Читать книгу Cortesanas, bohemios, asesinos y fantasmas - Eduardo Zamacois - Страница 8

UN HOMBRE QUE SE FUE, UNA OBRA QUE VUELVE

Оглавление

… Y es tan largo el olvido.

PABLO NERUDA

A PARTIR DE 1960 el nombre de Eduardo Zamacois «empezó a sonar de nuevo en España», escribió Federico Carlos Sainz de Robles al prologar en 1971 sus Obras selectas en AHR (Barcelona)1, editorial decisiva en ese intento de recuperación, el mismo año en que la muerte alcanzaba al autor en Buenos Aires2, cuando cumplí treinta y dos años de exilio y al cabo de una vida pródiga en iniciativas y literariamente fecunda.

Cubano de nacimiento (Pinar del Río, 17 de febrero de 1873), hijo único de Pantaleón Zamacois y Urrutia, músico vasco emigrante en América, hermano de intelectuales, artistas y aventureros3, y de la pinareña Victoria Quintana, con infancia y juventud viajera4, Eduardo Zamacois dirigió revistas, fundó editoriales, inventó la novela corta de quiosco, modalidad clave en las primeras décadas del pasado siglo, fue narrador consagrado, memorialista de los imprescindibles, corresponsal de la Primera Guerra Mundial, republicano sin adscripción partidaria y exiliado, renovando también —aportación habitualmente inadvertida— el género de las conferencias, pionero en la alianza de palabra e imagen, realización documentada gracias al Museo Julio Romero de Torres (Córdoba), cuya directora Mercedes Valverde, ha descubierto en su fondo un conjunto revelador de cartas y telegramas de Zamacois, aquí anticipados en virtud de su generoso sentido de la colaboración.5

Desde aquel ya lejano año de 1971 hasta el presente, la obra de Zamacois ha crecido entre los círculos especializados6, círculos trascendidos por Un hombre que se va7, apasionante obra de marquetería que ensambla multitud de páginas anteriores y aun obras enteras, verbigracia Años de miseria y risa o Confesiones de un «niño decente ». ¿Razones o sinrazones de tanto olvido? Además del corte de la guerra y el exilio, Zamacois posiblemente sea víctima de una pereza mental que le mantiene en sus primeros éxitos, obtenidos en el ámbito de la llamada novela galante. Rafael Cansinos-Assens lo fijó ahí en La nueva literatura, y en ese compartimento continúa anclado para buena (o mala) parte de los historiadores de nuestra narrativa, a pesar de que dicho ensayo apareciera en 1916, cuando Zamacois, superada esa etapa, ya se ocupaba de «temas más serios», como el mismo Cansinos apuntó entre errores:

«La novela galante era una novela ligera, llena de chispeante ingenio francés o florentino, con seducciones fáciles, bailes de máscaras, cenas en los reservados y champagne. Hubo un tiempo —hasta 1900— en que este género literario estuvo muy en boga entre nosotros; y raro será el escritor de aquella época que no lo haya cultivado al menos con amor efímero e incidental […]. Pero el cultivador sistemático de este género novelesco, el que afirmó la intención galante en mayor número de obras y fue alma de la más notoria de aquellas revistas galantes […], fue Eduardo Zamacois, el autor de Seducción [en realidad El seductor, Barcelona, Sopena, 1902], Punto Negro [Madrid, Imprenta de Fortanet, 1897] y tantas otras obras de esta clase, que marcan la primera manera de este escritor, orientado luego hacia temas más serios. Véase Tik-Nay o el payaso inimitable [Tik-Nay, payaso inimitable, Barcelona, Sopena, 1900]».

Esa sigue siendo la imagen dominante en la caracterización novelística de Zamacois, repetida por César González Ruano en sus memorias: «Había recorrido el mundo y traído a la literatura española el naturalismo francés y la fórmula de la novela erótica»8. Como si su obra, integrada por nada menos que ciento veinte títulos y varios miles de artículos periodísticos, se hubiera detenido en el tránsito del siglo XIX al XX, cuando el autor ni siquiera alcanzaba veinticinco años de edad, dejando de lado sus (a mi juicio) mejores vertientes narrativas: la social y la de misterio, amén de hacer caso omiso de sus facetas teatral, viajera, periodística y ensayística.

Arrastrado al exilio con sesenta y siete años, la guerra, contada y sufrida desde un periodismo de circunstancias9, le arrebató «lo más entrañable que había en mí: el deseo de escribir», «porque el destierro me había sacado del ambiente castellano que yo necesitaba para las novelas seguidoras de Las raíces»10; únicamente retomó la escritura, ya en sus últimos años, desde el memorialismo. Lo demás fueron menesteres adventicios: consultorios radiofónicos («El confesionario del amor», charlas bien pagadas desde La Habana, de «éxito continental»11), doblajes para Metro Goldwyn Mayer y Paramount, un período «de esclavitud» en la redacción neoyorquina de Reader’s Digest del que se liberó para volver a la radio con cuarenta novelas12, y un centón de colaboraciones periodísticas (El País, Bohemia, Carteles o Alerta en Cuba; Todo de México; Clarín, Mundo Argentino, Maribel o Sintonía en Argentina), a salto de mata entre país y país, amparado por la nacionalidad cubana, lo que le otorgó una libertad de movimiento que la condición de rojo le negaba13.

Reivindicado en la España de los sesenta por Federico Carlos Sainz de Robles, a cuyo juicio se trató de uno de los escritores «que más han influido, entre 1907 y 1936, sobre las promociones siguientes», sus gestiones, al principio solitarias y siempre loables, se vieron favorecidas por la política aperturista dispuesta por Fraga Iribarne desde el Ministerio de Información y Turismo (1962-1969), en este aspecto concretada a través de La Estafeta Literaria de Luis Ponce de León, revista oficial de vida larga14, y por medio de Joaquín de Entrambasaguas, que incluyó Memorias de un vagón de ferrocarril entre Las mejores novelas contemporáneas, y para quien la escritura galante «rebaja la categoría de gran parte de su producción»15.

La Estafeta Literaria le cursó entonces una invitación generosa para viajar a España: dos pasajes, hoteles, dinero para gastos. Zamacois, halagado, empezó por aceptar. El plan quedó cerrado, pero, inopinadamente, volvió sobre sus pasos. ¿Por qué? Al tanto de los periódicos españoles, enseguida cayó en la cuenta de que no se le trataba como escritor, sino como curiosidad: antigualla de noventa y tantos años, todavía erguido y con salud para saltar de un continente a otro. Viéndolo con lucidez, escribió a Ponce de León: «Yo leo entre líneas lo que dicen los periódicos de mi viaje, y hay en sus comentarios más compasión que aprecio. Es mi edad, antes que mi obra, la que estiman digna de glosarse […]. Me consideran un fracasado, un inútil que ya sólo piensa en dónde echarse»16.

Y así no. Consciente de que encaraba los años finales de su existencia, el escritor se afirmaba en la dignidad: «Yo seré un olvidado, pero no un vencido de la Vida»17, y muchísimo menos, apreciación que corre de mi cuenta, un desertor de la literatura, señaladamente de la narrativa, porque hasta sus últimas cartas familiares responden a la idiosincrasia del contador de historias, con muy logrados microrrelatos.

Se negó, pero desde La Estafeta insistieron y al final, cediendo en sus reparos, Zamacois y su mujer, Matilde Fernández, volvieron de visita a España, insistiendo en que ese retorno fugaz se desarrollase con discreción. De visita, insisto: sabiendo que su hogar, su vida, irreversiblemente estaba al otro lado del mar. Fue en la primavera de 1969.

Zamacois confirmó sus peores sospechas: nadie le leía, el tajo de la guerra había calado demasiado hondo: «Este viaje me ha hecho mucho daño», confió a su sobrino Ricardo tras regresar a Buenos Aires18, y del mismo tenor se manifestó con Ramón Solís, sucesor de Ponce en la dirección de La Estafeta: «Será porque me he convencido de que para mis compañeros (de esta generación) no paso de ser una figura un tanto pintoresca y no tienen de consiguiente mayor interés en comprar mis libros». Se reencontró con familiares, estrechó amistad con Federico Carlos Sainz de Robles, con Dámaso Santos, con la gente de la revista. Pero nada más. Su tiempo, sus cosas, sus gentes habían declinado. Él era otro: «El Zamacois que tú abrazaste en abril ya no era el que fue; se le parecía pero era otro». Pocos meses después, le alcanzó la mano de nieve. Siempre caballero, se marchó con elegancia: «Adiós, Ricardito, despídeme de todos»19.

I

Zamacois, Zola: esta sería la primera referencia, el punto de partida para la caracterización de su obra narrativa; maestro literario, espejo de conducta y modelo de compromiso, con J’accuse como «monumento de honradez, de elocuencia y de valor cívico»20. Zamacois lo expone paladinamente en sus memorias y aun mucho antes. Esa profesión de fe en los principios del naturalismo ya la manifestó en Consuelo (1896):

«Yo también soy defensor entusiasta del naturalismo […]; el empirismo en medicina, el positivismo en filosofía, el realismo en literatura y en artes, esas son las grandes conquistas del espíritu moderno».

Y esa actitud se acentuó en el tránsito, sin rupturas ni renuncias, de la novela galante a la novela social (su última novela galante, Don Juan hace economías, escrita en 1935, apareció en 1936, en vísperas de la guerra). Zamacois, a la manera de Zola, preparaba los temas y escribía desde su propia experiencia, sin dejarse aplastar por los documentos y poniendo la imaginación al servicio de la verosimilitud:

«Como soy enemigo de inventar, aun cuando para ello tenga gran facilidad, la mayor parte de los incidentes de mis libros están basados en hechos reales de que fui protagonista o espectador, y que luego trueco o desfiguro según las necesidades o exigencias de mi obra»21.

«Hechos reales de que fui protagonista o espectador». ¿También cuando pintaba escenas del «gran mundo», sazonadas de aristócratas, plutócratas y damas de alcurnia? Cualquier afirmación absoluta requiere de matizaciones. Y esta no supone ninguna excepción. Él mismo se encargó de aclararlo: «La mayor parte de los incidentes de mis libros»; la mayor parte, ¿y el resto? Pues es muy evidente: de la realidad y de la experiencia de Zamacois formaban parte sus lecturas, enamorado por ejemplo de París, como tantos otros escritores y artistas de la época, a través de las novelas de Victor Hugo y Murger22. Lector memorioso, en los libros encontró los elementos para tales ambientaciones, proceso ciertamente atemperado a lo largo de su carrera: menos vividos y más literarios sus relatos en la primera de las tres etapas en que dividió su obra; menos literarios y más vividos después, proceso plenamente asentado en la tercera. «La fábula mejor es la más verosímil», leemos en Consuelo, apuntando un programa y adelantando un logro.

Eduardo Zamacois se dejaba llamar por los asuntos, disponía unos cuadernos de trabajo minuciosos y hacía lo que menester fuera para empaparse de la materia a novelar. La historia le conducía a situaciones de hambre, pues se apartaba durante días de la alimentación: «Las mismas páginas donde describo el hambre de Isabel Ortego», explicó en De mi vida a propósito de Memorias de una cortesana, «las compuse después de haber permanecido voluntariamente tres días justos sin comer»23. Y si al hambre por el hambre, al mundo de los trenes (Memorias de un vagón de ferrocarril) metiéndose a fogonero24 o al de los presos, pongo por caso, internándose en las prisiones, penado entre los penados, uno más en la rutina del patio y en la sordidez del enchiqueramiento25. No era ver la cara del hambre, informarse de las condiciones de los trenes o vislumbrar el penar de los encarcelados; se trataba de padecer los ladridos del estómago, de sufrir las angustias del preso. A partir de tales presupuestos el escritor inventaba desde la lógica de la historia y la coherencia de los personajes: cada uno de ellos «un hijo que se pone a discutir con su padre», fallido cuando las acciones perdían consecuencia26. Para caracterizar su fórmula narrativa, algunos críticos (Carmona Nenclares) han acuñado la expresión «realismo imaginario», a mi juicio nada desencaminada.

Puesto a escribir su trilogía más ambiciosa, Zamacois se miró, proclamándolo, en el espejo del Zola de aquella saga imponente de Les Rougon-Macquart27, «histoire naturelle et sociale d’une famille sous le Second Empire», cinco generaciones que «personnifieront l’époque, l’Empire lui-même», en total veinte novelas en más de dos décadas de trabajo (de 1871 a 1893), a su vez con el Balzac de la Comedia humana como referente. El maestro del naturalismo aspiraba a la «novela fisiológica», ganado por las teorías de Taine, enfrentado a las interpretaciones espiritualistas y a las especulaciones psicológicas, persuadido de que las obras de arte se explican mejor desde el estudio geográfico, la realidad económica y la situación social, influido por Claude Bernard, uno de los padres de la medicina experimental.

Recreando esas influencias y atenuando sus planteamientos, ahí se reconocen los propósitos y el estilo de Zamacois, también identificado con otros autores galos, como el Gautier de la literatura viajera (Constantinopla, Viaje a España, Viaje a Rusia), el Catulle Mendès de Para leer en el convento, Voltaire, Victor Hugo, Murger, Musset o Max Nordau (húngaro —Budapest, 1849— de origen hebreo, a partir de 1880 instalado en París), y naturalmente con algunos de sus contemporáneos españoles como Vicente Blasco Ibáñez, de quien se declaró admirador y cuya obra demostró conocer, y diversos compañeros de afanes, figuras de algún fuste entonces pero náufragos hoy en el ancho océano de la historia de la literatura. ¿Qué multitud de lectores recuerda, por ejemplo, a Jacinto Octavio Picón, José Zahonero o Eduardo López Bago, tres referentes de peso para Zamacois?

Jacinto Octavio Picón (Madrid, 1852-1923), educado en Francia y uno de los máximos exponentes del naturalismo español, académico por partida doble (Real Academia Española28, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando29), desempeñó la vicepresidencia del Patronato del Museo del Prado (formó parte de la comisión redactora de sus estatutos y dejó un rico legado al Museo de Arte Moderno) y consiguió acta de diputado republicano por Madrid30, significándose en calidad de político europeísta, distinguido por el Gobierno de Francia con la encomienda de la Legión de Honor.

Escritor profesional, de los pocos que en su época vivió de la pluma31, progresista, partidario de la justicia social y el feminismo, defensor del amor natural y enemigo de cualquier tipo de fanatismo, Picón fue biógrafo de Velázquez (obra ponderada por Gaya Nuño32), pionero en el estudio de la caricatura33, crítico canónico de arte desde Revista de España, Revista Europea, El Correo, La Ilustración Española y Americana, La Esfera, El Imparcial, del que fue corresponsal en la Exposición Universal de París de 1878, o Heraldo de Madrid y además cuenta en su haber con novelas y cuentos como La honrada, Dulce y sabrosa34, Tres mujeres, Drama de familia o Sacramento, auténticos best sellers en su momento. En refrendo de tanta notoriedad y buscando una respuesta masiva para el lanzamiento de El Cuento Semanal, Zamacois escogió su novela corta Desencanto para dar comienzo a la serie, acierto indiscutible, ya que alcanzó varias ediciones consecutivas con tiradas considerables. Renacimiento editó en los años veinte sus obras completas y Zamacois le dedicó un libro: Impresiones de arte, publicado por Sopena en 1905, antología de críticas literarias y artísticas35 un tanto extrañamente completada por un puñado de cuentos galantes. Picón pisó fuerte en aquel tiempo.

A su vez José Zahonero (Ávila, 1853-Madrid, 1931), con estudios de Medicina y Derecho en las universidades de Granada y Valladolid, se significó entre los partidarios de Zola36 e intervino junto a Clarín en el debate del Ateneo de Madrid sobre el naturalismo, pese a lo cual apenas se le cita de pasada o en condición de folletinista, etiqueta injusta37.

Zahonero debutó en el mundo literario con una colección de cuentos, Zig Zag (1881), y apenas tres años después llegó con La carnaza al cenit de su carrera en tanto que escritor naturalista, y digo bien: en tanto que escritor naturalista, porque a finales de siglo entró en crisis y, renunciando al anticlericalismo, la denuncia de la condición social de la mujer, el republicanismo y el determinismo, volvió a la fe católica, repudiando aquella etapa. «El renombrado cuentista es fervoroso católico, apostólico y romano», contó Polo Benito, «aunque cierto día díjome muy entristecido que en esto había pasado por breve tiempo de desvío […], por absorción en el aborrascamiento de un ambiente político y literario cargado de podredumbre »38.

Dotado para las descripciones y con dominio del diálogo, Zahonero naufraga por las estructuras y el sentido del relato, pecando de desordenado, efectista y grandilocuente. Alejandro Sawa, que a raíz de La prostituta lo proclamó «campeón del naturalismo radical», lamentó después su influencia: «En mi primera época hacía novelas truculentas, de un realismo zolesco exagerado, por el estilo de Zahonero, el de La carnaza […], cosas de que hoy me avergüenzo»39.

Eduardo López Bago (Aranjuez, 1853-Alicante, 1931), médico y zolista extremado (calificó sus novelas de «ensayos médico-sociales»), ingresó de golpe en la literatura y en el índice de obras prohibidas por la autoridad eclesiástica con Los amores (1876). Lo suyo consistió en un naturalismo radical, concretado en dos series: la tetralogía formada por La prostituta, retirada de la venta y denunciada, La pálida, La buscona y La querida, sembrada de elementos autobiográficos; y la trilogía «Amor y miseria», compuesta por La mujer honrada. La señora de López, La mujer honrada. La soltera y La mujer honrada. La desposada, enderezada de lleno a la denuncia de la moral sexual.

López Bago también se ocupó críticamente del sistema penitenciario (El preso, Los asesinos, obra folletinesca), denunció los males debidos al celibato eclesiástico (El confesionario, La monja y El cura) y dedicó al tema candente de Cuba El separatista, novela antiseparatista, contra lo que el título pudiera dar a entender y algunos de sus contemporáneos pensaron, compleja y en la órbita de los planteamientos del general Martínez Campos40. Asimismo se sumó a la nómina de la literatura taurina con La torería, biografía de Luis Mazzantini, personaje apasionante, torero consagrado en España e Hispanoamérica que al cortarse la coleta se pasó al ruedo de la política, concejal de Madrid y gobernador civil en Ávila y Guadalajara, habitual de los cafés y tertuliano de fecundo ingenio. Emigrante en Buenos Aires y La Habana desde 1888 hasta bien entrado el siglo XX, el brillo literario de López Bago se diluyó al regresar a España, pronto «retirado» en Alicante.

Al lado de escritores olvidados, meras referencias en notas a pie de página en las historias de la literatura, escritores consagrados. Zamacois absorbió multitud de lecturas de la primera mitad de los años ochenta decimonónicos, como La desheredada de Benito Pérez Galdós, La cuestión palpitante y Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán o La Regenta de Clarín, traductor de Zola. En ese ambiente creció y se formó él, ambiente que no fue de exaltación y apoteosis del naturalismo, sino de polémica intensa, con detractores notables (desde Alarcón a Menéndez Pelayo) y con matices entre los adeptos.

Pardo Bazán, por ejemplo, situaba el realismo español por delante «de la escuela de noveladores franceses que enarbola la bandera realista o naturalista»41, opinión compartida por Galdós, reivindicador de Pereda y en especial de «las grandes riquezas de este género que nos ofrece la literatura picaresca»42, en tanto que Clarín tradujo Trabajo, de Zola, «por espíritu de tolerancia», respeto literario a un gran novelista de muchas de cuyas ideas «no participo», y «deseo de servir modestamente a la lengua castellana»43, en sintonía con la «manera religiosa de Tolstoi» y contrario a «la inflexibilidad dogmática» de Zola:

«Zola es el primer novelista de su país, a mi ver, entre los vivos; y acaso también del mundo entero […]. Tolstoi, espíritu más profundo, no es ni tan fuerte ni tan variado como Zola, con serlo mucho. Mi alma está más cerca de Tolstoi que de Zola, sin embargo, tal vez, principalmente, por las fórmulas dogmáticas en que Zola expresa sus aventuradas negaciones […].

Yo creo en Dios, en el espíritu, en el misterio; y las graves cuestiones sociales no creo que hoy se puedan resolver científicamente […]. Las rotundas afirmaciones de Zola sobre Dios, el alma, la evolución, el fin de la vida, la llamada cuestión social, las rechazo, aún más que por su contenido, por la inflexibilidad dogmática de Zola»44.

En esa perspectiva, Zamacois tenía bien presentes aquellas militancias y estos reparos cuando se declaró, como vimos más arriba, «defensor entusiasta del naturalismo » a través de uno de los personajes de Consuelo. No se olvide.

II

El mismo Zamacois distinguió tres momentos en su narrativa (momentos, no épocas), representados por «las obras en que puse mayor esfuerzo».

Primer momento, «el pasional»: Punto negro (1897), Tik-Nay, El seductor, Duelo a muerte (1902), Memorias de una cortesana (1903) y Sobre el abismo (1905), novela ajena a la órbita galante de las anteriores. Comprende de los veinticuatro a los treinta y dos años y se desarrolla entre París y Madrid, con el editor Ramón Sopena, las revistas La Vida Galante y El Escándalo y la editorial Cosmópolis en calidad de ejes. Al señalar esas obras, Zamacois pasa de largo por sus primeras novelas y deja un vacío hasta 1910, el comienzo de su segunda etapa, en buena medida ocupada por la fortuna y los reveses de El Cuento Semanal.

Segundo momento, «de indecisión o transición, en que el sentimiento amoroso me preocupa menos, y me aventuré por los pagos del misterio y la ironía»: El otro (1910), Europa se va y La opinión ajena (1913), El misterio de un hombre pequeñito (1914), Memorias de un vagón de ferrocarril (1922) y Una vida extraordinaria (1923), más Traición por traición (1925). Este «momento», cruzada de viajes triunfales (Buenos Aires, Santiago de Chile, Nueva York, La Habana, San Juan de Puerto Rico, México y Mérida, Guatemala y Centroamérica, Venezuela y Santo Domingo), también conoció la penuria, «un éxodo de cuatro o cinco meses [en que] recorrimos todo el norte africano»45y la Primera Guerra Mundial, como corresponsal tentativo en los frentes, frustrado por los incumplimientos económicos de Cánovas Cervantes, director de La Tribuna, que al mandarlo a Berlín «me entregó mil pesetas y un billete kilométrico valedero para circular por toda Europa, excepto Rusia», y le regaló la promesa de otras mil pesetas mensuales, vanagloria deshecha en humo e incumplimiento que obligó a Zamacois a una renuncia resuelta sobre engaños y trapisondas. Cánovas lo recibió en Madrid con una sonrisa: «Yo sabía —gritó riendo a carcajadas— que usted no es de los que se ahogan en poca agua»46.

Tercer momento, el de «mis novelas de ambiente social»: Las raíces (1927), Los vivos muertos (1929) y El delito de todos (1933), «las tres primeras de un ciclo de siete volúmenes que la guerra me impidió escribir»; momento clausurado por La antorcha apagada (1935) y El asedio de Madrid (1938), que abarca la segunda etapa de la dictadura de Primo de Rivera, el final de la monarquía, la Segunda República y la guerra.

Novelas, pues, galantes, de ironía, misteriosas y sociales: «Esta diversidad de géneros demuestra que jamás he pensado en adular las aficiones del público, sino en dar pleno contentamiento a las mías»47. Como rasgo muy acusado, Zamacois corrigió en cuanto pudo a fondo, hasta el borde de la reescritura, las novelas iniciales48, urgidas por Ramón Sopena y elaboradas con premura, incitado a ello por el favor del público que le acompañó desde Punto negro, su segundo título.

Pasarían los años, no demasiados, y una vez liberado de Sopena y asentado en el catálogo de Renacimiento, Zamacois rechazó la recuperación de aquellos productos, insatisfecho con su escritura descuidada, molesto por la cosecha de erratas, apartado del móvil de lucro que precipitó su salida y guiado por la decisión de atemperar la crudeza y proliferación de escenas sexuales. Abrumado por aquellas novelas, una y otra vez reimpresas por Ramón Sopena, el autor estampó esta advertencia al frente de sus obras:

«Mis doce o quince primeros libros: La enferma, Punto negro, El seductor, Duelo a muerte, etc., fueron escritos a vuela pluma, bajo presión de la Necesidad, y vendidos a precios irrisorios a la Casa Editorial Sopena, la cual, después de veinte años, continúa publicándolos con los mismos deplorables andrajos con que aparecieron.

Pero yo, persuadido de que no merecían tan mal trato, acudí a corregirlos, y tan honrada y perseverante aplicación puse en ello que casi “he vuelto a escribirlos”. Por consiguiente, la única edición que me atrevo a recomendar a mis lectores es la de Renacimiento. Todas las anteriores —especialmente aquellas de la Casa Editorial Sopena— son execrables y únicamente merecen olvido. Yo no las reconozco, no las autorizo; yo no escribiré jamás sobre la primera página de tales libros una dedicatoria…

Por rescatar los millares de ejemplares que de esas ediciones se han vendido, daría el autor su mano derecha».

Su mano derecha o su mano izquierda, la que quisiera. Porque Ramón Sopena siguió a lo suyo, es de suponer que amparado por contratos leoninos. Publicar resultaba difícil para un escritor en los comienzos, cobrar derechos suponía una hazaña, ponerse en el camino de la profesionalización apuntaba a una quimera. El mundo editorial era muy reducido, de poco vuelo; las posibilidades escaseaban. Y Ramón Sopena constituía un hito de primer orden. Poco a poco, con tenacidad y esfuerzo, había forjado, no un imperio, pero sí una empresa con implantación y alcance. Los escritores nuevos, sin alternativas, aceptarían esto y aquello, cobrando y perdiendo por unas pesetas «mis doce o quince primeros libros». Al cabo de los años y a la vuelta de mil conflictos, tras entenderse con Martínez Sierra (Renacimiento), Zamacois conseguiría recuperar algunos; otros, en cambio, prosiguieron su vida descarriada. De bien avanzado 1936 data la última edición de Sopena de Memorias de una cortesana, agregada a la «Biblioteca de Grandes Novelistas» (Julio Verne, Cervantes, Alejandro Dumas, Enrique Sue, Enrique Larreta, Armando Palacio Valdés) y estampada a dos columnas sobre papel de pésima calidad, con el reclamo de una cromolitografía de añejo gusto decimonónico. Que el autor se quejara hasta desgañitarse, estaba en su derecho, pero las leyes desprotegían a los escritores y la lucha por la vida eternizaba concesiones, creídas pasajeras mas a la postre demostradas irreparables.

Autoexigente y persuadido de sus posibilidades, a la hora del balance final Zamacois se pintó por debajo de ellas y derrotado. Sin recursos económicos y propicio a las tentaciones, arrastrado por un frenesí de amores y viajes, con la maleta siempre hecha y por lo menos dos hogares que mantener (por lo menos dos, frecuentemente tres, en ocasiones hasta cuatro), «el Hombre hizo mucho daño al Artista», ambos con mayúsculas reivindicativas, con su punto de orgullo. Hombre, Artista. El primero dañó al segundo. Fueron las exigencias naturales, la vida como torbellino. Así se lo confió a Entrambasaguas mientras este antologaba las mejores novelas españolas contemporáneas49. Se lo confesó por escrito, en una de sus cartas, y sin duda se trata de una reflexión reveladora: «El Hombre hizo mucho daño al Artista».

Tres momentos acabo de señalar asumiendo los deslindes del autor, pero asumiéndolos con salvedades y precisiones. El primer momento, por ejemplo, no sale de la nada, porque Zamacois desembocó en Punto negro tras unos años de caminos equivocados, de aprendizaje y tanteos (de 1890 a 1897), con estudios abandonados de Filosofía y Letras, ahuyentado por la enseñanza oficial y ganado por la lectura50, y Medicina, feliz en las aulas durante tres cursos pero disuadido de seguir adelante en cuanto «me enfrenté con la clínica», desalentado por el ambiente lúgubre, frío y sórdido del hospital de San Carlos, definitivamente decidido entonces a ser escritor51.

Quemada la nave de los estudios, la travesía literaria conoció diversos puntos de apoyo: el periodismo, ejercido desde cabeceras de signo descreído, como Las Dominicales del Libre Pensamiento; el ensayismo científico, acogido al postulado de que la ciencia explicaba o explicaría, simple cuestión de tiempo, los misterios de las religiones (alucinaciones, éxtasis, llagas), apartado que incluye diversas traducciones como Clasificación de las ciencias de Hubert Spencer52; y el apunte de diversos esbozos narrativos, asentados en el costumbrismo (Tipos de café, 1893, libro perdido, pero título y temática reiterados en 1935) y en un puñado de novelas cortas. Desde Amor a oscuras («capullo de novela») llega hasta Consuelo (1896), preludio de la novela galante. Son obras de cara y cruz: de escritura despejada y con suma habilidad para los diálogos, el lenguaje se resiente, a veces apegado a registros fósiles, mientras el ritmo se desequilibra, afectado por el afán discursivo.

Con veinte años, estudiante entusiasmado de Medicina y escritor en agraz, que ya se nutre de su experiencia y tempraneramente se afirma en la literatura de su propio acontecer (recuérdese: «yo soy enemigo de inventar»), Zamacois vaciló entre la escritura y la ciencia, con El misticismo y las perturbaciones del sistema nervioso (1893) y Consuelo marcando los límites, unos límites, por cierto, ya contaminados, puesto que dicho ensayo otorga pareja importancia a unas fuentes y a otras, científicas y literarias, con tanta presencia de autoridades en psicología o fisiólogos eminentes como de Lord Byron, Walter Scott, Flaubert o Santa Teresa, y con pasajes manifiestamente anunciadores de novelas como La enferma o El otro. Antes de contar cinco lustros de existencia, Zamacois colgó los libros de estudio y sentó plaza definitiva de escritor, de escritor profesional, no de profesional que en los ratos libres escribía, apuesta cuando menos osada en aquella sociedad.

Las novelas del primer momento responden a un género, el de la novela galante francesa, cuajado desde un patrón, unos moldes y unas características bien definidos: historias ligeras, ingeniosas y con chispa, vivas y maliciosas, con travesuras, desenfados, ironías y donaires; gabinetes elegantes, playas de moda, hoteles de lujo, criadas cómplices, sirvientes solícitos. La moral burguesa sometida al tamiz de la burla; atmósfera liberal, escéptica y sin prejuicios. La vida alegre a salto de mata, con trampas y sobresaltos. Caballeros de alcurnia venidos a menos, apaches en situación postiza y cortesanas en cuyas casas el timbre de la puerta inevitablemente anunciaba artificios, impaciencias o deudas. Maridos burlados, carrusel de queridas, revival de amantes. Literatura de pasatiempo, picante y con aventuras fáciles, las seducciones a flor de página. El corpus, los episodios eróticos; las fronteras, la acritud social. Se trataba de un género menor, de escaso relieve literario y aún de menos prestigio. Sin complicaciones argumentales, ágiles las descripciones, ocurrentes los diálogos y precipitadas las acciones.

A partir de tales rasgos, Zamacois aporta una voluntad de estilo, un afán de congruencia, un mundo propio y un denuedo evidente por desbordar esos límites. No se conforma con contar, no le convencen los personajes sin entidad ni coherencia, no le atraen los ambientes imaginados. Al contrario: escribe, fija caracteres y se sitúa en el Madrid contemporáneo, con personajes que pasan de novela en novela, también en este aspecto deudor de Pérez Galdós y Balzac.

Autor omnisciente, en sus primeros relatos pesan demasiado las digresiones y su morosidad descriptiva supone un handicap. Ahora bien, frente a las novelas galantes en boga, tópicas y por lo general desaliñadas, las suyas implican un paso literario de consideración. De ahí, creo yo, que se haya confundido su papel: no fue el «inventor» o el introductor de esa modalidad de la narrativa francesa en España, sino el autor que acertó literariamente a dignificarla, enriqueciéndola con personajes que no se movían como simples guiñoles de la sensualidad en una sucesión mecánica de bailes, máscaras, donaires, penumbras, frivolidades, amoríos en reservados, equívocos, engaños, champán y orquestas, sin preocupaciones de otra índole. Nada de eso. Enseguida desbordó ese marco.

En 1902 Zamacois publicó cinco novelas, tres cortas y dos largas: Loca de amor, La quimera y Noche de bodas; El seductor y Duelo a muerte. Trabajos convencionales y pro pane lucrando las primeras, aunque ya con una notable carga de misterio la última, los relatos extensos apuntan más allá. Así, El seductor responde a una cuidada estructura casi epistolar, con el personaje central, un escritor de cartas de amor por encargo, protagonizando en la vida la historia antes escrita para otro, en tanto Duelo a muerte plantea una dinámica de exclusión social y marginamiento, con la pareja formada por el pintor Daniel Carmona y la vizcondesa de San Bartolomé, unidos por la deslealtad de sus respectivos cónyuges, enfrentada en duelo a muerte con la sociedad biempensante y todopoderosa: la nobleza, la alta burguesía y el clero, clases y estamentos dominados por la hipocresía y la corrupción. La historia ofrecerá fallos y su planteamiento crítico quizá peque de confuso, pero de ninguna manera se pliega al molde de la novela galante, referente perdido y ni siquiera tenido en cuenta por el autor cuando la lógica del texto le lleva al mundo de las cortesanas, mujeres resentidas y, en nombre del interés, dispuestas a cualquier extremo.

Además, ese mismo año aún publicó otra obra: Memorias de una cortesana, un mixto de memoria y novela, en su opinión el género «más humano, el menos artificioso, aquel que tiene una dosis mayor de realidad», declaración a tomar con cuidado, porque al instante se advierte la huella de no pocas lecturas y el influjo de Balzac. El lector se encuentra con la autobiografía de Isabel Ortega, meretriz de fortuna tornadiza, niña educada «para la virtud» que al cabo de un sinfín de vaivenes sobrevivía al amparo de un grupo de prostitutas lozanas, criada suya y a las que «ya no sirve ni para cómplice del pecado»53. Apurando el análisis psicológico y trazando un friso crudo de la prostitución finisecular, el autor se maneja en la órbita del naturalismo.

Por si todavía fueran precisos más ingredientes, eso no es todo. Porque, dando un paso en su carrera, la última novela de este «primer momento», Sobre el abismo (1905), resulta una obra de transición, enfocada hacia la narrativa social, con el vértigo del sexo abocado a la violencia en el marco de un escenario opresivo: siete marineros y una prostituta, embarcada como polizón, encerrados en una goleta con todos los elementos desatados, así el mar, la lluvia y el viento como el mástil o los barriles de las provisiones. Tremendismo y deshumanización, furia ciega.

En consecuencia, consideradas esas obras del primer momento en el contexto y con perspectiva, Zamacois ingresó en el mundo literario a través de un género sin prestigio intelectual, pero lo hizo dispuesto a dotarlo de dignidad y, al quedársele pequeño, pronto rebasó sus barreras, aventurándose por distintos caminos. Ajena a ello, cierta crítica lo habría condenado a un encasillamiento fatal, reduciéndolo a esa faceta: la del escritor galante por excelencia. En otras palabras, nuestro autor siguió, y en buena medida (o sea, en mala medida) todavía seguiría, purgando el éxito comercial que le permitió profesionalizarse. Como si la posición alcanzada por medio de Tik-Nay y afianzada con El seductor, comportara una etiqueta literaria peyorativa e inmodificable.

«De indecisión o transición» define Zamacois su segundo momento, «en que el sentimiento amoroso me preocupa menos, y me aventuré por los pagos del misterio y la ironía», que va de 1910 a 1925, y está compuesto por más de sesenta títulos de distintos géneros, narraciones largas y cortas, crónicas, cuentos, teatro, literatura autobiográfica y crítica literaria. Transición y ahondamiento en las formas del realismo sin renunciar por ello a la novela galante, modalidad relegada a las obras menores, las de la lucha cotidiana por la existencia.

El otro, la obra inicial, desarrolla un extraño triángulo amoroso, un triángulo de ultratumba al modo de la novela gótica y en la estela de Espirita de Gautier54. Adelina y el barón de Nhorres, su amante, asesinan al marido, el doctor Riaza, director de un manicomio, hombre cruel y retorcido, temido en vida y aún más temido en muerte, omnipresente cuando creían haberse librado de él. El peso de la culpa, la carga del terror. Riaza los anula, y también impone su presencia al resto de los personajes de la novela, entre los que sobresale el sepulturero Bonifacio Crespo, obvio trasunto del Lorenzo de las Noches lúgubres de Cadalso. Novela opresiva, el protagonismo corresponde al poder del más allá, lo inasible y los terrores, asuntos y clímax de varios relatos cortos del «primer momento», con lo que volvemos a los apuntamientos y a las pervivencias de unos momentos en otros, con novelas galantes en vísperas de la guerra incivil y anticipos de misterio en los años iniciales.

Entre El otro y La opinión ajena se aprecia continuidad, no ruptura, puesto que esta última novela es asimismo psicológica, aunque en clave irónica —ironía de desenlace cruel—, con el terror del más allá sustituido por el terror del más acá, encarnado por la dictadura del «qué dirán», férreamente asentada en un poblachón manchego imaginario: Serranillas, situado en los aledaños de Almodóvar del Campo y Valdepeñas, espacio que remite al Quijote, huella patente, así como la del Galdós de Doña Perfecta (obra publicada por Zamacois en un aventura editorial francesa que consideraremos más adelante).

A don Higinio Perea, acomodado en su mediana hacienda, le toca la lotería, y ese suceso le saca de sus casillas, esto es, le mueve a rebasar las bardas del lugar, empujado por el «qué dirán» a viajar a París, obligado por el «qué dirán» a inventarse la fantasía de un asesinato y, en definitiva, inducido por el «qué dirán» a someterse a una operación de resultado funesto. En resumidas cuentas, esta sería la novela de la consagración del prisma de la ironía, pero no en simple función de humorada, antes bien en calidad de elemento crítico, revelador de miserias, vanidad, debilidades y pequeñeces y del peso insuperable de usos y costumbres opresivos, puntales del orden social establecido.

Así pues, Zamacois, siendo el mismo, ya era otro, lo reconozca o no la opinión ajena.

Otro, en primer lugar, por los temas, novelista del drama de la emigración en Europa se va y novelista que vuelve al enigma del más allá, en la estela de El otro, en El misterio de un hombre pequeñito, afortunadísima conjunción de fantasía y realismo, con una historia de espíritus ambientada en el lugar salmantino de Puertopumares en la ficción, y en la realidad posiblemente Béjar, porque las referencias son inequívocas.

Otro, también, por la intención, paulatinamente acentuada la preocupación social y la carga de denuncia: «Aquello era la España que se iba», explica en Europa se va, «la patria vieja, desilusionada, empobrecida por los criminales errores de sus gobiernos», carne de cañón, desheredados a quienes el sistema marginaba y a quienes una sociedad complaciente y cómplice volvía la espalda: «Aquellos centenares de hombres emigraban de noche, solos, olvidados de las autoridades, despedidos por la indiferencia glacial de la ciudad dormida»55.

Otro por los ambientes: historias desarrolladas más allá y más acá de Madrid y, sobre todo, en ausencia de los escenarios galantes, tierras adentro de la Meseta. «A intervalos, sacando tiempo no sé de dónde, me retiraba a vivir breves temporadas en pueblos de Castilla, con el objeto de ir reuniendo las observaciones y paisajes que utilicé en Traición por traición […], y que posteriormente me permitieron trazar el escenario de Las raíces »56. Horizontes dilatados, paisaje y paisanaje, tradiciones y costumbres, tipos y modismos: las novelas de Zamacois rompían el círculo y pasaban al regeneracionismo y el 98.

Y otro, fundamentalmente, por la técnica y el estilo, profundizando en la novela caleidoscópica y polifónica, en suma de historias fragmentarias (Europa se va, Memorias de un vagón de ferrocarril, Una vida extraordinaria), y con la expresión depurada, progresivamente apartado de los excesos retóricos, de la ganga y el artificio inherentes a la novela galante, deudor en esto del modernismo. Unas veces inserta en el relato novelas cortas, sabiendo fundirlas con habilidad; otras, en cambio, procede al revés, independizando en novelas cortas algunos fragmentos.

Ahora bien, otro y el mismo cuando en Una vida extraordinaria, las memorias de Luis Leal y Donaire, barón de San Félix, libro andariego y autobiográfico, retoma los ambientes aristocráticos y los decorados galantes, en sucesión de aventuras y lances amorosos, frívolos y evanescentes, al margen de la realidad, por encima de los problemas. Leal también, si se quiere, a los donaires.

El ciclo de Las raíces, tres novelas de las ocho o diez que llegó a plantearse (la herida de la guerra y el tajo del exilio, ya lo he señalado, cercenaron el proyecto), iniciado con ese título (1927), continuado por Los vivos muertos (1929) y concluido con El delito de todos (1933), sitúa a Zamacois, junto al Felipe Trigo de El médico rural (1912) y Jarrapellejos (1914), en el punto de enlace entre los regeneracionistas y la novela social de los años treinta, precursor asimismo del tremendismo de la posguerra y de la novela social de los años cincuenta. El novelista desaparece de unos relatos que ya no interrumpe con las apostillas inhábiles del primer momento, acentúa la sobriedad del lenguaje y crea universos cerrados (un pueblo hundido en la miseria, Carrascal del Horcajo; el mundo sórdido de los penales y el Madrid miserable de mendigos y meretrices), condenados al imperio de la violencia, con los tres relatos articulados en torno a la familia Santoyo, dos hermanos molineros, réplicas de Caín y Abel, personajes sumidos en la degradación y en el fango, astillas sin fuerza en el vendaval del delito y arrastrados por la culpa de todos, delito y destino heredados por las raíces, vivos muertos en suma. El mejor Zamacois alienta en estas obras de madurez.

En este sentido, El asedio de Madrid (1938), novela de circunstancias —y de qué circunstancias—, literariamente implica un paso atrás y en otros aspectos levanta muchas perplejidades, con Zamacois admitiendo e implícitamente elogiando «lances» como los que siguen, fruto de una «conversación [que] era animada», contados «con moderación» en un cuarto de guardia:

«Allá por diciembre —dijo uno—, hallándome con mi Brigada en el frente del Pardo, a un compañero, mientras dormía, le quitaron el capote. El perjudicado, como ignoraba quién fuese el ladrón, se calló. Horas después un muchacho extremeño […] se presentó al comandante. “Vengo —le dijo— a que me mande usted fusilar”. Dice el comandante: “¿Por qué…?”. Contestación: “Porque he deshonrado mi uniforme”. Y el otro: “¿Qué hiciste?”. Respondió: “Lo peor que puede hacerse: robar a un camarada, y quiero que me maten; así escarmentarán en mí los demás”.

Un circunstante indagó:

—¿Y le fusilaron?

—Era su gusto —concluyó el narrador— y era de justicia.

—Yo sé —dijo otro— un caso más raro aún que ese: el de un miliciano de la columna Durruti que se presentó en la cárcel de su pueblo para ver a su padre, preso allí por fascista, y en teniéndole delante le pegó dos tiros.

Impresionado vivamente, Juanito Muñoz tomó la palabra:

—No sé —dijo— cuál de esos dos episodios supera al otro. Ambos me demuestran que al calor de nuestra revolución está forjándose un código nuevo. El primero es un caso asombroso de autoeducación moral, porque el delincuente, sin estímulo de nadie, se aplica el castigo que cree merecer. El segundo atestigua la existencia de hombres capaces de inmolar a un ideal sus afectos más entrañables. Ese miliciano de Durruti me recuerda el sacrificio de Guzmán el Bueno; pues si este, por defender a España, dejó inmolar a su hijo, aquel por la misma sagrada razón mató a su padre»57.

Autoeducación moral, el vuelco de las revoluciones. ¿Resultado? Un suicidio, unos verdugos y un parricidio. ¿Un código nuevo? Va de suyo que no cabe identificar las opiniones de los personajes con la del autor, pero El asedio de Madrid agravia con expresiones matoniles («la policía apiolaba a los cuarenta y siete falangistas que intentaron asaltar Radio España», pág. 152) y con justificaciones de crímenes sórdidos. Así cuenta e interpreta el asalto a la Cárcel Modelo, antesala de los crímenes de Paracuellos:

«Una mañana Madrid supo que parte de la cárcel Modelo estaba ardiendo. El siniestro era intencionado. Lo provocaron unos presos de acuerdo con elementos de la quinta columna. Estaban armados y se proponían, aprovechando el tumulto que el incendio había de causar, matar a los celadores y huir. No lo lograron. Avisado a tiempo el pueblo, en tropel, cercó la prisión, la ganó por asalto y dio muerte a los sublevados. Allí cayeron Melquíades Álvarez, el tristemente conocido doctor Albiñana y otros figurones. Pero estas podaciones no bastaban; el cáncer que roía la vida nacional empeoraba y el daño se aliviaría únicamente cuando el bisturí justiciero penetrase muy hondo»58.

Eufemismos («dio muerte», «podaciones»), insultos a los asesinados («figurones») e incitaciones (que «el bisturí justiciero penetrase más hondo»). Asediado en Madrid y testigo en la Sierra de infinidad de atrocidades y pérdidas («—¿Cómo va el pleito en la Sierra? / —Regular / —¿Cae mucha gente nuestra? / —Mucha», pág. 143), nada presagiaba tanta radicalidad en Zamacois, orientado al anarcosindicalismo, fervoroso de «la palabra quemante, llama viva» de Dolores Ibárruri59, entusiasta del Quinto Regimiento60, encantado con la «certera labor depurativa»61 de las diversas policías partidistas; complacido por las «tempestades de aplausos» levantadas en los frentes por los fusilamientos en la retaguardia e identificado con el «peso abrumador de la ley», impuesta por unos nuevos tribunales de justicia cuyas sentencias se ajustaban a los decretos del pueblo, legislador riguroso de lo que había de ser.

Novela coral, protagonizada por el pueblo madrileño, el relato cobra cuerpo a través de los diálogos establecidos entre el taxista Juanito Muñoz y su mujer Purita, camisera, inmersos ambos en la atmósfera de tensión de los días previos al desencadenamiento de la guerra, arrastrados por el vendaval que desembocó en la toma del Cuartel de la Montaña e inopinadamente transformados en combatientes voluntarios en la Sierra. Primero se marchó él, «emborrachado por el aturdidor huracán» de la violencia, pero enseguida lo secundó ella y allí libraron los dos un encuentro cuerpo a cuerpo sobre el «campo oscuro», acogedora laTierra y el sembrador afanado62.

Trescientas páginas más adelante, trufadas de alegatos y arengas, la novela concluye. Juanita cumple su «deber de parir», Juanito improvisa frases épicas: «Madrid renace en ti. En tus entrañas está amaneciendo. Date prisa. En estos momentos sería de mal agüero que nuestro hijo naciese ahogado». «Fin: Madrid, noviembre, 1938», datación que implica cierta hipérbole magnificadora, dado que Zamacois, evacuado antes de Madrid a Valencia, había seguido los pasos del Gobierno republicano. Así lo detalla en sus memorias.

«En Valencia estuvimos», puntualiza, «hasta que el Gobierno se trasladó a Barcelona», exactamente el 30 de noviembre de 1937, donde vivió tensiones, padeció necesidades y soportó bombardeos que a la postre desembocaron en la toma de la ciudad por las tropas franquistas el 26 de enero de 1939, encaminado hacia el exilio casi en el último momento por un golpe de suerte y atrevimiento63.

Con este calendario, El asedio de Madrid, que no alcanzó a publicarse en Valencia «por falta de papel», vio la luz casi de milagro y gracias al empeño de Eduardo Rubio, «quien luego fue mi mejor amigo»64, «propietario y director de Mi Revista» (Barcelona), quincenal en aquellas circunstancias de lujo y verdaderamente sui géneris65, ácrata y de variedades, integrador de firmas liberales (Diego de San José, Roberto Castrovido, Pedro de Répide, Antonio Zozaya, Gonzalo de Reparaz) y de algunos valores nuevos (Gabriel García Maroto, editor inicial de Federico García Lorca, o Nicolás Guillén66) junto a los históricos de la intelectualidad anarcosindicalista (Ángel Samblancat, su editorialista, el doctor Félix Martín Ibáñez, Fernando Pintado, editor de La Novela Roja, el dibujante Helios Gómez o Alfonso Vidal y Planas), partidario de las colectivizaciones pero al tiempo exaltador de Líster y entusiasta de Hollywood y la Paramount, volcado con sus actores y singularmente «con sus chicas», sin olvidarse por eso del cine español67. En fin, las paradojas pueden extremarse, porque Mi Revista, revolucionaria y recelosa del catalanismo68, compatibilizó esa actitud con una «Página financiera», con reseñas frívolas, con gitanerías poéticas y hasta con una sección fija («Lo que gusta a las mujeres») imbuida de un feminismo galante y tradicional a cargo de Rosa Blanca («para hacerse amar de los hombres», mejor las lágrimas que los gritos, en verano favorecen los vestidos de punto, etc.), galimatías número a número heterodoxamente resuelto con desenfado.

Tiempo confuso y, en cuanto tal, abocado al riesgo, la zozobra y los sustos, Rubio dispensó a Zamacois su último asidero literario en España, con colaboraciones a su voluntad y una sección fija, con algún punto de ironía y hasta de provocación ingenua en el título: «Las emboscadas de la ilusión»69, porque el término emboscada/emboscados registraba entonces las peores resonancias. De hecho, el escritor lo habría pasado mal de no mediar a tiempo el doctor Negrín, presidente enérgico de una República en trance de consumación, que le libró de unos peligros nada menores por medio de una estratagema de por sí ilustradora del signo torvo de la situación.

Pues sucedió que, republicano por libre y novelista social, alguien recordaría el pasado galante de Zamacois y quién sabe qué otras decadencias. Por ese vericueto de las denuncias anónimas, Zamacois, en su ignorancia, rozó la tragedia cuando más entretenido estaba con las tertulias de Mi Revista, reducto que en resurrección de tiempos pasados le tributó un banquete de homenaje con motivo de la publicación de El asedio de Madrid70, celebración inimaginable en aquella coyuntura de hambre y necesidades, fruto de los «ardides nunca revelados» de Rubio71. El escritor pasa de puntillas por aquella penalidad, velando nombres y detalles, como si andados los años prefiriese callar, aún con el susto a cuestas:

«Pasaron unos días, a tiempo que Matilde, Enrique y yo nos sentábamos a almorzar, varios desconocidos rodearon nuestra mesa. Venían a detenerme. Les preguntamos el motivo.

—Ahora —respondieron— no podemos decirlo; más tarde lo sabrán.

Como toda resistencia era inútil, subí con ellos al automóvil que traían. Transcurrido un rato, ya en las afueras de la ciudad, mis aprehensores me tranquilizaron diciéndome que, no obstante haberme detenido, no estaba preso. No les entendí.

—El doctor Negrín —aclaró uno de ellos— supo anoche que hoy, a mediodía, iban a encarcelarle a usted, y para evitarlo nos ordenó prenderle antes de que lo hagan los otros. Ahora le llevamos a Pedralbes, residencia del doctor Juan Negrín, y allí estará usted mientras dure el peligro».

«Los otros», ¿quiénes? Volviendo a los peores momentos del verano/otoño especialmente sangriento del 36, dominada la retaguardia por patrullas patibularias, los incontrolados campaban a su trágico arbitrio por una Barcelona en negro, sometida a las razias desmoralizadoras de la aviación enemiga y paralizada por el fuego criminal de los camaradas, sangrantes las heridas de la guerra interna de mayo del 37. Zamacois, por fortuna, se libró de esas cárceles tan lamentablemente exaltadas desde las páginas de Mi Revista72. Poco después, y ya vencida la edad de la jubilación, cruzó la frontera con lo puesto, no hijo ni padre sino abuelo de la diáspora. Zamacois, entonces, se reinventó sin novelas. El escritor se había quedado en España.

III

Obra abundante la de Zamacois, fundamentalmente narrador, pero también ensayista, dramaturgo, crítico literario, biógrafo y periodista, autor de libros de viajes y de una obra autobiográfica de importancia. Examinada su narrativa, ahora nos ocupará su obra autobiográfica, teatral y viajera.

La peripecia vital de Zamacois siempre impregnó su escritura. Permítaseme recordarlo una vez más: «Soy enemigo de inventar». Su obra autobiográfica propiamente dicha, cifra y resumen de infinidad de fragmentos narrativos, relatos, artículos y crónicas periodísticas, comprende tres títulos: Años de miseria y de risa. Escenas de una vida en que sólo hubo erratas (Madrid, Biblioteca Hispania, 1916), Confesiones de «un niño decente» (Madrid, Renacimiento, 1922) y Un hombre que se va (Barcelona, AHR, 1964), que engloba los dos precedentes y fija ese final al que acabo de referirme, porque, terminada esta, el autor, sintiendo que «lo he dicho todo», se negó «el derecho a seguir escribiendo»73. Hombre elegante y bohemio de buen tono cuando la vida le puso en esa tesitura, desenvuelto pero no hampón, Zamacois echó el cierre literario con dignidad admirable. Más de ciento treinta libros y miles de artículos desembocaron en esta declaración, estampada en el cierre de Un hombre que se va, obra a mi juicio lúcida y medida o, si se prefiere, medida por lúcida, con la piedad y el decoro como explicación implícita de algunos silencios:

«En el reloj de nuestra vida hay un segundo, el último, aquel en que el corazón se detiene. El gráfico de ese segundo es el punto, el más pequeño de los signos ortográficos. Ese punto acabo de ponerlo yo, al final de este libro, y en el acto mi alma se llenó de silencio y de ocaso. […] Consiguientemente, mi misión ha concluido. Me voy. Lo he dicho todo. Soy un hombre sin secretos; me he quedado vacío, y este no tener ya nada que contar me niega el derecho a seguir escribiendo. Tengo la impresión de que me he suicidado.

Con esto llego al fin de mis Memorias. No vale seguir… En todas las estaciones ferroviarias hay una sala de espera, llamada de pasos perdidos, en atención a que los que allí se dan no conducen a parte ninguna, y yo ahora, recordando los muchos que di buscando algo inefable que no llegó nunca, pienso que acerté al hacer de mi vida un pasatiempo y una canción; porque, como nada conduce a nada, la vida…, ¡toda la vida!…, no pasa de ser una sala, una inmensa sala, de pasos perdidos».

Buenos Aires, enero de 1964: fin. Zamacois, fiel a su palabra, se retiró. Un pasatiempo, así entendía su vida. Como Cervantes su gran libro: «Yo he dado en Don Quijote pasatiempo / al pecho melancólico y mohíno, / en cualquiera sazón, en todo tiempo»74. Nada más, nada menos. En el capítulo inicial de esas memorias, el autor destaca que «todas las noches, hasta que cumplí doce años, mi padre me dormía leyéndome el Quijote, la Historia de Gil Blas de Santillana o las Aventuras del joven Telémaco». Primero el Quijote, fortunas y sinsabores, Sierra Morena, la penitencia de Beltenebros…, él se dormía escuchando, con los sueños ennoblecidos y la imaginación disparada75. Un pasatiempo, una canción. Por eso, aunque lo inefable no llegara, «pienso que acerté». Pasos perdidos, pasos ganados.

A juicio de Federico Carlos Sainz de Robles, prologuista de Un hombre que se va, «la confesión de Eduardo Zamacois no puede ser tan sincera al detalle como algunos la desearían»76. No es que no pudiera; el autor ni siquiera se lo planteó. Zamacois fue a lo sustancial de su vida a través del anecdotario que la explicaba, desinteresado por el acarreo de miserias o el zafarrancho de menudencias. Ajustó cuentas con Ramón Sopena y con la viuda de Antonio Galiardo, el capitalista en la empresa de El Cuento Semanal. Por el editor se sintió maltratado y explotado; la mujer de su socio creyó que le despojaba de una casa muy suya. Y poco más, muy poco. Por lo general prefirió volver página, fiel a la memoria de los olvidos, y además, conviene subrayarlo, inducido a ello por la censura franquista. Zamacois quería publicar y publicó el libro en España, y eso le llevó a no aventurarse por las arenas movedizas de la contienda incivil.

A cambio de dichos olvidos esta literatura autobiográfica revela el proceso de educación de un niño decente, detalla la formación de un escritor, relata desde dentro los entresijos del mundo editorial y literario, explica la fascinación de París, desmenuza la bohemia en clave de ironía o, entre otros aspectos, traza el inventario del descubrimiento americano, no insiste en la guerra y da cuenta del exilio de un escritor deliberadamente apartado de los ambientes políticos, transterrado del éxodo que, frente al horizonte del llanto, permaneció aferrado a la vida como pasar del tiempo. Y así nos ofrece, en definitiva, unas memorias distintas.

El apartado teatral comprende siete comedias, un drama y cuatro libros de variedades, con artículos de prensa, entrevistas, estudios de interpretación (sobre María Guerrero, Enrique Borrás o su amante Ramona Valdivia, con quien compartió el primer viaje americano) y anécdotas chispeantes, mundanas y benévolas, todo ello en la onda de lo galante, salvo Presentimiento (1915), pieza de un acto de intención dramática «que recuerda La intrusa de Maeterlinck», cuyo estreno en el Infanta Isabel significó un fracaso rotundo, aunque luego corriese mejor suerte77. Atraído desde niño por el teatro, la primera de dichas obras, Lo pasado, data de 1902. Recogida en De mi vida (Sopena, 1903), es un breve cuadro representable y remite a un modo de hacer inicial del que ofreció repetidas muestras en Vida Galante, del mismo modo que El aderezo y Rebeldía, adaptación de la novela Incesto, responden a la impronta expansiva de El Cuento Semanal y aparecieron en sendas colecciones de quiosco, El Libro Popular (1912) y Los Contemporáneos y Los Maestros (1914).

Mayor interés presentan Nochebuena (estrenada en el Romea la Nochebuena de 1908), El pasado vuelve y Frío (1909), comedias agrupadas en libro bajo el título —bien explícito— de Teatro galante (Madrid, Antonio Garrido, 1910), mas galantería corroída de tristeza, con el problema de la soledad y los estragos del tiempo como materia de fondo. «Así son los hombres», reflexionó en la semblanza dedicada a la actriz Amalia Colóm78, «y más que los hombres los artistas: risa y llanto, pasión y olvido, sacrificio y desdén, todo revuelto, todo frívolo, todo deprisa y a flor de piel; todo teatro, en suma». Desde la Nochebuena oficial, fiesta de alegrías obligadas, a la nochebuena del apagamiento, con la alternativa de la borrachera y la desmemoria: «El vino se lleva los recuerdos, y una noche sin recuerdos… ¡Nochebuena!», concluye. De la frivolidad al horror vacui, Zamacois indaga el otro lado del tópico y la superficialidad, creando personajes con vida interna y contradicciones.

Obras bien planteadas y alegrías engañosas, con apariencia de broma y realidad de veras, una parte de la crítica apreció «en ellas mi propósito de formar un género particularísimo, atrayente, de aventureros y cortesanas», en concordancia con su novela galante. A pesar de dibujársele unas perspectivas halagüeñas, el autor, dramaturgo nuevo y en vías de consagración, abandonó de inmediato ese camino, quizás disuadido por la tensión de las jornadas previas al estreno y por la inquietud padecida durante las representaciones79.

Lo suyo era la narrativa. La narrativa y el placer de andar, pasiones conciliadas. Zamacois confiesa tres grandes placeres: las mujeres, los viajes y los libros, afirmado en los tres. Entre la novela y la literatura del caminante se aprecian puntos de unión: escribe de lo vivido, y entre el paisaje y el paisanaje, enseguida se decanta por este, atraído por el hombre común y corriente, el hombre de la calle o el hombre del campo: «El pueblo, las clases trabajadoras y pobres», precisa. Y no lo hace bajo el señuelo de afanes exóticos, sino por el deseo de llegar al fondo de cada cultura: «Entre esas gentes sencillas, que no viajan y leen poco y viven sujetas a la tierra, es donde con más robustos y limpios perfiles se guardan las costumbres típicas de cada país»80.

Con nostalgia de la vida andariega, el autor de Dos años en América (1910), La alegría de andar (1920) y De Córdoba a Alcazarquivir (1922) combatió en Barcelona las angustias de los estertores de la guerra incivil española con los artículos viajeros en Mi Revista de «Las emboscadas de la ilusión», marbete esclarecedor: frente a las oscuridades de una ciudad cerrada, pasto de incontrolados y sin defensa ante los bombardeos, la ilusión, irrenunciable aunque emboscada, de la inmensidad de los mares y la infinitud de los cielos. Conocer gentes, pisar otras tierras. Evadirse, alejarse. Adquirir cabal dimensión de la pequeñez del hombre. «Caminante son tus huellas / el camino y nada más», que cantó Machado. Interpelado por los afanes que años antes lo arrastraron al Río de la Plata, respondió con dos preguntas: «¿Es que un hombre inteligente y trabajador no puede vivir en todas partes? ¿Es que a Buenos Aires sólo debemos ir a ganar dinero?»81. Caminante en estado puro, esta parcela de su obra, a mi juicio, no ha perdido vigencia.

IV

«Director de revistas, fundador de editoriales, inventor del género de la novela corta», señalé al comienzo de estas páginas. Tratando de Zamacois, siempre se incide en Vida Galante, revista señera y de presencia notoria. Nada que objetar al respecto, salvo que Vida Galante supuso un punto y seguido, no un punto inicial.

Lo primero fue El Libre Examen, periódico de riesgo, al principio lanzado en solitario, contra viento y marea, por Carlos Chíes, hijo de Ramón Chíes, editor junto a Fernando Lozano Demófilo de Las Dominicales del Libre Pensamiento, semanario anticatólico, masón y republicano, de vida dilatada y azarosa (Madrid, 1883-1909), secuestrado por norma y hasta por hábito82, en el que «durante mucho tiempo» Zamacois colaboró «gratuitamente» a su pesar y con disgusto creciente, porque «poner mis cuartillas al nivel de lo que los comerciantes llaman muestras sin valor me disminuía a mis ojos»83. Ese disgusto le movió a apartarse de la revista; luego pasaron algunos años y, acentuada «mi vocación de escritor», decidió «tener una imprenta, como Balzac», con su madre de capitalista, y en esas, inmerso en el negocio, se le presentó en el local Carlos Chíes, hijo de Ramón Chíes, a quien recordaba con gratitud.

La conversación se encauzó enseguida: «Carlos había fundado El Libre Examen, semanario ultraizquierdista, de ocho páginas, y pretendía que yo le ayudase. Tiraba, me dijo, dos mil ejemplares, y estaba cierto de que nos daría fama y dinero», profecías que resultaron ciertas, pero ciertas a la viceversa: fama en ruido y disgustos («el lápiz del fiscal no nos daba cuartel; la policía secuestraba casi todos los números»), dinero en números rojos («nuestros corresponsales no pagaban, los suscriptores tampoco») y deudas, con los tipógrafos a la cuarta pregunta y el taller sobreviviendo a duras penas gracias a diversos encargos, algunos beneficiosos pero fuente otros de más conflictos. Como el Extraordinario del Liberal Imparcial, «publicación semiclandestina» cuyos hacedores, en la estela de Chíes, también acudieron a Zamacois. Al final, «cuando la policía terció en el asunto, tuve que malvender la imprenta»84.

Poco después, con diecinueve años, ya casado con Cándida y en relaciones con Matilde Lázaro, joven viuda recién desposada por poderes con un comerciante habanero, la necesidad de desaparecer (anunció su llegada el marido de Matilde, embarazada) y la atracción del mito literario le encaminaron a París, viaje costeado por la primera edición de Punto negro, tres mil ejemplares comprados «a bajo precio» por el librero Fernando Fe85. En la Ciudad Luz, «centro espiritual del planeta» para Azorín, juicio generalizado del que sólo disentiría Pío Baroja («¡Si la capital francesa es una ruina intelectual y literaria después de la derrota de 1870! ¡Si lo único que quieren los parisienses es fare bella figura, impresionar!», escribió en La Voz de Guipúzcoa), donde recibió la noticia de la muerte de su amante, víctima del parto, llamó a las puertas de la editorial Garnier, asidero de tantos españoles, exiliados políticos o intelectuales en fuga del ambiente español, así Nicolás Estévanez, exministro de Guerra de la Primera República, como Eugenio d’Ors o los hermanos Machado86.

Punto negro le reportó cinco o seis mil reales. Parecía mucho dinero, pero lo agotó pronto. Unas semanas de lujo, «de bordonería y despilfarro»; luego las casas de empeño; después una carta de recomendación —la única que llevaba— para Luis Bonafoux, la Víbora de Asnières, enemigo acérrimo de Clarín, a quien acusó de plagiar a Flaubert, que le aconsejó volver de inmediato a España; por último, la visita a la Casa Garnier en demanda de traducciones.

—Venía buscando trabajo; yo soy español, periodista…

—Pase usted por aquí y espere; el señor director, Mr. Elías Zerolo, vendrá enseguida.

Zamacois entró en el despacho del director y se dispuso a esperar. Los minutos transcurrían, Mr. Zerolo no llegaba. Incómodo, nervioso, se levantó del asiento; incómodo, nervioso, volvió a sentarse. Mr. Zerolo seguía sin aparecer. Se incorporó de nuevo, presa de la desazón. Entonces reparó en un diccionario enciclopédico. Convocado por el recuerdo de su tío Eduardo, lo abrió por la zeta. Al instante encontró la entrada correspondiente: «Eduardo Zamacois, célebre pintor español. Nació en Bilbao en 1840. Murió en París en 1870». Eso era todo, apenas dos líneas y un tópico insulso: célebre pintor español. Aquello acabó de hundirle. «Pasarás ignorado, como una sombra», se dijo. Devolvió el diccionario a su sitio y huyó del despacho. El oficinista que le había franqueado la entrada se mostró extrañado.

—¿No espera usted a Mr. Zerolo?

—Mañana… Yo vendré mañana.

Aquel fue, concluye Zamacois, «el primer dolor que me dio París»87.

Dolor, al menos este, pasajero. Porque, antes o después, Zamacois regresó sobre sus pasos, apretado por las privaciones. Y Zerolo, escritor canario, republicano federalista, partidario de Pi y Margall, le dispensó una acogida cordial, como a tantos y tantos españoles. Cordialidad, o sea traducciones. El beneficio era mutuo, porque esos escritores necesitaban de Garnier y Garnier de ellos, empeñada aquella casa en la conquista del mercado americano del libro, oportunidad formidable de expansión.

De hecho los hermanos Garnier no estuvieron solos en tal empresa. Al contrario. Los editores franceses competían por ese mercado desde mediados del XIX, con marcas como Baudry, Paul Ollendorff, Armand Colin, Louis Michaud, Hispano Americana o Privat, entre otras, consiguiendo una penetración notable. Y Garnier se apuntó unas ganancias pingües, superiores a las de «todos los libreros de Madrid juntos»88. «Muchos miles de duros», según el traductor Miguel de Toro Gómez, autor también de diccionarios y gramáticas bilingües, acumuló el fundador de aquella casa, «que ha llegado a centenario […] sin sentir la necesidad de estudiar la lengua de Cervantes y sin poder apenas decir a un cliente: ¡Buenos días!»89.

Garnier, en efecto, se hizo con una montaña de beneficios, porque disfrutó del monopolio del libro escolar y desde esa posición de privilegio desplegó un elenco de colecciones omnipresentes: Biblioteca de Religiones, Biblioteca de la Mujer, Biblioteca Selecta para los Niños y, como joya de la corona, Manuales Garnier. Desde prontuarios de divulgación científica e histórica a misales y libros religiosos, incluyendo el suculento apartado de gramáticas, guías y tratados de urbanidad. Su gran Diccionario enciclopédico de la lengua castellana (1895) aseguró la comida a numerosos escritores españoles e hispanoamericanos (Gómez Carrillo, Bonafoux, Estévanez, Alejandro Sawa), hasta el punto de que Joaquín Dicenta lo rebautizó Asilo enciclopédico de españoles ayunos, y ayunos a veces de conocimientos, porque en ese trigal se encuentra un poco de todo: traducciones notables, medianas y pésimas, precipitadas y repletas de disparates, facturadas en las urgencias del hambre con las limitaciones de un francés elemental, ampliado sobre la marcha.

Conservadora y partidaria de los clásicos, españoles (Quevedo, Larra, Zorrilla) y franceses (Balzac, Victor Hugo), Garnier apenas se arriesgó con un puñado de escritores peninsulares e hispanoamericanos contemporáneos. Zamacois fue uno de ellos, amablemente recibido y estupendamente tratado por Mr. Zerolo poco tiempo después de «aquel primer dolor que me dio París»:

«Otro día saludé a Elías Zerolo. Me recibió bondadosamente, me dio a traducir un Tratado de pintura y me compró un libro de cuentos y de crónicas —muy mediocres— titulado Vértigos. Para ser feliz no necesitaba más»90.

Feliz, de momento. A un franco la página, y a ocho, nueve o diez páginas al día, Zamacois «sacaba lo estrictamente imprescindible para vivir», y eso cuando lo sacaba, porque «escaseaban las traducciones» y la otra fuente de ingresos a la vista, la de los artículos parisinos para la prensa española, se le resistía, escritor todavía bisoño del que nadie se acordaba. En esas condiciones «mi destierro comenzó a parecerme insoportable», así que regresó a Madrid91, donde también se encontró sin sitio, de modo que enseguida se trasladó a Barcelona. Allí conoció a Ramón Sopena, el hombre que «influyó en mi vida más dañinamente», y juntos crearon Vida Galante, semanario ilustrado que causó sensación. Un hombre que se va incluye la crónica de dicha fundación:

«Sopena quería publicar una revista titulada Vida Galante, que no fuese informativa como Nuevo Mundo ni tan rosa como Blanco y Negro, los dos grandes semanarios que se disputaban las simpatías del público; una revista frívola que recogiese el aroma de alcoba que perfuma la literatura francesa del siglo XVIII; una publicación traviesa, con historias de mujercitas locas y maridos de vodevil, aunque sin audacias de mal género»92.

Sopena, audaz y visionario, lo aceptó, pero estableció barreras: «Tendrá veinticuatro páginas», pero como editor incipiente, únicamente disponía de entusiasmo, no de recursos. «Hasta que empecemos a cubrir gastos no podremos pagar colaboraciones», advirtió a Zamacois. Ahí estaba el reto: «Serás tú quien las escribas. ¿Te atreves?». Sin dudarlo mucho (¿acaso podía permitírselo), se atrevió. Y así empezó la historia de uno de los semanarios más influyentes entre finales del siglo XIX y principios del XX, desarrollada desde noviembre de 1898 hasta diciembre de 1905 conforme a las pautas establecidas por Sopena en aquella conversación, cuyas palabras y planteamiento, puestas en limpio por su socio (seremos «como hermanos»), se reconocen en el editorial del número 6: «La Vida Galante cultivará el verso festivo, el cuento alegre, volteriano, la crónica que relata los amoríos y enredos más sobresalientes de la sociedad que constituye la flor y nata de las grandes ciudades», siempre dentro de «los moldes del más acendrado valor literario» y sin espacio al mal gusto ni incurrir en vulgaridades.

El suceso, como entonces se decía, rayó en lo memorable. Su fórmula de erotismo e inquietud social, de sicalipsis y críticas, con despliegue de imágenes (fotografías, viñetas, dibujos) insinuando y diciendo, despertó curiosidad, captó simpatías y fascinó a los lectores. Pero la infraestructura y el diseño se revelaron entonces insuficientes: la imprenta quedaba a trasmano (Villanueva y Geltrú) y la redacción, instalada en el domicilio de Zamacois no reunía condiciones.

Con audiencia y difusión nacionales, a finales del verano de 1900 se impuso la conveniencia del traslado a la capital, decisión anunciada y sostenida con estos argumentos: «Las publicaciones provincianas, por buenas que sean, nunca tienen la autoridad y el valioso prestigio de aquellas que en Madrid se publican; ni el variado carácter, las orientaciones artísticas y el acendrado buen gusto de los periódicos cortesanos»93.

Vida Galante creció en todos los aspectos: de doce o dieciséis páginas en blanco y negro pasó a veinticuatro con las cubiertas en color. Del autor único a una nómina amplia de colaboradores: Dicenta, Benavente, Villaespesa, Martínez Sierra, los hermanos Álvarez Quintero, Juan Pérez Zúñiga, Eusebio Blasco o José Francés; novelas seriadas de autores nacionales y relatos de autores extranjeros («Cuentos ajenos»), historietistas incisivos y monigoteros con imaginación, dibujantes de tirón y reclamo, hoy pasto del olvido, como Teodoro Gascón, Vicente Tur, Karikato, Méndez Álvarez (Modesto) o Pedro de Rojas. Desenfado y atrevimiento: episodios anticlericales, escenas de voyerismo, noches de boda y noches locas, lances de celestinas, guiños y chascos, celos, equívocos, episodios de travestismo y fogonazos bestialistas, siempre, o casi siempre, con más intención de broma que propósito de zaherir.

Unidos en la escasez, el viento de cara sembró la discordia entre Sopena y Zamacois. Sus posturas chocaron.

Zamacois pretendía cobrar, basado en la certeza de que la revista rendía beneficios, animado por la segunda edición de Punto negro y estimulado por la buena fortuna de una «Colección Regente» con noventa títulos publicados bajo su dirección.

Sopena, por el contrario, sentía cumplidas sus obligaciones con el goteo de algunos adelantos. «Ni aun con lo que producen los libros cubrimos gastos», le espetó. Al final, después de algunos silencios embarazosos, apuntó esta solución: «Para quedar en paz se me ocurre que, si renuncias a tu título de socio industrial, yo doy por perdido lo que hasta aquí te he adelantado, y te señalo un sueldo».

El escritor aceptó. A cambio de veinticinco duros mensuales rindió la cotitularidad de la empresa: reconvertido primero en director asalariado, enseguida en simple colaborador, y cesado y sustituido en 1902 por Félix Limendoux94, poco después fue definitivamente apartado por su propia voluntad de la que fue su revista. En esa coyuntura se asocia con Eduardo Barriobero y Joaquín Segura para fundar El Escándalo, semanario subtitulado «Papelito intermitente que la armará fácilmente», episodio magnificado por Zamacois en sus memorias: «Tan desesperadamente batallador y bien informado que apenas nacido conquistó la popularidad. Se vendía a cinco céntimos, pero la grey chismosa […] pagaba los números a dos y tres pesetas». Su apoteosis habría consistido en la revelación de que el dueño de un famoso café usaba la leche, adquirida a bajo precio, en que una marquesa anciana lozaneaba «sus fatigadas carnes». En verdad se trató de un papelito descabellado, basado en anónimos y rumores, abocado al ingeniosismo y las ocurrencias, faltón e insultante, exponente, eso sí, del malestar político, social y artístico. A trancas y barrancas lanzó ocho números95.

La etapa siguiente fue la de la editorial Cosmópolis, «concepción que estimo genial», recordaría Zamacois sin pecar de modesto, «destinada a publicar, en francés, las mejores novelas españolas contemporáneas». Empresa fugaz, en realidad un mero guiño sin concreción a partir del propósito de «abrir a los escritores españoles el mercado europeo», genial o no y mejor o peor proyectada, se la llevó por delante lo disparatado de su ejecución, con una imprenta instalada en un hotelito de dos plantas, la primera ocupada por la familia del escritor, y una plantilla cruzada de brazos mientras Zamacois supuestamente realizaba gestiones en el París de sus sueños, que no era el París de las mansardas, la humedad y las privaciones, sino el París del champán y los lujos, con los gastos imputados a la cuenta del socio capitalista, un rico latifundista pacense96.

El bagaje de Cosmópolis se redujo a sendas ediciones de Doña Perfecta de Pérez Galdós, El seductor y Punto negro, quince mil ejemplares que descansaban «intactos» en el hotelito de marras cuando aquella entelequia se desmoronó. Carrascal, el capitalista, entendió la inversión perdida y regaló los libros a Zamacois, «por haber trabajado sin sueldo», que se apresuró a regresar junto al Sena, convencido de que los lectores se los quitarían de las manos, fantasía resuelta en las librerías de lance y por los bouquinistes97. Sin desanimarse por ello, el autor/editor retornó a Madrid dispuesto a seguir intentándolo, convencido de que antes o después acertaría con la fórmula del triunfo.

Fue pronto: una noche de finales de 1905 —afirma en Un hombre que se va— «en que las zozobras que trae consigo la penuria no me dejaban dormir, me asaltó la idea de fundar una revista que había de titularse El Cuento Semanal», novedosa revista literaria de periodicidad semanal y exclusivamente dedicada a la publicación de novelas cortas inéditas de autores españoles contemporáneos, de veinticuatro páginas y precio módico, 30 céntimos98. «No hubo en mi ánimo el menor titubeo», concluye99.

Sin capital para ejecutar el proyecto, este cuajó merced a la oportuna aparición de Antonio Galiardo, un joven con inquietud literaria y medios económicos. El número inaugural, Desencanto de Jacinto Octavio Picón, irrumpió el 1 de enero de 1907 y obtuvo un respaldo masivo, semana tras semana confirmado con tiradas de hasta cincuenta y sesenta mil ejemplares. Así las cosas, el negocio marchaba miel sobre hojuelas, pero miel sobre hojuelas de puertas afuera, porque de puertas adentro pronto surgieron tensiones, impagos y apremios, hasta el extremo de que Galiardo, rebasado por la situación, se quitó la vida el 30 de mayo de 1908. Zamacois insertó esta nota titulada «Antonio Galiardo» en la primera entrega post mórtem de la revista:

«Más de año y medio hace que él y yo nos unimos para fundar El Cuento Semanal. En las horas de esperanza y alegría, como en los momentos procelosos de vacilación o de quebranto, siempre estuvimos juntos; y le vi animoso, resuelto, seguro de sí mismo.

Yo le quise mucho. Era joven, era simpático, era artista…

Su generosa imaginación meridional iba muy lejos.

—Dentro de tres o cuatro años —decía— podremos introducir en el periódico “tal” reforma…

¿Cómo quien concedía a una obra suya vida tan larga pudo poner a la suya propia un fin tan brusco? ¿Qué idea negra oscureció su pensamiento y armó su mano? ¿Qué inextricable tragedia o qué desapoderado aletazo de locura lograron arrastrarle hacia la muerte en el espacio breve de una tarde?

Yo no lo sé; nadie lo sabe. Entre él y la curiosidad anhelante de los vivos, se alza ya el enigma frío y callado de las cosas inertes.

Todo esto es horrible, y cuanto más lo recuerdo menos sabría describirlo.

Yo le vi muerto…, yo vi cómo se lo llevaban… Pasó ante mí en una caja negra. ¡Oh…! ¡Qué quieto iba, qué misterioso…! Y aquello compone ahora en mi memoria un cuadro extraño, con brochazos negros y rojos y manchas blancas, manchas exangües, lívidas y tristes como la cera…

—Adiós, hermano…

Y queda, además, en esta Redacción, antes tan risueña para mí, una especie de pasmo, una sensación intraducible de estupor, de silencio, de frío, de olor a humedad que parece agarrarse a las paredes y amortiguar un poco la alegría luminosa de las lámparas. No es aprensión mía; en las sillas, sobre las mesas, a lo largo de los pasillos… hay algo que me dice:

—No está…

¡Ah!… Yo no te olvidaré nunca, tarde maldita del 30 de mayo»100.

De cara a los lectores, El Cuento Semanal prosiguió con normalidad, con nuestro escritor en solitario al frente. Sin embargo, la realidad era muy distinta. Porque Rita Segret, viuda de Galiardo, y Zamacois entraron de inmediato en desavenencias irreconciliables, concretadas en denuncias y pleitos. La ruptura afloró a finales de año. Zamacois insertó en el último número publicado bajo su dirección una «Despedida. A mis lectores» hábil, cruda y bien graduada:

«En los primeros días de septiembre de 1906 fue a verme a mi casa un caballero como de treinta años, simpático y elegantemente vestido. Me abrazó.

—¿No se acuerda usted de mí?

Quedeme perplejo unos instantes, pues aunque soy fisonomista excelente, tardo mucho en asociar los nombres a las figuras. Al cabo mi memoria se iluminó.

—¡Sí! —dije—. Ahora caigo. Usted es Antonio Galiardo. Perdone usted… ¡pero usted ha cambiado! Le encuentro mucho más grueso, tiene usted mejor… ¡Si hasta me parece que ha crecido usted!

—Es cierto —repuso—, ahora vivo bien, porque vivo sin trabajar. Mi padre murió y he heredado bastante; puedo decir que soy rico. Además, me he casado. Soy, por tanto, eso que los franceses llaman un homme rangé.

Y prosiguió:

—Actualmente resido en Barcelona, pero deseo trasladarme a Madrid y fundar un periódico. Para esto le he buscado a usted. Quiero que trabajemos juntos. Yo recuerdo que hace años, cuando yo no tenía nada ni valía nada, usted fue bueno para mí.

Hablamos. Me dijo que su proyecto era fundar una revista del corte de Nuevo Mundo, pero en colores y a 15 céntimos.

—Eso es un disparate mayúsculo —le repliqué—: Nuevo Mundo está confeccionado admirablemente y es imposible competir con él.

—Entonces, ¿qué podríamos hacer? ¿Tiene usted alguna idea?

—Sí, señor.

—¿Cuál?

Con todo espacio y minuciosamente, pues se trataba de un proyecto que desde hacía mucho tiempo yo traía prudentemente sopesado y medido, le expliqué lo que El Cuento Semanal había de ser».

Galiardo y Zamacois se entendieron al instante, y aunque los profesionales expresaran pronósticos fatales, ellos, sin desalentarse, persistieron. Y la fortuna les sonrió, apuntándose en su haber «uno de los éxitos periodísticos más grandes de estos últimos tiempos». ¿Y después? Primero sobrevino la fatalidad del suicidio; a continuación la viuda se desentendió y El Cuento Semanal iba en directo hacia la suspensión, pero él supo evitarla atento al interés de los suscriptores y para «demostrar que el periódico tiene vida propia, puesto que conmigo, que carezco de bienes de fortuna, ha vivido desde mayo acá». Pero el año se cumplía y, rodeado de hostilidad, dijo basta:

«El abintestato me disputa la propiedad de El Cuento Semanal (que yo creo me pertenece en virtud de cierto contrato que firmamos Antonio Galiardo y yo el día 18 de marzo de 1907) y los tribunales que entienden en el asunto no me permiten cobrar ni aun mi sueldo de director, en tanto que la cuestión que se litiga no quede resuelta. Y yo no puedo trabajar gratuitamente un año y otro, yo soy pobre y los engranajes judiciales marchan muy despacio».

En consecuencia, entregaba las cuentas y se iba. «Vivo y lleno de autoridad sale el periódico de mis manos.» Quien lo recibía, «si quiere, lo continuará». Él abandonaba, orgulloso de haber conseguido «una síntesis admirable de la mentalidad española actual»101.

Dueña absoluta de la revista, Rita Segret prosiguió sin pérdida de fecha, posiblemente para asombro de Zamacois, que evidentemente la minusvaloraba. Además nombró un nuevo director literario, Francisco Agramonte, y «en legítima defensa» respondió al exsocio de su marido, poniendo algunas cartas boca arriba. Zamacois no abandonaba por su voluntad ni por cansancio. Es más, ni siquiera abandonaba. Había pleiteado hasta el fin, y había perdido. Salía —lo sacaban— de allí por mandato judicial:

«Sin mi intervención, sin mi consentimiento, el Sr. Zamacois publicó el periódico el día 5 de junio y ha seguido publicándolo hasta el 25 del mes último. El juzgado de primera instancia del distrito del Centro le requirió en 3 de agosto “para que se abstuviera de publicar el periódico, para que bajo apercibimiento de ser procesado por desobediencia entregase todo lo que perteneciente a El Cuento Semanal tuviera en su poder, y para que me rindiese cuenta de su gestión durante el tiempo que llevaba publicándolo”. El Sr. Zamacois no acató la orden judicial, pidió reposición de ella, que le fue denegada, apeló ante la Audiencia, promovió demanda reclamando la propiedad…¡Cuantos recursos conceden las leyes, otros tantos utilizó en mi perjuicio durante estos siete meses!».

Zamacois invocaba un contrato que a su entender le confería la propiedad; la viuda le contestaba reproduciendo la cláusula en cuestión:

«9.ª Si D. Antonio Galiardo decidiese que el periódico cesara de publicarse, la propiedad del título El Cuento Semanal, con exclusión de los créditos que a favor del mismo existan, pasará a ser propiedad del Sr. Zamacois, sin que el Sr. Galiardo tenga derecho a exigir al Sr. Zamacois indemnización alguna, ni el Sr. Zamacois pueda exigir al Sr. Galiardo el pago de las deudas que pudieran pesar sobre el periódico».

Pero Galiardo no desistió, Galiardo se quitó la vida. La propiedad, en consecuencia, recaía en sus herederos. La sentencia lo asentaba categóricamente: «No habiendo lugar a adjudicarle la propiedad de El Cuento Semanal, que pertenece al abintestato del Sr. Galiardo, y condenando a dicho Sr. Zamacois en todas las costas, por la notoria temeridad con que ha procedido». Sentado esto, Segret se empleaba a fondo, invirtiendo los papeles al pasar de descalificada a descalificadora: menos literatura y más humildad. El mérito de la colección pertenecía a los autores, elegir buenas firmas lo hacía cualquiera. Y, las cuentas claras, la viuda de Galiardo enumera partidas, precisa conceptos, deja caer acusaciones, insinúa abusos, desgrana ironías y, cláusula por cláusula, si Zamacois invocaba en su favor la 9.ª, ella sacaba a colación la 5.ª, referente al mobiliario de la vivienda particular del escritor, hasta ese extremo beneficiado por su «pobre marido».

«El Sr. Zamacois no tiene derecho a quejarse, porque hasta que murió mi esposo fue espléndidamente retribuido. Cobró sus sueldos casi siempre anticipados, percibió participaciones cuantiosas en los beneficios, donativos, hasta comisiones por anuncios; solamente los recibos que pude encontrar al morir mi esposo, firmados por aquel señor y que ha reconocido judicialmente, importan 4.574 pesetas, sin contar otras cantidades pedidas al amigo, algunas de las cuales constan en cartas también reconocidas ante el Juzgado; y el confortable mobiliario que tiene el Sr. Zamacois en su casa pagado por mi pobre marido, según declara la cláusula 5.ª del contrato que entre ellos existía»102.

Desalojado de la revista y desmentido en público, Zamacois no se quedó en la calle ni permaneció callado. Al contrario, de inmediato puso en pie una colección igual: Los Contemporáneos, asociado al impresor José Blass103, prueba evidente de que, sabiendo el pleito perdido, llevaba tiempo preparando esa alternativa. Y desde esa nueva tribuna se despachó a gusto, revelando las miserias propias del barro humano, acentuadas si cabe por las limitaciones del ambiente editorial español104. Pero Rita Segret, mujer herida y de respuesta pronta105, acabó con la disputa al divulgar la sentencia definitiva de Felipe Santiago Torres y Morillas, juez de primera instancia de Madrid, inapelablemente pronunciada a su favor106. Para que la derrota aún fuera más aplastante, Zamacois perdió la batalla de los quioscos y el control de Los Contemporáneos:

«Durante varios meses ambas publicaciones lucharon sin que ninguna prevaleciese. Después la mía empezó a decaer. Era lógico. Los Contemporáneos no tenía historia; El Cuento Semanal sí, lo que bastaba para que la masa lectora lo prefiriese. Sólo cuando la jerarquía literaria del autor que yo publicaba superaba la del que esa semana firmaba la revista enemiga, Los Contemporáneos se vendía más»107.

Blass, el impresor, «se asustó», y en «días amargos» Zamacois recurrió a Manuel Alhama Montes, periodista enriquecido con Alrededor del Mundo, quien aceptó su oferta de compra «a condición de ser su único propietario». Puesto entre la espada de la desaparición y la pared del enajenamiento, el escritor pasó a «empleado de lo que fue mío». Cualquier renuncia antes que la humillación del cierre. «A todo me avine, y no me arrepiento», reconoce. Porque «gracias a eso» vería pasar por delante de su puerta el cadáver del adversario, extinguido El Cuento Semanal en 1912 en tanto Los Contemporáneos proseguía su andadura hasta 1926108.

Al lado de Rita Segret se alineó Francisco Agramonte, sucesor de Zamacois en la dirección literaria de El Cuento Semanal, responsabilidad desempeñada hasta mediados de 1911, cuando ingresó en la carrera diplomática de la mano de los Ortega, secretario de Ortega Munilla en El Imparcial. Según Agramonte el mérito correspondió en exclusiva a «un joven culto e inteligente» que «sin osar alinearse con los profesionales cultivaba la literatura» y «un día concibió la idea de hacer una publicación hasta entonces desconocida en España», recurriendo al novelista como mero ejecutor de tal designio109. Agramonte es rotundo:

«Durante un par de años, asumí la dirección de El Cuento Semanal después del suicidio de su fundador y de la traición de un socio que, al fracasar en el siniestro propósito de sustituirle, no vaciló en crear otro semanario similar para arruinar al primero»110.

Rotundo y, tal vez, demasiado parcial. Yo creo que Agramonte peca de animosidad, pecado, por cierto, en el que también incurrió Zamacois respecto a Rita Segret, implacablemente fulminada en sus memorias con acusaciones que en su momento, con ella en situación de defenderse, no se atrevió a esgrimir. Al cabo de tantos años, la cicatriz continuaba supurando:

«Rita había hecho de su hombre un sujeto plegable y abusaba de él. Egoísta, vanidosa, gastadora, amiga de figurar, malversaba en costosas superfluidades las ganancias de la revista. El periódico no producía lo que su propietaria necesitaba, y empezamos a vivir del crédito. Firmando letras cobrables a noventa días, seguimos adelante, dando tumbos, hasta que mi compañero —que a vivir luchando prefería morir sin luchar— se suicidó de un tiro el 2 de mayo de 1908»111.

Sobre tales ajustes de cuentas, habituales en estos casos, aquí y ahora carece de sentido extenderse. Ahora bien, a cada cual lo suyo: por un lado, la razón jurídica; por el otro, la intrahistoria de un proyecto editorial. El propietario fue sin duda Antonio Galiardo, y después su viuda; la paternidad de la idea, eso es distinto. Zamacois arrima el ascua al fuego de sus intereses en Un hombre que se va al pretender que el modelo de El Cuento Semanal fue Vida Galante, literariamente conducida por él bajo la gestión comercial de Sopena, alianza de escritor y editor, cada cual a lo suyo, implícitamente extendida a la relación con Galiardo. Pero sí y no, conviene matizar.

Primero el no: Vida Galante y El Cuento Semanal únicamente coinciden en elementos secundarios, a veces inevitables, como el papel, las letras, la impresión a dos columnas o la periodicidad. Lo demás, o sea casi todo, son diferencias. Vida Galante se caracteriza por fotografías insinuantes, poesías festivas, reproducciones artísticas de sesgo erótico, relatos sicalípticos, entrevistas con su punto de malicia a figuras del espectáculo, crónicas picantes, comentarios teatrales y viñetas con intención. Pues bien, ¿qué rastros se encuentran de tal programa en El Cuento Semanal, donde los relatos, aparte de las ilustraciones, sólo ceden espacios secundarios para los anuncios y mínimos para los demás elementos, sean comunicados editoriales o secciones discontinuas de libros y teatro?

Después el sí: al cobijo de Vida Galante, Zamacois alumbró dos series de narrativa, «Colección Regente» y «Colección Galante», cuyo catálogo ha reconstruido Villarías Zugazagoitia112, ambas formadas con obras propias (Incesto, Horas crueles, Amar a oscuras, El lacayo, Bodas trágicas, etc.), con frecuencia acogido a seudónimo113, o seleccionadas por él. Y aquí son obvios, no ya las coincidencias, sino los antecedentes. No cabe duda: desde comienzos de siglo nuestro autor tanteaba la fórmula, aunque no en solitario, porque esa transformación flotaba en el ambiente, rozada en diversas publicaciones de la época. «Quizás Zamacois tomó la idea para publicar El Cuento Semanal de este tipo de colecciones de novelas breves en las que tuvo tanta participación», señala Villarías, a mi entender con razón.

De hecho, la superación del folletín decimonónico y el camino del cuento hacia la novela corta constituyen rasgos diferenciales del periodismo literario de fin de siglo, transformación estudiada por Pilar Celma y Ángeles Ezama114, entendida y apoyada por Clarín en 1894 desde Los Lunes de El Imparcial115: «Hacen mal los directores de periódicos», advirtió entonces, «en exigir a los verdaderos cuentistas que sus cuentos sean cortos, muy cortos», limitando las historias y a unos lectores cuyas expectativas iban más allá de la mera información, seña de identidad de Vida Galante frente a Nuevo Mundo o de Blanco y Negro respecto a ABC. Cerrado el desastre de las guerras coloniales, la sociedad, recuperado el pulso, pedía y esperaba de las revistas, antes que noticias, lecturas sugestivas.

O sea, el proyecto maduraría entre los dos a partir del exponente de publicaciones francesas de la época, bien conocidas por Zamacois. Sumando y no restando, así nacería y cobraría impulso El Cuento Semanal, no «la primera colección seria de novela existente en España» pero sí la «primera colección de novela corta de autores españoles en forma de revista y no de libro»116, punto de partida del fenómeno editorial y literario de masas más relevante del primer tercio del siglo XX, extendido a diversos géneros (teatral, biográfico, cinematográfico) y ambientes, desde los tradicionales hasta los más radicales y revolucionarios117.

Ponderando el auge de dicha fórmula editorial, Sainz de Robles se refería a más de diez mil novelas publicadas desde 1907 hasta 1925, cifra considerable que posteriores estudios han revelado corta, aunque a mi juicio se aleje de las estimaciones de Alberto Sánchez Álvarez-Insúa: «Entre 1907 y 1936 se generan unas quinientas colecciones con una media de cien títulos por colección y un total de cincuenta mil obras»118, cálculo quizás ajustado en cuanto a las colecciones pero fuera de lugar respecto a los títulos, con bastantes series de corta duración y catálogo escaso.

Yo sostengo que la cifra real giraría en torno a los veinte mil títulos, que ya son muchos, y en la generalización del modelo, con réplicas en el teatro, las vertientes sociales de la medicina (con particular incidencia en la sexualidad), la poesía, el cine, las crónicas o el cancionero, de modo que ese tipo de publicaciones tomó literalmente los quioscos y se adueñó de las librerías, llegando a los rincones más recónditos de la geografía nacional por medio de corresponsales y suscripciones. Nuevos referentes, nuevos temas, nuevos patrones de vida. La palabra escrita convertida en un hábito entre los españoles. Su trascendencia resulta histórica e innegable. La cuantía de las tiradas hizo posible el surgimiento del escritor profesional, marcó el tránsito de la literatura popular oral a la literatura escrita y fijó el comienzo de la modernidad. Así lo señaló Hipólito Escolar119 y, a tenor de datos contrastados, estamos ante una evidencia. Nada más, nada menos.

En conclusión, Zamacois trasciende de largo cualquier definición simplista, y el marbete de escritor galante, aplicado en exclusiva, oculta una obra plural en modos y géneros. Novelista, por supuesto, de cortesanas y sicalipsis, pero también novelista del misterio, de las zonas oscuras y el ámbito de los enigmas, y de temas sociales, plural por naturaleza en el registro con que Cervantes llamó a Lope de Vega «monstruo por naturaleza». Periodista de artículos y crónicas, periodista de café, periodista de estrenos y de trincheras. Dramaturgo, memorialista brillante y hombre de iniciativas, director de revistas y editoriales, con un invento en su bagaje como el de El Cuento Semanal, marca y divisa de toda una época. ¿Una obra que se viene? Ojalá. Porque va siendo hora de que en su caso se consume aquello que advierte Gil de Biedma: «En la vida los olvidos / no suelen durar».

G. S.

Cortesanas, bohemios, asesinos y fantasmas

Подняться наверх