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MEMORIA DE UN DESMEMORIADO
ОглавлениеEl viernes, 15 de febrero de 2019, Adrián Moler Romasanta despertó sumido en una total confusión mental, como si llevara tres meses hibernando en compañía del oso Yogui. De hecho, le costó su tiempo recuperar plenamente la consciencia, y de no ser por la insistencia de su gato Chapinete, que se instaló sobre su estómago para amasarlo con energía, probablemente aún hubiera tardado más en lograrlo. Chavico, el otro felino de la vivienda, aunque de forma más discreta también contribuyó en el empeño por conseguir que su colega humano decidiera, por fin, levantarse para prepararles la comida y renovarles la arena de su caja-toilette.
Tareas que, como cada mañana, Adrián realizó por inercia, mientras escuchaba, como cada mañana, las noticias de la radio:
«Sánchez anunciará hoy la fecha de las próximas elecciones generales».
«Puigdemont y su partido afrontan en pie de guerra la convocatoria electoral».
«Un millar de ciudadanos de origen chino se manifiestan frente a la sede del BBVA contra los bloqueos masivos de cuentas bancarias que han sufrido».
Limpiar el arenero de sus mascotas siempre resultaba, paradójicamente, una actividad bastante relajante. Para Adrián, era como peinar las crines de un caballo, algo que nunca había realizado pero que imaginaba tarea favorecedora del sosiego espiritual. O al menos relativamente tranquilizadora de su ánimo.
—Bueno, chicos, vosotros ya estáis apañados... A comer y cagar, que ahora me toca a mí.
Chapinete agradeció los desvelos de su colega con el peculiar maullido que le caracterizaba, en ocasiones similar a la voz humana. De hecho, en más de una ocasión Adrián había creído escuchar palabras como «bueno», «quizá», «venga ya» en boca de su voluminoso gato, un felino macho (aunque castrado) de raza calicó con casi diez kilos de peso. Un enorme potencial de carne, pelo y huesos alimentado día a día con pollo crudo, filetes de pavo a las finas hierbas y comida especial para gatos, tanto seca como en salsa.
Fuera, el ambiente estaba dominado por nubes que amenazaban tormenta, algo bastante habitual en Asturias. A pesar de todo, Adrián abrió las ventanas para que sus gatos pudieran entretenerse observando todo lo que sucedía en la calle. Cuando desayunara, los sacaría..., como cada mañana, a dar su paseo por esas callejuelas de pueblo, irregularmente asfaltadas y dominadas por la vegetación, donde ambos felinos se dedicarían a purgar sus estómagos con las diversas hierbas curativas que solo ellos conocían. Y todo gracias a ser, en ese aspecto, mucho más sabios que los humanos. O al menos bastante más cuidadosos con su salud.
Adrián, que al estar sumido en el mundillo del colesterol también procuraba cuidarse lo suyo, desayunó con calma, saboreando su tostada de pan entomatado, su café descafeinado con leche desnatada sin lactosa y su pastilla contra la hipertensión. La radio seguía desgranando noticias a borbotones, una tras otra en una rápida solución de continuidad, hasta que el locutor anunció la tertulia política cotidiana, el momento esperado por el feliz jubilado para apagar el aparato. Sin embargo, fue lo último que escuchó lo que frenó su impaciencia por recuperar el silencio en su hogar.
—Como hemos anunciado ya, hoy, 15 de febrero, el presidente Sánchez, anunciará la fecha de las próximas elecciones... Y, en primer lugar, me gustaría comentar con vosotros esa noticia, que no por menos esperada...
El periodista, con voz bien modulada, siguió con su matraca, aunque Adrián había dejado de escucharlo. Su atención estaba ahora centrada en su reloj de pulsera, y más concretamente, en el día que marcaba.
«Pues sí, es día 15...», constató.
Allí había algo que no cuadraba, porque estaba seguro de que cuando se metió en la cama la noche anterior, el calendario señalaba el día 13, 13 de febrero de 2019. ¿Dónde había ido a parar el 14, festividad de los enamorados por más señas? Porque, si realmente ese día había llegado a formar parte de su vida, y la lógica así lo establecía sin ningún tipo de duda, no recordaba absolutamente nada de lo que pudo haber hecho o dejado de hacer en esas veinticuatro horas.
Intuyendo que Internet podría ayudarlo a desvelar aquel misterio, enchufó su portátil bajo la atenta y censuradora mirada de los gatos, que en silencio pero con firmeza exigían su paseo matutino.
—Ahora voy, chicos, ahora voy. Dejadme comprobar una cosa..., por favor.
El ordenador tardó su tiempo en conectarse con la Red, habida cuenta de que su conexión wifi dependía de que el rúter del vecino estuviera encendido, ya que Adrián no había contratado dicho servicio al constatar que podía conseguirlo gratis.
Por suerte, Ramón, que así se llamaba el generoso vecino, siempre mantenía activa su tecnología. Aunque con la inevitable lentitud derivada de la distancia, no tardó en abrir una web dedicada a difundir noticias de todo tipo, tanto verdaderas como falsas.
De todo lo que leyó, no recordaba absolutamente nada. La web hacía referencia principalmente al juicio a los independentistas catalanes, al rechazo por parte del Congreso de los Diputados de los presupuestos presentados por el presidente del gobierno Pedro Sánchez y al ascenso en la expectativa de voto del partido ultraderechista VOX. Noticias que a Adrián le importaban más bien poco, por no decir nada, aunque tampoco le sonaba haberlas oído o visto ni en la radio ni en la televisión.
«Bienvenido, míster Alzheimer», pensó con resignación.
A continuación, abrió su correo electrónico por si descubría algo que le pudiera aclarar un poco la situación. La bandeja de «recibidos» apareció repleta de los inevitables anuncios de empresas inmobiliarias que le ofrecían oportunidades para comprar viviendas tanto en Asturias como en Madrid. Una rutina que venía padeciendo día tras día desde que se metió en el juego de comprar una casa en el concejo asturiano de Llanes, y que al parecer no podría evitar hasta que se decidiera a abominar de la Red. Sin embargo, de lo que sí estaba razonablemente seguro era de que, cada vez que recibía un mensaje de ese tipo, lo eliminaba de inmediato, y allí aparecían siete, todos ellos fechados el 14 de febrero. Una evidencia que resultaba poco menos que inquietante. Sin embargo, lo que acabó por sumirle en la más absoluta incertidumbre fue el correo perteneciente a una empresa dedicada a gestionar espectáculos, por el que se le hacía llegar en formato PDF una entrada para el concierto de Pablo und Destruktion, que debía celebrarse el próximo sábado en la Casa del Cordón de Burgos. Una entrada que, como Adrián constató en su cuenta bancaria digital, había sido pagada mediante su tarjeta de crédito. Que no recordara el asunto de los presupuestos generales del Estado tampoco resultaba tan relevante..., pero que hubiera olvidado la adquisición de una entrada para asistir a un concierto al día siguiente... Aquello sí resultaba extremadamente preocupante.
Conocía a Pablo García Díaz, era consciente de ello. Un cantante gijonés que había creado el proyecto musical denominado Pablo und Destruktion, basado en la combinación muy personal de la psicodelia, el blues y el folk. A Adrián le gustaban algunas de sus canciones, y de hecho, había descargado (gratis, por supuesto) casi toda su discografía. Pero de ahí a asistir a uno de sus conciertos, que además iba a celebrarse en Burgos, a más de 200 kilómetros de Llanes, había un abismo.
¿O no? Porque en algún momento decidió que le agradaría escuchar a su nuevo ídolo musical en vivo. Ahora bien, ¿cuándo lo decidió realmente? Aunque la respuesta parecía clara, y apuntaba inevitablemente al 14 de febrero, por más que se esforzaba no lograba recordar nada, ni cuándo se había enterado de que Pablo García iba a cantar en Burgos, ni cuándo había decidido acudir a oírlo, ni en qué momento del día anterior había adquirido la entrada. El asunto del concierto parecía haber sido engullido por una espesísima tiniebla cerebral.
Los gatos, comprendiendo que algo grave le estaba sucediendo a su colega, habían decidido tumbarse pacientemente en el sofá, confiando en que Adrián pudiera recomponerse cuanto antes.
—Bueno, chicos, vamos —anunció entonces, sorprendiendo gratamente a los felinos—. ¿Qué más da que no recuerde nada de lo que hice ayer? Aunque..., la verdad, vosotros podríais darme alguna pista... Imagino que también dimos nuestro paseo..., ¿o no?
Chapinete maulló algo parecido a una afirmación, aunque su colega humano no quedó muy convencido.
Adrián se sentía razonablemente feliz en su nueva casita de Poo de Llanes, un pueblecito situado a tres kilómetros de la capital del concejo. Casi dos años después de jubilarse, por fin había logrado cumplir su sueño de residir en aquel rincón de Asturias que tanto lo hechizaba. Con lo que había conseguido ahorrar después de mucho tiempo de estrecheces, sumado al importe obtenido de la venta de su pequeño apartamento de Binéfar, logró reunir el importe exigido para adquirir una vivienda que, tras varios meses de búsqueda por la Red, satisfacía ampliamente todas sus necesidades. Una casita de dos plantas, modesta, pero bien soleada cuando el astro rey aparecía por aquellas tierras, y a escasos setecientos metros de una playa en la que resultaba del todo imposible ahogarse. Además, pudo obtenerla completamente amueblada, por lo que el día en que abandonó el secarral oscense donde había transcurrido su existencia durante casi veinticinco años, lo hizo prácticamente con lo puesto, dejando atrás toda una inmensa biblioteca de libros en papel que sin duda, por el aspecto de la persona que había comprado su anterior pisito, acabarían vendidos en una librería de viejo o, en el peor de los casos, lanzados al contenedor de papeles. Una cuestión que al viejo profesor jubilado lo traía sin cuidado, habida cuenta de que solo en su ordenador tenía almacenados más de cinco mil libros digitales, todos ellos descargados gratuitamente, a los que había que sumar otros quince mil guardados en una memoria externa. Suficientes para tener lectura durante el resto de su vida y tres o cuatro reencarnaciones más.
En cuanto abrió la puerta de la casa, los gatos salieron en estampida hacia la parte de atrás, donde abundaba la vegetación y el sol solía calentar durante todo el día. Allí se dedicaron a retozar, revolcarse entre las hierbas y cultivar su bien afinado olfato, mientras Adrián los observaba sumido en sus pensamientos.
Aspiró profundamente el aroma a laurel y eucalipto, sintiendo cómo la naturaleza tranquilizaba su ánimo. El alzhéimer podía hacer de las suyas en las personas que necesitaban recordar, convertirse en un auténtico drama para sus familiares, aunque no era este el caso de Adrián. Desde que se instaló en Poo de Llanes, todo su pasado había quedado relegado al olvido. Su fracasado matrimonio, roto muchos años atrás... El alejamiento de su único hijo, al que solo escuchaba por Navidades, cuando uno u otro se decidía a telefonear para felicitar el nuevo año. Sus amores imposibles con Olvido, aquella colega de la que se enamoró perdidamente, y con la que nunca pudo llegar a nada por estar ella felizmente casada con otro... De hecho, Adrián carecía ya de sueños e ilusiones, y también de alguien que sintiera preocupación por él. Con su humilde casita y la compañía de sus dos gatos le bastaba para soportar lo que le quedaba de vida. ¿Qué problema había en haber olvidado un día de su existencia, cuando todos los días, desde hacía ya bastante tiempo, transcurrían de la misma manera? ¿Acaso había hecho algo especial aquel difuminado 14 de febrero, aparte de adquirir las entradas para un concierto? Casi con toda seguridad, no. Habría sacado a sus gatos; habría cumplido con la acostumbrada hora y media de caminata por el sendero costero; de haber lucido el sol habría acudido a la playa para leer tumbado en la arena; habría visto alguna película en su ordenador..., y poca cosa más, aparte de calmar sus necesidades de higiene corporal, alimento y evacuación de órganos internos. En definitiva, no se había perdido nada trascendental, de ahí que no se sintiera excesivamente preocupado por aquel fallo en su memoria.
Por curiosidad, comprobó su móvil de primera generación, un teléfono que carecía de conexión a Internet e incluso de cámara fotográfica. Un aparatito pequeño, que se abría en dos hojas para dejar a la vista un minúsculo teclado y una pantalla aún más diminuta, adquirido al menos veinte años atrás. Adrián lo empleaba exclusivamente para telefonear una o dos veces por semana como mucho, principalmente para solventar asuntos derivados de la adquisición de la casa, y escuchar la radio durante sus caminatas, aunque dicha función apenas la activaba al preferir el canto de los pájaros o el silencio de la naturaleza a las estupideces de tertulianos, políticos y espontáneos empeñados en divulgar sus estúpidas opiniones a toda costa.
El día 14, es decir, ese día del que no tenía memoria, curiosamente había realizado dos llamadas, una a la biblioteca de Llanes y otra a un teléfono fijo con prefijo 947 que no tenía registrado. Lo pulsó para comprobar a quién pertenecía y le respondió de inmediato una dulce voz femenina.
—Centro cultural Casa del Cordón, ¿dígame?
Al principio Adrián se sorprendió, aunque tras unos instantes de duda logró recordar que de una forma u otra había contactado ya con dicha institución.
—Perdone, ¿mañana canta ahí Pablo und Destruktion?
—Sí, a las ocho de la tarde.
—¿Y puedo comprar entrada por Internet?
—Claro, en nuestra página web. Creo que ayer ya se lo expliqué.
—No me diga...
—Su voz me suena... Me parece que fue usted quien hizo esa misma consulta, la única que tuve ayer sobre ese mismo asunto.
—Ya..., es que ando un poco flojo de memoria últimamente.
—No se preocupe, para eso estamos.
—Pues ahora mismo compro la mía. Gracias y perdone.
—Hágalo ya, porque el concierto es mañana, no se le olvide otra vez —concluyó con cierta sorna la mujer.
Por lo que respecta a su llamada a la biblioteca de Llanes, Adrián intuyó que simplemente la habría realizado para consultar algún dato de su catálogo, gestión que solía realizar con relativa frecuencia.
«En fin, puesto que ayer, sin comerlo ni beberlo, me entraron unas repentinas ganas de escuchar a Pablo García, y con la entrada ya pagada, pues habrá que mañana viajar a Burgos... Eso si me acuerdo al despertarme...
El resto de la jornada transcurrió con normalidad. El desmemoriado pensionista cumplió con el ritual de caminar por los paisajes costeros del concejo llanisco, comió cuando el estómago le hizo memoria de que debía hacerlo, volvió a sacar a los gatos media hora más, bajó un rato a la playa para leer y, cuando comenzó a anochecer, vio una película mientras cenaba. El mismo programa de siempre. También imprimió la entrada del concierto, ya que le hacía ilusión asistir a él. Sin duda la misma ilusión que debía de haber sentido el día anterior. La única ocasión en que había acudido a un recital musical había sido al que Lluís Llach dio en Lérida, allá por los años setenta (su enflaquecida memoria no le permitía concretar cuál de ellos), y ahora parecía sentir la necesidad de hacerlo de nuevo.
Por la noche, ya en la cama, y con los dos gatos lamiéndose las pezuñas antes de dormir, Adrián se encomendó a quien tramitara esos asuntos para que al día siguiente pudiera recordar lo que había hecho el 15 de febrero de 2019. Si no todo, al menos lo suficiente para poder acudir a Burgos en condiciones.
Como siempre desde que se instaló en Poo de Llanes, durmió como un niño mimado. Y se despertó descansado, capaz de afrontar con optimismo todo lo que la nueva jornada pudiera deparar. Al descorrer las cortinas de la ventana, comprobó que incluso el sol lucía en todo su estimulante esplendor, circunstancia que lo animó aún más, habida cuenta de que sin apenas esfuerzo fue capaz de rememorar sus vivencias del día anterior.
—Chicos, parece que todo ha vuelto a la normalidad. Hoy vais a tener ración doble de paseo porque me siento generoso..., y porque esta tarde la voy a pasar fuera, pequeños.
Chapinete maulló un «sí, gracias» y bajó corriendo la escalera seguido de Chavico, siempre más comedido a la hora de expresar sus emociones.
Después de comer, tomar el café y amodorrarse unos veinte minutos, volvió a sacar a los gatos y se dispuso para su viaje a Burgos. Se sentía ciertamente ilusionado por romper de aquella forma una rutina cotidiana que, aunque le resultara reconfortante, también convenía variar de vez en cuando para no percibirse excesivamente monótona. Así que montó en su modesto Dacia Sandero color mierda de gato, el único que encontró en el concesionario en el momento de adquirirlo, y puso rumbo a la capital castellana primero siguiendo la autovía del Cantábrico y, una vez llegado a Torrelavega, desviarse hacia el sur por el interior de Cantabria. Entre los numerosos estímulos visuales con los que se encontró lo sorprendió sobremanera la iglesia de San Jorge, en el pueblecito de Las Fraguas, un edificio católico que imitaba hasta sus mínimos detalles un templo romano. De hecho, fue tanto el impacto que su visión causó en Adrián, que este decidió detenerse para contemplarlo de forma más pormenorizada. Nunca hubiera imaginado encontrar algo así en aquel rincón de la Cantabria más rural, un edificio que al parecer había sido fruto del capricho de un aristócrata de la Restauración que llegó a regentar la alcaldía de Madrid. Gracias a un lugareño que transitaba por la zona, se enteró además de que, cerca de la iglesia, se alzaba también el palacio de los Hornillos, levantado por encargo del mismo noble e inspirado en una residencia rural inglesa. Tan inglés parecía, que en él se rodó la película Los otros, una cinta de Alejandro Amenábar cuya acción transcurría precisamente en una isla británica. Sin embargo, Adrián solo pudo contemplar el edificio desde una cierta distancia, pues seguía siendo de propiedad privada. En España, por muchas transformaciones democráticas que pudieran llevarse a cabo, lo esencial nunca cambiaba.
Para el viejo profesor, Burgos no escondía demasiados secretos, pues la había visitado en diversas ocasiones, dedicando en una de ellas varios días a investigar sobre su condición de capital rebelde durante parte de la Guerra Civil. De hecho, tal circunstancia lo llevó a recorrer minuciosamente, aprovechando sus obras de remodelación, el palacio de la Isla, la que fuera residencia del general Franco situada junto al río Arlanzón. Hacia las seis de la tarde, aparcó su coche en el arranque de la avenida del Cid Campeador, junto a una funeraria, para seguir caminando tranquilamente hacia el centro. Anochecía ya cuando, al sentir que la temperatura comenzaba a refrescar el ambiente, decidió comer algo a modo de cena antes de dirigirse a la Casa del Cordón. Para ello escogió un sencillo bar de tapas donde, sin dudarlo, pidió en la barra un bocadillo de morcilla local y una cerveza sin alcohol. A continuación, se acomodó en una de las mesas, se despojó de la parka y sacó de ella el libro electrónico que siempre llevaba consigo. Un poco de lectura antes del concierto, unido a las visitas realizadas en Las Fraguas, sin duda completaría la ración de cultura con la que cada día, invariablemente, alimentaba su espíritu. Una medicina a la que se había acostumbrado desde muy chico, y que para él representaba la más completa de las taumaturgias posibles.
Mientras aguardaba el bocadillo, enfrascado ya en una novela de intriga que recreaba la Barcelona de los años sesenta del anterior siglo, entró en el bar una mujer rubia, de perfecta anatomía, que solo aparentaba cierta edad por unas apenas imperceptibles grietas en su rostro. Adrián levantó durante unos segundos su mirada, para regresar de inmediato a su relato. Al momento apareció el camarero con su bebida y su morcilla bien encajada en un pedazo de pan candeal. El oscuro color del embutido contrastaba con el blanco de la esponjosa miga cubierta de una crujiente costra que, con solo su tacto, hizo las delicias del viejo profesor. Con un primer bocado de tanteo, este volvió a recordar de inmediato aquellos sabores tradicionales tan frecuentemente paladeados durante su anterior estancia en Burgos.
La rubia, tras despojarse de su abrigo oscuro, se había arrimado a la barra para pedir un café. Adrián volvió a mirarla, ahora con algo más de atención, pudiendo apreciar unas largas piernas cubiertas con unas medias oscuras, y un cuerpo encajado en un traje con falda de color rojo, en el que podían apreciarse unos senos de modélico tamaño, es decir, ni muy diminutos ni demasiado abultados. Todo en ella parecía haber sido diseñado a la perfección, en particular aquellas nalgas que sobresalían del taburete en el que se hallaban aposentadas.
«Bueno..., ya la has valorado y le has dado un diez y medio. Tu faceta de viejo verde se ha manifestado con creces. Vuelve a la morcilla, que es lo único que vas a morder esta noche».
El bocadillo le aguantó cuatro dentelladas más, para desaparecer engullido en su estómago. Y aunque tuvo la tentación de repetir, supo controlarse en beneficio de su salud. Un cortado descafeinado, lentamente saboreado mientras leía su intriga, sirvió para rematar aquella sencilla pero exquisita cena. Discretamente satisfecho, consultó su reloj y comprobó que marcaba casi las siete y media. Un breve y relajado paseo hasta la Casa del Cordón, previa visita al excusado del bar, le permitiría aligerar la digestión y afrontar el concierto con todas las garantías requeridas.
Al aproximarse a la barra para abonar la cuenta, lo hizo acercándose todo lo que pudo, aunque con discreción, a aquella fantástica rubia, que seguía con su café como si a su alrededor no existiera mundo alguno. Al instante percibió un agradable aroma de perfume a la mandarina que le empujó a alabar mentalmente el buen gusto de la mujer, mucho más bella de lo que había podido apreciar cuando entró en el establecimiento. De momento, el alzhéimer no parecía haber menoscabado la pasión que siempre había sentido por las damas hermosas.
A las ocho menos diez se encontraba ya ante la puerta de la Casa del Cordón, donde tampoco es que se aglomerara una abrumadora multitud. Pablo und Destruktion sin duda no era un portentoso arrastrador de masas como sí podían serlo Beyoncé o Abraham Mateo, y la cola para acceder al auditorio apenas incluía diez personas. Una vez dentro, Adrián incluso pudo elegir un sitio próximo al escenario, en un espacio en el que no llegaron a juntarse más de trescientas personas sentadas. De hecho, el aforo quedó sin completar, de forma que el evento que allí iba a producirse recordaba más al concierto de un quinteto de cuerda barroco que al de un representante de la moderna psicodelia.
En el escenario, Pablo y sus dos colaboradores, un batería y un bajo, se encontraban ya afinando los instrumentos sin prestar demasiada atención al público. Adrián, acomodado en una esquina, estiró todo lo que pudo las piernas y se dedicó a observar al personal, en general gente de mediana edad, dominando los treintañeros. Aunque tampoco nadie parecía bajar de los veinte años, acabó sospechando que se trataba del asistente de mayor edad. Circunstancia que, precisamente por las sesenta y dos primaveras que arrastraba y que le hacían estar de vuelta de casi todo, tampoco le preocupaba demasiado.
Comenzaron a sonar las primeras notas, imprecisas, mientras el batería practicaba con el bombo. Pablo saludó, agradeció la presencia de un público que aunque no excesivamente numeroso sí se mostraba bastante entusiasta, y a continuación solicitó silencio para que todo el mundo pudiera disfrutar de sus canciones. Adrián, cada vez más estirado de pies y brazos, agradeció no tener a nadie en los lados a quien pudiera molestar su actitud.
«Que empiece ya..., o el público se va...», cantó mentalmente.
De repente, notó una fragancia a mandarina que le hizo recordar su cena en el bar. Se giró lentamente, como a menudo había visto hacer en las películas de terror, para encontrarse justo tras su asiento con la rubia del traje rojo. Confuso, sin saber qué hacer, volvió de inmediato su mirada hacia el escenario.
«Vaya casualidad..., y además, está sola».
El bajo del dúo que acompañaba a Pablo inició la andadura del concierto. En aquel auditorio perfectamente remodelado en el interior de un edificio tardogótico, realmente la música sonaba a la perfección. El líder del grupo hizo sonar su guitarra acústica y comenzó a cantar un tema incluido entre los preferidos por Adrián. La cosa parecía ir sobre ruedas. Disimuladamente, se fue girando de nuevo para encontrarse otra vez con el rostro de la mujer, quien, ahora ya sin disimulo alguno, acabó por sacarle la lengua en un gesto marcadamente sensual.
«Esto no puede estar sucediendo…».
El viejo profesor, sintiendo el perfume cada vez más intensamente, no pudo evitar rascarse compulsivamente la cabeza. Para él, la situación resultaba perceptiblemente más insólita que los olvidos del día anterior. Porque hasta el presente, ocasionales fallos de memoria los había tenido, sí, sobre todo desde que superó la sesentena, pero nunca, jamás, ninguna desconocida le había sacado la lengua como acababa de hacerlo la rubia sentada a sus espaldas.
Lo único que se le ocurrió pensar fue que se trataba de una prostituta buscando clientes, aunque el lugar elegido no parecía el más adecuado para tal propósito. Nada menos que una entidad de la categoría de la Casa Cultural del Cordón convertida en un lupanar... O también podía tratarse de algún tipo de trastorno, algo similar a la antigua histeria de época victoriana adaptada a los tiempos modernos. Incluso pensó en un síndrome de Tourette en su variante gestual. Adrián no es que fuera un experto en esos temas, pero intuía que, aunque para la sorprendente mueca de la mujer podían existir diversas explicaciones, estaba razonablemente seguro de que ninguna de ellas la consideraría como algo habitual.
«Bueno, ya se le pasará...», supuso mientras intentaba concentrarse en el concierto.
Durante el tiempo de las dos canciones siguientes, Adrián prácticamente ni pestañeó por no provocar más alteraciones en la mujer. Sin embargo, cuando Pablo iba a iniciar el siguiente tema, sintió la mandarina mucho más próxima a su cogote.
—Es bueno..., este Pablo und Destruktion, muy bueno.
No sin cierta prevención, el pensionista ladeó lentamente la cabeza hacia su derecha, para encontrarse con la cara de la rubia prácticamente adherida a su hombro.
—¿Cómo..., dice usted? —preguntó nervioso.
—Que toca muy bien, este Pablo.
—Sí, lo hace bien, sí.
—¿Lo conocías ya?
—Sí..., bueno, es que es asturiano —se le ocurrió decir a Adrián como única explicación.
—Ya... Pues a mí me habían hablado muy bien de él, pero no lo había escuchado nunca. Y no me arrepiento en absoluto de haber venido. Me lo estoy pasando en grande.
—Vaya, me alegro —manifestó el viejo profesor, como si se sintiera responsable de que la mujer disfrutara con aquella música. Mientras hablaba, intentaba hacerlo sin apenas abrir la boca, no se le fuera a escapar algún regüeldo con sabor a morcilla—. Y si pone más atención, aún le gustará más, ya verá usted.
—Captada la indirecta... Vamos a escucharlo con atención. Aunque..., digo yo, los conciertos están para comentarlos... Y como he venido sola, y tú tampoco tienes compañía... Pero no es mi intención molestar...
—No, mujer, si no es molestia...
—Vale, vamos a ver qué nos canta ahora nuestro Pablo el asturiano.
El concierto se prolongó durante una hora más, tiempo en el que Adrián no dejó de escuchar sonoros aplausos y gritos exaltados, con los que la rubia parecía animarse como una colegiala en una actuación de Justin Bieber. Y cuando el cantante dio por finalizado el concierto, levantada ya de su silla y agitando los brazos, no dudó en exigir algún bis que calmara su excitación. Los jóvenes de alrededor, al contemplarla, no dudaron en corear sus exigencias como si estuvieran poseídos. Adrián se rehundió en su asiento, suplicando que, de haber algún mago en la sala, lo hiciera desaparecer de inmediato para evitar la vergüenza ajena que sentía.
Al final hubo bises. Pablo regaló a su enfervorizado público dos canciones más, y al retirarse fue despedido con un dilatado aplauso general, con toda la gente en pie y gritando consignas como puxa Asturies o «vuelve, Pablo, vuelve». Aprovechando el bullicio, Adrián se dispuso a salir por un pasillo lateral para no verse obligado a hacerlo en medio de aquella exultante marea. Andaba ya por la mitad de la sala cuando le agarraron del hombro.
—Chico, ¿te ha gustado el concierto? Yo he disfrutado una barbaridad...
Como si se conocieran de toda la vida, la rubia acababa de sujetarlo con su mano izquierda para dirigirse a él con el cariñoso apelativo de «chico». El pensionista pensó si el principal problema de aquella mujer no radicaría en la vista, porque a su edad, llamarle de aquella manera sin antes haber comido juntos al menos en una ocasión, solo podía explicarse por un asunto de oftalmólogo. ¿Acaso no lo estaría confundiendo con otra persona?
—Perdone, seño...ra... rita. ¿Nos conocemos de algo?
—No creo..., ¿por qué lo preguntas?
—No, por nada, como la noto tan... familiar.
—Es que como hemos compartido juntos este maravilloso concierto, y al haber asistido los dos sin compañía alguna, no he podido evitar el comentarlo contigo. No tenía a nadie más con quien hacerlo, perdona si te he molestado...
—No, no me ha molestado..., solo me ha resultado..., chocante.
—¿Nos tomamos algo juntos?
—¿Cómo dice?
—Que si nos tomamos algo juntos. La gente ya comienza a salir, y debemos darnos prisa si no queremos que nos pille el toro.
Adrián pensó que el toro le había pillado hacía ya un buen rato, aunque, más que dolor, lo que realmente sentía en aquellos momentos era excitación. ¿Qué demonios pretendía aquella atractiva mujer coqueteando con un jubilado cuyo círculo social se reducía a dos gatos y su vecino Ramón, cuando este tenía a bien salir de su casa?
—Venga, hombre, anímate —insistió la rubia—, vamos a tomarnos un pelotazo.
—¿Un pelotazo?
—Ay, chico, quiero decir una copa. Pareces llegado de otro mundo.
«La que pareces llegada de otro mundo eres tú... ¿Qué es lo que estás buscando? Porque si es dinero, has ido a pinchar en hueso. De todas formas, voy a seguirte la corriente, a ver hasta dónde alcanza este asunto... A nadie le amarga un dulce... Aunque no sé si debería fiarme demasiado...».
—De acuerdo —aceptó Adrián—, una bebida rápida en algún lugar cercano. Luego tengo que viajar.
Abandonaron el local casi en procesión, empujados por el público asistente. En la calle la temperatura debía de rondar los cuatro o cinco grados, por lo que ambos se colocaron sus piezas de abrigo. El atribulado pensionista no dejaba de observar disimuladamente a aquella extraña mujer que parecía haberse encaprichado de él, lo cual decía más bien poco en favor de su cordura.
—¿Es usted de Burgos? —le preguntó.
—No, madrileña, estoy visitando a unos amigos.
—¿Y dónde le apetece que vayamos? Yo tampoco vivo aquí, ni conozco demasiado el ambiente de la ciudad.
—Un poco más adelante hay una cafetería que está bien. Tú déjate guiar, chico.
La insistencia en el uso del término «chico» comenzó a mosquearlo, porque Adrián, con sesenta y dos años a cuestas, precisamente estaba bien lejos de parecer un chico. En su cráneo, allí donde había pelo, primaban las canas; el clásico diseño de sus gafas le confería un aire de anciano de residencia, y en su rostro podían apreciarse ya algunas arrugas bastante notables. En justicia, llamarle «chico» sonaba más bien a burla. O aquella mujer estaba como una cabra, o definitivamente era una prostituta en busca de cliente, aunque un auditorio no fuera precisamente el lugar más adecuado para hacerlo. Decidió andar con ojo por si las cosas se torcían.
Mientras cruzaban la plaza de la Libertad, la rubia no dejó de alabar las cualidades musicales de Pablo und Destruktion. Llegados ya a la calle del Condestable, de inmediato dieron con una cafetería bastante concurrida y aparente.
—Aquí podemos tomarnos un gin-tonic —señaló por la mujer.
—Bueno, no sé si me conviene tomar alcohol, luego tengo que conducir, ya se lo he dicho. Con este frío, un café con leche me vendrá mejor.
—Toma lo que quieras, chaval, a mí me apetece un gin-tonic.
«Chico», «chaval»... Decididamente, o estaba loca de remate, o necesitaba urgentemente una visita al oculista.
La cafetería resultaba elegante, con un diseño interior bastante moderno y funcional, en el que destacaban algunas reproducciones de pinturas que en su momento fueron vanguardistas. En aquellos momentos apenas acogía a media docena de clientes. La improvisada pareja se acomodó frente a frente ante una mesa, y al instante una joven de acento eslavo les preguntó qué deseaban.
—Un gin-tonic bien cargado, a poder ser de London.
—No sé si tenemos —dijo tímidamente la camarera—, ahora le digo.
—Si no es London, de cualquier otra marca, pero bien cargado —insistió la rubia, a quien parecía importarle más la cantidad que la calidad.
—Para mí un café descafeinado con leche.
La muchacha se retiró, y lo dos quedaron solos, Adrián se sentía ciertamente incómodo en una situación en la que no sabía a qué atenerse.
—¿Acostumbra usted a toma copas con extraños? —se le ocurrió preguntar.
—Ya lo sé, chico, ya lo sé que suena raro todo esto, pero es que el concierto me ha... emocionado, y necesitaba comentarlo con alguien. Y como tú también estás solo... —insistió la mujer recurriendo de nuevo al argumento de la soledad.
«Pero antes de que Pablo comenzara a cantar ya me habías sacado la lengua... O sea que ya venías predispuesta...».
—Yo soy muy abierta —continuó la rubia—, quizá demasiado, ya lo dice Mario, mi pareja...
—¿Y por qué no ha venido con él?
—No le va este tipo de música. Es más de Café Quijano y gente así. Por cierto, estamos aquí de cháchara y aún ni sabemos nuestros nombres. Yo me llamo Mónica, ¿y tú?
El pensionista constató que, de cerca, la tal Mónica era aún mucho más hermosa de lo que había podido apreciar en la distancia. De hecho, lo que él había percibido como arrugas no eran más que unos pequeños hoyuelos en la mejilla que resaltaban la belleza de su rostro, un rostro jovial, en absoluto propio de una prostituta. Algo que le llevó a preguntarse de nuevo qué buscaba ella realmente al empeñarse en tomar una copa con él.
—Adrián.
—Pues encantada, Adrián... ¿Y de dónde eres?
—Vivo en un pueblecito costero de Asturias que se llama Poo de Llanes.
—Ah, Llanes, lo conozco, un lugar precioso. Y como eres asturiano, has venido a ver a tu paisano Pablo a Burgos, ¿no?
—No, de hecho no soy asturiano sino catalán..., y también medio aragonés, porque he vivido mucho tiempo en Aragón. En Poo llevo solo un año escaso. Después de jubilarme, en cuanto pude me compré una casita allí, un lugar que ya conocía y que siempre me pareció paradisíaco..., incluso cuando llueve.
—¿Estás ya jubilado? Pero si pareces un chaval.
La camarera llegó con las consumiciones y las colocó sobre la mesa, rompiendo brevemente el encanto de semejantes halagos.
—Al final sí teníamos ginebra London —anunció con una sonrisa.
—Estupendo, eres toda una campeona —agradeció Mónica, que de inmediato dio un sorbo a su combinado—. Mmmm, riquísimo, y bien cargadito, como a mí me gusta. Muchas gracias.
La alegría de la mujer, que parecía consustancial a su persona, comenzó a contagiar a Adrián. Este, caballeroso, se empeñó en pagar las consumiciones, dejando incluso medio euro de propina.
—Pues sí, señora —continuó cuando la eslava los dejó de nuevo solos—, estoy jubilado y bien jubilado. A los profesores nos permiten retirarnos a los sesenta, ya ves. Entonces, tú, madrileña.
Sin percatarse de ello, el viejo profesor había pasado al tuteo, como si el gin-tonic le estuviera afectando a él.
—Madrileña, madrileña pura.
—¿Y cómo conociste a Pablo und Destruktion?
—Unos amigos de Madrid que habían asistido a uno de sus conciertos me comentaron que merecía la pena, así que, al ver que actuaba en Burgos, me dije «pues vete a verlo, Mónica, para que puedas opinar». Y no me arrepiento, la verdad. Lo he disfrutado mucho.
—Ya lo he notado, ya —dijo Adrián, recordando los gritos enfervorizados de la mujer—. En mi caso, el hecho de residir en Asturias me ha permitido acercarme más fácilmente a Pablo. Leí de él en la prensa local, lo busqué en Youtube, me gustó y me descargué sus temas. Aunque hay una de sus canciones que me chirría bastante. Es esa que se titula A veces la vida es hermosa, que la encuentro machista y, sobre todo, algo bárbara en relación con el asunto del maltrato animal.
—¿La ha tocado hoy?
—Sí, hacia la mitad del concierto. Viene a ser la historia de un macho ibérico que habla con su pareja. Entre otras lindezas, le dice que le dará un hijo y que, por supuesto, este será varón. Siempre había pensado que los hijos se tienen en pareja, no se dan. Y el hecho de insinuar que, siendo varón, la cosa irá mejor..., pues qué quieres que te diga.
—Visto así, suena bastante machista, sí.
—Pero luego va y le dice a su mujer que llevará a por cangrejos de río a ese varón que pretende darle, portando un martillo para romperles la concha. ¿Qué le habrán hecho los pobres cangrejos para tratarlos de esa manera? Y enseñar a su hijo a comportarse así con unos pobres animales, pues que no...
—Vaya, ¿eres vegetariano?
—Casi, aunque debo reconocer que hoy he cenado morcilla en el mismo bar donde tú te has tomado un café antes de acudir al concierto. Una casualidad, ¿no te parece?
—Ah, ¿estabas tú también allí? Pues no me he fijado.
Adrián consultó disimuladamente su reloj, que ya marcaba las diez y doce minutos. ¿Realmente debía creer que aquella mujer no se había percatado de su presencia en el bar, y que luego se hubiera sentado justamente a sus espaldas? Por muy agradable que resultara a la vista, cada vez estaba más convencido de que allí había gato encerrado. Mentalmente volvió a insistirse en no correr riesgos.
—Entonces, ¿eres o no eres vegetariano? –insistió Mónica, retomando el tema animal.
—No del todo, aunque me propongo serlo en breve, cuando reúna la suficiente fuerza de voluntad para dejar el pescado. De hecho, he renunciado a los mamíferos y a las aves, con la excepción de la morcilla de hoy. Porque la morcilla de Burgos no puede comerse todos los días, o al menos yo no voy a ir a comprarla a propósito a ninguna tienda. Ha sido un pecado del que, aunque no te lo creas, ya me he arrepentido. Y todo ello lo hago no por una cuestión de salud, sino por amor a los animales.
—¿Tienes animales?
—Sí, precisamente dos gatos.
—¿Precisamente? —inquirió la mujer ofreciendo una mirada curiosa.
—Bueno, quería decir que sí, que tengo dos gatos..., y estos no están encerrados.
—Ah, vaya, ¿los dejas sueltos acaso?
—No, no... Paseamos juntos por la calle..., mejor dicho, ellos me pasean a mí.
—¿Paseas gatos? ¿Y no se te escapan?
—Algunas veces... Sobre todo el siamés. Precisamente el otro día...
Adrián detuvo su relato, experimentando un nuevo vacío en su memoria. ¿Cuándo había escapado Chavico al jardín de una de las casas vecinas? ¿Ese jueves del que no recordaba absolutamente nada? Seguramente no, porque el hecho de poder evocar la huida de su mascota significaba que esta se había producido en un día distinto, aunque no tuviera claro cuál.
—...el otro día, —continuó—, creo que el miércoles, el siamés se metió en el terreno de un vecino.
—Qué interesante, cuenta, cuenta —exclamó Mónica dando el último trago a su gin-tonic.
—¿Te parece interesante? —preguntó incrédulo el pensionista.
—Es que a mí me encantan los gatos.
—Ah..., bueno, pues eso, que se metió en el jardín de un vecino, y tuve que saltar un muro para cogerlo. En realidad no es un jardín, sino un terreno abrupto cubierto sobre todo de hierba silvestre, musgo, helechos y unos cuantos árboles.
—¿Y qué dijo el vecino?, ¿se molestó?
Adrián quedó unos instantes meditando la respuesta. Una respuesta que al final no llegó.
—A decir verdad, no recuerdo ese detalle. Realmente no sé cómo terminó la aventura, llevo algunos días padeciendo fallos de memoria. Será cosa de la edad.
—La edad, la edad... Si estás hecho un chaval.
El pensionista, lejos de sentirse halagado, comenzaba a estar ya un poco harto de que lo tomaran por un muchacho. Tenía la percepción de que todo aquel absurdo, en el mejor de los casos, o se trataba de una broma, o bien de algo sin duda mucho más inquietante. Porque estaba plenamente convencido de que, en los anales de la historia, jamás se había producido el hecho de que una mujer de bandera como Mónica abordara a un tipo como él, que ni era rico, espía, político de alto rango o descubridor científico. Decidido a poner fin a aquella disparatada situación, le manifestó a la mujer su intención de regresar a Poo de Llanes.
—Bueno, Mónica, si no te importa, vamos a dejarlo aquí. Tengo que ponerme cuanto antes en marcha porque me esperan más de 200 kilómetros hasta Poo de Llanes. Ha sido un verdadero placer conocerte, de verdad.
—Que lástima, con lo a gusto que estábamos... En fin, otra vez será. Espero que coincidamos en otro concierto de nuestro Pablo.
—En eso confío.
Se abrigaron, y una vez en la calle, Adrián preguntó:
—¿En qué dirección vas?
—En esa.
—Una pena, tengo el coche en dirección contraria —mintió el viejo profesor, deseoso de llegar cuanto antes a su casita asturiana para meterse en la cama. Cuanto antes se separara de Mónica, antes podría encontrarse con sus gatos—. Adiós, Mónica.
La mujer se despidió dándole dos suaves besos en las mejillas que le dejaron el rostro con sabor a mandarina.
Una vez solo, y tras comprobar que la mujer se había perdido ya entre las calles burgalesas, Adrián varió el rumbo para dirigirse directamente al lugar donde había aparcado su coche. Pese al frío reinante, caminaba sonriente, preguntándose de nuevo qué habría visto aquella mujer en él para incitarlo a tomar una copa sin conocerse de nada. Copa que, por cierto, había sido pagada de su bolsillo.
«Quizá solo deseaba tomar un gin-tonic de gorra. Me habrá visto cara de primo y se habrá dicho, “este panoli me va a invitar”. En fin, no hay que darle más vueltas, cuando se lo cuente a los gatos me van a tomar por un fanfarrón».
Estaba a punto de abrir su coche cuando, de repente, surgió de la nada un hombre alto, afeitado al ras y bien vestido, que lo abordó bajo una farola rota.
—¿Qué le has hecho a Mónica, cabrón de mierda? —le preguntó mientras le lanzaba un derechazo a la mandíbula que le hizo saltar las gafas. El viejo profesor se inclinó, aunque en el último instante logró evitar empotrarse contra el suelo.
—Pero..., ¿a qué viene esto? —fue lo único que se le ocurrió decir.
—Calla y dime qué le has hecho a Mónica —insistió el agresor, agarrándole violentamente por la solapa de la parka.
—En qué quedamos, en que me calle o en que le explique lo de Mónica.
Un nuevo sopapo en el rostro le hizo comprender que aquel tipo, aunque se expresara contradictoriamente, no estaba para bromas.
—¿Qué le has hecho a Mónica?
—Nada, de verdad, nada...
Un segundo sujeto apareció de entre la oscuridad y le regaló un par de patadas que, ahora sí, le hicieron perder el escaso equilibrio que mantenía y dieron con él en el gélido pavimento.
—Habla, hijoputa.
—A... Mónica..., la he dejado hace cinco... minutos —intentó explicar Adrián, cada vez más asustado. Un simple robo podía saldarse entregando la cartera, pero ante un novio celoso y despechado, cabía temer lo peor. Y todo hacía suponer que semejante tunda era consecuencia de eso, de un ataque de celos en el que Adrián iba a pagar todos los platos rotos.
—Pues escucha bien lo que voy a decirte, hijoputa. Tú, a Mónica, no la vuelves a ver más. Y de esto, ni de ninguna otra cosa, ni una palabra a nadie, ¿entendido? Porque sé muy bien cómo te llamas, Adrián Moler Romasanta. Y también sé dónde vives. ¿Lo has entendido?
Mientras hablaba, el atacante seguía lanzando golpes con su izquierda mientras sujetaba la parka con la derecha. A Adrián solo se le ocurrió pensar que debía de ser zurdo.
—Sí, sí, no me pegue más por favor.
—Entonces, ¿lo has entendido?
—Sí, lo he entendido.
—Pues repítelo.
—Sí, lo he entendido.
El asaltante, manteniendo a su víctima tumbada en el suelo, repartió cuatro o cinco puñetazos más por todo su cuerpo.
—Que lo repitas, joder.
—No volveré a ver más a Mónica.
—¿Y qué más?
—Y no diré nada a nadie, nada de nada.
—Eso es, muy bien, ¿ves como hablando se entiende la gente? Y ahora, a casita, que los gatos te esperan.
Los dos violentos matones abandonaron rápidamente el lugar, dejando al desdichado pensionista tumbado en el suelo, humillado y a punto de llorar. Durante los escasos cuatro minutos que había durado la paliza, nadie se había aproximado para ver lo que estaba sucediendo. Y concluida la tunda, tampoco nadie se acercó a atenderlo. En cuanto comprobó que el peligro parecía haber pasado, Adrián recogió sus gafas, se incorporó y se metió en el coche, donde dedicó un tiempo a recomponerse. En ningún momento le pasó por la cabeza denunciar la agresión, no fuera a darse el caso de que lo estuvieran vigilando.
Durante el viaje de regreso, mientras escuchaba la voz de Pablo und Destruktion reafirmando sus intenciones de cascar con un martillo las conchas de los cangrejos, intentó buscar una explicación a lo sucedido. Lógicamente, no la encontró. Desde que Mónica le sacara la lengua en el auditorio, todo se había convertido en un sinsentido.