Читать книгу Cortesanas, bohemios, asesinos y fantasmas - Eduardo Zamacois - Страница 12
EL ASALTO
ОглавлениеA LAS ONCE DE LA MAÑANA, el magnífico local, en forma de herradura, del Banco, rebosaba gente. El público bullía inquieto en el centro, bajo la altísima rotonda de cristales que coronaba el edificio y lo anegaba en un torrente de luz cruda, y los empleados, casi todos jóvenes, pulcros y de cabellos bien alisados, trabajaban absortos sobre sus pupitres al otro lado de un medio tabique, ligero y solidísimo a la vez, hecho de mármol, bronce y cristal.
Fermín Alonso se aproximó a la ventanilla de «Pagos» y entregó un cheque, a cambio del cual le dieron un número: el 104, impreso con grandes cifras en un trocito de papel amarillo. Hecho esto, fue a sentarse junto a una de las dos largas mesas situadas en el medio del salón. Maquinalmente leyó los rótulos, de caracteres dorados, que fulgían sobre cada ventanilla: «Ingresos»… «Giros»… «Extranjero»… «Provincias»… «Cupones»… «Cambio»… Miró también el piso, forrado de linóleum, y los elevados muros, lisos y revocados de un color gris tenue. Todo a su alrededor era fuerte, limpio, diáfano, como contagiado del espíritu frío, inexorable y calculador que preside el dinamismo de los bancos. Luego meditó en sí mismo: en las cien mil pesetas que iba a cobrar, en su viaje de aquella noche y en Margarita, su novia, con quien iba a reunirse, para casarse…
Una voz, que a intervalos resonaba monótona, le volvió a la realidad:
—¡El 104…!
Acercose a la ventanilla de «Caja» y presentó la contraseña amarilla, que, durante aquellos minutos de espera, sus dedos, distraídamente, habían ajado un poco. El pagador interrogó:
—¿De cuánto es el cheque?
—De cien mil pesetas.
Súbitamente inquieto miró a las ocho o diez personas que, impacientes por cobrar, se apretujaban en torno suyo, y vio a un individuo de ojos azules, embigotado y de aspecto robusto, bien vestido y algo más alto que él. Con esa diligencia fulminante con que el espíritu va y vuelve, Fermín Alonso reflexionó: «Ha oído que voy a cobrar cien mil pesetas. ¿Intentará robarme?». Mirole receloso; mas como advirtiese que no tenía sombrero, se dijo: «Debe de ser un empleado».
Detrás del rectángulo de la ventanilla, la voz impasible del cajero había empezado a contar los billetes, de a mil pesetas, que sus manos finas, ágiles y pálidas iban amontonando con ritmo cadencioso y alucinante:
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…
Cuando hubo contado diez, los dobló, reuniéndolos en un paquete, y volvió a empezar:
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco…
Así prosiguió seguro, imperturbable, hasta formar diez haces.
—Vea usted —dijo— si están bien.
Fermín Alonso, que había ido sumando al mismo tiempo que él, replicó:
—Gracias. No es necesario.
Llevado de un impulso más codicioso que elegante, recogió el dinero, que guardó en el bolsillo interior de su chaleco, y sin mirar a nadie, cual temeroso de que alguna de las personas que le sabían poseedor de aquella respetable suma quisiera robársela, se lanzó a la calle.
Era una de las primeras mañanas de marzo, tibia, diáfana y azul. Desde el Banco, Fermín Alonso se dirigió a la Central de Teléfonos, donde redactó para su novia el siguiente parte «urgente»: «Salgo hoy expreso. Todo arreglado. Alegría infinita».
Para distraer el tiempo entró en una peluquería; luego, caminando despacio, llegose a la oficina central de los Ferrocarriles del Norte, y en el despacho de billetes pidió un «primera» para Burgos.
En tal momento sintió que alguien —otro viajero que traía prisa sin duda— le empujaba, y al girar la cabeza para mirarle vio unos ojos azules y rapaces fijos en él. Un calofrío le sacudió. Aquellos ojos le recordaban algo; estaba cierto de conocerlos y de haber sufrido su magnetismo en otra ocasión; pero ¿dónde?…, ¿cuándo?… Acaso hubiera caído en la cuenta de que el individuo de recio bigote y vestido de negro que tenía tan próximo era el mismo que momentos antes viera sin sombrero en el Banco, a no ser porque una interrogación del empleado le distrajo.
—¿Quiere usted cama o butaca…?
Fermín Alonso iba a contestar: «Cama», pero a la vez pensó: «En un sleeping estaré demasiado solo; pueden asaltarme». Y repuso:
—Butaca.
Pagó y salió a la calle; un temor indefinible le rondaba, y miró a todas partes en descubrimiento de alguna silueta sospechosa. Un automóvil pasaba, y Fermín Alonso subió a él, recomendándole al motorista que fuese aprisa. A poco la velocidad con que escapaba el vehículo comenzó a encalmarle:
—Si alguien me hubiese seguido hasta aquí —pensó—, se ha llevado chasco.
•
El último expreso para Hendaya salía a las diez de la noche, pero Fermín Alonso llegó a la estación media hora antes: pertenecía al número de esos viajeros meticulosos que antes de elegir asiento registran todo el convoy. El pasaje era escaso, en lo que debió de influir el tiempo, que súbitamente había cambiado. Hacía frío, y los cristales de las ventanillas estaban empañados. Después de inspeccionar varios vagones, Fermín Alonso decidió instalarse en uno de los compartimentos centrales del segundo coche. No había nadie, y la esperanza de poder dormir holgadamente le acarició. Satisfecho, cerró la puerta, para mejor aprovechar la calefacción, que ya empezaba a sentirse; colocó su maleta en la redecilla de bagajes, desdobló su manta, con la que se envolvió las piernas cuidadosamente, y ocupó un rincón, de espaldas a la máquina.
El bienestar físico que acababa de proporcionarse llenó su ánimo de ideas optimistas. Aún no había cumplido los treinta años; era saludable, mozo apuesto, casi rico, y su carrera de ingeniero, cursada con brillantez sobresaliente, le autorizaba a esperar un porvenir magnífico. La imagen de Margarita, bella, espiritual y elegante, le iluminó el corazón con el esplendor azabachado de sus ojos y la armiñada blancura de sus dientes; y a continuación recordó los veinte mil duros que llevaba consigo y que emplearía íntegros en ponerle adecuado marco a su felicidad.
El arranque del tren, que ya partía, le restituyó la noción de la hora presente, y considerando que en tal momento una nueva vida empezaba para él, pareciole que se despedía de sí mismo.
—¡Cuando vuelva a Madrid —suspiró— ya no vendré solo!…
Con sus guantes limpió el vaho alechigado que enturbiaba el cristal de la ventanilla, y miró hacia el andén, desierto y humedecido por la niebla. El expreso rodaba aún lentamente, y los vagones, casi deshabitados y sin equipajes, tenían resonancias extrañas. Fermín Alonso examinó las luces de su departamento, que lucían apagadamente, y advirtió que no había timbre de alarma.
—Estará en el pasillo… —pensó.
Luego de recibir la visita del revisor, desdobló un periódico y se puso a leer. Momentos después los ojos comenzaron a escocerle, y bostezó: no le interesaba la lectura. Pasado El Escorial, comprendiendo que el sueño le vencía, corrió todas las cortinillas; con su gabán y el maletín, donde guardaba sus enseres de tocador, se aderezó una almohada, extinguió las luces y, bien arropado en su manta, tendiose cuan largo era sobre el asiento y se durmió.
Ya la estación de Ávila había quedado atrás cuando el ingeniero despertó bruscamente. La puerta de su compartimento acababa de abrirse, y bajo el marco, iluminado por la débil claridad que había en el corredor, se perfilaba la silueta alta y ancha de un hombre. Fermín Alonso, mal despabilado aún, pensó:
—Un viajero…
Pero en el mismo instante, al recibir la mirada fría, como de acero, de sus pupilas azules, reconoció en él al individuo que viera aquella mañana en el Banco, y luego en las oficinas del ferrocarril, y no dudó de que iba siguiéndole para robarle. Seguro de esto, quiso desembarazarse de la manta que le agarrotaba los pies e incorporarse. El recién llegado no le dio tiempo, y de un salto se precipitó sobre él y con ambas manos trató de estrangularle. Pero el ingeniero era bravo y fuerte, y dejándose resbalar diestramente hasta el suelo, a la vez que daba media vuelta, consiguió ponerse de pie. Una lucha salvaje entablose entre los dos hombres, que tan pronto se agredían a puñetazos como se abrazaban buscándose mutuamente la garganta. Los violentos traqueteos del convoy, haciéndoles perder el equilibrio, aumentaban el horror del duelo, y los dos cuerpos rodaban de un extremo a otro del departamento mal alumbrado, convertidos en una masa palpitante. Trataba el asaltado de ganar la puerta, para escapar; pero su enemigo, más vigoroso que él, se lo impedía, y sin treguas lo acorralaba contra los ángulos del lado opuesto.
Un vaivén insólito del coche fue adverso al ladrón, que cayó de espaldas, y Fermín Alonso consiguió ponerle sobre el pecho una rodilla. Teniéndole así le dio varios golpes, uno de los cuales, partiéndole la nariz, le bañó el rostro en sangre. La suerte le favorecía; la victoria iba a ser suya.
En instante tan crítico, el asaltante, que estaba de cara al pasillo, vio aparecer al «ruta».
—¡Socorro…, que me matan…! —gritó.
Engañado el empleado del tren, arremetió contra Fermín Alonso, a quien inmovilizó, sujetándole por los brazos; circunstancia que el facineroso aprovechó para asestarle debajo de la mandíbula un golpe que le tiró al suelo sin conocimiento.
Sofocado y restañándose con un pañuelo la sangre que le enrojecía el semblante, el taimado añadió:
—Ha querido robarme…, poco ha faltado para que me matase…, avise usted a la policía…, ¡pronto!…, ¡antes de que se recobre! ¡Yo cuidaré de él!…
El «ruta», asustado, salió precipitadamente a cumplir la orden. No bien se fue, el ladrón se inclinó sobre el caído, le desabotonó el chaleco, donde sabía que aquel llevaba guardado el dinero, y desapareció.
Cuando el «ruta» volvió, seguido de dos policías, Fermín Alonso estaba solo.