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Introducción

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Hay un banquillo al que la filosofía sube cada vez que escribe un nuevo capítulo de su historia. No importa si una vez ahí se declara culpable o inocente, porque tanto cuando pretende captar todo o hacer de todo un sistema, como cuando se muestra indiferente o rechaza el todo absolutamente, la acusación retorna y le recuerda que por más peripecias que haga, el suyo es un discurso en el que todo está puesto en juego. Y en cada oportunidad que esa acusación es dirigida en su contra, retornan orgullosas las palabras de Platón y Aristóteles para recordarnos que en el inicio de toda esta historia estuvieron ellos dedicados a buscar el orden de todo y que, como resultado, encontraron el buen orden.

Es decir, antes y después del desacuerdo entre Aristóteles y Platón con respecto al status del bien, hay un acuerdo. Y, antes y después del reemplazo de la idea del bien por la definición del bien como causa final a la que todo tiende, está el entusiasmo de ambos por hacer de la filosofía un rechazo, una desmentida, de lo que falta. Y eso, lo que falta, que es de lo que no se quiere saber nada, es lo que provoca la inquietud de saber de qué manera y con qué efectos esa desmentida de la falta tiene lugar en las filosofías de Platón y Aristóteles. En otras palabras, es lo que nos impulsa al atrevimiento de leer una vez más la escritura en la que occidente nunca deja de buscarse, aunque no logre encontrarse definitivamente.

Pero no alcanza con señalar que las filosofías que enlazan el orden y el bien se sostienen en una desmentida de la falta ni con afirmar que la falta insiste en escribir un acecho al orden, porque de lo que se trata en este escrito es de encontrar la trama discursiva que ubique en la falta el núcleo de su interés. Y eso es lo que justamente ofrece el psicoanálisis, especialmente en la enseñanza de Jacques Lacan. Es él quien nos brinda un discurso que se orienta por el saber no sabido en vistas a tramar el camino opuesto a la eclosión trágica de las razones con las que la filosofía sustenta el buen orden.

Pero aún más, para avanzar en esta búsqueda precisamos de una pregunta que nos oriente con mayor precisión en el terreno de las elaboraciones ético-políticas de Platón y Aristóteles. Veamos, la primera pregunta que nos permite calibrar la cuestión es la siguiente: ¿cuáles son las operaciones principales que efectúan Platón y Aristóteles para desmentir la falta en la que se sostiene la escritura del buen orden político?

Para dar respuesta a esta pregunta, en el presente libro retomamos ciertos aspectos de la enseñanza de Lacan que permiten configurar una lente de lectura ajustada. De su enseñanza, tomamos: 1) su teoría de los discursos como estructuras del lazo social que se modulan, de acuerdo con lo que expone en su Seminario 17. El reverso del psicoanálisis, como discurso del amo, discurso universitario, discurso de la histérica y discurso del analista; 2) sus lecturas de Antígona, en el Seminario 7. La ética del psicoanálisis, y de Sócrates, en el Seminario 8. La transferencia, en las que el deseo, puro o atópico, respectivamente, es clave; y 3) algunos señalamientos y esquemas, en particular el del florero invertido, que forman parte de su teoría de los registros simbólico, imaginario y real, que Lacan despliega desde comienzos de la década de 1950 hasta el final de su enseñanza.

El encuentro entre la pregunta y el marco de lectura tiene como efecto la formulación de la hipótesis general del libro, que afirma lo siguiente: las filosofías del buen orden —tanto en su modulación del discurso del amo, en el caso de Aristóteles, como en su desplazamiento hacia el discurso universitario, en el caso de Platón— reemplazan los nombres singulares de Antígona y Sócrates —que tienen cita en el lazo analítico— por las figuras del gobernante del orden ideal o del mejor orden posible, en las que a diferencia de Antígona y de Sócrates, el deseo no hace falta más que como síntoma en las contrafiguras del tirano, en Platón, y del hombre incontinente, en Aristóteles.

En lo que concierne a la lógica expositiva, el escrito está organizado en tres capítulos más un breve “Enlace”, que parte de los resultados obtenidos en la investigación sobre las operaciones que constituyen las tramas ético-políticas de República, de Ética a Nicómaco y Política para arribar a la indagación sobre el estilo singular de goce de Antígona y Sócrates.

En relación con el contenido, se enumeran a continuación los núcleos temáticos de cada uno de los capítulos que componen el libro.

En el primer capítulo, “Platón: el ilusionista de la felicidad”, la tesis ubica República como columna vertebral y se adentra en el teatro de operaciones que monta Platón para establecer el orden ideal en el que él, como filósofo político —es decir, como filósofo que es dueño de la escritura del buen orden—, no forma parte de la trama más que como alma reflejada en el libro IV y como ideal del sujeto político, que forja a partir de arrancar al prisionero alienado en su propia imagen para ponerlo luego en el camino en el que lo hace todo saber.

En este primer capítulo juega un papel fundamental la dilucidación de los usos de la imagen que hace Platón, es decir, lo que en términos de Lacan conforma el registro imaginario. En primer lugar, el capítulo efectúa un análisis de los primeros libros de República (I-IV) que aporta elementos para sostener que cuando Platón equipara el organismo al cuerpo, hay diferencia, y que cuando diferencia el cuerpo del alma, hay equivalencia. O sea, en este capítulo se exponen los argumentos que permiten afirmar que la imagen del cuerpo conforma el núcleo de la operatoria platónica, que se traduce en la presencia de una abundante variedad de imágenes en las que vemos agitarse sombras o destellar el ideal, pero también encontramos otras de carácter metodológico y finalmente, las imágenes del sueño del filósofo con las que Platón confecciona la contrafigura del tirano.

Por otra parte, en el apartado que se titula “El padre es un nombre que cae: degradación política y figura paterna”, el capítulo propone mostrar que la declinación del nombre del padre está en los orígenes del pensamiento político occidental, porque Platón no sólo no intenta su restauración, sino que ubica en la figura del padre el efecto del orden a la vez que la causa de la falla con la que se inicia la degradación que va desde el orden político ideal hasta culminar en su reverso, la tiranía.

Finalmente, el capítulo aborda la alegoría de la caverna de la mano del experimento del florero invertido que expone Lacan en el Seminario 1. Los escritos técnicos de Freud y en el Seminario 8. La transferencia, que permite entender por qué reina la paz en el medio del engaño. Y, a su vez, señala el goce de saber con el que Platón determina al liberado de la caverna como un goce carente de deseo, en el que la figura del gobernante cumple con el deseo del filósofo, del Otro, al dejarlo gozar de escribir el orden sin tener que poner el cuerpo.

El capítulo II, “Aristóteles tiene razón”, expone tanto el desplazamiento de la idea del bien hacia la naturaleza como la centralidad que gana el significante propiedad en la constitución del sujeto político aristotélico. En su caso, y en oposición a Platón, sí se trata de fundar un amo tal como lo expone Lacan en la estructura del discurso homónimo. El amo aristotélico es la figura que corrobora que el discurso del buen orden se sostiene en el rechazo a saber algo del propio deseo, al hacer de este una ocupación del esclavo.

Las operaciones que realiza Aristóteles no se inscriben, como las que efectúa Platón, en el terreno de la imagen, sino que configuran amarres sucesivos a la categoría de propiedad. En este sentido, el capítulo da cuenta de que el sujeto político aristotélico, el hombre sensato, debe saber qué no ser y también debe evitar excederse en el goce de la propiedad de la que, paradójicamente, es efecto.

En el apartado “El calculador ideal” se observa que el hombre prudente falla y se trueca en el reverso sintomático que Aristóteles denomina hombre incontinente, que es el hombre que tiene buenas intenciones y sabe lo que es bueno, pero aun así no puede evitar actuar mal. La conclusión a la que arriba el análisis de la figura del hombre incontinente está en serie con la extraída acerca del tirano en Platón: en ambos casos, sea por el sueño incestuoso en la noche del filósofo que brinda la imagen del tirano o por actuar en contra de lo que dicta la razón y sufrir por ello ˗que hace obstáculo, que hace síntoma en el amo aristotélico˗ lo que se manifiesta es que la posición de las filosofías del buen orden es la de evitar la vía del deseo.

Por su parte, en el apartado llamado “Enlace” expone las conclusiones que resultan del recorrido efectuado en las filosofías que enlazan el orden al bien. El hallazgo principal obtenido de este recorrido es que tanto en la filosofía de Platón como en la de Aristóteles dicha articulación es dependiente de la presencia de figuras del gobernante que no coinciden con las de los filósofos que escriben el discurso del buen orden, sino que, al igual que este, son su creación. En el caso del proyecto político platónico, la figura del gobernante es confeccionada a imagen y semejanza del filósofo político que escribe el orden ideal, y en el caso del mejor orden político posible que redacta Aristóteles, el gobernante está forjado a partir de una diferencia con el filósofo político.

Desde el comienzo hasta el final, la filosofía clásica no hace más que conducirse mediante una misma operación, que es la del desdoblamiento, y la figura del gobernante es la muestra paradigmática de ello. A su vez, a este primer desdoblamiento lo sigue el de la creación de la contrafigura del buen gobernante, que vuelve como reflejo invertido en el espejo: en el caso de República, el buen gobernante retorna como tirano, y en el orden aristotélico como hombre incontinente.

Este desdoblamiento es lo que justamente no encuentra sitio en los nombres propios de Sócrates y Antígona. Porque si bien en Sócrates está el nombre propio que intenta apropiarse infructuosamente la filosofía occidental, y en Antígona se enuncia el paradigma de la heroicidad, lo cierto es que comparten ciertos rasgos que hacen estallar el discurso filosófico del orden. Porque: a) en ellos no hay desdoblamiento entre pensamiento y acción; b) son figuras que se juegan en primera persona del singular un estilo de gozar la vida y de alcanzar la muerte; y c) a diferencia de la filosofía y su discurso sobre el buen orden, son figuras que hacen caer la garantía del Otro.

El capítulo III, “Entre el bien y el orden, el estilo: El goce en Antígona y Sócrates”, se centra en la función del nombre propio en relación con el deseo. En el caso de Sócrates despliega su estilo a partir de deducir cinco rasgos de su axioma “Solo sé que no sé nada” y, a partir de la teoría de los discursos, muestra que la atopía del deseo es concordante con su desplazamiento entre la estructura del discurso de la histérica y del analista. El apartado “Antígona, la solitaria” indaga lo que sucede cuando se pierde el derecho a no saber, que es lo que sucede con la pequeña Antígona a partir de que su padre deviene Edipo: perder el derecho a no saber la ubica en el extremo opuesto en el que está colocada la filosofía. No está en su poder desmentir el deseo con razones e ideas, sino hacer algo cuando el deseo desborda la escena y deja todo deshecho. El recorrido de este último capítulo permite concluir que Antígona logra rebelarse a la posición de lo inseparable de Edipo a partir del lazo libidinal, del amor que siente por su hermano Polinices. Es este amor el que se traduce en una doble despedida de Antígona: la primera en vida y la segunda más allá de ella como deseo de inscripción simbólica.

Por último, el libro cuenta con un apéndice titulado “Variaciones sobre la tragedia”, en el que ésta es la clave de lectura de tres obras literarias argentinas y contemporáneas: las novelas Las malas, de Camila Sosa Villada y El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza, y el ensayo Oración, de María Moreno.

El bien en cuestión

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