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ОглавлениеINTRODUCCIÓN GENERAL
I. LA VIDA
Las fuentes
La información para documentar la vida de Publio Elio Aristides Teodoro1 nos ha llegado por distintos medios. Sin duda los datos más abundantes y fiables, a pesar de sus peculiaridades, proceden de sus Discursos Sagrados, una obra elaborada como acción de gracias al dios Asclepio por la ayuda que le había otorgado en el pasado. Se trata de una serie de escritos que, aun sin tener una inicial pretensión autobiográfica incluyen, aunque de forma un tanto errática, el conjunto de noticias más interesantes sobre la vida de Elio Aristides2.
La relevancia literaria y social que alcanzó Aristides explica la atención que en autores posteriores mereció su obra y personalidad3. Cronológicamente la primera biografía que se nos ha conservado fue compuesta por Filóstrato (primera mitad del siglo III) e incluida en sus Vidas de los Sofistas4. Contamos además con unos Prolegomena a Aristides que contienen una biografía fruto de agregados de diversas épocas (desde el siglo IV al IX) y que en su núcleo más digno de crédito procede de Sópatro (siglo IV)5. La Suda también dedicó uno de sus artículos, conjunción de dos biografías distintas, a Elio Aristides6.
Merecen igualmente ser destacadas, como indicaciones que permiten fijar la cronología de algunas de sus obras y actividades, las subscriptiones que aparecen en algunos manuscritos7.
Por fin, contamos con una serie de epígrafes que, además de reiterar distintos aspectos ya conocidos de la vida de Elio Aristides, en especial su religiosidad, han permitido determinar con mayor exactitud, al menos, por medio de alguno de ellos, el lugar en donde tenía sus propiedades8. La brillante reconstrucción realizada por Herzog de un epígrafe del Asclepieon de Pérgamo, en donde se recogen un conjunto de avatares presuntamente de la vida de Elio Aristides, ha sido puesta en duda por Behr9.
Infancia y formación
Elio Aristides nació en la región de Misia Oriental, probablemente en Hadriani10, una de las tres ciudades, junto con Hadrianutherae y Hadrianea, que deben su existencia y nombre al emperador Adriano que visitó esta zona en el año 123 y se interesó en promover en ella un desarrollo urbano a partir de comunidades con un ordenamiento tribal previo11 —en su encomio a Roma elogiará precisamente esta actividad urbanizadora (XXVI 93 s. K)—. Gracias a una serie de horóscopos, que él mismo nos ofrece, se puede fijar la fecha de su nacimiento el 26 de noviembre del 11712. Su padre se llamaba Eudemón y algunas fuentes dicen que fue sacerdote de Zeus y filósofo13. Por la muy escasa mención que de él hace Aristides, limitada a una sola referencia marginal (XLVIII 40 K), se puede deducir el pequeño espacio que ocupó en los afectos del sofista. Sin embargo, hay dos factores que constituyeron un importante fundamento para su desarrollo ulterior y que sin duda Elio Aristides debe a su padre: los recursos económicos con los que se financió su excelente educación y la ciudadanía de Esmirna. Aristides se vinculó con dicha ciudad desde su nacimiento, concediéndole prerrogativas superiores a las que concedía a la ciudad de Misia de donde procedía (L 73 K). Éste es un aspecto importante en la biografía de Elio Aristides, al que incluso algunos autores desde época bizantina le llaman «esmirneo»14, ya que una buena parte de su vida y obra aparecerá asociada a esta populosa, próspera y culta ciudad que ofrecía uno de los mejores marcos, entre los posibles, para la actividad de un sofista15.
La primera educación del futuro sofista fue encomendada a unos ayos (tropheis), quienes tuvieron un papel importante en la vida de Elio Aristides16. Fue precisamente uno de ellos, Epágato, quien le inició en la idea, por otra parte generalmente aceptada, de que los sueños eran un medio por el que los dioses se comunicaban con los hombres (L 54 K). Pero también después estos hombres y mujeres le siguieron acompañando a lo largo de su vida como amigos y colaboradores. Zósimo, el más importante de todos, estuvo con Elio Aristides en momentos decisivos de su evolución espiritual: le acompañó en el Asclepieo, contribuyó con sus propios sueños a orientarle y fue el hombre de confianza a quien Aristides recurrió en momentos de dificultad17. Incluso los nietos de estos ayos cumplieron una «importante función», pues Aristides pensó que su vida fue preservada en dos ocasiones a cambio de que la perdieran dos de ellos18.
En torno a los quince años marchó a estudiar con el gramático Alejandro de Cotieo. Con este personaje, que llegó a ser maestro de Marco Aurelio y de cuyas obras poseemos algunos títulos, adquirió Aristides su buen conocimiento de Platón y los líricos19. Esta formación hubo de completarla Aristides asistiendo a las conferencias y lecciones de los grandes sofistas de la época. Filóstrato menciona a Aristocles en Pérgamo20 y la Suda a Polemón en Esmirna21. A ello se sumó una estancia en Atenas, que conservaba su prestigio de gran centro intelectual y en donde entonces vivía y enseñaba Herodes Ático, a quien la tradición también hace maestro de Elio Aristides22.
Una vez de vuelta en Esmirna muere su padre, y Aristides proyecta y emprende un viaje a Egipto en la primavera del 141. Tal actividad hay que entenderla como culminación de su período formativo, para lo que el país del Nilo presentaba diversos atractivos: Alejandría, el río de fuentes ignotas y crecidas inexplicables, sus costumbres y proverbial sabiduría23. Allí probablemente trabó amistad con Gayo Avidio Heliodoro, que era prefecto de Egipto24 y al que en el futuro recurrirá.
El culto profesado en Esmirna al dios Serapis, su reciente estancia en Egipto, en particular en Alejandría25, donde era venerado bajo la advocación de Zeus-Serapis, y la especialización de esta divinidad como divinidad milagrosa a la que se podía recurrir en momentos de peligro, fueron razones suficientes para que Elio Aristides hiciera voto de componer un himno en su honor en caso de salir con bien de una tempestad que sufrió en su viaje de vuelta de Egipto a Esmirna. Es la primera obra que se nos ha conservado del sofista, se fecha en el año 14226, y constituye el documento a partir del cual se puede comenzar a trazar la evolución espiritual de Elio Aristides. Es interesante destacar que, entre las opciones temáticas para desarrollar este himno27, más a un dios tan versátil como era Serapis, escoge Aristides de forma decidida aquella que describe al dios egipcio como un dios salvador28:
Cuál o de qué naturaleza sea el dios, quede para que lo sepan y digan los sacerdotes y narraciones de los egipcios. Será bastante si hacemos un encomio diciendo por el momento de cuántos bienes en favor de los hombres aparece como responsable y, a la vez, a través de ello mismo será posible contemplar su naturaleza (XLV 15 K).
Precisamente este rasgo de divinidad salvadora era lo que se hallaba tras la reciente popularidad en la época, incrementada por las narraciones de los aretólogos, de éste y otros dioses egipcios, así como de la difusión del culto de Asclepio y en parte del cristianismo. Aristides entendía que los «dioses egipcios» (Isis y Serapis) y Asclepio estaban prodigando sus dones entre los hombres de su tiempo de una manera especialmente generosa (XXVI 105 K). Como en tantos otros contemporáneos, la religiosidad de Elio Aristides se fundaba en la necesidad de establecer una relación personal con una divinidad que salvara, curara y confortara. En concreto Aristides atribuía a Serapis el haberle librado de la tormenta (XLV 13 y 33 K) y la mejoría de una enfermedad (XLV 34 K). La estima por Serapis no desaparecerá nunca de las devociones del sofista, e incluso bajo ciertas circunstancias entrará en pugna con la de Asclepio, que como veremos jugará un papel primordial en su religiosidad29.
Viaje a Roma
El viaje a Roma que realizó en el 143 fue probablemente planeado por Aristides como un medio para darse a conocer como orador, y ciertamente las circunstancias eran propicias30. En tiempo de los Antoninos, en un período en el que la retórica es un factor de importancia en la dinámica social, una práctica prestigiada y un adorno necesario en la educación de las clases dirigentes, Roma era para un sofista griego, además de la capital del Imperio, un lugar donde se podía apreciar su arte y alcanzar el favor (amicitia) de personajes relevantes entre los que destacaba, claro está, el Emperador31. Por este motivo, aun no siendo una de las típicas ciudades griegas en las que se desarrolló con mayor pujanza la Segunda Sofística, sí fue por su carácter de centro político y administrativo del Imperio un lugar en donde recalaron importantes representantes de la Sofística que venían buscando privilegios para ellos o sus ciudades o conseguir a través de amistades influyentes asentar una promoción social y profesional. Se trataba por tanto de un viaje normal y esperable en un sofista con talento como era Aristides. Por otra parte el año seleccionado por él constituía en sí mismo una prueba de lo fundado de sus posibles aspiraciones, además de una ocasión excepcional, pues en el 143 fueron cónsules Herodes Ático32 y Frontón33. Ambos eran destacados hombres de letras: el primero de ellos había sido maestro de Aristides, y el segundo, aunque rival de Herodes, era un importante promotor de la cultura griega en Roma34. También es ese mismo año se fecha un viaje a Italia y una declamación en Nápoles de Polemón, el importante sofista asentado en Esmirna35 y otro antiguo maestro de Aristides, y, por fin, sabemos que el gramático Alejandro de Cotieo realizaba por entonces con Marco Aurelio aquellas funciones docentes que antaño había desempeñado con Elio Aristides36. Estas circunstancias, que se agregaron al interés que de por sí podía tener Roma, sin duda contribuyeron a que Elio Aristides determinara emprender el viaje. Éste resultó mucho más largo de lo previsto y penoso en extremo37, como consecuencia de un resfriado complicado en los inhóspitos albergues de la Via Egnatia.
En esta estancia en Roma, a pesar de su mal estado físico no aliviado por las atenciones que recibió de los doctores38, se sitúa por lo general el que sin duda es su discurso más conocido: Discurso a Roma (XXVI K)39. Este encomio a Roma es un elogio sin reservas de su excepcional capacidad de gobierno. Roma, con comportamientos, medidas y hallazgos políticos y administrativos que la distinguieron de otros imperios anteriores, fue capaz, según Elio Aristides, de instaurar un Imperio feliz, seguro y pacífico. De la misma manera que el triunfo de Zeus puso fin al desorden previo e inició un nuevo período en el Olimpo, así Roma con su Imperio (XXVI 103 s. K). Un punto de vista tal lo emite Elio Aristides desde la perspectiva de miembro de una clase privilegiada que mira con complacencia el orden impuesto por Roma, no sólo en sus consecuciones objetivas más evidentes en la próspera época de los Antoninos, sino por entenderlo una garantía de sus propios intereses. Por este motivo Elio Aristides, que tuvo auténtico aprecio por la ética y las pautas culturales creadas por Grecia —en especial por Atenas—, no tuvo empacho en criticar con duras palabras la histórica incapacidad de los helenos para alcanzar un ordenamiento político pacífico y estable40, tema sobre el que volverá en otras obras. Así Elio Aristides, aun siendo un griego por su origen y formación, consideró el marco político impuesto por Roma como óptimo. En ello se diferencia de una parte de sus paisanos que no terminaban de encontrar un cauce adecuado para sus pretensiones políticas41 y que miraban el heroico pasado de Grecia con añoranza42.
En el Asclepieo de Pérgamo
De nuevo en Esmirna, tras un desastroso viaje de vuelta43, su atención se orientó hacia su delicada salud que tampoco pudo ser restablecida por los médicos de allí. Fue entonces cuando estimulado por una revelación de Asclepio depositó todas sus esperanzas de mejoría en la intervención de este dios44. Él mismo lo cuenta:
Una vez que llegué de Italia, muy enfermo debido a las muchas fatigas e inclemencias del tiempo que sufrí en el recorrido por Tracia y Macedonia —pues incluso salí enfermo de casa—, estaban los médicos en un gran dilema no sólo porque no sabían qué remedio poner, sino porque no tenían idea de qué podía ser todo aquello. Lo más molesto y difícil era que tenía obstruido el paso del aire y con gran esfuerzo y desconfianza apenas respiraba de forma entrecortada y ansiosa. Me sobrevenían ahogos constantes en el cuello y temblores y necesitaba más abrigo del que podía soportar. Ello además de otras cosas inenarrables que me atribulaban. Pareció que podía ayudar que recurriera a las aguas termales, a ver si podía encontrarme más cómodo y soportar mejor el frío, pues era ya invierno y no distaba mucho de la ciudad. Allí por primera vez comenzó el Salvador a hacerme revelaciones. Pues me ordenó que saliera descalzo y yo grité en el sueño, como si fuera realidad, una vez cumplido en sueños el mandato: ¡Grande es Asclepio! (XLVII 5-7 K).
El sofista a partir de entonces mantendrá con el dios y hasta su muerte una intensa relación a través de los sueños que, según se evidencia en los Discursos Sagrados, serán considerados como un canal habitual de comunicación con la divinidad45. Por ello mismo, los mensajes que entiende recibir durante el sueño se convierten en un punto de referencia más sólido y digno de confianza que el que le ofrece el mundo vigil, que a fin de cuentas no era sino el mundo de los hombres. Participa Elio Aristides con esta práctica y creencia en lo que es uso común entre sus contemporáneos46, pero en una forma popular que desdeña las precisiones terminológicas de los intérpretes profesionales47. No deja de ser digno de mención que el sofista, una persona tan refinada en tantos particulares, preste tan poca atención a la larga tradición teórica en la interpretación de los sueños, que además tenía un nuevo auge en su tiempo, como muestra la obra de Artemidoro. Esta despreocupación suya por la onirocrítica como ciencia, tal cual la entendía Artemidoro48, insiste en un rasgo que ya se dejaba ver en el himno a Serapis, y es que su religiosidad no es fruto de una deducción teórica, sino resultado de una imperiosa necesidad de encomendarse a una divinidad concebida como única solución de sus dificultades. Esta relación con la divinidad de la que hablamos se verá estimulada de continuo por las enfermedades más o menos reales del sofista. De hecho la hipocondria constituye un elemento central en la personalidad de Elio Aristides49. Pero al mismo tiempo se debe indicar que este tipo de aprensiones la comparten muchos contemporáneos del sofista, y así se explica el éxito que tuvieron las conferencias sobre temas médicos que Galeno pronunció en Roma o el aumento del culto de Asclepio o la frecuencia con que aparecen en el epistolario de Marco Aurelio y Frontón estas cuestiones50.
Elio Aristides a finales del 145 fue al Asclepieo de Pérgamo en donde pasó dos años51. Dos conjuntos de factores se pueden señalar para explicar el florecimiento de este templo en la época en la que fue visitado por el sofista52. El primero sería de carácter general y estaría relacionado con la pérdida de significado de los dioses olímpicos y la creciente necesidad de divinidades salvadoras que se prestasen a una relación personal, como era el caso de Asclepio. El segundo estaría en relación con circunstancias más fortuitas, tales como que Flavio Earino, el favorito de Domiciano, procediera de Pérgamo o como que Hadriano emprendiera una serie de iniciativas constructoras en el Asclepion. Allí esperaba Aristides sanar de sus dolencias por medio de la incubatio53. El ritual consistía sustancialmente en que, tras unos ritos de purificación, se hacía noche en el templo, en la confianza de que Asclepio durante el sueño realizara la cura del enfermo o prescribiera los medios para que éste recuperara la salud. Las divinas sugerencias, en ocasiones decididamente extravagantes, eran discutidas por la mañana entre el enfermo, sus amigos y los servidores del templo para su justa interpretación y, en su caso, puesta en práctica. El Asclepieo venía a dar, por tanto, un amparo institucional a lo que eran creencias y aspiraciones del sofista y de un buen número de hombres de su tiempo. El ambiente que allí se respiraba ha sido bien descrito por Festugière:
Imaginemos, en fin, el santuario donde el enfermo se alojaba; allí hay otros pacientes cuyo tratamiento es el mismo: esperan visiones nocturnas donde el dios les prescribirá un remedio. Durante el día estos pacientes, que son hombres de dinero, distinción y están desocupados, emplean su tiempo de la misma manera que en la actualidad se emplea el tiempo en los sanatorios y balnearios, hablando sobre sus enfermedades y sus tratamientos. Puesto que el doctor es un dios y les trata por medio de visiones, ellos las comparan: «Él me dijo...», «Bien, él me dijo...», etc. Al actuar así durante todo el día se mantienen en un estado de excitación religiosa, un estado que propicia los sueños nocturnos. Al día siguiente, como en el día de antes, emplean su tiempo interpretando los sueños, comparándolos u observando la ejecución de las prescripciones impuestas por el dios a uno u otro de su círculo; y todo es combinado con visitas al templo, y con conversaciones literarias. Pues esta pequeña sociedad es una sociedad ilustrada; sus miembros escriben, se muestran lo escrito, se animan y halagan mutuamente. Un medio en verdad extraño, chismoso y divertido, en ciertos aspectos ¡sorprendentemente moderno!54.
En esta «montaña mágica» pudo relacionarse Elio Aristides con los personajes de mayor rango social de la ciudad de Pérgamo y también con otros importantes que habían llegado a la ciudad atraídos por el Asclepieo. Entonces fraguaron una serie de amistades que influyeron de manera decisiva en Elio Aristides55. Unos y otros le confirmaron en sus proyectos de orador, le introdujeron en círculos sociales restringidos, le dieron trabajo y Elio Aristides recurrirá con el tiempo a ellos para que con sus influencias le sacaran de apuros56.
La retórica bajo el amparo de Asclepio
La forma en que este período, llamado por él de la «cátedra»57, afectó al sofista fue determinante. Su estado físico mejoró y su decisión de proseguir su carrera como orador se consolidó. Todo ello quedaba de todas maneras sustentado en una confianza incondicional en el dios. El mejor indicio para confirmar esta fe de Aristides es la resolución con la que fue cumpliendo a lo largo de los años las «prescripciones paradójicas» del dios y los efectos benéficos que éstas tuvieron sobre él58. Un ejemplo entre otros muchos posibles puede ratificar lo dicho:
Se me ordenó que hiciera muchas cosas sorprendentes. De las que me acuerdo están una carrera que tuve que hacer descalzo en invierno y montar a caballo al revés, cosa dificilísima. También recuerdo lo que sigue. Estando el puerto agitado por las olas levantadas por un viento de Suroeste y las embarcaciones en desorden hube de hacer una travesía en sentido contrario tras comer miel y bellotas, la purga así fue perfecta. Se hizo todo ello cuando el tumor estaba más inflamado y llegaba hasta el ombligo (XLVIII 65 K).
Las curas paradójicas, según creía Elio Aristides, evidenciaban el origen divino de las mismas. Si una persona se curaba de una enfermedad o mejoraba su estado por medio de una prescripción en principio no adecuada o incluso contraria para producir ese efecto, ello no podía deberse sino a la voluntad divina que se complacía sanando a su escogido:
Él (Asclepio) nos ha honrado del siguiente modo, curando catarros y resfriados por las aguas de los ríos y el mar, quitando las dificultades para recostarse por medio de largos paseos, añadiendo purgas inconcebibles a la imposibilidad de comer, prescribiendo hablar y escribir para la dificultad de respirar, de forma que si hay alguna razón para enorgullecerse con estas curas, no quede yo sin mi parte (XLII 8 K).
El carácter insólito de las prescripciones que recibe de la divinidad es, además de un signo evidente de su origen, un instrumento excelente para la vanidad del sofista, pues por su medio dejaba constancia de la singularidad de su caso y de su condición de elegido.
También jugaron sus males un importante papel en su vida literaria. La confianza tan decidida y unívoca que depositó Elio Aristides en Asclepio a causa de sus enfermedades hizo que el dios ampliara el ámbito normal de sus atributos, y se convirtiera en un dios que no sólo sanaba y le daba fuerzas para reemprender su carrera59, sino que además actuaba como maestro, crítico y patrono de una faceta tan importante en la vida del sofista como era la literaria60. Por ello la enfermedad que le llevó a recurrir a Asclepio, el dios sanador, y que le mantuvo unido a él por toda su vida, quedó asociada a su actividad literaria por medio del dios que le curaba, orientaba e inspiraba61. De esta función de su enfermedad eran conscientes Aristides y sus amigos:
En cierta ocasión, aquel Pardalas a quien yo calificaría como el mejor conocedor contemporáneo de la oratoria griega, se atrevió a decir y a sostener que consideraba que la enfermedad me había sobrevenido por un divino azar, para que asociado con el dios alcanzara esta excelencia (L 27 K).
Esta unión en la concepción de Elio Aristides entre la retórica, que era lo que daba sentido a su curación, y Asclepio confería a aquélla un valor sacro con múltiples implicaciones en la actitud del sofista respecto a su obra. Como primera instancia este vínculo sacro exigía de él, según entendía Aristides, una excepcional calidad moral («yo no dudaría en afirmar que el mejor orador es el mejor hombre». II 429 L-B)62, y en este estado de gracia como un poseído por los dioses (XXVIII 114 K)63 se hallaba en situación de recibir de la divinidad revelaciones precisas sobre cuándo debía actuar y sobre el contenido de sus discursos64. Concebida en estos términos la retórica adquiere una virtualidad que va más allá de lo humano y por ello tiene el poder de aliviar los males de Aristides65 y por ello también crea un ámbito sagrado donde él oficia con una entrega absoluta como sacerdote.
La exención de cargos públicos
Tras este importante período en el Asclepion, en el que se fechan algunas de sus obras, Aristides volvió a Esmirna a finales del 14766. El momento de la vuelta de Elio Aristides era interesante, pues recientemente había muerto Polemón67. Este sofista, originario de Laodicea del Lico, había ocupado durante muchos años un lugar importante en la ciudad por su prestigio como profesor, su papel como conciliador entre grupos enfrentados, su generosidad a la hora de aceptar cargos públicos y sus brillantes actuaciones ante los emperadores en favor de Esmirna. Desde que la avanzada edad del sofista Escopeliano68, su predecesor en Esmirna en prestigio y significado, así lo recomendara, la ciudad había convertido a Polemón en su «sofista oficial» y en calidad de tal usó sus servicios y le honró. Pero si alguien pensó que Elio Aristides era la persona indicada para sustituir a Polemón, pronto pudo darse cuenta de su error. Hasta el año 154 en el que finalmente consiguió una inmunidad definitiva69, Aristides, a diferencia de lo que Polemón había hecho en sus días, rechazó todos los cargos públicos para los que fue propuesto por Esmirna o por Hadrianos70.
Las razones por las que se pensó en Elio Aristides para que desempeñara estas responsabilidades se pueden adivinar. En teoría las personas con mayores recursos económicos, entre las que se hallaba Aristides y buena parte de los miembros de la Segunda Sofística, debían asumir de buen grado cargos públicos y liturgias en beneficio de sus comunidades71. Ello formaba parte de lo que se entendía que debía ser el comportamiento correcto de la aristocracia. La influencia y prestigio entre sus paisanos dependía de ello y, al mismo tiempo, se esperaba por este medio alcanzar un cierto reconocimiento de Roma en forma de exenciones y promoción social. Existía además una comprensible presión por parte de los grupos menos dotados económicamente para que sus conciudadanos más ricos contribuyeran con sus recursos y tiempo a mejorar algún aspecto de la vida pública de sus ciudades72. Por lo que sabemos, la puesta en práctica de este modelo se desarrolló bien en términos generales durante el siglo II, aunque tuvo algunos problemas, en especial por razones financieras o de simple insolidaridad, y quizás también por la falta de atractivo que sentía parte de la aristocracia griega hacia el desempeño de cargos públicos en un contexto político tan limitado por el control de Roma73. Elio Aristides, con sus particulares razones, es uno de los testimonios que se pueden ofrecer a mediados del siglo II sobre la disfunción del sistema.
El sumo sacerdote de Asia, la primera liturgia para la que los esmirniotas pensaron en Aristides, se adaptaba a la perfección a sus características74. En primer lugar, los sumos sacerdocios de Asia o asiarquías exigían como condiciones ineludibles que quienes los ocuparan fueran de noble linaje, ricos y tuvieran prestigio75. Al mismo tiempo, y puesto que era un sacerdocio que se hacía cargo del culto imperial, se buscaban personas afines a Roma, quienes a su vez verían en esta dignidad un medio de promoción76. Por último existía en Esmirna la tendencia a escoger sofistas para este cargo, y por ello lo detentaron tanto Escopeliano como Polemón y Evodiano77. Los sofistas y rétores pertenecían por lo general a la aristocracia, y por tanto es normal que aparezcan en los cargos ocupados por miembros de este estrato social78. Sin embargo creo que además de su origen social, se debe aducir, para explicar la frecuente selección de tales personas para las asiarquías en Esmirna y fuera de Esmirna, su capacidad oratoria. Probablemente se esperaba de ellos que defendieran con elocuencia, incluso si llegaba el caso ante el Emperador, las pretensiones de prioridad en rango y titulatura de las ciudades que representaban. Los asiarcas, al asistir en nombre de sus ciudades a las asambleas periódicas del koinon y al formar parte del cortejo procesional, cuyo orden era una de las cuestiones objeto de pugna entre las ciudades, se convertían por oficio en personas implicadas en el tema79. Precisamente sabemos que, en fechas muy próximas al intento de designación de Elio Aristides para la asiarquía, los sofistas Escopeliano y Polemón —ambos fueron asiarcas, como hemos dicho— se vieron envueltos en la defensa de los privilegios de Esmirna80, y que Antonino Pío tuvo que enviar una carta para calmar los ánimos de Esmirna, Pérgamo y Éfeso81. Así pues, por esta responsabilidad aneja al sacerdocio el rechazo de Aristides puede estar fundado no sólo en razones de salud y psicológicas, sino también en otras de carácter político. No cabe duda, y este es el motivo central sobre el que los demás se agregan como complementos, que para Elio Aristides no había nada ni nadie más importante que sus achaques, vida espiritual y escasa práctica oratoria, y que no aceptaba fácilmente, a no ser que su vanidad le inclinara a tomar una iniciativa82, que este ámbito personal se viera turbado por solicitudes externas. Pero es igualmente cierto que consideraba ridícula y anacrónica la rivalidad entre las ciudades griegas, y que por tanto una dignidad que tuviera entre sus funciones la defensa de privilegios que recrudecían las mencionadas rivalidades, había de ser considerada por él como inadmisible83.
Después de declinar esta dignidad rechazó también en Esmirna ser sacerdote del templo de Asclepio, recaudador de impuestos (eklogeus) y prítano o miembro del consejo de la ciudad. También se opuso a ser nombrado irenarca de Hadrianos, una magistratura que desempeñaba funciones de jefe de policía y que por tanto se acomodaba poco al tono vital de Aristides84. Para evitar estas elecciones recurrió, con una entereza inquebrantable y sorprendente en un hombre que se decía enfermo, a todos los medios a su alcance para conseguir librarse de esos para él dudosos honores. Los influyentes amigos85 de Elio Aristides contribuyeron con sus cartas de recomendación a evitar que tuviera que desempeñar los cargos no deseados. A las tribulaciones de este período por el asunto de la inmunidad se añadió la muerte de su ayo Zósimo, en el 148, de la que tardó en recuperarse largos meses86.
Jerarquía divina y mediación política
Tenemos además para esta época distintas noticias que ilustran aspectos varios de la vida y obra del sofista. En el 149 Aristides, viajero desafortunado, sufre de nuevo una tormenta en una travesía de Clazomenas a Focea, durante la que invoca la ayuda de Zeus, en cuyo honor compone un himno (XLIII K) una vez de vuelta en Esmirna87. Esta obra, que ha sido tradicionalmente considerada un documento importante para establecer la concepción religiosa de Elio Aristides, ha suscitado cuestiones diversas. La primera subyace en el conjunto de la producción del sofista —y en buena parte de la literatura escrita por los autores de la Segunda Sofística—, y está relacionada con el problema de hasta qué punto Aristides compartía los conceptos expresados en el himno o, dicho de otro modo, si su aportación se limitaba a introducir un conjunto doctrinal no nuevo y de origen diverso en los moldes de la preceptiva retórica al uso88. Las concepciones religiosas de sus contemporáneos89 invitan a pensar que efectivamente Elio Aristides compartía una imagen de Zeus como un dios padre de sí mismo (autopator XLIII 9 K), de quien todo había surgido (XLIII 9 ss. K) y dependía (XLIII 23 K) y del que los dioses habían recibido unos poderes delegados (XLIII 25 K). También Asclepio, su divinidad tutelar, se beneficiaba de esta concesión de Zeus:
...Asclepio cura a los que para Zeus es grato curar... (XLIII 25 K).
Esta idea que establece una jerarquía entre los dioses olímpicos —y ésta es la segunda cuestión que suscita el himno— ni limita su número ni mezcla sus atributos, sino que los remite a una divinidad originaria y todopoderosa90. Por esta razón no es adecuado hablar de monoteísmo en Elio Aristides, aunque una concepción como la que hemos dicho que mantiene, en donde se despoja a la divinidad suprema (Zeus) de los aditamentos mitológicos (XLIII 8, 22 K) y se le atribuye una función generadora y conservadora (XLIII 30 K) de todo lo que existe, hace pensar en una tendencia que se orienta hacia el monoteísmo91. Esta construcción teórica, sin embargo, carece de influencias en la religiosidad del sofista, que desde la época del Asclepion y salvo urgencias de ocasión se centra en Asclepio.
De la misma época que el himno a Zeus parece ser A los rodios sobre la concordia, una de las pocas obras que Elio Aristides dedicó a una cuestión de interés sociopolítico. Rodas, una ciudad que visitó en su viaje a Egipto, sufría una confrontación social entre sus ciudadanos. El motivo del conflicto se menciona de manera poco explícita y parece estar relacionado con el pago de unos préstamos (XXIV 29 K). Se ha supuesto que lo que provocó la necesidad de estos préstamos fue el terremoto del 142 mencionado repetidamente por Elio Aristides en el discurso (XXIV 3, 53, 59 K)92.
La forma en la que actuó Elio Aristides en relación con este problema surgido en Rodas —enviando este discurso conciliador, ya que por motivos de salud no podía trasladarse (XXIV 1 K)—, coincide con el modelo ofrecido por Plutarco medio siglo antes en sus Consejos políticos93. El tratado del autor de Queronea es una «carta abierta» dirigida a Menémaco, un joven de Sardes que estaba pensando en dedicarse a la política. En ella intentaba definir Plutarco los términos en los que se debía desarrollar una actividad política en un contexto histórico en donde la dominación romana se entendía ya por una parte de la aristocracia griega no sólo como un fenómeno inevitable, sino también como un fenómeno positivo94. Las nuevas circunstancias habían creado además de unas nuevas perspectivas y tareas, un nuevo tipo de problemas a los que se debía y pretendía dar respuesta —básicamente los que aparecen en el libro décimo del epistolario de Plinio el Joven y en los discursos de Dion Crisóstomo. Entre otras cosas pide Plutarco, con una crudeza que sorprende, que se asuma con plena consciencia, por parte del político que va a ocupar un cargo en una ciudad griega, la situación de sometimiento que Grecia tenía con respecto a Roma:
Viniendo a ocupar cualquier magistratura... debes decirte a ti mismo: «gobiernas, siendo a tu vez gobernado, una ciudad sometida a los procónsules, delegados del César...». Es necesario que dispongas bien la clámide y que del generalato pases tu atención a la tribuna de los oradores y que no confíes ni te enorgullezcas con la corona, pues las calzas del procónsul están encima de tu cabeza (813 D-E)95.
Es interesante añadir que esta situación de dependencia, en donde la autonomía de las ciudades griegas está circunscrita a los márgenes fijados por el ordenamiento administrativo impuesto por Roma, es juzgada positivamente por Plutarco:
Se participa de la libertad que los dominadores han distribuido entre los pueblos y más libertad no sería mejor (824 C).
En un contexto de prosperidad, paz y bienestar que Plutarco señala como existente en su época (824 C), resta como función primordial del político griego velar por la concordia de su ciudad (824 D ss.), evitando en último extremo que los problemas que en ella puedan existir exijan una intervención romana:
Si el político no puede conservar la ciudad sin problemas, intentará con discreción atender y curar el conflicto y revuelta de la ciudad en su seno, de forma que no haya necesidad de médicos y remedios foráneos (815 B).
Descrito y aceptado en estos términos, el insoslayable poder de Roma se convierte en el último argumento que puede utilizar al menos una parte de la aristocracia griega con intención de sosegar los ánimos de sus conciudadanos más levantiscos. No se trataba sólo de una opción realista que pretendía que se aceptara lo irremediable de la situación; hemos de entenderla también como una opción interesada que se complacía en el control romano por considerarlo garantía de estabilidad social y de ciertos privilegios. Por otra parte, el que hubiera griegos encargados de recordar a sus paisanos que Maratón, Eurimedonte y Platea quedaban muy lejos (814 C)96, en tanto que las calzas del gobernador estaban próximas, no dejaba de ser para Roma una forma de ejercer un control delegado. El mutuo beneficio derivado de la aceptación de este estado de cosas en un contexto de prosperidad económica en donde los conflictos sociales no se presentaban como insolubles, hizo que el modelo trazado por Plutarco se reprodujera y tuviera un notable éxito durante el siglo II d. C. Los sofistas, entre los que se encuentra Elio Aristides, con su origen noble y su afinidad con Roma, suelen ser unos buenos exponentes de esa aristocracia que se encontraba por lo general satisfecha en esta situación y que con tal motivo consideraba una tarea adecuada recordar a sus paisanos la felicidad de los tiempos presentes y los peligros de la facción97. La manera en que Elio Aristides llama al orden a la civitas libera de Rodas, que ya había perdido en dos ocasiones esta condición98, recuerda el tono utilizado por Plutarco:
Vosotros estáis orgullosos pensando que sois libres, y ensalzáis la democracia hasta el punto de que ni aceptaríais ser inmortales si no se os permitiera conservar esta forma de gobierno. ¿Cómo no va a estar fuera de razón honrarla de tal manera, y no querer darse cuenta de que la vejáis? Si se estableciera una monarquía, se llevaría muy a mal, pero se acepta esto, que por cuanto llevo dicho es peor que una monarquía. Si esto prosigue no se puede calcular sus consecuencias, pero en todo caso os arriesgaréis a perder esta aparente libertad. Si no remitís de grado en vuestra actitud, otro vendrá que os salve a vuestro pesar, que no es dado a los que gobiernan desconocer estos asuntos ni tenerlos en poco. De manera que aunque no sea por otra razón que la de ser libres y hacer lo que queréis, dejad vuestra conducta presente para que no paséis por un temor semejante a vuestro atrevimiento y perdáis vuestra antigua fuente de honra (XXIV 22 K).
El recuerdo de la potencial actuación de Roma va también acompañado de consideraciones en torno a la histórica incapacidad griega para vivir en armonía. Ésta era la causa del cambio de situación en Grecia, es decir, de su sometimiento a Roma, y no «las falanges de hoplitas o el número de hombres a caballo» (XXIV 29 K). Pero junto a esta argumentación que se remitía al pasado utilizaba Elio Aristides otra que pretendía mostrar lo inadecuado de tales comportamientos en los felices tiempos en que vivían (XXIV 30 s. K).
También se fechan en el 149 una serie de terremotos que aterrorizaron a la provincia de Asia99. La narración del suceso se convierte en manos de Aristides en un pretexto para mostrar su condición privilegiada de eficaz y necesario mediador entre los hombres y los dioses:
Tiempo después, cuando Albo era gobernador de Asia, hubo muchos y violentos terremotos. Primero quedó reducida a escombros toda Mitilene, después tuvieron lugar en otras ciudades repetidos temblores e incluso algunas aldeas quedaron totalmente destruidas. Efesios y esmirniotas se apresuraron a hacerse visitas unos a otros inquietos. Era digno de verse la persistencia de los terremotos y el temor. Así enviaron emisarios a Claros, y el oráculo era disputado por este motivo, pero también recorrieron como suplicantes altares, plazas y ciudades, sin que nadie se atreviera a quedarse en casa, hasta que declararon finalizadas las súplicas. En esto el dios me ordenó —estaba yo entonces en Esmirna o más bien en sus afueras—, que sacrificara en público un buey a Zeus Salvador... Así me decidí a sacrificar. Lo que sucedió después al que le parezca bien que lo crea, al que no que le vaya bien. Pues después de ese día se interrumpieron todos esos terremotos y no hubo más problemas, ciertamente por la providencia y poder de los dioses, pero también por mi necesaria intervención (XLIX 38-40 K).
Sabemos que poco después (150) muere su maestro Alejandro y el hecho le ofrecerá la ocasión de componer una «carta fúnebre» (XXXII K) que envió a Cotieon, su ciudad natal100.
Recuperación y recaída
En el 155 Elio Aristides se encuentra en un estado físico que le va a permitir llevar una vida de viajes y conferencias normal en un sofista101. Los Discursos sagrados, que venían ofreciendo noticias que nos permitían situar con cierta aproximación los sucesos, se interrumpen por un período de unos diez años. Aunque la datación se discute por otros investigadores, en esta época fecha Behr el Panatenaico, una obra que conviene destacar para completar la imagen de Elio Aristides102. Se trata de un discurso en el que alaba a la ciudad de Atenas como generadora de todos los valores dignos de tal nombre que posee la humanidad.
Los aprecios del sofista se dividían, pues, según y en qué cosas, ya que si por una parte atribuía a Roma un talento excepcional en el ámbito de la política y administración, por otra concedía a Atenas, entendida más que como una ciudad como un símbolo, una capacidad semejante en el ámbito de lo cultural. Ambos aprecios parecen convivir sin contradicciones en Aristides.
Un suceso que en principio nada tenía que ver con el sofista es la causa de que volvamos a contar con información autobiográfica de Elio Aristides. En el 161, el rey parto Vologeses III, ante el que Aristides en sus delirios de grandeza soñó declamar (XLVII 36 s. K), ocupó Armenia e invadió Siria derrotando las tropas romanas del legado de Capadocia y del gobernador de Siria103. La respuesta no se hizo esperar, y en el 162 se envió bajo el mando teórico de Lucio Vero un ejército compuesto por legiones procedentes de Germania, Panonia y Mesia. En una serie de campañas victoriosas, que inmediatamente se convirtieron en objeto digno de ser historiado para un numeroso grupo de Tucídides improvisados, Roma consiguió recuperar otra vez Armenia como reino vasallo y afirmar de nuevo el Eufrates como frontera oriental del Imperio. Esta situación fue probablemente la que quedó ratificada en la paz del 166, cuyos términos precisos se desconocen. Contrapartida de esta victoria fue para Roma la peste con la que volvieron sus tropas, en especial el ejército de Avidio Casio104. Aristides fue contagiado por la peste; a partir del 165 se reanudan las noticias aportadas por los Discursos Sagrados, puesto que de nuevo necesitó la ayuda de Asclepio, tema central de estos escritos105. Salvó la vida de esta enfermedad, según pensaba, a cambio de que otra persona la perdiera en su lugar:
La fiebre no me abandonó totalmente hasta que no murió el hijo adoptivo que me era más querido. En el mismo día, como después supe, que aquel murió, me abandonó también la enfermedad. Así yo tuve mi vida hasta entonces como un don de los dioses y después de entonces reviví con la ayuda de los dioses, y, si es posible decirlo, ella me vino como un trueque (XLVIII 44 K).
La rivalidad entre ciudades griegas
En el 166, por orden de Asclepio y por ello sin poder pretextar su todavía quebrantada salud (XXVII 2 K), marchó a Cícico y para la ocasión compuso El panegírico en Cícico (XXVII K)106. En este discurso alude a las rivalidades entre las ciudades griegas de su tiempo (XXVII 40-45 K), tema que se convertirá en el argumento central del discurso Sobre la concordia de las ciudades (XXII K) pronunciado poco después en Pérgamo con motivo de la asamblea del koinon asiático. Aborda Aristides, con intención crítica y de consejo, un problema muy difundido en las ciudades griegas de época imperial: las rivalidades por titulatura y rango107. En opinión del sofista se trataba de una rivalidad sin causa razonable (XXVII 66 ss. K). Mantenía pues con respecto al tema el mismo juicio expresado por Dion de Prusa medio siglo antes, cuando ante casos semejantes decía este último que las ciudades griegas peleaban «por la sombra de un burro» (XXXIV 48)108. Pero ambos autores insistieron además en el hecho de que se trataba de un comportamiento ridículo bajo dominación romana. Según Dion, era «como si dos esclavos disputaran entre ellos por su reputación y rango» (XXXIV 51). Aristides de forma más ampulosa vino a decir lo mismo:
Pero en los asuntos presentes y en este estado de cosas establecido por la buena fortuna, ¿quién está tan fuera de sus cabales que no sabe que una sola ciudad, la primera y más grande, tiene sometida toda la tierra, y que una sola casa lo gobierna todo, y que los gobernadores nos visitan, según es ley, todos los años y a ellos es dado hacer todo, lo grande y lo pequeño, lo que les parezca mejor? (XXIII 62 K).
La disposición de los dos autores era la de quienes mantenían una distancia crítica frente a estos «pecados griegos»109; pero a la vez era su condición de griegos la que les permitía aconsejar en términos severos a sus paisanos. Estos comportamientos hacían posible un tono mucho más moderado en las cartas imperiales que tocaban el tema. Años antes Antonino Pío, en una misiva llena de delicadeza, se expresaba en los siguientes términos:
El César Emperador... a los magistrados de los efesios, a la asamblea y al pueblo, salud. He sabido que los pergamenos utilizan en las cartas que os dirigen los títulos que dispuse que vuestra ciudad usara. Pero también tengo entendido que los esmirniotas los omiten por azar en el decreto sobre el sacrificio conjunto. Sin embargo, de ahora en adelante serán correctos, si vosostros recordáis en las cartas que les mandéis el tratamiento correcto...110.
Sin embargo la perspectiva de Dion de Prusa y Aristides en este particular no fue compartida por otros sofistas. Por lo que sabemos a través de las biografías de Filóstrato y los epígrafes, un buen número de ellos se volcó en la defensa y obtención de privilegios y títulos para sus ciudades frente a las pretensiones semejantes de sus rivales111. Su horizonte lo constituían fundamentalmente su ciudad, de nacimiento o adopción, y el Emperador, de quien dependían privilegios y títulos. A éstos se les puede atribuir una perspectiva localista, que se afirmaba en esta contienda con otras ciudades, y que bajo ciertas circunstancias, cuando la competencia con los antagonistas les fue adversa, se convirtieron en una fuente de problemas de mayor o menor magnitud según el momento histórico112.
El discurso Sobre la concordia de las ciudades es también importante, porque gracias al tema del que nos informa —no por la intención del autor— se convierte en contrapunto parcial del A Roma. Pues esta absurda tensión entre las ciudades griegas estimulada por sus respectivas aristocracias lo que evidenciaba era la insuficiencia del marco político-administrativo impuesto por Roma, que forzaba a orientar las energías de parte de las aristocracias griegas hacia confrontaciones ridículas.
Junto a estas confrontaciones entre las ciudades griegas, y a veces siendo utilizadas, existían otras de rango inferior entre los sofistas y afines por motivos profesionales113. Hubieron de tener una importancia comparable a la de los personajes que las protagonizaron, y su frecuencia fue tan notable que llevó a Filóstrato a resaltar como insólito el caso de Rufo de Perinto, quien a pesar de su prestigio como sofista nunca tuvo enemigos. Los sofistas y filósofos vinculados con Esmirna no fueron en esto una excepción, y Timócrates, Escopeliano (Vidas, pág. 536) y Polemón (Vidas, págs. 490 y sig., 536, 541) ofrecieron buenos precedentes para Aristides. En este ambiente ciudadano se explica el menosprecio con que en ocasiones el sofista se refiere a otros sofistas (L 95 K) o la hipersensibilidad con la que reacciona ante lo que entiende atentados a su prestigio y posición en la ciudad. Una anécdota que nos narra en los Discursos Sagrados y que se fecha en el 167 refleja muy bien este rasgo de la personalidad de Aristides y de la vida de las ciudades griegas:
Por entonces se presentó en la ciudad un hombrecillo egipcio114 que corrompió a algunos de los miembros del Consejo e hizo creer a la mayoría y también a personas concretas que quería participar en la administración pública y que tales pretensiones las llevaría adelante con su dinero. Así consiguió penetrar en el teatro sobreviniéndole por este motivo a la ciudad una gran vergüenza. Yo no sabía del tema otra cosa que lo que escuchaba de otros, puesto que hacía una vida de casa limitada a los más allegados. Pero además pretendió ir al Odeón, el que está cerca del puerto, y tener allí una atención, no sé si por medio de un decreto o de otro modo. Yo tuve un sueño. Me pareció que el sol se levantaba por el ágora y que decía: «Aristides intervendrá hoy a la hora cuarta en el edificio del Consejo». Viendo y escuchando tales cosas me desperté, de tal manera que no podía saber si había sido sueño o realidad. Tras llamar a los amigos más importantes les di a conocer el mandato. Entonces se hizo pública la noticia, se dio la hora fijada por el sueño y todos los presentes estábamos de acuerdo en esto. Aunque mi aparición fue tan súbita y cogió desprevenidos a muchos, el edificio del Consejo estaba tan lleno que no era posible ver sino cabezas de hombres y no había espacio ni para meter la mano. El tumulto y buena disposición y, aún más para decir la verdad, el entusiasmo fue tanto, que no se vio a nadie sentado ni en los preámbulos ni cuando ya en pie interviene, sino que desde la primera palabra estuvieron en pie y sentían dolor, alegría o susto, asentían a lo que se decía y decían cosas nunca dichas antes, considerándose todos felices si podían darme la enhorabuena. Así me marché del edificio del Consejo y estaba en el baño, cuando me contaron que el que había anunciado su intervención con tres días de antelación en el Odeón había reunido sólo a 17 personas. Aquel día significó para éste el comienzo de la moderación (LI 30-34 K).
En el invierno del 170-171 inició Elio Aristides la composición de esa obra compleja, mezcla de diario espiritual, informe médico, relato aretológico, testimonio de agradecimiento a Asclepio y alarde de vanidad que son los Discursos Sagrados (XLVII-LII K)115.
A partir del 170 grupos de bárbaros cruzan los Balcanes y penetran en las provincias de Tracia, Macedonia y Acaya, llegando hasta Eleusis. Los costobocos, pueblo de incierto origen que vivía en el nordeste o norte de Dacia, incendiaron el santuario de Demeter y Perséfone en Eleusis116. Este penoso suceso indujo a Elio Aristides, de quien no sabemos si estaba iniciado en los misterios eleusinos, a escribir un discurso para lamentarse del hecho (XXII K)117.
El encuentro con Marco Aurelio y su muerte
La siguiente noticia que tenemos de Elio Aristides es su encuentro con Marco Aurelio en el 176118. El propio Aristides menciona, lleno de satisfacción, el suceso como un gran éxito en su vida, por el que muy especialmente tiene que dar gracias a Asclepio. Las curiosas circunstancias que rodearon este encuentro se narran en las Vidas de los sofistas (págs. 582 y sig.). Filóstrato —quien menciona al discípulo del sofista Damiano como fuente— cuenta que, cuando el César filósofo llegó a Esmirna, Aristides tardó en presentarse ante el Emperador tres días, y que para ello tuvieron que ir los hermanos Quintilios119 a buscarle a su casa. Al ser preguntado el sofista por la causa del retraso en hacer acto de presencia, contestó: «Emperador, estaba ocupado, y cuando el entendimiento considera algo no se debe separar de lo que indaga». Satisfecho Marco Aurelio con la respuesta le pidió que declamara, cosa que hizo al día siguiente Aristides con gran éxito. El suceso se ha considerado unánimemente como un dato más que ratifica la curiosa personalidad de Elio Aristides, que incluso ante el Emperador tenía que hacerse notar120. Pero aunque con un hombre tan complejo como Aristides todo es posible, las circunstancias políticas que rodearon el viaje de Marco Aurelio facilitan una mejor explicación para el comportamiento del sofista. Se debe tener presente que lo que motivó el periplo oriental de Marco Aurelio durante el 175-176 fue el llamado levantamiento de Avidio Casio121, que duró tres meses122, pero fue lo suficientemente importante como para que el Emperador desviara sus intereses de la frontera del Danubio. Marco Aurelio visitó en compañía de Cómodo y un amplio séquito Egipto, Siria y Cilicia, las zonas que explícitamente se habían sumado a Avidio Casio, para hacer evidente con su presencia y la de su hijo no sólo que estaba vivo, sino que tenía sucesor123. Su estancia en Esmirna se ha de explicar por la misma razón. Avidio Casio había sido un brillante general en la guerra contra los partos y había desempeñado con acierto el mando extraordinario que después se le había otorgado. Era, por tanto, una personalidad prestigiosa, cuya autoproclamación como emperador fue con seguridad bien acogida en Oriente por un amplio número de personas en la confusa situación inicial en la que se daba por muerto a Marco Aurelio124. El propio Avidio Casio intentó asociar a su empresa a personalidades relevantes, y sabemos que escribió sin resultados a Herodes Ático, que le respondió con una lacónico pero explícito: «Estás loco»125. A este conjunto de noticias se añade otro dato que invita a creer que Avidio Casio hubo de pretender una conexión con Aristides. El rebelde era hijo de Gayo Avidio Heliodoro, a quien Aristides quizá conoció en Egipto y del que en todo caso recibió ayuda en el asunto de la inmunidad (L 75 K)126. Con estas referencias es razonable pensar que el retraso del sofista para presentarse en Esmirna ante el Emperador se debió al miedo a que, con razón o sin ella, se le tuviera asociado con Avidio Casio, y, aunque la benevolencia de Marco Aurelio ante estos sucesos debía ser conocida127, probablemente la prudencia aconsejó una discreta reserva a Aristides en tanto el Emperador no tomara una iniciativa.
Poco tiempo después (177 o 178) tuvo lugar un terremoto que destruyó la ciudad de Esmirna. Aristides, en la mejor tradición sofística, utilizó su talento y la consolidada relación con Marco Aurelio en favor de esta ciudad con la que se hallaba íntimamente vinculado (XIX K). Sus buenos oficios contribuyeron a hacer posible una pronta reconstrucción de esta abatida ciudad (XX K)128.
La última obra de Elio Aristides se fecha en el 180 (LIII K)129. Poco tiempo después hubo de morir este singular sofista en el Laneion, la finca que no abandonó en los últimos años de su vida130.
II. LA OBRA DE ELIO ARISTIDES: CLASIFICACIÓN
La obra de Elio Aristides: clasificación
La extensa producción de Aristides presenta algunos problemas de clasificación. La división en cinco grupos que propone A. Boulanger para los discursos de Aristides1 resulta algo imprecisa para la riqueza y variedad de su obra. A Reardon2 se debe una ordenación más pormenorizada: 12 melétai, 6 discursos políticos, 8 discursos epidícticos, 11 himnos, 6 obras teóricas, 1 diálexis, 6 Discursos Sagrados y 1 Discurso Egipcio. Asimismo, esta clasificación tiene algunas imprecisiones, si se repara, por ejemplo, en que los himnos también son discursos epidícticos y las obras retóricas no son tratados en sentido estricto. Más ordenada nos parece la clasificación de R. Klein3 en: discursos epidícticos, declamaciones, Discursos Sagrados, poesía y obras espurias. No obstante, también adolece de algunas imprecisiones, como incluir en el mismo apartado el Discurso Egipcio y los discursos sobre la Retórica, o la Monodia de Esmirna y el Discurso sobre la concordia de las ciudades, entre otras muestras.
Nuestra clasificación y ordenación parte de la consideración de que toda la obra del gran sofista de Esmirna, excepto los Discursos Sagrados, es literatura epidíctica según la entendía el tratadista griego Menandro de Laodicea4, para quien E. Aristides era un modelo a seguir. Por tanto, entendemos que las declamaciones, los encomios (a un dios, a una persona o a una ciudad), los discursos políticos o la defensa de la Retórica reflejan pura y simplemente una oratoria epidíctica que enseñaba, deleitaba y fascinaba al público del siglo II d. C.
Las Declamaciones
Antes de que un griego o un romano alcanzara la categoría de sofista, tiebía recorrer un largo ciclo de educación. De la mano del grammatistḗs aprende a leer en antologías, con el grammaticus se inicia en el comentario de textos en prosa y en verso para adquirir conocimientos no sólo de gramática, sino también de geografía, historia, mitología o astronomía5. El futuro orador empieza también a familiarizarse con los ejercicios preparatorios de la Retórica, los progymnásmata o praeexercitationes. Pero era el rétor quien se cuidaba de que el alumno dominara todas las fases. Se trataba de ejercicios elementales que constituían el primer grado del aprendizaje oratorio. Con ellos el futuro sofista aprendía a exponer, amplificar y argumentar. La técnica de la exposición se aprendía por medio de la fábula, la narración, la chría, la sentencia y el informe. Para dominar la amplificatio se ejercitaban en el lugar común o tópos, el elogio y el vituperio, el paralelismo, la descripción y la etopeya. Por fin, el dominio de la controversia se lograba con la refutación y confirmación, la tesis y la hipótesis, y con la proposición de ley. Los ejercicios enumerados eran los ingredientes normales de los discursos de los grandes sofistas, quienes eran maestros en salpicar sus obras de descripciones, tópicos, refutaciones, elogios o vituperios y demás recursos estudiados en la escuela6.
De ahí se pasaba a la composición de piezas ficticias de oratoria o melétai7, que suponía la coronación de los estudios del joven que deseara dedicarse a la oratoria. Este ejercicio oratorio avanzado no se debe confundir con las melétai o declamaciones propiamente dichas de los sofistas consagrados. Estas últimas eran discursos completos ficticios, forenses o deliberativos, del tipo del Palamedes de Gorgias o de las Tetralogías de Antifonte8.
Los sofistas del siglo II d. C. se hicieron especialmente famosos por la práctica de estas melétai avanzadas9. Es uno de los aspectos que más destaca Filóstrato en sus Vidas de los sofistas. Descollaron en las declamaciones Favorino de Arelate (VS 492), Loliano de Éfeso (VS 527), Polemón de Esmirna (VS 544), Antíoco de Egas (VS 569), Teódoto de Atenas (VS 566), Alejandro de Seleucia (VS 575), Pausanias de Cesarea (VS 594), Ptolomeo de Náucratis (VS 596), Apolonio de Atenas (VS 601), Proclo de Náucratis (VS 604), Hipódromo de Tesalia (VS 618) y Filóstrato de Lemnos (VS 628). Además de estas noticias, se conservan dos melétai de Polemón10, una probablemente de Herodes Ático11, cuatro del período de Luciano12 y doce de Elio Aristides (Discursos V-XVI L-B)13.
El tema de los Discursos Sicilianos (V- VI)14 arranca de Tucídides (VII 11-15). Nicias, en el invierno del año 414 a. C., envía una carta a Atenas solicitando refuerzos para poder seguir en Sicilia. Aristides se imagina que dos oradores, tras ser leída la carta, hablan uno a favor y otro en contra del envío de ayuda a Sicilia.
En el Discurso VII Aristides habla como un ateniense en favor de la paz con los lacedemonios en el año 425 a. C., mientras que en el VIII se dirige a la audiencia como un lacedemonio defendiendo la paz con los atenienses en el año 404 a. C. Sus fuentes son Tucídides (IV 17-20) y Jenofonte (Helénicas, II).
Los Discursos IX y X tratan de la alianza de Atenas con Tebas después de la toma de Elatea por Filipo II de Macedonia en el año 339 a. C. Aristides intenta reconstruir el discurso que pronunció Demóstenes (De corona, 211 ss.) contra la hegemonía macedonia sobre Grecia.
Los cinco Discursos Léuctricos (XI-XV) se sitúan después de la batalla de Leuctra en el 371 a. C., en la que los tebanos al mando de Epaminondas vencieron a los lacedemonios. Aristides habla en nombre de cinco oradores que defendían posturas diferentes ante la situación política creada. Dos arengas sirven para apoyar a los tebanos en su hegemonía (XII y XIV), dos para defender a los lacedemonios (XI y XIII) y una quinta en favor de la neutralidad (XV), que fue la política seguida por Atenas. Como nos recuerda Boulanger15, estas cinco declamaciones representan la culminación de su virtuosismo oratorio y son «verdaderos ensayos de historia», en palabras de Reardon16.
La última declamación (Discurso XVI) no es de tema histórico, sino legendario17. En este Discurso de embajada a Aquiles Aristides hace de cuarto embajador, después de Ulises, Fénix y Ayax, para intentar convencer a Aquiles de que vuelva al combate. Libanio, dos siglos más tarde, imaginó una Respuesta de Aquiles a la embajada de Ulises (Declamación V), contrapartida de la de nuestro sofista.
Dindorf, en su edición de 1829, incluyó como obras de Aristides las dos Declamaciones Leptinianas (LIII-LIV de su numeración), pero hoy se está de acuerdo en considerarlas de autor desconocido y, desde luego, no pertenecientes a Aristides18.
Discursos introductorios
Antes de los discursos —fueran declamaciones o discursos más formales—, los sofistas del siglo II d. C. solían pronunciar unas breves introducciones para atraerse la benevolencia del público. A estas breves introducciones se les daba el nombre de diálexis, prolaliá o simplemente laliá19. Eran charlas improvisadas, de sintaxis más simple, con frases más cortas y sin estructura periódica20. Se ponen en relación con formas de filosofía popular, como las conferencias morales o las diatribas de los filósofos errantes21. Muchas obritas de Luciano22, el máximo exponente de este tipo de escritos, pertenecen a esta clase de piezas informales introductorias. El Discurso XXIX K (Sobre la prohibición de representar comedias) es la única diálexis conservada de E. Aristides. Fue pronunciada en Esmirna entre los años 157 y 165 d. C.23 contra la actuación, real o ficticia, de una especie de sátira pública en las Dionisias. Aristides refuta apasionadamente la utilidad de la sátira mediante la exposición de los peligros que acarrea. El tema no era nuevo. La oposición a la representación de comedias se remonta a Platón y Aristóteles24. Una obra suya de contenido parecido (Contra los danzantes) sólo nos es conocida por la respuesta que le dio Libanio en el siglo IV d. C. en su A favor de los danzantes. Tal vez el De saltatione o Sobre la danza de Luciano habría podido imitar la diatriba de Aristides contra los bailarines25.
Discursos sobre la Retórica
Incluimos en este apartado los seis discursos que tratan de manera más o menos formal sobre la defensa de la Retórica26. Son los Discursos platónicos (II-IV) y los Discursos XXVIII, XXXIII y XXXIV. A la polémica tradicional27 entre Retórica y Filosofía dedica E. Aristides gran parte de su obra. Refuta el ataque de Platón a la Retórica lanzado en el Gorgias (II: A Platón, en defensa de la Retórica), defiende a Milcíades, Temístocles, Cimón y Pericles de la acusación de Platón de haber pervertido a los atenienses (III: A Platón, en defensa de los Cuatro), o responde al filósofo Capitón sobre las críticas recibidas por el primer discurso platónico (IV: A Capitón)28. En los tres discursos queda fuera de toda duda la supremacía de la Retórica.
Si en los Discursos platónicos late una crítica contra los filósofos de su tiempo, como hiciera Luciano en El pescador y en Los fugitivos, los Discursos XXVIII (Sobre una observación de paso), XXXIII (A quienes le critican por no declamar) y XXXIV (Contra quienes se burlan de los misterios de la Retórica) constituyen un duro ataque contra los sofistas de su tiempo que no hacen honor a su nombre. Pero al mismo tiempo son una profesión de fe en los poderes casi divinos de la Retórica. Su postura se refleja en frases como el orador no debe ser esclavo de la audiencia (XXVIII 118 K), la Retórica procede de la divinidad (XXVIII 122 K) y se iguala a la poesía (II 32 ss. B), o el orador no debe agradar al pueblo, como hacen los actores (XXXIV 55 K). La Retórica era para E. Aristides lo más bello y lo más importante de su vida: Para mí la Retórica lo es todo y tiene todos los poderes. Yo la he convertido en mis hijos, en mis padres, en mi trabajo, en mi descanso, en todo. En ella invoco a Afrodita, ella es mi diversión, mi deber, mi alegría y mi admiración, y a sus puertas acudo siempre (XXXIII 20 K). El concepto, pues, que tenía Aristides sobre la Retórica estaba muy por encima de la persuasión engañosa de muchos rétores de su tiempo. De ahí sus despiadados ataques no sólo contra los filósofos que menosprecian la Retórica, sino también contra los sofistas que mancillaban el sagrado nombre de Retórica29.
Los dos libros sobre Técnica retórica, transmitidos bajo el nombre de Aristides, no salieron de su pluma, como bien demostró A. Boulanger30.
Encomios.
De los tres tipos de Oratoria, judicial, deliberativa y epidíctica, esta última atañe a la alabanza y a la invectiva31. La oratoria de aparato comenzó en el siglo V a. C. y tuvo a Gorgias por fundador. Él e Isócrates pasan por ser sus modelos. Su importancia perduró durante toda la Antigüedad, pero destacan tres períodos. El primero cubre los últimos años del siglo V a. C. y todo el siglo IV a. C.; sus principales exponentes fueron los citados Gorgias e Isócrates, además de Alcidamas y Polícrates32. El segundo alcanza su apogeo durante la época de los Antoninos en el siglo II d. C.; recibe el nombre de Segunda Sofística y tiene como máximos representantes a Dion de Prusa, Herodes Ático, Polemón de Laodicea y Luciano, además de Elio Aristides33. El tercero floreció en el siglo IV d. C.; Libanio, Temistio e Himerio fueron sus figuras más destacadas34.
Hablar de literatura epidíctica es sinónimo de encomio, hasta el punto de que el génos epideiktikón o genus demonstrativum era conocido también como génos enkomiastikón. Así pues, si los discursos epidícticos tienen como denominador común el encomio, y menos la invectiva o psógos, parece lógico clasificar este tipo de discursos siguiendo la clasificación antigua de encomio a los dioses, a las personas y a los seres inanimados. En todos ellos aparecen los tópoi encomiásticos que abarcaban todos los puntos imaginables. Los esquemas de Burgess, Marrou o Lausberg35 pueden dar una idea de las posibilidades que se ofrecían a los sofistas en sus elogios a dioses, hombres, animales, ciudades o a cosas insignificantes36.
1. ENCOMIO DE DIOSES: HIMNOS EN PROSA. — El género epidíctico estuvo desde Gorgias e Isócrates estrechamente relacionado con la poesía37, mucho más que la oratoria deliberativa y la judicial, porque, al igual que la poesía, los discursos epidícticos tienden a deleitar. Y la composición epidíctica más cercana a la poesía era, sin duda, el himno en prosa o encomio a los dioses.
E. Aristides por parte griega y Apuleyo por el lado latino fueron los maestros en la composición de himnos a dioses38. En ellos queda borrada la frontera entre poesía y prosa; incluso Aristides defiende en su Himno a Sarapis (XLV 1-10 K) la superioridad de la prosa sobre la poesía39.
Menandro el Retórico (333.2-26 Russell-Wilson) menciona diversos tipos de himnos: clético, apopémptico, científico, mítico, genealógico, ficticio, precatorio y deprecatorio40. Lo normal, sin embargo, es que los himnos sean mixtos, es decir, que tengan elementos diversos. Sí, en cambio, suelen responder a una estructura clara41: proemio, invocación, aretalogías y súplica. Los Discursos XXXVII-XLV K de Aristides42 forman el cuerpo de sus Himnos: Himno a Atena (XXXVII), Los hijos de Asclepio (XXXVIII), Al pozo del templo de Asclepio (XXXIX), Himno a Heracles (XL), Himno a Dioniso (XLI), Discurso a Asclepio (XLII), Himno a Zeus (XLIII), Discurso al mar Egeo (XLIV) e Himno a Sárapis (XLV). Prácticamente en todos ellos utiliza el siguiente guión: proemio, origen o nacimiento del dios, beneficios impartidos, relación con los otros dioses, títulos y poderes, e invocación. Tal vez el Himno a Zeus (XLIII K)43 sea el más acabado. Se describe a Zeus como el dios supremo del panteón helénico y creador del universo y de todos los seres vivientes.
2. ENCOMIO DE PERSONAS. — Si el discurso se dirige al emperador, recibe el nombre de basilikós lógos44. A este tipo pertenece el Discurso XXXV K (Al emperador), que la mayor parte de los autores, a excepción de C. P. Jones, considera de época más tardía45.
Los Discursos XVII y XXI (Discursos de Esmirna I y II) pertenecen a los clasificados por Menandro el Retórico como discursos de bienvenida a un gobernador (epibatérios lógos)46, si bien centrados especialmente en un solo tópico: la alabanza de la ciudad a la que llega el nuevo gobernador, aunque el segundo de ellos (XXI K) también incluye el encomio de las virtudes del gobernador. El Discurso XVII fue pronunciado para celebrar la llegada a Esmirna del gobernador de Asia P. Cluvio Máximo en el año 157 d. C., mientras el segundo fue compuesto en honor de P. Cluvio Máximo Paulino, hijo del anterior, que tomó posesión de su cargo en el 179 d. C.47.
El Discurso XXX K (Discurso de aniversario a Apellas) fue pronunciado en el 147 a. C. en honor de su discípulo C. Julio Apellas, de 14 años, por encargo de la familia de los Quadratos, muy influyentes en Pérgamo48. Pertenece al genethliakós lógos o discurso encomiástico dirigido a una persona con motivo de su cumpleaños49. B. Keil50 juzgó equivocadamente que el presente discurso no fue escrito por Aristides.
El encomio de los difuntos recibe el nombre de epitáphios lógos o discurso fúnebre51. Aristides escribió dos discursos fúnebres. El primero, Discurso XXX K (Epicedio a Eteoneo), fue pronunciado en el año 161 d. C. en Cízico para llorar la muerte de su joven discípulo Eteoneo. El segundo Discurso XXXI K: Discurso fúnebre por Alejandro) fue escrito en forma de carta, enviada al pueblo de Cotieo, con motivo de la muerte de uno de sus maestros. El Epicedio a Eteoneo es el mejor estructurado: encomio (3-10), lamento (11-13) y consolación (14-18); en el discurso por Alejandro, en cambio, predomina el elemento encomiástico52.
Aunque dirigidas a ciudades, las monodias de Aristides están estrechamente relacionadas con los discursos fúnebres. La principal diferencia es el predominio de la lamentatio, rasgo fundamental desde los primeros ejemplos en Homero53. Nuestro sofista compuso dos monodias a ciudades arrasadas. En la Monodia por Esmirna (Discurso XVIII K) lloró en estilo poético la destrucción de Esmirna por un terremoto en el año 177 d. C., mientras que en el Discurso Eleusinio (XXII K) lamentó la destrucción del templo de Eleusis; fue pronunciado en el año 171 en Esmirna54.
Menandro Rétor nos da la noticia de otros tres discursos fúnebres (418.10), hoy perdidos, excepto un fragmento conservado en los Escolios (Dindorf, III 127).
3. ENCOMIO DE CIUDADES. — El elogio de ciudades ocupa buena parte de la obra de Aristides55. Los más famosos y leídos son el Panatenaico (Discurso I Lenz-Behr), pronunciado en Atenas el año 155 a. C.56, y el Discurso a Roma (XXVI K), del mismo año que el anterior57. El Discurso XXVII K (Panegírico en Cízico sobre su templo) es un encomio de la ciudad y su templo, pero deriva al tema, tan querido a Aristides, de la concordia de las ciudades; tuvo lugar en Cízico en el año 166 d. C. El Discurso XLVI K (Discurso ístmico a Posidón), del año 156 d. C., es en su mayor parte un panegírico de Corinto58.
Por último, el Discurso LIII K (Panegírico del agua del Pérgamo), pronunciado en el año 177 d. C. y llegado hasta nosotros de forma incompleta, pudiera muy bien encuadrarse en el grupo de encomios.
Discursos políticos
Los sofistas nunca habían sido indiferentes a los grandes problemas políticos de sus respectivas épocas. En sus discursos de aparato, como señala Boulanger59, solían ofrecer sus soluciones. Pues bien, éste es el sentido de algunos discursos de exhortación de Aristides; en ellos se hace una continua apelación a la concordia de las ciudades. Con el Discurso XXIII K (Sobre la concordia de las ciudades) nuestro sofista intenta aplacar las continuas rivalidades que mantuvieron Pérgamo, Esmirna y Éfeso para defender o aumentar sus privilegios; data del año 167 d. C. El Discurso XXIV K (A los rodios sobre la concordia), del año 149, tiene como objetivo poner paz en una revuelta social que se levantó en Rodas tras el terremoto del año 142 d. C.
En otras ocasiones, el sofista se constituye en el portavoz más autorizado para conseguir beneficios o privilegios para sus ciudades. Así, E. Aristides no se limitó a llorar la destrucción de Esmirna (XVIII K), sino que solicitó una ayuda extraordinaria para la reconstrucción de la ciudad en el Discurso XIX K (Carta a los emperadores sobre Esmirna). El efecto fue instantáneo, porque Esmirna estaba siendo reconstruida un año después, el 178, como se deduce de su Discurso XX K (Palinodia por Esmirna), en el que agradece a los emperadores la ayuda prestada.
El Discurso Rodio (XXV K), de autor desconocido60, pero incluido en el corpus de nuestro sofista, también es una llamada de socorro para reconstruir Rodas después del terremoto que sufrió en el año 142, ya citado.
Los «Discursos Sagrados»
E. Aristides escribió los Discursos Sagrados en sus propiedades de Laneion durante el invierno de los años 170-171 d. C.61. Vienen a ser un testimonio autobiográfico de las relaciones entre Aristides y el dios Asclepio. El lector se ve inmerso en los sucesos históricos y cotidianos que rodearon la vida del gran sofista de Esmirna: milagros (verdaderos o falsos), enfermedades, sueños, curas, medicinas, dietas, baños, viajes; en suma, constituyen el diario o memorias de un auténtico hipocondríaco y neurótico, como parece que fue Aristides.
Los discursos son independientes, aunque los tres primeros se centran más en asuntos de salud, mientras que los dos últimos (del sexto queda muy poco) tratan con mayor extensión su carrera profesional.
Los Discursos Sagrados (XL VII-LII K) forman una obra de capital importancia para el conocimiento de la religiosidad no sólo de nuestro sofista, sino también de la del siglo II d. C.62. El conjunto es diferente del resto de sus discursos, tanto por el contenido y disposición, como por el estilo, mucho más informal que en sus otros discursos.
El «Discurso Egipcio»
El Discurso Egipcio (XXXVI K) es un tratado sobre el nacimiento del río Nilo, escrito en Esmirna por los años 147-149 d. C., años después de su estancia en Egipto (en el 142). Tiene por objeto responder al antiguo problema de las crecidas del Nilo en verano. Aristides va exponiendo y refutando las teorías de poetas e historiadores para quedarse con la explicación homérica de la lluvia63 como causa principal de la anormal avenida del Nilo64.
Poesía
Los especialistas, excepto Behr65, atribuyen a E. Aristides un Himno a Asclepio en poesía. Habría sido compuesto entre el año 145 y el 149 d. C.
LOS DISCURSOS DE ELIO ARISTIDES*
III. LA LENGUA Y EL ESTILO DE ELIO ARISTIDES
El aticismo
La lengua de los discursos de Aristides es la de los prosistas áticos de los siglos V y VI a. C.1. Los datos de W. Schmid son expresivos: de 1561 palabras estudiadas sólo 143 pertenecen a la prosa postclásica y 101 son del propio Aristides; asimismo, 350 palabras son poéticas2. Así pues, cuatro son los rasgos que caracterizan el léxico de nuestro sofista: aticismos, términos poéticos en una proporción elevada, palabras postclásicas y neologismos. En morfología y sintaxis3 el escritor de Esmirna opta casi siempre por las formas y construcciones áticas recomendadas por gramáticos contemporáneos, como es el caso de Frínico4. En consecuencia, los discursos de Aristides representan el mayor esfuerzo del siglo II por revivir la lengua de Tucídides, Platón o Demóstenes.
Ahora bien, sería algo simplista5 entender que la vuelta a la lengua ática se hubiera debido a pura pedantería de una retórica de escuela; Bowie ha indicado con toda razón que «deberíamos quizás ver esta situación literaria únicamente como una parte de un modo más amplio de arcaísmo cultural, que no es su causa, pero que es en sí misma una parte de las consecuencias de otros factores»6. En este sentido, el aticismo de los sofistas griegos y el gusto arcaizante de los escritores latinos de la misma época son el mismo reflejo del renacimiento cultural del tiempo de los Antoninos7. Claro que obligado será admitir que el ideal griego de resucitar la prosa ática más pura y el latino de volver a la lengua de Catón el Censor no se cumplió del todo. Ni Aristides podía escribir como Demóstenes, ni Apuleyo como Plauto o Cicerón8. Escribieron en una lengua del siglo II d. C. con usos áticos en los escritores griegos y usos arcaicos en los latinos. Los griegos deseaban reafirmar su identidad presente resucitando su glorioso pasado, incluso a través de la lengua, fenómeno que ya había empezado en el siglo I a. C. Los latinos, con el gran sofista africano a la cabeza, no hicieron sino imitar una vez más a los sofistas griegos.
El estilo
En una obra tan extensa y variada difícilmente se podría hablar del estilo de Aristides en singular. Sería sencillo, como hace Schmid9, enumerar los tropos y las figuras de dicción y pensamiento, pero no calaríamos en los diferentes tonos de sus discursos: no podemos medir con el mismo rasero un Discurso Sagrado, una meléte o un Himno a un dios. Por eso A. Boulanger10 distinguió acertadamente tres estilos en sus discursos: el estilo periódico, el estilo commático y el estilo sin pretensiones.
El primero de ellos, de gran altura oratoria, continúa el de Demóstenes. La longitud de las frases es variable, pudiéndose pasar de largos períodos a construcciones cortas. Es el estilo de los discursos en defensa de la Retórica y el de los discursos epidícticos, excepto los Himnos y las monodias. Por otra parte, el ritmo de los grandes discursos de aparato suele emplear secuencias largas. Las cláusulas favoritas de Aristides son, por orden de frecuencia: moloso-crético (- - - - ), crético-moloso (- - - - ), dáctico-crético (- - ), doble crético (- - - ), crético-troqueo (- - - ), sucesión de cuatro breves, muy del gusto de Platón ( ), e, incluso, la heroica (- - ). No son, en cambio, frecuentes ni el doble troqueo (- - ), tan buscado por Demóstenes, ni la famosa ciceroniana peón primero-troqueo (- - ).
El estilo commático consiste en una sucesión de kola o miembros breves dotados de un ritmo, que no es fijo como sucede en poesía. Tal forma de escribir fue iniciada por Trasímaco de Calcedonia, difundida por Gorgias e Isócrates y explotada por muchos sofistas del siglo II d. C. tanto griegos como latinos11. E. Aristides empleó el estilo commático de forma exhaustiva en las monodias (Discursos XVIII y XXII K) y en los Himnos (Discursos XXXVIII-XLV K), pero no está ausente de otros discursos relacionados desde siempre con la poesía, como es el caso de los discursos fúnebres (XXXI-XXXII K). El ritmo, la isocolia y la antítesis eran los componentes del estilo commático, propios de la prosa gorgiana. El ritmo solía estar marcado por el troqueo y el crético. Las cláusulas más frecuentes eran: el doble troqueo (- - ), el doble crético (- - - ) y el crético-troqueo (- - - ). Es curioso observar que éste fue el ritmo empleado por los asianistas. Una prueba más de que la polémica aticismo/asianismo es más fuego de artificio de filólogos e historiadores que realidad. Es aticista quien imita la prosa ática clásica en el léxico, la morfología y la sintaxis, pero ese mismo escritor puede emplear tanto una forma sencilla de escribir como otra barroca; incluso, un mismo sofista podía poner en práctica ambos estilos. Los ejemplos de Aristides o Apuleyo son los más relevantes.
Por último, los Discursos Sagrados (XLVII-LII K) se distinguen en líneas generales por su estilo descuidado. Siendo una especie de diario, no es de extrañar la ausencia de estilo periódico y de secuencias rítmicas.
El poder de la palabra
Tanto Boulanger como Reardon12 han sido injustos en su valoración negativa del estilo de Aristides. Tal juicio no casa ni con las noticias de Filóstrato sobre el estilo de los sofistas en general ni con la admiración que sintieron hacia Aristides los máximos representantes de la sofística tardía, tanto pagana como cristiana13.
Hay que partir de un hecho claro: la elocuencia del siglo II d. C. no servía tanto para proponer una ley o defender a un acusado como para persuadir deleitando a un auditorio que llenaba expectante los Odeones de la época. La Retórica sale de la escuela para invadirlo todo: la literatura y la política. El sofista era admirado y venerado por el arte de la palabra. El público valoraba no sólo el contenido de sus discursos, sino de manera muy especial la erudición, las dotes de argumentación, la mirada, la voz, el ritmo, es decir, la actio o puesta en escena. Para dar una idea de lo que significaba la forma y el estilo de los sofistas para el público14, recordemos la descripción que hace Filóstrato sobre una actuación pública de Adriano el Fenicio:
Cuando llegó a ocupar la más alta cátedra, atrajo hacia sí de tal suerte la atención de Roma, que, incluso a los desconocedores de la lengua griega, les producía anhelo de oírlo. Y lo escuchaban, como a canoro ruiseñor, asombrados de su palabra fluida, su educada voz de bellas inflexiones, sus ritmos en la mera declamación y el recitado final. Así, ocurría que, cuando se hallaban presenciando espectáculos corrientes, de bailarines generalmente, si aparecía en el teatro el encargado de anunciar la audición del sofista, se levantaban espectadores pertenecientes al senado, se levantaban personas de orden ecuestre, y no sólo los conocedores de la cultura griega, sino cuantos aprendían en Roma la otra lengua, y se dirigían apresuradamente al Ateneo, llenos de excitación, maldiciendo a los que iban a paso lento15.
Uno no puede menos de recordar la expectación que puede producir en nuestros días el anuncio de un recital de Frank Sinatra o de Plácido Domingo. Pero hay más. En la Segunda Sofística vuelve a surgir con especial fuerza el poder mágico de la palabra, como Jacqueline de Romilly ha hecho notar16. De Favorino de Arelate nos cuenta Filóstrato que:
Cuando declamaba en Roma, todas sus actuaciones suscitaban atención. Pues hasta para los que no sabían la lengua griega, no dejaba de ser una delicia la audición, sino que, incluso, los embrujaba con los efectos de su voz, con su mirada elocuente, con el ritmo de su lenguaje. Les fascinaba también el remate del discurso que aquellos llamaban ‘oda’17.
Los sofistas eran elegidos para representar a sus ciudades, entre otras razones18, por el poder de fascinación que poseían19. En suma, la forma y el estilo de los sofistas eran algo más que verborrea y pedantería. Diferente es que nuestra época no sepa valorar el arte de la palabra y su poder de hechizo.
IV. LA TRANSMISIÓN DE LA OBRA DE ELIO ARISTIDES: MANUSCRITOS Y EDICIONES
La transmisión: manuscritos y ediciones
El estudio sistemático de los manuscritos comenzó a finales del siglo XIX con Bruno Keil (1859-1916)1. Su trabajo fue continuado por F. W. Lenz (1896-1969)2, a quien a su vez sucedió C. A. Behr, de cuya pluma ha salido el estudio crítico más completo del texto3.
Behr enumera en la introducción de su editio maior4 234 testimonios, de los que 2 son papiros y 232 manuscritos. A ellos hay que añadir una lista suplementaria, ofrecida por L. Pernot5, de un nuevo papiro y 19 manuscritos, amén de noticias de otros todavía sin estudiar. Ello puede dar una buena idea de la dificultad que entraña trazar la historia del texto de los discursos de Aristides. Ofreceremos, pues, un breve apunte de la cuestión.
La primera noticia del texto de Aristides es ofrecida por las subscriptiones6 de algunos discursos (XVIII, XXII, XXX, XXXIV, XXXVII y XL K), que contienen datos muy valiosos sobre la vida y la cronología de nuestro sofista. Son obra de un anónimo que bien pudo haber utilizado las notas del propio Aristides. Las subscriptiones vendrían a ser de esta manera el testimonio más antiguo de las obras del esmirniense7.
En el siglo IV d. C. Sópatro de Apamea reunió y redactó la mayor parte de los Escolios de Aristides, que están reunidos en el tercer tomo de la edición de Dindorf8.
Los papiros
También del siglo IV d. C. es el último papiro descubierto, el Papiro de Antinópolis (P. Ant. III, 144). Fue publicado por Lenaerts9 y consta de una página a dos columnas de fragmentos del Panatenaico (I L-B).
El segundo papiro, dado a la luz en 1968 por Browne y Henrichs10, data de finales del siglo VI o comienzos del VII d. C. Contiene también fragmentos del Panatenaico.
Por último, el tercer papiro (P. Ant. III, 182), del siglo VII d. C.11, contiene fragmentos del Discurso III B (A Platón, en defensa de los Cuatro).
Los manuscritos
Todos los manuscritos de Aristides derivan de un único arquetipo (O), como se deduce de las lagunas y corrupciones, que se encuentran en todos ellos, y por el Discurso LII K, que se ha transmitido en estado fragmentario12. Del arquetipo O han salido dos hiperarquetipos (ω y φ), de donde proceden los manuscritos existentes13. Los principales son:
a) Del siglo X:
C = Laurentianus pl., cod. 15, finales del siglo X (19)14.
A = Parisinus graecus 2951 y Laurentianus pl. LX, 3, comienzos del siglo X (39).
S = Vaticanus Urbinas graecus, finales del siglo X o comienzos del XI (62).
PhA = (Venetus) Marcianus graecus 450, segunda mitad del siglo X, de la Biblioteca de Focio (69).
b) Del siglo XI:
T = Laurentianus pl. LX, cod. 8 (22).
E = Parisinus graecus 2950, finales del siglo XI (38).
R = Vaticanus graecus 1298 (56).
V = (Venetus) Marcianus graecus appendix VIII, cod. 7 (73).
c) Del siglo XII:
D = Laurentianus pl. LX, cod. 7 (21).
P = Parisinus graecus 2948 (primera parte del códice);
B = Bodleianus Canonicianus graecus 84 (segunda parte) (36).
K = Vaticanus graecus 74 (47).
Q = Vaticanus graecus 1297 (55).
M = (Venetus) Marcianus graecus 423, siglo XII o XIII (64).
PhM = (Venetus) Marcianus graecus 451, primera mitad del siglo XII (70).
d) Posteriores:
F = (Romanus) Angelicanus III C 11, del siglo XIII (5).
U = Vaticanus Urbinas graecus 123, de comienzos del siglo XIV (63).
L = Laurentianus pl. LX, cod. 9 (23).
Laurentianus olim Abbatiae 9, del siglo XIV o XV (27).
Las ediciones modernas de Keil y Behr siguen la ordenación de T (Laurentianus pl. LX, cod. 8), que parece reflejar la del arquetipo O15.
Ediciones y estudios críticos
Los filólogos bizantinos llegados a Italia para enseñar griego fueron los mayores difusores de la obra de Aristides. Por ejemplo, uno de los discípulos de Manuel Crisoloras, Antonio Corbinelli, llegó a poseer el Laurentianus olim Abbatiae 9, antes citado, que sirvió después de base a la editio princeps16.
En 1513 Aldo Manucio publicó en Venecia los Discursos I L-B (Panatenaico) y XXVI K (A Roma) detrás de las obras de Isócrates. Fueron las primeras obras impresas de Aristides. De 1517 data la editio princeps de todos los discursos, excepto el XVI L-B y el LIII K. Fue editada por el médico E. Bonino en Florencia, en la imprenta de Filippo Giunta (edición Juntina). G. Canter ofreció en 1566, en Basilea, una elegante traducción latina salpicada en sus márgenes de enmiendas y aclaraciones al texto griego.
P. Estéfano dio a la luz una edición de las obras completas (Ginebra, 1604), usando el texto de la edición príncipe, excepto en los Discursos I L-B y XXVI K (edición Aldina), y la traducción de Canter. Lo mismo hizo S. Jebb, quien en 1722 y 1730 publicó la obra completa de Aristides, excepto el Discurso LIII K, pero incluyó la Ars Rhetorica de Pseudo-Aristides. En 1761 J. J. Reiske estudió críticamente17 la obra de Aristides. Sus aportaciones fueron incorporadas al aparato crítico de Dindorf. Angelo Maria Bandini es el autor de la editio princeps del Discurso LIII K, en estado fragmentario. El cardenal Angelo Mai, en 1825, acabó de leer las últimas ocho líneas que no había podido descifrar Bandini.
En 1826 W. Frommel publicó una edición de los Escolios a los tres primeros discursos18. De 1829 es la edición más usada hasta nuestros días junto a la de Keil: la de Dindorf, en tres volúmenes; añadió a la edición de Jebb los dos Discursos Leptinianos (LIII-LIV D), falsamente atribuidos a Aristides, y el fragmentario LIII K (LV D).
La primera edición crítica, tal como se entiende modernamente, corrió a cargo de B. Keil, pero sólo publicó el segundo volumen (XVII-LIII K) en Berlín, 1898. Su obra quedó inacabada. Por último, Lenz y Behr, como se ha indicado al comienzo del apartado, se encargaron de continuar la labor iniciada por Keil. Behr, por otra parte, ha emprendido el proyecto de publicar a Elio Aristides en tres volúmenes (I: I-XVI, II: XVII-LIII, y III: Escolios), de los que ya ha aparecido el primero en cuatro fascículos. También publicó en The Loeb Classical Library un primer volumen (1973) de los cuatro proyectados; contiene el Panatenaico y el En defensa de la Retórica (I-II L-B). Asimismo, ha publicado dos volúmenes con la traducción inglesa de la obra completa del gran sofista con una pequeña introducción a cada discurso y unas notas aclaratorias muy valiosas19.
Aparte de las ediciones generales, es raro el año que no aparece alguna edición o traducción de uno o varios discursos20. Se dará cumplida información en las introducciones a los respectivos discursos.
Nuestra traducción, primera en español, ha tenido en cuenta la latina de Canter, las inglesas de Oliver y Behr para el Panatenaico, y la del mismo Behr para el primer discurso platónico.