la pista: la representación iba á empezar...

El único que, abstraído en sus imaginaciones, permanecía ajeno á todo aquel movimiento, era el payaso Gluck; Gluck el Inimitable... Estaba disfrazado de salvaje, la cabeza adornada por un vistoso penacho de plumas, las caderas ceñidas con un faldellín salpicado de relucientes lentejuelas, y las piernas y los brazos embadurnados de negro y adornados con sendos anillos de oro... Inmóvil, fuerte y mudo, como un picacho basáltico.

Casi todos los artistas que por allí pasaban, maravillados de su actitud, le dirigían alguna burleta ó le daban en el hombro un amistoso golpecito.

—¿En qué piensas, Gluck?... Gluck, ¿qué tienes?

Y Gluck, el Inimitable, les miraba sin responder. Luego, cuando vió pasar al atlético Alsini balanceándose sobre sus membrudas piernas de jayán, y á Nemo, aquel héroe que había puesto el pie sobre el lomo de tantos leones amansados, el payaso sintió que los celos le mordían el corazón y que sus mejillas echaban fuego. Después pasó Adriana.

—Adiós, Gluck—dijo.

En aquel momento el público aplaudía un ejercicio y todos los acróbatas se agolparon en un extremo del corredor, junto á la pista. Gluck y Adriana se hallaban en la sombra, tras unos bastidores. Ella vestía de negro: sobre el escote del corpiño se insinuaba el seno opulento y de marmóreas dureza y blancura; el cuello era grueso, el rostro expresivo, con una belleza varonil de amazona espartana; los ojos alegres y dominadores. El payaso se acercó á ella y cogiéndola fuertemente por una muñeca, la atrajo hacia sí.

—Adriana—repitió,—Adriana... ¡quiéreme!...

Lo dijo de golpe, sin preámbulos, con ese laconismo brutal de las pasiones supremas; laconismo que daba severidad y valimiento á su sencillo disfraz de salvaje. Ella sonrió desdeñosa.

—¿Otra vez?

—¡Cómo no... si eres mi vida, si cuando te alejas de mí parece que me arrancan el alma!... ¡Adriana, dame una esperanza y no consigas con esos desvíos que sea célebre esta noche de tu beneficio!... ¡Adriana, que me pierdes!...

Ella, irritada por la orden que envolvía aquella súplica, le rechazó vigorosamente.

—¡No!—dijo.

El payaso exhaló un grito agónico y llevóse ambas manos á la cabeza con ademán de trágica desesperación; pero Adriana, furiosa, no satisfecha con desesperanzarle, le insultaba.

—¡No me satisfaces!... Eres cobarde, eres débil. Los fuertes no mendigan lo que pueden obtener por sus puños, y tú suplicas... ¿Lo comprendes ahora? Me repugnas; me repugnas y te odio. Vete, vete, que no me sirves...

Sus palabras caían como mazos de batán sobre la cabeza de Gluck, que gemía sordamente. Después, cuando ya le juzgó bastante castigado y maltrecho, dió media vuelta y se alejó titubeando aquellas caderas amplias y firmes que parecían destinadas á engendrar una raza superior; Gluck, el Inimitable, quedó apoyado contra la pared, la cabeza sobre el pecho y flaqueándole las piernas, en la actitud de un salvaje herido.

Momentos después, cuando Adriana Carmezza salía á la pista pagando con sonrisas amables los aplausos del público, Nemo y Alsini reaparecieron, trayendo cada uno de ellos un gran ramo de flores. Al verles, volvió á resonar en los oídos de Gluck el apóstrofe de Adriana: «Vete, que no me sirves...» y, enloquecido, les cerró el paso.

—¿Para quién son esas flores?—exclamó con voz que el coraje tremolaba siniestramente:

—Para Adriana—repuso Nemo sin inmutarse.

Los tres hombres se miraron sañudamente: todos se odiaban desde que el Destino permitió que una misma mujer sirviese de norte á sus deseos, y en aquel momento casi se holgaron de tener un pretexto á qué asirse para dar vado á su antiguo rencor. Estaban en un carrejo obscuro abierto entre dos bastidores altos....

—A esa mujer—dijo Gluck,—nadie la obsequia más que yo.

—Quita, payaso—contestó Nemo subrayando la frase con dañina intención.

Pero Gluck, el Inimitable, se precipitó sobre él y arrebatándole el ramo de flores lo arrojó al suelo, despedazado.

—¡¡Al que dé un paso—gritó,—le parto el alma!!

Ni Nemo, el domador de leones, ni Alsini, podían luchar con Gluck, porque al primero le faltaba la fuerza y al segundo el valor; mas en aquel momento la furiosa acometividad del payaso les indujo á unirse en formidable alianza.

—Retírate, bruto—dijo Nemo.

—¡Atrás!—agregó Alsini á quien vigorizaba el esfuerzo temerario del domador.

Pero Gluck, fuera de sí, arremetióles sin contestar; su primer golpe fué para Nemo, el segundo para Alsini; dos puñetazos de titán celoso que resonaron con un sordo crujido de huesos. Entonces comenzó una lucha terrible: Nemo había caído al suelo, pero levantóse enseguida y arremetió al payaso; éste ladeó el cuerpo hurtando un golpe de su rival, contestó con otro y Nemo volvió á caer... Mientras, Alsini descargaba sobre la cabeza de Gluck su brazo de hierro. Era una lucha de colosos; la lucha formidable por la posesión de la hembra, de que habló Darwin.

Y entretanto, sofocando el seco estallido de aquellos golpes furibundos, llegaban hasta los combatientes, como ráfagas huracanadas de entusiasmo, los aplausos con que el público premiaba los ejercicios de Adriana Carmezza.

En momentos tales, Gluck el Inimitable, se revolvía con la agilidad y el denuedo del jabalí que hace frente á la jauría. Unas veces se agachaba prestamente para coger á su enemigo por la cintura y voltearle; ó se recrecía para herir desde arriba, ó brincaba para evitar un golpe, mientras su brazo, aquel brazo vengativo, negro y musculoso como el de un cíclope, giraba infatigable, machacando cráneos. Enardecido hasta el paroxismo por el furor de la pelea, Gluck el Inimitable valía por ciento: según los casos, ciaba, se cubría, se retrepaba, defendiéndose ó atacando, pero siempre incansable y terco, magullando á sus enemigos con recios golpes, y exasperándoles y aturdiéndoles con denuestos. Cada puñada, era un tiro; cada insulto, un salivazo.

De pronto Alsini y Nemo coincidieron en sus ataques y Gluck vaciló: por la nariz y por los oídos derramaba borbotones de sangre. En aquel momento Alsini cogió un martillo; Nemo un puñal; Gluck un formón.

Entonces la lucha fué breve: al primer choque Alsini rodó por tierra, moribundo, y Nemo y Gluck quedaron solos, retándose con la mirada:

—¡Sobra uno de los dos!—murmuraba el payaso;—¡uno, uno!...

—¡Tú!—repuso Nemo.

Y se acometieron: Gluck paró la cuchillada de su rival con el brazo; Nemo la paró con el corazón, y cayó muerto.

Horrorizado de sí mismo, Gluck el Inimitable, echó á correr; iba con los ojos fuera de las órbitas, anhelante de fatiga, chorreando sangre, y aquellos hilillos rojizos se coagulaban formando sobre su pecho y sus hombros desnudos, extraños arabescos. Al llegar al corredor, todos los artistas que por allí andaban retrocedieron espantados, mientras Gluck les miraba estúpidamente, buscando un rostro que no hallaba. En aquel momento reapareció Adriana, que volvía de la pista sonriente y cargada de flores: Gluck, al verla, corrió hacia ella lanzando un grito de macho vencedor. Adriana palideció hasta la lividez, y bajo la acróbata viril que levantaba nueve arrobas con los dientes, reapareció la hembra, dulce y tímida.

—¡Sólo mía!...—exclamo Gluck;—¡más valiente que Nemo, más fuerte que Alsini!...

Y repitió varias veces:

—¡Sólo mía!...

Después, sujetando á Adriana fuertemente por las muñecas, murmuró con ese acento de rencorosa satisfacción del hombre que puede vengarse devolviendo ojo por ojo.

—Ahora, dime; ¿sirvo?...

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