Читать книгу Cortesanas, bohemios, asesinos y fantasmas - Eduardo Zamacois - Страница 13
LA MUERTE MISTERIOSA DE LUZ ESTEBAN
ОглавлениеNUEVE AÑOS CONSECUTIVOS, Luis López, antiguo croupier, había sido feliz, plenamente feliz, entre las prisiones tibias y fragantes que las magníficas pupilas verdosas, la melena dorada y los brazos blanquísimos de Luz Esteban pusieron a su carne y a su corazón. Hermosa, rica y selecta, aquella mujer poseía esa fuerza suave y cautivadora —fuerza de resistencia— con que los remansos hondos debilitan el ímpetu emigrador de los ríos; y así, semejante a una ola fatigada, el aventurero se detuvo en ella. Más tarde, junto al Amor fortificado y como legalizado por el tiempo —¿qué es una ley sino una costumbre escrita?—, el Hastío asomó su rostro bostezador. En el decurso de otros dos años, esta desgana se transmutó en antipatía y, finalmente, en odio intolerable. A pesar de lo cual, el amor no se iba. Para Luis López, peregrino de innúmeras romerías sentimentales, Luz simbolizaba el pasado, la melancolía inefable de los días extintos; era el recuerdo, la ruina querida y veneranda. Desgraciadamente, su alma epicúrea no se satisfacía con la contemplación. Necesitaba del Hoy palpitante. Quizá el aborrecimiento, más codicioso cada vez, que le mordía sólo fuese, en puridad de verdad, el deseo de apurar libremente las delicias de «la hora que pasa». Sin renunciar al cariño de Luz, precisaba de otros cariños. La admiraba, pero la sentía incómoda, absorbente. Luis López era como esos turistas que, después de extasiarse ante la magnificencia de la Alhambra, corren en busca del regocijo maquillado de los music-halls.
Además, ella, en un arranque de previsión maternal, había testado a favor de su amante, instituyéndole heredero único de sus bienes; el contrato de la casa que habitaban, lo mismo que los relativos a diversos negocios que emprendieron, estaban a nombre de él. Ella, de consiguiente, aparecía anulada, y lo que no hace falta estorba.
Entonces apareció en el oscuro espíritu del ingrato la idea del crimen. El crimen representaba la riqueza, la libertad, la orgía sin freno. Había, pues, que eliminar el obstáculo; pero cautamente, sin comprometerse. Un asesino avisado dispone de infinitos recursos para burlar la justicia. Y la impunidad no suele hallarse en los viajes largos, pues las fronteras están vigiladas, ni en ningún medio extraordinario de ocultación, sino en los detalles: hay detalles evidentemente triviales y que, no obstante, bastan a borrar una pista.
Convencido de esto, Luis López aplicose a meditar en aquel astuto pormenor o circunstancia que, de llevar a término su vitanda intención, había de ponerle al abrigo de peligrosas sospechas. La rebusca fue laboriosa, prolija, y se convirtió en obsesión. Muchas veces, sentado enfrente de su probable víctima, quedábase inmóvil, sin acordarse de fumar, los ojos dilatados y ausentes, persiguiendo una idea en la que vislumbraba un camino. Extrañada de verle tan absorto, tan lejos, Luz solía exclamar:
—¿En qué piensas?…
El miserable parpadeaba, sonreía; puede afirmarse que despertaba. Y luego, con suavidad feroz:
—En ti pensaba —decía.
Era cierto: en ella reflexionaba incansablemente, y semejante al ajedrecista que estudia una combinación definitiva, así perseguía el ardid que había de defenderle ante los tribunales. Aquella treta a zancadilla exculpadora él la sentía —la adivinaba— junto a él, fácil, accesible, perfectamente encubridora por obra de su misma sencillez.
Al cabo la halló. Mejor dicho, fueron cinco, que no una, las circunstancias amparadoras con que magistralmente acertó a taparse.
•
Mediaba octubre.
Una tarde, terminando de almorzar, Luis López preguntó a Luz:
—¿Cómo sigue la madre de Benita?
La interrogada hizo un mohín de ignorancia.
—No lo sé; creo que está muy enferma.
Benita era la criada.
—Debías autorizarla para que luego, a la nochecita, fuese a verla.
—Como quieras, pero díselo tú; diciéndoselo tú tardará menos en volver.
Él repuso, galante:
—No; quien debe otorgarle el permiso es la dueña de la casa. Aquí, entre estas paredes, la autoridad máxima la ejerces tú.
Luz Esteban sonrió, halagada.
—Como gustes.
Él insistió, meloso y artero:
—De ese modo el favor te lo agradecerá a ti.
Transcurridos unos momentos, el futuro asesino, que ya comenzaba a devanar su plan, con reposados pasos salió del comedor.
Luz inmediatamente llamó a la criada:
—¿Has tenido nuevas noticias de tu madre?
A la moza se le acuitó el rostro; sus ojos pitañosos se humedecieron.
—No, señora…
Con el delantal se restañó una lágrima, y añadió, temblorosa la voz:
—Lo peor es que cayó en cama con pulmonía. ¡Figúrese usted…! Y como para cuidarla no tiene más que a mi hermana, que es chica…
Luz Esteban miró el reloj. Pronto serían las cuatro.
—¿Acabaste de fregar?
—Todavía no he principiado.
—Pues friega y vístete, para ir a ver a tu madre.
—¡Ay, sí, señora!… ¡Dios se lo pague a usted!
Pasada una hora —ya empezaba a palidecer la luz en los balcones—, Benita se asomó al gabinete, en donde sus amos tertuliaban.
—¿Tienen ustedes algo que mandar?
Luis López manifestose sorprendido.
—¿Adónde va la muchacha?
—Le di permiso —replicó Luz— para ver a su madre.
—¡Ah, muy bien…!
Benita saludó, y segundos después la puerta de la escalera se cerraba tras ella con un eco que a Luis López le pareció extraño. Luz, de súbito, sintió miedo.
—Voy a pasar el cerrojo —dijo.
Intentó levantarse, pero su amante no le dio tiempo, e inclinándose sobre ella, cual si fuese a besarla, con una barbera, que a prevención llevaba abierta, la degolló. El golpe lo asestó con la mano izquierda, para que más adelante los forenses hablasen de la zurdidad del asesino, y fue tan certero y hondo que la víctima sucumbió sin quejarse.
Hecho esto, lavose pulcramente en el fregadero de la cocina, se vistió, y a las seis —a la hora de todos los días— marchose a la calle. En el zaguán saludó a la portera.
—Buenas tardes, señora Julia.
—Buenas tardes, don Luis…
Al doblar la esquina, el asesino, que tenía prisa en desarrollar su proyecto, subió a un auto.
Veinte minutos más tarde, la señora Julia y las dos vecinas que, de vuelta de sus compras, habíanse detenido a platicar con ella vieron aparecer en el zaguán, a medias invadido por las penumbras crepusculares, un hombre metido en una trinchera gris. Aquel individuo cruzó el portal con paso rápido, musitó vagamente un saludo al enfrentar la portería y emprendió el ascenso de la escalera, ganando los peldaños de dos en dos. Un sombrero negro y haldudo, derribado indolentemente sobre una oreja, le recataba el rostro.
—¿Habéis reparado en ese? —comentó la señora Julia, siguiéndole con la vista—. Le falta un brazo…
Las interrogadas miraron al que subía, y advirtieron que, efectivamente, la manga derecha de su trinchera flameaba vacía. Los movimientos acelerados de su dueño la agitaban fuertemente, dándole una silueta vagarosa, a la vez triste y grotesca, de espantapájaros. Una de las mujeres preguntó:
—¿Quién es…?
—No sé; no le he visto nunca… —repuso la portera—. ¿Quién va a llevar cuenta de todas las personas que entran y salen diariamente por aquí?
Asomose, sin embargo, a la caja de la escalera, y miró hacia arriba. El desconocido continuaba subiendo precipitadamente; y a intervalos, al doblar los rellanos, su manga flotante parecía revolar, semejante a un gallardete, por encima de la barandilla.
—Debe de ir al tercero —comentó la señora Julia, apartándose de su observatorio.
Y agregó rezongando:
—De fijo va al cuarto de don Luis, que acaba de marcharse. Luego bajará refunfuñando, y es capaz de recriminarme por no habérselo dicho. A lo cual yo le contestaré: «¿Usted me preguntó algo? ¿O cree usted que estamos aquí para adivinar?».
Fuéronse las dos vecinas que comadreaban con la portera, y a poco llegaron la hija de esta, que era planchadora y regresaba del obrador, y la francesa «masajista» que habitaba en el bajo, y que siempre, al volver de la calle, entraba en la portería a echar un rato de palique. Casi al mismo tiempo se sumó a la tertulia la criada del principal.
Minutos después, la señora Julia columbró, desde el fondo de su atisbadero, «al hombre de la trinchera gris», que bajaba la escalera acaso con mayor celeridad que la había subido. Dijérase que rodaba por ella. Su ademán, evidentemente, era de fuga, y su ancho sombrero, echado hacia delante, delataba su propósito de no ser conocido. Sobreponiéndose al reúma y al peso de sus muchas carnes, la portera trató de detenerle.
—¡Oiga usted, caballero…!
Pero el interpelado, que acababa de salvar de un brinco los últimos seis peldaños, corrió hacia la calle. Un instante la manga hueca de su trinchera se agitó en el aire, con un tremolar de despedida, y desapareció.
—¡Es manco! —exclamó la planchadora.
—Sí, le falta el brazo derecho —ratificó la «masajista»—. ¡Pobre…! Quizá sea un escapado de la Gran Guerra.
La señora Julia hizo un mohín.
—No sé quién es —declaró—, pero me parece un tipo sospechoso. Con tal que no haya venido a robar…
A las ocho llegó Benita, la cara triste, el andar cansino.
—Buenas noches, señora Julia.
—Buenas noches.
—Hasta mañana…
Apoyándose en la barandilla, como si no pudiera tirar de sus pies, emprendió la ascensión. La portera inquirió:
—¿Y tu madre?
—Lo mismo o peor.
—¡Vaya por Dios, mujer!
Minutos más tarde Benita regresó a la portería.
—Me he hartado de llamar —exclamó, dejándose caer sobre una silla— y nadie contesta. Los amos deben de haber salido.
—Él sí —explicó la señora Julia—, pero a tu señorita no la he visto bajar.
—¿Y cómo no ha salido a abrir?
—Se habrá dormido. ¿Tú llamaste bien?
—Hasta cansarme: primero con el timbre, que suena mucho; luego con los nudillos. ¡A ver si le ha sucedido algo malo…!
La portera convenció a Benita de que debía llamar nuevamente. Hízolo así la muchacha, y a poco tornó a bajar, lívida, acobardados los ojos, las manos trémulas.
—No abren —balbució—, no abren y, sin embargo, la luz del recibimiento está encendida. Por el montante de la puerta se ve el reflejo.
—Y antes, cuando subiste por primera vez, ¿estaba apagada?
—No me fijé…
La señora Julia frunció el entrecejo: la silueta huidora «del hombre de la trinchera» volvía a su espíritu. Aunque inmutada, tuvo un rasgo de valor.
—¡Vamos a subir las dos!
Benita denegó con la cabeza.
—¿Yo subir? ¡Ni arrastrada! ¿Y si hubiera ladrones? Mejor será avisar a los guardias…
En esta discusión se hallaban cuando apareció don Luis, apersonado y pulcro, y con la cara risueña de todos los días. Informáronle ellas de lo que ocurría, y a sus malicias policíacas él opuso un gesto incrédulo.
—Ahora saldremos de dudas —dijo—, pues yo traigo el llavín de la puerta.
Dirigiéndose a Benita, que con la presencia de su amo parecía recobrada, añadió:
—Ven, no tengas miedo. Lo que sucede es que mi mujer, cansada de estar sola, se habrá echado a dormir.
Subieron; él iba delante. Minutos después la señora Julia, a quien su instinto porteril había aconsejado mantenerse en acecho, oyó lamentos y voces de «¡Socorro…, socorro…!». Inmediatamente ella y otras vecinas, acudidas como por ensalmo, precipitáronse escaleras arriba. En el segundo rellano vieron a Benita y a don Luis que bajaban trémulos, espantosamente pálidos, agarrándose a las paredes y sin apenas poder hablar.
—¡Han matado a la señora! —tartamudeaba la criada—. ¡En el gabinete está! Muerta… ¡Da horror…! Yo la he visto… ¡Está muerta…!
•
El asesinato de Luz Esteban monopolizó la atención pública y apasionó a los reporteros durante varias semanas. El móvil del crimen había sido el robo, puesto que su autor escapó llevándose todas las alhajas de la víctima y cuanto dinero y objetos de algún valor halló en los armarios. Lo inaveriguable era el asesino. Fundándose en lo declarado por la señora Julia y otras personas, los periódicos hablaron insistentemente de un hombre, «manco del derecho» y vestido con una «trinchera gris». Pero este señalamiento, aunque harto expresivo, no dio fruto, y el rastro, al fin, acabó por perderse.
Psicólogo hábil, Luis López había trazado bien los pormenores de su obra ominosa. Él estaba cierto de que la manquedad, aparentada fácilmente con sólo abstenerse de introducir su brazo derecho en la manga correspondiente del impermeable, era una anomalía impresionante de tal fuerza que bastaba por sí sola para desfigurarse y evitar que nadie le mirase al rostro, como así sucedió.
El dictamen de los peritos respecto a que el agresor era zurdo, según lo atestiguaba la espantosa herida por donde a Luz Esteban se le evaporó el ánima, y el haber manifestado Benita al juez que no fue «el señor», sino «la señora», quien le dio permiso para salir a ver a su madre también le favorecieron.
El hecho de dejar prendidas las luces del recibimiento, del gabinete y de la alcoba contribuyó asimismo a ponerle al abrigo de sospechas, pues a las seis de la tarde —hora en que la portera de su casa le vio salir— aún era de día. Todo le ayudaba.
Finalmente, el robo que el miserable simuló cooperó más que nada a desorientar a la justicia, y por esta vez la verdad «no salió del pozo».
Comentando una película policíaca, Luis López —cuya historia repugnante conozco, pero a quien mi conciencia honrada se niega a delatar—, me decía:
—Crea usted que en los crímenes célebres, como en las obras de teatro, el mérito está en la preparación, en los detalles…, más que en el argumento.