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EL MUERTO DE BRIHUEGA

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El viernes, 15 de febrero de 2019, Juan García Valladares, considerado por casi todo el mundo como una buena persona, afable y un tanto ingenuo, encontró el cadáver desnudo de un varón en la carretera autonómica CM-9203, a escasos trescientos metros en línea recta del casco urbano de Brihuega. A pesar de la niebla, pudo verlo tirado en paralelo a la cuneta mientras circulaba a reducida velocidad en su achacosa furgoneta, que en su tiempo fue blanca y ahora presentaba diversas manchas de herrumbre. Más por comprobar que no había sufrido una visión que por ánimo de socorrer a nadie, detuvo su vehículo junto a unas matas y salió de él para constatar que sí, que efectivamente se trataba de un cuerpo humano sin vida. O al menos así lo creyó entender en un primer momento, cuando comprobó que ni se movía ni respiraba. Un cadáver cuya piel blanquecina contrastaba con el verde color de los arbustos que delimitaban la carretera, y que en su momento debió acoger el alma de un individuo de sexo masculino de entre cuarenta y setenta años aproximadamente, García Valladares tampoco era muy práctico a la hora de calcular edades.

Como buen ciudadano, lo primero que hizo, después de comprobar que no había nadie en los alrededores, fue utilizar su móvil para llamar al 112 y advertir de la presencia de un muerto. Luego, sintiendo un ligero temor a lo desconocido, regresó a la furgoneta y desde su interior aligeró la espera observando el cuerpo, que no presentaba evidencia alguna de sangre o cualquier tipo de herida. «Habrá muerto de un ataque al corazón», pensó. Idea que descartó de inmediato, porque nadie, ni siquiera un exhibicionista, pasea desnudo por un paraje tan poco estimulante.

A los cinco minutos escasos apareció un pequeño camión, que ante la estrechez de la carretera y el obstáculo de la furgoneta, tuvo que situarse en el carril contrario para seguir su camino. Como con todos los camiones, su conductor tenía un horario que cumplir y desde luego no era su intención detenerse.

—¡Vaya sitio para pararse, so cabrón! —gritó este dando muestra de su irritación.

—¿No ves que hay un muerto ahí tirado? —le respondió García Valladares desde el interior de su vehículo. Pero el camionero ya había acelerado y no atendía a razones, más que nada porque no las podía oír.

«¿Y quién será el pobrecillo? Mira que dejarlo en pelotas..., hay que ser muy hijoputa para tratar así a la gente... No parece del pueblo... Espero que no tarden mucho... Quizá no debería haber avisado, porque ahora me harán perder un montón de tiempo..., igual me llevan al cuartel para interrogarme, con la faena que tengo... Pobre hombre..., si no se le ve el cuello...».

Dos minutos después, apareció un Peugeot de la Guardia Civil, que se detuvo junto a la furgoneta.

—¿Es usted quien ha avisado al 112 del hallazgo de un cadáver? —le preguntó desde la ventanilla el agente que viajaba en el asiento del copiloto.

—Sí, yo mismo.

—No se mueva, vamos a aparcar.

El coche policial se situó delante del coche de García Valladares y su conductor paró el motor. Sus dos ocupantes descendieron con determinación, para dar inicio a las diligencias pertinentes.

Lo primero que hicieron fue observar el cadáver, que descubrieron sin necesidad de que Díaz Valladares les indicara su posición. A pesar de pertenecer a un discreto puesto de pueblo, parecían acostumbrados a este tipo de situaciones, aunque en realidad ninguno de los dos jóvenes agentes se hubiera enfrentado a un hecho parecido.

—¿Ha tocado usted algo? —le preguntó a continuación el que portaba barba al conductor de la furgoneta.

—Nada... He aprendido de las películas...

—Muy bien, ¿y usted se llama...?

—Juan García Valladares...

El guardia civil lo tenía visto de alguna otra ocasión anterior, aunque prefirió asegurarse.

—¿Vive usted en Brihuega?

— Sí, tengo una pequeña tienda... Precisamente iba en busca de género a Guadalajara.

—Entonces —insistió el guardia—, no ha tocado usted nada.

—No, se lo aseguro. Al verlo ahí, tirado, sin respirar, he supuesto que estaba muerto y he llamado al 112. Luego me he metido en el coche a esperar.

—¿Y no conoce al... difunto?

—No... Tampoco me he fijado mucho en la cara, pero no me suena.

—Muy bien... Pues ahora, mi compañero le va a tomar los datos para que haga una declaración más completa en el puesto. Seguramente le llamaremos a media mañana. ¿Estará usted en Brihuega?

—Espero que sí. Solo tengo que recoger unos productos... Supongo que antes de las once estaré de vuelta...

—Muy bien..., pues esté pendiente del móvil. Lo ha hecho usted bien..., y se lo agradecemos.

—Nada, a mandar.

—Ah, y no diga nada a nadie hasta que no haga su declaración.

—¿Ni a mi mujer?

—A ella menos, porque si se ha quedado en la tienda, seguro que se lo casca a todo el mundo.

—Vaya, parece como si la conociera de toda la vida.

—No sé si la conozco o no..., pero usted lo sabrá ya... Es en las tiendas de pueblo donde se entera uno de todo.

El segundo agente apuntó en una libreta el teléfono, la dirección y el DNI de García Valladares, y a continuación le indicó que ya podía seguir su camino. Mientras, el que parecía llevar la voz cantante, tras colocarse unos guantes elásticos se había dedicado a comprobar con sumo cuidado que el cuerpo estaba realmente muerto. Hecho que confirmó prácticamente de inmediato al constatar que el cuello del cadáver parecía haber sido oprimido hasta quedar reducido a unos tres centímetros de diámetro, poco más que un macarrón de los gordos. Sus ojos enrojecidos y una lengua morada y muy hinchada asomando por la boca sirvieron para evidenciar aún más el fallecimiento de aquel desdichado.

«Joder... A este le han apretado literalmente las tuercas hasta estrujarlo del todo», pensó, sinceramente sorprendido ante lo que acababa de contemplar.

Cumplieron el protocolo con estricta precisión, informando en primer lugar al sargento del puesto de Brihuega para que este diera aviso a la comandancia de Guadalajara y al juzgado. Mientras aguardaban la llegada de la comisión judicial y de los agentes especializados, procuraron controlar el tráfico, no demasiado fluido en aquel tramo, a la vez que realizaban la pertinente inspección ocular por la zona donde se ubicaba el cadáver. Sabían que cualquier resto, huella o indicio podía resultar clave para determinar las circunstancias de la muerte.

—Santi, creo que a este pobre se las han hecho pasar putas. ¿Te has fijado en cómo tiene el cuello? Se lo han dejado más estrecho que una flauta.

—Eso parece... La mueca del rostro indica mucho sufrimiento, como si le hubieran estado apretando durante un buen rato.

—Se trata de un asesinato..., seguro.

—El primero que veo...

—Y yo...

Cuarenta y cinco minutos más tarde hacían acto de presencia en el lugar una ambulancia, el vehículo que transportaba al juez, al secretario judicial y al forense, y un Jeep Grand Cherokee de la Guardia Civil. A pesar de la discreción de García Valladares, que había mantenido el silencio exigido, en Brihuega corrían ya rumores de que algo singular debía de haber sucedido en la carretera de acceso al pueblo por el oeste, pues en ese tiempo eran ya varios conductores los que se habían topado con el Peugeot de la Guardia Civil. Alguno de ellos incluso conocía a los agentes y había intentado informarse, aunque estos supieron mantener en todo momento el secreto que el caso parecía exigir. Y fue precisamente la ausencia de información la que provocó todo tipo de habladurías, a cual más extravagante.

En torno al cadáver, aparte de los dos agentes que habían llegado en el Peugeot, acabaron concentrándose un total de doce personas entre sanitarios, guardias adscritos a la policía judicial de Guadalajara, representantes de la judicatura (juez y secretario) y el preceptivo médico forense. Una vez informados de las circunstancias relativas al hallazgo del cadáver, fue este el primero en actuar, declarando oficialmente la muerte del finado tras realizar las observaciones pertinentes.

—¿Considera que nos encontramos ante una muerte violenta? —inquirió el juez de guardia a continuación.

Se trataba de un funcionario relativamente joven, que había insistido en presentarse personalmente en el lugar del suceso cuando perfectamente hubiera podido dejar el trámite en manos del secretario. La casi total seguridad, indicada por los agentes que habían custodiado el cuerpo, de que se apreciaban indicios de criminalidad, le había empujado a personarse en tan escabroso escenario.

—No me cabe la menor duda, señor juez. Pese a no presentar grandes heridas, este hombre parece que murió estrangulado..., aunque de una forma un tanto... particular. Tiene el cuello roto, como si se lo hubieran apretado con algo extremadamente contundente..., no sé, alguna cuerda... o quizá más bien con alguna pieza metálica, porque semejante destrozo difícilmente pudo realizarse solo con las manos. Y además se ha tenido que ejercer una gran fuerza... He observado señales de marcas bastante regulares en las partes anterior y posterior el cuello, marcas de lo que bien pudo ser alguna pieza metálica que alguien cerró en torno a la garganta de este infeliz..., provocando incluso pequeñas heridas que han llegado a sangrar. Nunca había visto nada igual... No sé, si no fuera porque suena absurdo, yo diría que este hombre ha sido agarrotado..., como cuando existía la pena de muerte. Por supuesto yo jamás he visto el cadáver de un agarrotado, aunque algo he leído de la forma en que la gente moría cuando era condenada a dicha pena... En fin, después de la autopsia tendrá usted datos más precisos.

—Vaya... Todo eso suena a algo muy... complicado —estimó el juez—. Desnudo, abandonado en una cuneta y, encima..., agarrotado. Alguien se ha tomado mucho interés en que la muerte de este hombre no pasara desapercibida. El problema es que de momento desconocemos su identidad... En fin, sargento —dijo a continuación, dirigiéndose a uno de los guardias llegados en la misma comitiva—, la cosa queda ahora en sus manos. Por mí, pueden llevarse el cadáver cuando ustedes hayan terminado su tarea. Ramón, encárgate de los trámites, por favor.

El aludido, que no era otro que el secretario judicial, asintió con un gesto. Los guardias de la judicial, cuatro en total, pasaron a estudiar el cadáver, fotografiar su posición y buscar por el entorno alguna huella o indicio que permitiera entender un tanto las circunstancias de aquella muerte. Las formalidades se alargaron durante cerca de hora y media, lapso en el que se embolsaron diversas muestras como colillas, pequeños papeles e incluso un clavo diminuto. Durante todo ese tiempo, el tráfico fue desviado hacia la calle de Quiñones, paralela a la carretera ahora controlada por la Guardia Civil. Concluidas las formalidades, todo el mundo regresó a Guadalajara, excepto los dos agentes del puesto de Brihuega, que ya se habían retirado una hora antes a instancias del sargento de la judicial.

Los dos sanitarios fueron los encargados de depositar el cadáver en la ambulancia para trasladarlo al instituto de medicina legal de los juzgados de Guadalajara. Durante la maniobra, la cabeza del muerto se ladeó de forma exagerada, como si estuviera atada al tronco con una simple cuerda.

—Un poco de cuidado —les reprendió el forense, temiendo que el cuerpo acabara decapitado.

En ese momento, prácticamente todo el mundo en el pueblo estaba ya al corriente del hallazgo de un cadáver en su término municipal. Incluso un vecino con contactos había telefoneado ya a La Crónica de Guadalajara para informar del suceso.

Por la tarde, mientras se practicaba la autopsia al cadáver, el sargento Tomás Santamaría, de la judicial de Guadalajara, coordinaba las tareas de identificación del cadáver. Al haber aparecido desnudo, sin ni siquiera llevar un anillo que pudiera aportar algún dato (aunque un círculo blanquecino en la piel evidenciaba que probablemente alguien se lo había quitado), todo se hacía más complicado. Tuvo que consultar la base de datos de desaparecidos del Ministerio del Interior, por si descubría algún caso que, por edad y características, encajara con el cuerpo descubierto en Brihuega.

Al final, su equipo logró elaborar una lista de cuatro posibles candidatos, desaparecidos en la última semana a una distancia máxima de cien kilómetros de Brihuega. Lógicamente, Madrid fue la localidad que aportó tres de los cuatro nombres denunciados por sus correspondientes familiares. El siguiente paso fue contactar con las comisarías donde se habían presentado dichas denuncias, a las que se remitieron además varias fotografías del rostro del cadáver y sus huellas dactilares, confiando en que se tratara de una desaparición documentada. Porque en el caso de que nadie se hubiera preocupado por encontrar al finado, el asunto se complicaría notablemente.

Sin embargo, la suerte sonrió al equipo investigador.

La comisaría de la Policía Nacional del distrito de Madrid-Chamartín respondió de inmediato y afirmativamente sobre la consulta realizada, constatando que aquel muerto era suyo, es decir, que la desaparición de la persona a la que pertenecía el cuerpo hallado en Brihuega había sido denunciada en sus oficinas. Su nombre, Francisco Rodríguez García, de 59 años de edad, desaparecido en Madrid tres días antes del hallazgo de su cadáver, según denuncia interpuesta por su esposa y uno de sus hijos.

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