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ОглавлениеCapítulo II
Los Alfonsín
Nunca podría haber hecho lo que he hecho sin los hábitos de puntualidad, orden y diligencia, sin la determinación de concentrar en mí un objetivo a la vez.
−Charles Dickens
Ana María Foulkes de Alfonsín estaba parada en uno de los vértices del comedor, el rostro serio, erguida como una profesora inglesa de modales severos. Alrededor de la mesa de estilo europeo antiguo todos sus hijos se disponían a empezar la cena.
La voz de la señora sonó firme, seca, sin estridencias.
−Raúl –le indicó al más grande de sus hijos−, traé los libros.
El resto de sus hermanos, Ana María, Ramiro, Silvia, Fernando y Guillermo no se animaron a mirarse entre sí frente a la orden de la madre.
−Para comer el primer plato cada uno se pone un libro debajo de cada brazo para que sepan cómo se deben manejar las manos encima de la mesa, como les digo siempre −precisó la mamá de los Alfonsín.
Religiosamente todos cumplieron sin chistar y cada uno agarró sus cubiertos con la imposición de hacerlo con el ejercicio riguroso que les marcaba su progenitora.
Foulkes pensaba que la disciplina era parte de la formación de sus hijos, así como la rigurosidad en el estudio y los buenos modales de un tiempo que podía ubicarse poco antes del comienzo de la década de los 40.
Descendiente de ingleses, muy católica, a pesar de sus antepasados de religión protestante, y, como se autodefinía, de valores victorianos.
Ella misma sostenía sin cuestionamientos la idea patriarcal de que los hombres debían cumplir el rol de proveedores y las mujeres cuidar de los hijos y de la casa. El mismo mandato con el que diseñaba un futuro para sus hijos varones y otro para sus hijas mujeres.
Raúl, el mayor de sus hijos, podía fastidiarse con esas obligaciones, pero reconocería mucho después que la hora de lectura diaria obligatoria que les imponía su madre le había abierto las puertas de un mundo desconocido. La entrada a un mundo fantástico de historias de aventuras contadas desde los relatos de Alejandro Dumas y Edgar Allan Poe, las páginas de la vida de los próceres argentinos, o los escritores ingleses Gilbert Chesterton y Charles Dickens.
Foulkes también era rigurosa con los horarios, implacable con la desobediencia e insistente con la prolijidad que debían llevar en sus vestidos los niños y las niñas.
Una llegada tarde podía causar un castigo. La impuntualidad no estaba permitida y derivaba en alguna restricción a los juegos o a las salidas que frecuentemente realizaban.
La falta de cumplimiento de alguna orden estaba reprimida con una secuencia de retos, en primer término, y de un enclaustramiento temporal en alguna de las habitaciones de la casa.
Cada chico, además, debía guardar reglas de comportamiento social y causar, según su punto de vista, una buena impresión por su presencia. En otras palabras, la ropa prolija y el peinado impecable.
El padre de esa familia, Raúl Serafín Alfonsín, había delegado en su mujer todas las tareas del hogar y se guardaba para sí el manejo de la autoridad solo cuando las circunstancias lo requerían. Con la atención de su almacén de ramos generales “Alfonsín Hermanos”, que compartía con sus hermanos Luis y Tito, tenía suficiente tiempo de trabajo y pocas energías cuando volvía a la casa.
La rutina del jefe de la familia contemplaba todos los días de la semana levantarse muy temprano, antes de las siete, desayunar con su esposa y, cuando sus hijos se levantaban para ir a la escuela, se marchaba hacia el negocio.
Poco después del mediodía cerraba las puertas del local, almorzaba en su casa y dormía algo menos de una hora de siesta. A las cinco de la tarde estaba nuevamente detrás del mostrador para completar esa jornada comercial que en todos los pueblos de las provincias del interior dividía el día en dos partes.
Sus hijos sabían que su padre tenía poco tiempo para ellos. De paso o de vuelta del colegio se asomaban por la puerta del almacén para saludarlo. Don Raúl los distinguía con la mano en alto. Pocas veces expresaba con gestos explícitos el amor que tenía por todos sus hijos. Mucho menos regalaba palabras de afecto.
Don Raúl padre era hijo de un inmigrante gallego. Serafín Alfonsín Feijoó había llegado en barco a los dieciséis años a la Argentina desde Lalín, un pequeño pueblo de la campiña montañosa, en el norte de España, en la comarca de la provincia de Pontevedra, de las rías bajas, región de Galicia.
Con un escaso equipaje y unas pocas pesetas en los bolsillos dejó el sencillo pueblo de agricultores y pastores de Lalín y se embarcó desde uno de los puertos de Galicia con destino a Sudamérica.
Serafín huía, como tantos otros europeos, en las postrimerías del siglo xix, de la miseria que se acrecentaba en Europa y que inexorablemente la llevaría, más tarde, a la guerra.
Los registros sobre la fecha de su arribo a la Argentina no existen.
Tras desembarcar en el puerto de Buenos Aires llegó a ese destino que le habían recomendado para encontrar trabajo. Lo hizo seguramente en una de las carretas que llevaban y traían gente, animales, materiales de construcción y alimentos y que podían tardar varios días en llegar hasta cada lugar.
Serafín Alfonsín Feijoó llegó a Chascomús con lo puesto y una valija. El lugar era una parada de troperos y un escaso poblado de casas bajas que se distribuían cerca de la estación del Ferrocarril del Sud fundado en 1862 por los ingleses.
En 1779, allí, el militar Pedro Escribano había establecido el fuerte “San Juan Bautista”, una línea de frontera para impedir los ataques de las tribus originarias.
Después de meses de trabajar en esos campos, donde predominaban los productores lecheros, decidió independizarse. Con unos pocos pesos ahorrados, mucha intuición y una gran austeridad personal, armó un almacén de ramos generales, un lugar imprescindible para la vida de los hombres que trabajaban como peones de campo.
Una proveeduría con velas, calzado, manteca al corte, alimentos a granel, alambre, herramientas y bebidas. Podía mantenerse y empezar a soñar con una familia que superara no solo el hambre y la miseria sino que tuviese la oportunidad de instruirse. Serafín Alfonsín Feijoó era semianalfabeto.
El abuelo gallego solo tenía como documento un certificado español que acreditaba de dónde venía y su fecha de nacimiento.
A principios de 1900, Serafín conoció a una joven argentina, Cecilia Ochoa, que vivía en una zona rural cercana a Samborombón. Después de unos pocos meses de noviazgo, se casaron y, año tras año, tuvieron siete hijos.
Uno de sus hijos, Raúl, con otros dos hermanos, heredó el almacén y el mandato de completar, al menos, sus estudios básicos. El desafío de una familia de profesionales y universitarios quedaba para las generaciones siguientes.
El hijo mayor del matrimonio Alfonsín-Foulkes, Raúl Ricardo, nació el 12 de marzo de 1927.
En ese año el estadounidense Charles Lindberg cruzó el océano Atlántico en el avión Spirit of San Louis, se estrenaba la primera película sonora, El cantante de jazz; en Estados Unidos gobernaba el republicano John Coolidge y en la Unión Sovética se consolidaba el poder de Iosif Vissariónovich Dzhugashvili (Stalin).
En Argentina gobernaba Marcelo T. de Alvear, radical antipersonalista y sucesor de Hipólito Yrigoyen en la presidencia. Raúl Alfonsín se opondría a la línea alvearista dos décadas después como dirigente juvenil de la Unión Cívica Radical.
La familia Alfonsín-Foulkes crecía año tras año, como una escalera de peldaños consecutivos. Ana María, Ramiro, Silvia, Fernando y Guillermo completaron, en ese orden, el grupo de seis hermanos.
Ana María Foulkes trataba de equilibrar de un mismo modo la crianza de sus seis hijos, pero con Raúl, por ese mandato tradicional de hijo mayor, sin dudas, la mujer se había puesto más exigente.
Raúl Ricardo Alfonsín ya sabía leer y escribir antes de ponerse el guardapolvo de primer grado. Empezó en 1933 en la escuela regional Normal 1 de Chascomús, a pocas cuadras de su casa. Un pibe de perfil bajo.
Su madre tenía especial cuidado por su hijo Raúl. Un duro invierno en el pueblo había dejado al niño en cama y cada tanto sus vías respiratorias se deterioraban por los efectos del clima. El deporte al aire libre, si hacía frío, aunque solo se tratase de patear una pelota de fútbol en la calle con sus amigos o sus hermanos varones, estaba vedado expresamente por la mamá.
El recuerdo de esa infancia destaca que, durante los tiempos libres, además de la lectura, había juegos de cartas, largas caminatas por la ribera de la laguna y reuniones con juegos de chicos en el Club Regatas.
En la década de los 30, la radio formaba parte también del entretenimiento de la familia.
Las transmisiones de boxeo, el sábado a la noche, reunían a los varones en el mágico relato que se replicaba desde el Luna Park de Buenos Aires.
Los hombres de la familia, a principios de los 40, se congregaban los domingos a la tarde para escuchar las fabulosas descripciones del fútbol profesional en la voz del uruguayo Joaquín Carballo Serantes, cuyo apodo Fioravanti lo identificaba automáticamente con ese deporte que se había profesionalizado en 1930.
Un amigo de la familia alentó a los chicos a que se hicieran hinchas de Independiente de Avellaneda. A Raúl padre no le interesaba el fútbol y dejó que su amigo se robara esas almas y los convirtiera en hinchas del rojo con el simple recurso de regalarles algunos centavos o una golosina, según fuese la ocasión.
Sin embargo, a los varones Alfonsín, aunque profesaran ser de Independiente, no les atraía demasiado el fútbol. Alguna vez los hermanos se tomaban el tren hasta Avellaneda para ver un partido de Independiente.
Pero además de los relatos deportivos, la música clásica de Radio Nacional era el telón de fondo de las tardes de lectura y reflexión de Ana María Foulkes, así como las bandas de jazz que tocaban en vivo desde los estudios de radio El Mundo de Buenos Aires.
Raúl Alfonsín empezaba a conocer el tango a través de la radio, dominada por la voz de Carlos Gardel, la poesía de Homero Manzi y el parafraseo del bandoneón de Pichuco, el Gordo Aníbal Troilo.
Ana María Foulkes se encargaba, además, de controlar todos los días la tarea para el hogar, de sobrecargar el conocimiento de sus hijos con sus propios relatos, con el aporte de material documental que obtenía de amigos dedicados a la enseñanza y de los libros que llegaban de Buenos Aires.
Según uno de sus amigos, Orlando Diani, Raúl Alfonsín era muy bueno en Literatura e Historia y no tanto en Matemática, materia en la cual lo apoyaba alguno de sus compañeros.
En las escapadas secretas de la escuela –las famosas rateadas− los muchachos se iban caminando hasta los lugares menos concurridos de la laguna y dejaban pasar las horas tirados en el pasto, hasta el horario de volver a sus casas.
Los hermanos varones de ese grupo familiar tenían caracteres marcados y muy diferentes entre sí.
Ramiro, el segundo de los hombres, era un muchacho retraído que habitualmente escuchaba y, de vez en cuando, se expresaba con palabras. En alguno de sus cuadernos o en papeles sueltos dibujaba y programaba cómo construir torres, edificios y casas.
Fernando había heredado de su padre la habilidad para los números y parecía que siempre conservaba cierta distancia de los demás. Fuera de la escuela hablaba con sus amigos de hacer tal o cual negocio, o fantaseaba con futuros emprendimientos que lo convirtieran en el empresario exitoso entre todos los suyos.
Guillermo, el más chico, además de tener una personalidad de muchacho simpático y amable, era el más andariego. Podía salir en bicicleta o de larga caminata por las tardes o andar de casa en casa de amigos, parientes o compañeros de escuela.
Las hermanas mujeres ponían algo más de dedicación al estudio e intentaban, sin demasiado éxito, que los varones las imitaran en el cumplimiento de las tareas. Ana María y Silvia eran dos mujeres ordenadas dentro de la casa y ayudaban en el trabajo doméstico.
Ana María, la mayor de las hermanas, parecía una persona distante e introvertida. Desde muy chica, además de la lectura impuesta, revisaba documentos de historia y en una de las bibliotecas del colegio pasaba horas con libros de política internacional.
En cambio, Silvia era un terremoto de palabras. Asociaba situaciones con facilidad y las convertía en frases y diálogos cargados de ironías y bromas que, a veces, disgustaban a su madre. La respuesta a esos enojos era volver a reírse y tomarse ciertas cuestiones sin sobresaltos, con absoluta calma.
Aunque no fuesen aún una familia metida de lleno en la política, el matrimonio Alfonsín-Foulkes y sus hijos tenían claro que los infames de la década de los 30 eran los responsables del primer golpe de Estado contra un gobierno constitucional. Hipólito Yrigoyen estaba siempre en el corazón de la familia Alfonsín.
Antes del verano de 1940 Ana María Foulkes y su hijo mayor tuvieron una charla para ver dónde cursaría los estudios secundarios.
A Foulkes no la convencían los institutos de enseñanza media de Chascomús. Aducía que los programas académicos eran escasos y que el nivel de los profesores secundarios era pobre.
Una opción era un colegio secundario de La Plata de tiempo completo. La otra, el Liceo Militar General San Martín que, recién constituido, funcionaba en la zona norte del Gran Buenos Aires.
Raúl Alfonsín, examen de ingreso mediante, se incorporó a esa institución con calificaciones que lo ubicaron en los primeros treinta lugares. En los primeros años de la carrera los estudiantes eran considerados como estudiantes regulares y luego de tercer año les otorgaban estatus militar y se recibían con el grado de Subteniente de la Reserva del Ejército Argentino. De esa forma, además de completar los estudios intermedios, quedaba eximido de hacer la conscripción militar obligatoria para todos los jóvenes de veinte años.
Para ese adolescente era un desafío. De alguna forma se independizaba de la vida diaria familiar. Debía presentarse los domingos por la noche en las instalaciones del Liceo Militar y volvía a su casa los viernes a la tarde, siempre que tuviese buena conducta.
Los días en el Liceo Militar iban a empezar a moldear una personalidad determinada, dominada por un claustro académico, con régimen de internado, instrucción militar, un sistema de castigos extremos y un código de silencio intramuros que solo se rompía excepcionalmente.
Los militares prometían disciplina, modales y costumbres de hombres de la patria, decían formar estudiantes preparados para llegar alto en su vida y en su carrera y aseguraban que allí se forjaría una camaradería que se extendería para siempre, para toda la vida.
Ahora podía convivir con hijos de militares, descendientes de familiares de apellidos ilustres y de la clase económicamente acomodada de la Argentina.
De repente se encontraba con una vida absolutamente nueva. Levantarse a las seis y cuarto de la mañana, ir a clase temprano, una hora de gimnasia diaria y a la tarde asistir a las horas obligatorias de preparación de las tareas escolares.
Y muchas ocupaciones que hasta ese momento no tenía la menor idea de cómo se hacían. Coser la ropa, lustrar los zapatos, ordenar los placares y hacerse todos los días la cama con absoluta rapidez y prolijidad.
El cadete Alfonsín cumplía sin dificultades todas esas tareas, pero se quejaba amargamente. La comida no cumplía con sus expectativas y debía conformarse con una dieta repetida y de baja calidad.
Pero sin demasiado tiempo para otros menesteres, el joven cadete estaba interesado, cuando tenía tiempo libre, en dos temas centrales que concentraban la atención del mundo.
El primero era la Guerra Civil española (1936-1939), que lo colocaba desde el principio en el bando de los republicanos, al igual que al resto de su familia, y que, por supuesto, tocaba la memoria sensible del abuelo inmigrante de origen gallego, que los había dejado para siempre en 1933.
En el claustro liceísta compañeros y profesores se alineaban, en cambio, bajo las simpatías del franquismo y sus falanges de derecha.
El bando franquista era contundentemente mayoritario, pero los simpatizantes republicanos daban batalla dialéctica sin retroceder un centímetro.
El segundo tema de interés de aquellos muchachos era el proceso que llevó a los países de Europa a la Segunda Guerra Mundial y cómo debía rearmarse el tablero internacional tras esa contienda. De la misma forma que en la contienda española, los simpatizantes de Alemania eran muchos, los aliadófilos muy pocos y los neutrales uno solo.
Alfonsín reivindicaba la neutralidad de Yrigoyen en la Primera Guerra Mundial, pero tenía claro que a la amenaza nazi había que combatirla de todas las formas posibles.
Unos de sus compañeros del Liceo fue Albano Harguindeguy, con quien continuó una relación de camaradería aunque distante desde el punto de vista personal y político.
−Era un derechista confeso, un apologista de los golpes de Estado y una persona que difícilmente razonara −dijo Alfonsín de su compañero liceísta.
Raúl Alfonsín terminó sus estudios secundarios en el Liceo Militar en 1944 y no tuvo dudas. La carrera militar, como a otros de sus compañeros, no le interesaba para nada y se anotó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.
El aporte económico de su padre le permitía alquilar un cuarto de una casa de estudiantes y podía seguir con sus descubrimientos sobre cómo moverse en la ciudad de Buenos Aires. Hacía un tiempo que fumaba, aunque lo hiciera a escondidas de su madre, quien todavía le recordaba aquel resfrío fatal de hacía años y los cuidados que debía tener cuando estaba solo.
Uno de sus compañeros de Derecho lo definía como un seductor voraz, flaco, de un metro setenta y dos, prolijamente vestido y con una forma de hablar que era capaz de encantar a cualquier mujer que lo escuchara por más de media hora.
Durante el primer año de la carrera, los sábados muy temprano emprendía la vuelta a Chascomús con una valija de cuero cargada de ropa para lavar y lleno de inquietudes que volcaba en largas charlas con su madre. Los viajes se fueron espaciando.
Ana María Foulkes podía comunicarse por teléfono a Buenos Aires con su hijo mayor, pero su área de control estaba a 120 kilómetros de distancia. Necesitaba conocer por dónde se movía y con quién y, fundamentalmente, si los estudios estaban en orden.
La señora usó una de sus cartas familiares. Uno de sus parientes vivía en Buenos Aires y podía ser un buen tutor y a la vez un informante eficiente de los pasos de su hijo.
El familiar aceptó sin miramientos el encargo. Era un hombre instruido y un lector de escritores ingleses, franceses y españoles. Trabajaba vinculado a varios medios de comunicación.
El instructor familiar no tuvo que esforzarse en su vínculo con el joven. También le gustaba la vida mundana, vivir de noche y, a los pocos meses, los dos se confabulaban para salir, comer en restaurantes y divertirse con una copa en los bares de la ciudad.
En la libreta universitaria de estudios no había alarmas que indicaran desvíos por parte del estudiante. Aprobaba con más de siete puntos de calificación materias claves de la carrera como Penal, Procesal, Constitucional y Garantías.
En poco menos de cinco años aprobó las cuarenta materias de la carrera de Derecho. Era un lector voraz. Además de literatura, cuando no tenía que estudiar recorría autores y maestros del Derecho como Segundo Linares Quintana y Joaquín V. González. Había descubierto al italiano antifascista Antonio Gramsci, a los franceses parlamentaristas de la IV República y volvía a repasar los clásicos ingleses y españoles de principios de siglo.
Con su título de abogado bajo el brazo, volvió a su pueblo y comenzó a trabajar en su primer estudio jurídico en la calle Belgrano 191, en pleno centro de Chascomús.
Chascomús en aquella época era un pueblo bonaerense, de características similares al resto de los pueblos bonaerenses y a otros tantos del interior.
Por la vieja estación del tren de estilo inglés, abierta en 1865, se dejaban ver peones y patrones de campo, turistas de fin de semana y ciudadanos con intereses diversos. La llegada del tren era una diversión en sí misma.
Alrededor del cuadrado de la plaza principal se habían construido la iglesia, la comisaría, el banco Nación, el teatro municipal Brazzola y la Intendencia.
En Lastra y Libres del Sur, el Reloj de los Italianos servía de referencia horaria y para que algún visitante perdido que había andado el largo acceso desde la ruta 2 supiera que estaba en el ombligo del pueblo.
En la avenida Libres del Sur, cuyo nombre recuerda una rebelión contra Juan Manuel de Rosas en 1830, se concentraban los comercios. El salón principal del Club Social se transformaba en un auténtico lugar de caballeros conversadores. Los que vivían cerca llegaban a pie por esas veredas anchas y de árboles que regalaban sombra. Calle Libres del Sur 14, de Chascomús. El centro del pueblo.
En el Social se juntaba gente de todos los colores. La entrada a las mujeres no estaba prohibida explícitamente, pero era raro ver alguna figura femenina por ese lugar si no había una cena o un baile.
A unas cuadras de allí, frente a la plaza principal, en diagonal con el edificio municipal, el Club de Paleta era un símbolo deportivo que los inmigrantes vascos habían trasladado a esas tierras.
Pelota a paleta, frontón y de vuelta, ruido seco de pelotazo de goma en la pared.
El Club Regatas regalaba, desde otro punto cardinal, una vista extraordinaria, un balneario que vibraba con el básquet y la natación.
En esos salones Alfonsín aprendió a jugar al ping pong, al tute y al póquer y se animó a bailar sin demasiada vergüenza.
Muy de vez en cuando se entremezclaba en algún partido de fútbol sin muchas habilidades técnicas para manejar la pelota.
En 1950 era un joven de 23 años, había terminado con sus estudios de abogado en la Universidad de Buenos Aires y estaba casado desde 1949 con María Lorenza Barreneche, unos pocos meses mayor que él.
La leyenda asegura que los jóvenes se cruzaron en un festejo de carnaval y que al poco tiempo se pusieron de novios. Había tenido otros romances inconclusos, de cartas, poemas y desencuentros. María Lorenza le puso fin a su carrera oficial de conquistador.
Sus amigos recordaron que cuando les comunicó la decisión de casarse no lo podían creer, pero organizaron una despedida de soltero tan grande que, exageradamente dicen, duró cuatro días seguidos por distintos lugares de la provincia de Buenos Aires.
Apenas recibido de abogado, a principios de 1950, con su hijo mayor en camino, tuvo un ofrecimiento para trabajar en un estudio jurídico en Mendoza.
En la capital de la provincia cuyana estuvo unos meses sin demasiado entusiasmo y cuando cobró los honorarios de su contrato temporal decidió que la mejor opción era tomar el camino de vuelta para retomar sus actividades en su ciudad natal junto al abogado Pablo Quiroga.
Chascomús, como el resto del país, también estaba parado en el tembladeral político de la Argentina, que no permitía términos medios entre oficialistas y opositores furiosos. Según el censo de 1947 habitaban allí poco más de 21 000 personas.
Radicales enojados con el peronismo, peronistas que defendían sin respirar a su líder, algún que otro colado de tercera posición de izquierda o conservadora y un buen grupo de neutrales que no querían problemas con nadie, por lo menos a la vista pública.
“Prohibido hablar de política” era la consigna cuando dos o tres veces al año se juntaban para cenar. Pero las discusiones sembradas de alcohol de la sobremesa eran inevitables y podían terminar a los sillazos. Vecinos y amigos se dejaban de hablar por poco o por mucho tiempo.
La posición de los radicales frente al Gobierno peronista no dejaba muchas dudas y Alfonsín estaba en esa línea como su jefe Ricardo Balbín y como su otro principal dirigente, Arturo Frondizi.
En 1949, el gobierno de Perón encarceló por primera vez a Balbín, jefe del bloque de diputados nacionales de la oposición y lo convirtieron en el “preso de Olmos”. El dirigente radical fue detenido en la cárcel de Olmos, muy cerca de la ciudad de La Plata, por sus duras críticas al Gobierno, que realizaba en su carácter de diputado.
El joven Alfonsín, aunque no tuviese aún un cargo público para expresarlo, pensaba, como la mayoría de sus correligionarios, que el Gobierno peronista era autoritario y que se llevaba por delante las instituciones.
Varias veces recorrió, junto a varios de sus amigos locales, los 80 kilómetros que separan a Chascomús de Olmos para acompañar y escuchar a Balbín desde la cárcel.
En otras épocas la casa de Balbín, ubicada en la calle 49, número 844, de la ciudad de La Plata, era un santuario adonde los radicales de todo el país iban a buscar instrucciones políticas y consejos.
Allí, Alfonsín llegaba y se disponía a escuchar los largos alegatos de Ricardo Balbín, quien utilizaba un lenguaje lleno de metáforas y ejemplos, al igual que en sus discursos públicos. “El Guitarrero”, lo apodaron sus detractores por sus disertaciones plagadas de citas y licencias poéticas. Para sus adherentes era “el Chino”, por los rasgos orientales de sus facciones.
En la elección presidencial de 1951 el oficialismo se impuso nuevamente y consagró por segunda vez a Juan Domingo Perón como presidente de la nación. La UCR presentó una fórmula con sus dos figuras estelares: Ricardo Balbín y Arturo Frondizi integraban la fórmula presidencial opositora.
En abril de 1954, se realizaron anticipadamente elecciones legislativas nacionales en concordancia con la elección del cargo vacante que había dejado el deceso de Hortensio Quijano como vicepresidente de la nación.
En pleno verano, Alfonsín recorrió su pueblo de punta a punta. Conocía a varios vecinos por cuadra. Prometía, como candidato a concejal, luchar por las libertades civiles.
Todas las tardes después de la siesta visitaba un barrio distinto, la casa de algún vecino que conocía por el nombre o una institución determinada.
“¿Cómo andamos, Mirta”, saludaba Alfonsín con una forma de dirigirse a cada uno con el verbo conjugado en plural, inclusivo.
Los vecinos le llevaban quejas o reclamos que iba a tener que intentar resolver desde una banca del Concejo Deliberante de la calle Mitre, número 18, en pleno centro de Chascomús.
La limpieza de la ciudad, el alumbrado público escaso y la red de agua corriente eran las principales demandas vecinales y concretas de esa campaña de 1954.
Pero, además, queda apuntado que el concejal tenía una posición crítica hacia el peronismo. En cada ocasión dejaba sentada su postura política que reclamaba libertades públicas e institucionales, y que reivindicaba al mismo tiempo la justicia social como estandarte de progreso.
Los opositores radicales en Chascomús hacían campaña advertidos de que en cualquier momento podían ir presos. Varias veces terminaron en la comisaría.
Cuando asumió su mandato como concejal en 1954, Alfonsín llevaba varios años de casado con María Lorenza Barreneche.
Por entonces, ya habían nacido cinco de sus seis hijos, Raúl Felipe (1949), Ana María (1950), Ricardo (1951), Marcela (1953) y María Inés (1954). Faltaba Javier Ignacio (1957).
María Lorenza lo acompañaba de vez en cuando a alguno de los actos. Las tareas domésticas y el cuidado de los hijos le dejaban un lugar secundario, o casi inexistente, en la política. María Lorenza repetía el mandato de ama de casa sin discusiones.
Dentro del radicalismo bonaerense la figura de Alfonsín era todavía de peso pluma. Ideas moderadas y vida conservadora.
−El que se casa se embroma, se casa para toda la vida y listo −les decía a sus amigos que le planteaban problemas de matrimonio o aventuras inmanejables.
Maria Lorenza Barreneche se quejaba de sus ausencias. Alfonsín se defendía diciendo que ella ya lo había conocido dedicado a sus actividades políticas. Sus hijos también le demandaban que pasara más tiempo con ellos.
Durante los ratos que le dedicaba a su casa, Alfonsín preguntaba por la marcha de los estudios de sus hijos. El parte oficial lo comunicaba Lorenza. Los muchachos varones estudiaban para cumplir.
De ningún modo, pese a los esfuerzos de excelencia que quería imponer la abuela paterna, Ana María Foulkes, la Mamá Grande, eran alumnos ejemplares. Los reunía en el living de la casa para motivarlos y a veces les hacía leer, en su presencia, algún texto de un libro que estuviera a mano en ese momento.
−Su madre me ha dicho –escuchaban de la boca de Alfonsín −que en el colegio están más o menos. Basta de esas historietas con pavadas que no sirven para nada −los retaba.
Pero escondía como un tesoro enterrado que tiempo atrás él tenía su preferencia por alguna de esas publicaciones. Los chicos, como los llamaba, conseguían las revistas de historietas fantásticas de héroes y villanos con monedas rescatadas de las billeteras y los bolsillos de los tíos y los abuelos.
Raúl Alfonsín les pedía que se dedicaran a leer a varios de sus autores preferidos como el filósofo y ensayista español Miguel de Unamuno o el novelista canario Benito Pérez Galdós.
−Así que estudien y lean, carajo.
Cuando el dirigente radical se tomaba un paréntesis de sus excursiones políticas, dedicaba esos días a la familia.
Entonces, María Iriarte, su suegra, vivía con ellos. Alfonsín era un adorador de la cocina casera.
En una carta de restaurante imaginaria colocaba sus preferencias en el pastel de papa, el puchero, los buñuelos, la carne al horno, la pasta, especialmente los tallarines a la parisienne y el asado.
Eso sí, si le tocaba comer afuera, ya había inaugurado por entonces su tradición de ingeniarse para que siempre pagara la cuenta alguno de sus amigos.
Poca plata en el bolsillo, solo para las necesidades básicas, configuraba un estilo austero que llevaría toda la vida.
Su economía familiar era un problema. El estudio de abogado funcionaba a los empujones.
La especialidad jurídica de la oficina eran los juicios de sucesión y herencias y los cobros de honorarios podían atrasarse meses y meses.
Cuando las finanzas familiares desbarrancaban había ayuda de don Raúl padre que, desde su negocio de ramos generales, asistía cada tanto a su hijo mayor con un cheque o con plata en efectivo.
En varios comercios del pueblo los Alfonsín tenían cuenta corriente en cuotas que quedaban registradas solo en los libros de cada negocio.
A la panadería iban con la libreta donde se anotaba puntillosamente la compra de todos los días y que se pagaba a principios de cada mes. Al almacén del Turco Hade iban con la libreta. A la carnicería con la libreta.
Uno de sus colaboradores en el estudio jurídico era el único que conocía el verdadero estado contable y financiero del abogado, además de cómo y por dónde andaba Alfonsín cada día de su vida.
Jorge Nimo, un flaco, alto y de anteojos, sabía cómo se movía cada expediente, cuándo debía retirar un cheque de honorarios y qué agujeros había que cubrir en los bancos. La tarea se extendía cada vez que lo requerían de los juzgados de Dolores, con jurisdicción en la zona.
Pero, además, estaba preparado para enfrentar cualquier contingencia política o familiar.
El ayudante de Alfonsín a veces tenía que improvisar sobre la marcha.
−Conseguí un auto y plata para la nafta −le pedía Raúl Alfonsín sin demasiadas precisiones sobre los lugares que tenían que visitar.
“Todo lo que se cobraba por los juicios, una parte iba a cubrir el rojo en el Banco Provincia por los cheques que teníamos en descubierto. Otra parte a pagar las deudas del consumo de la vida cotidiana de la familia”, recuerda Jorge.
Alfonsín podía estar dos o tres días afuera y a veces una semana entera.
−¿Por dónde anda Raúl? −preguntaba Lorenza Barreneche. La respuesta de Nimo era rápida, aunque imprecisa. Tenía que decir algo, aunque desconociera el paradero de su jefe, para que el frente familiar se mantuviera en calma.
Una tarde su asistente lo encontró afeitándose en el baño de su casa, que estaba anexada al estudio jurídico en pleno centro. Terminó de vestirse con un suéter y una camisa y le pidió a Nimo que, mientras él hablaba con su esposa, se fuese hasta la habitación sigilosamente y le recogiera el piloto sin que se diera cuenta nadie porque debía irse urgentemente a Buenos Aires.
Para esa época ya le gustaba hacer reuniones con más frecuencia en la ciudad de Buenos Aires. Conseguía unos pocos pesos para el pasaje en micro, iba de un lugar a otro caminando, cenaba por invitación en algún restaurante del centro y se volvía.
En septiembre de 1955, tras varios intentos golpistas, los militares derrocaron al gobierno de Perón. Los tiempos del concejal Alfonsín se terminaron abruptamente con la disolución de todos los órganos legislativos del país.
En los meses previos al golpe desde el gobierno de Perón se señalaba a los radicales como partícipes de las conspiraciones para derrocar al gobierno constitucional.
Efectivamente la posición de Alfonsín, y del resto de sus amigos, era que la situación no daba para más, que Perón había llegado a un punto sin retorno.
Durante el gobierno peronista, en Chascomús las autoridades policiales recibían órdenes precisas. Había que detener a los disidentes, aunque muchos de esos muchachos sabían de antemano cuándo podía llegar una orden de detención por algún vecino amigo que trabajaba en la comisaría.
Así, en una oportunidad, uno de sus compinches huyó por la laguna en un bote y después abordó un vehículo que lo esperaba en la orilla de enfrente.
Distinta suerte tuvo otro de ellos. Lo fueron a buscar a la salida del cine. El encargado del operativo esperó a que terminara la función y le comunicó respetuosamente a Omar “el Vasco” Goñi, uno de esos jóvenes señalados, que debía trasladarlo detenido. Goñi le pidió unos minutos porque había ido al cine con su madre y debía acompañarla a la casa. El policía aceptó.
En uno de esos días Alfonsín también quedó detenido en la comisaría principal del pueblo por unas horas acusado de agitación y desorden. Las condiciones de enclaustramiento eran particulares. Allí podía recibir a sus amigos, fumar y pedir que le llevaran la comida desde su casa.
Un comisario de rango de La Plata se enteró de la flexibilidad de los encargados de la seguridad chascomunense y le pidió al responsable de la comisaría que actuara con rigor. A menos que los superiores hicieran una inspección, ninguno de los policías estaba dispuesto a adoptar un régimen que lo enemistara con los vecinos.
En el plano partidario, los radicales tenían su propio terremoto.
En el orden local, en noviembre de 1955, una interna de la UCR convirtió a Alfonsín en presidente del comité de Chascomús, cuyo mandato prolongó por dos años más en 1957, desplazando a los hermanos Alfredo y Erasmo Goti, quienes habían comandado los destinos políticos partidarios del pueblo durante años y años. Sin dudas era un golpe de audacia enfrentarse a los caudillos tradicionales, y como consecuencia de esa movida Alfonsín empezó a caminar unos pasos por delante del resto de sus correligionarios locales.
El 23 de enero de 1956, Alfonsín asumió la presidencia del comité de Chascomús.
Difundió un documento de su propia autoría, que hizo llegar a los afiliados, en el que sostenía que “la libertad nos permite ahora realizar la construcción radical”. Destacaba que Chascomús fue “la primera en la lucha brava de la resistencia y la rebeldía” frente al Gobierno peronista.
También abordó el tema de la unidad en un partido al borde de la ruptura.
“Por encima de las diferencias de los matices están los supremos ideales del partido”, resumía.
Desde la máquina de escribir mecánica y con cinta de carrete, Alfonsín empezaba a condensar en esos escritos las ideas que lo llevaban de a poco a colocarse en una línea distinta al resto de sus copartidarios, pero sin sacar los pies del plato.
Unos meses después, en noviembre de 1956, inauguraron una casa partidaria en Chascomús. Juan Carlos Pugliese, Ricardo Balbín y Crisólogo Larralde fueron los principales oradores del acto.
En la invitación al evento los organizadores remarcaban que el radicalismo no era simplemente un partido. “El radicalismo es un movimiento histórico nacional”.
En el plano nacional, a mediados de la década de los 50, los dos dirigentes de mayor peso del radicalismo habían transformado la discusión política en una grieta de proyectos que pronto serían insalvables. Arturo Frondizi, que representaba sectores dinámicos y pragmáticos del radicalismo, y Ricardo Balbín eran los protagonistas de la pelea de fondo.
Mucho antes, en 1945, esos mismos dirigentes marchaban juntos y fundaban el Movimiento de Intrasigencia y Renovación dentro de la UCR, con posturas que reivindicaban los principios yrigoyenistas, frente al sector denominado Unionismo, de ideas partidarias más conservadoras y que habían promovido la formación de la Unión Democrática.
El 4 de abril de 1945, en la ciudad de Avellaneda, el MIR fijó su posición. “La magnitud de los problemas que debe afrontar el país y la transformación social que está sufriendo el mundo obligan a todos los argentinos a expresar su criterio sobre la forma en que deben encararse las cuestiones de orden interno y externo. Y si ello es un imperativo general, los que suscribimos este documento nos sentimos aún más obligados, ya que somos integrantes de la Unión Cívica Radical, la gran fuerza nacional del civismo argentino”.
El joven Alfonsín no tenía dudas. Él estaba del lado de las lealtades a Balbín y así quedó claro cuando en noviembre de 1956, en la Convención Nacional de San Miguel de Tucumán, la UCR quedó partida en dos pedazos. Los radicales intransigentes (UCRI), con la mayor parte de la juventud radical, se quedaban con Frondizi, y los radicales del pueblo (UCRP), con Ricardo Balbín.
Los dos sectores también se enfrentaron cuando la Revolución Libertadora convocó a una Convención Constituyente para reformular la Constitución peronista de 1949.
Los radicales del pueblo, liderados por Balbín y el dirigente bonaerense Crisólogo Larralde, presidente del Comité Nacional de la UCRP, convalidaron la convocatoria del Gobierno de facto. Alfonsín, en silencio, apoyaba las posturas de sus jefes políticos.
La UCRI, en cambio, cuestionaba la validez de la reforma y retiraba a sus convencionales, después de una elección constituyente, a fin de julio de 1957, en la que se impuso el voto en blanco, ordenado por Perón desde el exilio.
En el verano de 1958, nuevamente Alfonsín estaba de campaña electoral. Ahora ocupaba un lugar en la boleta de la UCRP como candidato a diputado provincial por la quinta sección electoral de la provincia de Buenos Aires.
Aunque hiciese calor, el candidato recorría todos los distritos de la quinta sección desde donde lo invitaran, lugares de la costa atlántica como Mar del Plata y Necochea y del interior de la provincia, como Monte y Las Flores.
Reuniones desde la mañana y actos durante la tarde y la noche. El candidato hablaba claro de asuntos políticos e insertaba en esa oratoria lugares y citas que la mayoría desconocía y que traía consigo de sus lecturas sobre historia, literatura antigua o los comentarios de los diarios.
El manejo de la campaña estaba concentrado en el estudio jurídico, que era un loquero.
La esquina de Libres del Sur y Escalada, frente al Banco de la Provincia, era el lugar que los radicales habían elegido como tribuna. Desde allí Alfonsín desparramaba sus palabras al público. Conservaba la estirpe radical de asistir a todos lados con traje de colores discretos, cuya elección estaba a cargo de su esposa y la confección de un sastre de origen italiano, Juan Scarpitti.
El candidato a diputado provincial de la UCR conservaba una figura estilizada, era flaco, de bigotes y se peinaba con raya al costado, pelo corto, a la gomina. Fumaba dos atados de cigarrillos por día.
El 23 de febrero de 1958 fue electo como legislador provincial.
En Chascomús sacó más de dos mil votos de diferencia frente a los candidatos del radicalismo intransigente, que en el resto de los distritos provinciales sacaron una amplia ventaja por sobre los radicales del pueblo. Su libreta de enrolamiento, que apodaba “la votadora”, registraba que en pocos días iba a cumplir 31 años.
El diario local El Argentino, de histórica tendencia antiradical, destacó, sin embargo, que un joven de ese pueblo llegaba para representarlos a la Legislatura de la provincia de Buenos Aires.
Ese mismo día, a nivel nacional, Arturo Frondizi se convirtió en presidente constitucional de la Argentina, tras un acuerdo electoral con el peronismo.
La fórmula de la UCRI llevaba como vicepresidente de la nación a Alejandro Gómez, un dirigente nacido en Santa Fe, que tuvo que irse de su cargo seis meses después de su asunción, acusado de traicionar al presidente de la nación.
Frondizi consiguió poco más de cuatro millones de votos, frente a la UCRP, que llevaba en su fórmula a Ricardo Balbín y al dirigente cordobés Santiago del Castillo y que lograron juntar dos millones y medio de votos. Entonces, la Argentina tenía 19 millones de habitantes.
Alfonsín debía, ahora, mudar sus asuntos políticos a la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, a la sede de la Legislatura en las calles 53 y 7.
Desde allí ejercería su mandato como opositor al Gobierno nacional de Frondizi y también al del gobernador bonaerense, el radical intransigente Oscar Alende.
De manera oficial debía asistir a las reuniones y plenarios legislativos pero el cargo le daba la posibilidad de recorrer como diputado provincial el extenso territorio bonaerense. Al menos tenía ahora más recursos financieros que le permitían solventar una parte de sus actividades con su sueldo de legislador.
En ese contexto, bajo el secreto de un selecto grupo de amigos, empezaba a gestarse una idea a la que llamaron el “Proyecto Raúl Alfonsín”.
De alguna forma ese núcleo de amigos fueron los fundadores del alfonsinismo. Eran Omar “el Vasco” Goñi, ganadero, Jorge Quiroga, Domingo Catalino, director del diario El Imparcial, Modesto Busso, dueño de una carnicería, y Jorge Nimo. Todos de Chascomús.
Como una logia que no quiere levantar sospechas sobre sus actividades, los integrantes del núcleo denominaron a ese grupo como “el bureau”.
Cada uno podía opinar sobre las decisiones que debían tomar, aunque reconocían que la última palabra la tenía Raúl Alfonsín. Todos se declaraban balbinistas, pero ese núcleo ahora podía tomar decisiones puntuales en forma autónoma.
Si había que promover una contratación en la Legislatura, cada uno llevaba el nombre de un candidato y debatían dos cuestiones fundamentales, la calidad moral y la confianza política de la persona en cuestión.
En esas reuniones del bureau, la mayoría de ellas en el estudio jurídico de Alfonsín, se analizaba qué proyectos podía presentar el diputado provincial y cómo iban a empezar a proyectar la figura de Alfonsín.
Cuando el diputado provincial estaba en el pueblo, algún vecino corría la voz. Llegaban hasta su casa pedidos de todo tipo. Si podía ayudar era muy expeditivo. Su asistente anotaba prolijamente cada cuestión y luego le recordaba los distintos temas.
Durante todo el día aparecía gente con problemas de trabajo, demandas de trámites burocráticos y reclamos de herencias y propiedades.
Las organizaciones sociales estaban entonces representadas, de manera informal, por los clubes y asociaciones vecinales. Cada institución necesitaba una ayuda distinta. La solución, para esos casos, llegaba con una gestión que los muchachos ofrecían para acercar cada carpeta al Banco Provincia y con un crédito para resolver cada situación.
Desde su mandato de concejal en 1954, Alfonsín resolvía con astucia y rapidez cada uno de esos reclamos.
El bolsillo de sus amigos resolvía los pedidos con los cuales se encontraba en cada recorrida por el pueblo.
Tal vez por una cuestión de pudor de los hombres, las mujeres eran las que se animaban a encararlo y pedirle un favor monetario, una ayuda que generalmente estaba dispuesto a dar.
−A ver, Vasco, como podemos ayudar a la señora −le decía como de improviso a Goñi, quien ya sabía que ese guiño significaba meter la mano en el bolsillo y sacar algún billete.
A los lugartenientes alfonsinistas les sobraban ganas e ideas, pero aún tenían recursos insuficientes si querían expandirse por fuera de los límites de la provincia de Buenos Aires.
Los cuatro años en que ejerció su mandato como diputado provincial, desde 1958 hasta 1962, intensificaron sus relaciones políticas. Por entonces, uno de sus colaboradores afirmaba que Alfonsín conocía al menos un dirigente de cada pueblo bonaerense, radical, intransigente, peronista o del partido que fuese.
Aunque el epicentro de las sucesivas crisis institucionales que debía atravesar el gobierno del presidente Frondizi fuese Buenos Aires, en La Plata también se sentían sus efectos.
Los planteos militares, que dividían sus bandas en azules (algo legalistas) y colorados (furiosamente antiperonistas), dejaron finalmente al Gobierno radical intransigente a la intemperie y, nuevamente, en 1962 las Fuerzas Armadas asaltaron el poder.
Frondizi −cuya alianza con el peronismo había quedado trunca en 1962 cuando, por presión militar, no le permitió asumir a un gobernador peronista electo en ese año, y también cuando aplicó un plan de represión llamado Conintes (Conmoción Interna del Estado)− quedó depuesto y encarcelado.
La caída de Frondizi estuvo rodeada del silencio de los radicales del pueblo, quienes con Balbín a la cabeza marcaron sus disidencias durante ese período de gobierno. La cuestión de la política petrolera era uno de los temas que los separaba.
Como diputado provincial, Alfonsín se había especializado en temas energéticos y de la política petrolera en particular. Había admirado a Frondizi cuando, entre otros asuntos, había leído su libro Petróleo y política, en el cual reivindicaba la producción nacional de hidrocarburos como una cuestión de soberanía en la década de los 40.
Pero el frondizismo había borrado con el codo sus convicciones de antaño y firmaba contratos con empresas extranjeras que contradecían aquellos postulados de 1940.
Desde marzo de 1962 al 12 de octubre de 1963, un Gobierno provisional, encabezado por el radical intransigente, de la misma facción que Frondizi, el abogado José María Guido, ocupó la Casa de Gobierno. Anuló las elecciones de 1962, disolvió el Congreso y convocó a nuevas elecciones a la presidencia de la nación.
Los radicales del pueblo comenzaron a organizarse para una nueva campaña electoral.
Balbín dejó que el cordobés Arturo Illia fuese el candidato presidencial y puso en sus manos el armado de la mayoría de las listas y los cargos ejecutivos.
Pero el dirigente platense se reservó la construcción política de la provincia de Buenos Aires e influyó para que en la boleta de diputados nacionales estuviese en un lugar expectante el nombre de Raúl Alfonsín.
El dirigente balbinista Anselmo Marini fue propuesto como candidato a gobernador bonaerense.
El bureau de Chascomús impulsó la candidatura de Alfonsín a vicegobernador, pero los muchachos no tuvieron éxito en el intento de colocar a su principal dirigente en ese lugar. Finalmente, el compañero de fórmula de Marini fue el abogado Ricardo Lavalle, otro soldado de la causa balbinista.
El 7 de julio de 1963, Arturo Illia y Carlos Perette obtuvieron el 25,1 % de los votos. El voto en blanco promovido por el peronismo logró el 19,4 %.
A todas luces Illia, un médico nacido en Pergamino pero formado políticamente en Córdoba, iba a tener que gobernar con un bajo porcentaje de adhesión popular y varias corporaciones al acecho.
Los balbinistas tenían reparos en la metodología y el sello que Illia quería para su gobierno. Lo señalaban como demasiado “cordobesista”, aunque estaban dispuestos a colaborar.
En medio de esa debilidad institucional, Raúl Alfonsín asumió como diputado de la nación y apenas obtuvo un cargo en la mesa directiva del bloque de la UCRP.
Como presidente de la bancada fue elegido el cordobés sabattinista Raúl Fernández, un hombre de confianza del presidente Illia.
Como vicepresidente del bloque fue designado el bonaerense Juan Carlos Pugliese, quien llevaría las posiciones de Balbín a la discusión interna.
Aunque no tuviese un cargo relevante, Alfonsín contaba con una ventaja objetiva, Pugliese era su compañero en el departamento que compartían a pocas cuadras del Congreso de la Nación y estaba al tanto de lo que ocurría en la toma de decisiones de la bancada.
Los martes a la tarde, cuando volvían a Buenos Aires desde sus respectivos pueblos, Pugliese y Alfonsín repasaban las tareas parlamentarias. Largas discusiones para llegar a un mismo punto. Pugliese seguía por todos los caminos institucionales posibles. Alfonsín iba más allá de los preceptos formales y siempre proponía la acción como forma de resolver las tensiones o los conflictos.
En tanto, Ricardo Balbín ocupaba la presidencia del Comité Nacional de la UCRP y desde allí también marcaba diferencias políticas. Aunque públicamente no lo expresaba, recelaba del estilo de exagerada sencillez y de falta de respuestas efectivas que exhibía Arturo Illia.
Una buena noticia para Raúl Alfonsín era que Balbín lo iba a postular para presidir el comité más importante del radicalismo, el de la provincia de Buenos Aires, a partir de 1965.
La mala nueva era que en 1964 su padre, Raúl Serafín, había dejado para siempre este mundo. Las cosas empeoraron cuando el 28 de junio de 1966 un nuevo golpe de Estado derrocó esta vez al presidente Arturo Illia.
El día que los militares de la Revolución Argentina del dictador Juan Carlos Onganía desalojaron las facultades a los palazos, en la Noche de los Bastones Largos del 29 de julio de 1966, Raúl Alfonsín quedó convencido de que había que fijar posiciones políticas firmes, tajantes, pero además, de que había que pasar a la acción.
Todavía no había cumplido cuarenta años. Empezaba a construir dentro de la UCR un estilo que lo diferenciaría del resto.