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DARKO MRĐA, EL GATO

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El 21 de agosto de 1992, Darko Mrđa, en su afán por salvaguardar a la Madre Patria Serbia de musulmanes bosnios y croatas vaticanistas, dirigió una de las típicas operaciones que por aquellos días tenían lugar en Bosnia y Herzegovina. Desde que conociera el caso de Đorđe Martinović, se había prometido a sí mismo hacer algo por los suyos, sus compatriotas serbios, aunque esa oportunidad no llegaría hasta abril de 1992, momento en que se inició su guerra de independencia frente al gobierno turco-separatista de Sarajevo, empeñado en desvincularse de Yugoslavia para oprimir a sus compatriotas.

De inmediato, Darko se integró en las fuerzas de seguridad de Prijedor, la nueva policía serbia encargada de controlar dicha localidad y sus alrededores. A sus veinticinco años, se sentía fuerte, vigoroso y, sobre todo, ansioso por luchar. Sin embargo, no fue en el campo de batalla donde llevó a cabo su tarea en favor de la patria, sino en la propia localidad de Prijedor, asesinando, robando y violando a gentes de religión musulmana o etnia croata. Su consagración como gran héroe serbio tuvo lugar ese 21 de agosto, cuando formaba parte de las unidades policiales encargadas de trasladar a unos 1.200 prisioneros hasta territorio controlado por el gobierno de Sarajevo. El plan era canjearlos por población serbia retenida en manos de los musulmanes.

Los detenidos habían estado encerrados durante varios meses en el vecino campo de Trnopolje, una antigua escuela primaria donde padecieron todo tipo de sevicias y humillaciones. Amontonados en varios autobuses y camiones, partieron en dirección a Travnik, una localidad del centro de Bosnia defendida por musulmanes y croatas. Sin embargo, no todos llegarían a su destino.

Darko, a pesar de haber contraído matrimonio pocos días antes, fue instado por sus superiores a participar en la operación, orden que aceptó sin excesivos reparos. Cuando avanzaban por las serpenteantes carreteras que rodean el monte Vlasić, los vehículos se detuvieron, y los policías serbios, vestidos con uniformes verde oliva y de camuflaje, fueron recorriendo cada uno de ellos para separar a unos doscientos varones y reinstalarlos en dos de los autobuses, argumentando que su canje iba a producirse en un paraje vecino. Al frente de un grupo de agentes tocados con boinas rojas, Darko se subió en el primero de los transportes y ordenó dirigirse hasta los acantilados llamados de Korićani. Durante el trayecto, que duró unos quince minutos, los prisioneros fueron despojados de sus escasas pertenencias. Llegados al lugar, buena parte de los policías descendió de los vehículos y formó dos hileras que terminaban al borde del precipicio, entre las que fueron pasando, al principio uno a uno, los prisioneros del primer autobús. Una vez situados junto al borde del barranco, eran obligados a arrodillarse y recibían un disparo en el cráneo. Algunas caían directamente al abismo; otros, en cambio, tenían que ser empujados a patadas.

La mayoría de los desdichados cautivos comenzaron a lamentarse y suplicar por sus vidas. Algunos, en cambio, comprendiendo que su final había llegado, se dedicaron a rezar. Los verdugos, en lugar de apiadarse, se reían y los increpaban, «¡Esto es lo que merecéis, turcos!», también gritaban, creyendo vengar así la histórica derrota de su rey Lazar frente al Imperio otomano. O la más próxima en el tiempo humillación de Đorđe Martinović a manos de musulmanes albaneses. Uno de los policías, Damir Ivanković, impresionado ante tanta sangre y sesos desparramados, le preguntó a Darko si aquella matanza era realmente necesaria.

—Mira, Damir —le respondió el jefe de la operación—. Si no estás de acuerdo, deja tu fusil y arrodíllate tú también.

A partir de entonces, Ivanković permaneció callado y continuó disparando, aunque sin apuntar a ninguna de las víctimas. Para acelerar la masacre, los prisioneros del segundo autobús fueron bajados en grupos de ocho o diez y ametrallados de forma imprecisa antes de colocarse ante el barranco. Varios quedaron solamente heridos, aunque igualmente fueron lanzados al vacío y acabaron despeñándose contra las rocas. Concluida la operación, Darko se asomó al barranco, y al escuchar todavía diversos gemidos, ordenó lanzar unas cuantas granadas contra los supervivientes. Sin embargo, no satisfecho todavía decidió mandar a varios hombres para comprobar que no quedaba nadie vivo.

—Damir, baja tú también, y que no me entere yo de que incumples mis órdenes. No quiero que quede ningún turco para contarlo.

Seis agentes descendieron no sin cierta dificultad los ciento cincuenta metros del desnivel que separaba a los serbios de los cadáveres. Desde lo alto, Darko aún pudo escuchar algunos disparos destinados a rematar a unos heridos que, en su estado, hubieran fallecido pocas horas después. Ivanković, desoyendo las órdenes recibidas, fue incapaz de rematar a un joven que, con los miembros destrozados, imploraba una muerte rápida. Sin embargo, sintiendo una enorme compasión por el muchacho, le entregó su propia pistola para que acabara él mismo con su sufrimiento, como así hizo de inmediato. Cuando los serbios se hubieron retirado del lugar de la masacre, solo quedó un escenario dantesco de cadáveres sanguinolentos y desfigurados. Sin embargo, a pesar de la implacable minuciosidad con la que actuaron contra sus víctimas, doce personas sobrevivieron. Uno de ellos, de nombre Midhat Mujkanović, que había podido saltar al abismo sin recibir ni un solo disparo, logró cubrirse bajo un cadáver salvando de esta forma la vida.

Los policías serbios regresarían dos días después al lugar de la matanza para quemar los cadáveres y enterrar los restos. Darko pretendía evitar que alguien acabara descubriendo la masacre no por un tardío sentimiento de vergüenza ante el vil acto cometido, sino para no incrementar la mala prensa que su causa estaba recibiendo en diversos medios internacionales. En el mundo se conocían ya las matanzas de Bijeljina o Sanski Most, la existencia de campos de prisioneros donde los musulmanes sufrían todo tipo de vejaciones o las sistemáticas violaciones de mujeres practicadas por los serbios. Sin embargo, la medida no logró evitar el escándalo. En cuanto se sintieron a salvo en manos de otros serbios menos crueles, los supervivientes tuvieron el valor de denunciar lo sucedido, añadiendo un nuevo episodio de brutalidad a la ya abultada lista de crímenes cometidos por los nacionalistas serbios en Bosnia.

Ajeno a la mala prensa que tenía su causa, Darko continuó ejerciendo de policía en Prijedor hasta que, a finales de 1995, la guerra concluyó mediante un acuerdo del que no quedó para nada satisfecho. La injerencia norteamericana y la amenaza de una intervención masiva de la OTAN obligaron a los políticos serbobosnios, presionados asimismo por un cansado Slobodan Milosević, presidente de Serbia y su antiguo mentor, a aceptar un tratado de paz que los obligaba a ceder una parte del territorio conquistado. A pesar de todo, se reconoció la existencia de una república serbia autónoma dentro de la República de Bosnia y Herzegovina. Algo que para Darko no era más que una concesión a los «turcos», una resolución que impedía integrar a los serbobosnios en la Madre Patria Serbia con capital en Belgrado.

En los años sucesivos, Darko continuó en su puesto de policía en Prijedor, donde se consideraba a salvo a pesar de que el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia había dictado una orden de detención contra él, acusado de crímenes contra Humanidad y violación de las leyes y costumbres de guerra.

El 12 de junio de 2002 se presentó en su domicilio una unidad de tropas británicas integradas en las fuerzas de pacificación de la OTAN desplazadas en Bosnia, que procedió a su arresto y lo trasladó de inmediato a La Haya donde sería juzgado por aquellos crímenes. Atrás dejaba a su esposa y dos hijos, temiendo que nunca más volvería a verlos.

El 31 de marzo de 2004, Darko tuvo que escuchar de labios del juez holandés Alphonsus Martinus Maria Orie, presidente del tribunal que vio su causa, la sentencia que lo condenaba a diecisiete años de cárcel. Dura pena que, no obstante, habría podido ser más elevada de no ser porque el procesado reconoció los hechos imputados, mostró arrepentimiento y declaró haber actuado en cumplimiento de órdenes superiores.

Ante la falta de plazas en Holanda para tanto serbobosnio condenado o en prisión preventiva, el ex-policía sería trasladado, en noviembre, a la prisión Madrid IV, ubicada en el municipio de Navalcarnero. Allí dispondría de tiempo suficiente para aprender a hablar español con fluidez, y para mostrarse ante todo aquel que se prestara a escucharle, orgulloso por su actuación en la guerra de Bosnia.

Cierto día coincidió en el comedor de la cárcel con un joven recién llegado, en tránsito desde la prisión de Cádiz a la de Asturias, que se presentó como Josué Estébanez de la Hija.

—¿Y tú por qué estás aquí? —le preguntó el serbobosnio.

—Por matar en defensa propia a un antifascista que pretendía agredirme en el metro de Madrid.

—¿Por matar a un antifascista? ¿Y eso?

—El tío y su cuadrilla pretendían reventar una manifestación de los nuestros y al final todo se lio.

—Chico —le indicó Darko—, equivocaste el objetivo. Los enemigos de España, como también lo son los de mi patria serbia, son los musulmanes, los turcos. Yo maté unos cuantos durante la guerra, y vosotros deberíais hacer lo mismo. Los antifascistas, en definitiva, no tienen ni media hostia, no representan peligro alguno.

Durante el traslado a la prisión asturiana de Villabona, Josué no hizo sino meditar sobre las palabras de aquel tipo. Quizá tuviera razón, quizá tendría que haber liquidado a dos o tres malditos terroristas islámicos en lugar de a un chaval alocado cuyo único pecado había sido el de meterse con él. Posiblemente, de haber actuado de esa forma, hubiera salido mejor parado en el juicio.

El 25 de octubre de 2013, Darko abandonó su prisión española y pudo regresar a Prijedor, tras haber recibido la libertad condicional del tribunal que lo juzgó en La Haya. Sin embargo, en Bosnia lo aguardaban, además de su esposa y sus hijos, nuevos problemas con la justicia, pues dos años más tarde el alto tribunal de Sarajevo volvió a condenarlo a quince años más de prisión por otros asesinatos cometidos durante la guerra mientras ejerció como policía en Prijedor. Los cerdos musulmanes, así lo pensó, se estaban saliendo con la suya.

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