Читать книгу Proyecto Manhattan - Elisa Díaz Castelo - Страница 13

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Soy una en la jauría de ángeles

que imaginaron un cambio y terminaron aquí,

cultivando nubes en el desierto.

Sabemos pasar invertebrados:

cruzamos a caballo las montañas,

con el pasado sin sombra, y llegamos

a nuestra nueva casa: pino, lodo y chicoria.

Conjugamos todos los verbos en futuro.

Yo cabalgaba hasta adelante

enumerando los nombres de las plantas:

reino, clase, orden y familia.

Especie. No sólo el curri y la pimienta.

El eneldo también. El azafrán, la albahaca.

Y sigo aquí, rocío los guisos

con vino blanco, cada vez

que enciendo el horno intento

no incendiar la casa.

Sigo, aunque sea

de un destino a otro,

enhebrando una a una

las cuentas transparentes de los días,

deposito sobre la lengua el sabor del vodka tonic,

una moneda de plata,

y miro la quietud estúpida de las montañas

que tanto le gustan a mi esposo.

A veces es difícil creerlo

pero este lugar existe.

Y nosotros también

aunque no tanto

y no por tanto tiempo.

Es absurdo:

crío a mis hijos aquí

mientras mi esposo crea

una forma brillante de la orfandad.

Pensar que fui una sola niña

con tantos pares de zapatos. Aprendí

a montar a caballo sin montura.

Mis padres hablaban alemán y mi abuela

comía duraznos prensados cada domingo

antes de morirse. Siempre hacía frío

en la voz de mi madre. Y ahora hace tanto,

pero tanto calor. Por eso tomo. Pero la sed

es más larga que la vida y es híbrido

el dolor, es lúbrico,

y se adapta a todo ecosistema.

Crío a mis hijos

en el centro del mundo,

porque todo empieza

en el lugar del crimen

y es absurdo que aquí también

crezcan las grosellas

y nazcan tantos niños

y se remienden medias.

Afuera de la casa prefabricada en la que vivo,

mi esposo le recita ecuaciones a las montañas.

Sabe de memoria todo lo que he olvidado

y al llegar a casa toma el cigarrillo

que dejé encendido entre mis dedos

y me lleva a la cama y me besa la frente.

Cuando un futuro es ineludible,

¿lo es realmente? Futuro, quiero decir.

Tal vez sea absurdo conjugarlo,

tal vez sea sólo un presente que se oculta

y estos campos ya están envenenados,

arreciados por la lluvia negra de los isótopos

y, para esto, todos los niños allá afuera,

sus voces escondidas detrás de los arbustos,

sus pasos apenas escuchados,

ya son recuerdos,

menos que eso

y estamos todos muertos de algún modo.

El futuro es fácil de leer.

Ya lo sabía.

En el cuarto o quinto martini de la tarde,

cuando está cerrado el color de las rosas,

el arcángel baja en muletas del cielo

y contamos las señales del apocalipsis:

el mejor vodka se congeló el primer invierno,

se rompieron mis copas de cristal cortado

sin ninguna razón a la mitad de la noche,

al viejo árbol que parecía muerto

le nacieron grandes flores blancas

como puños de niños.

No sé cuál es la taxonomía del final de los tiempos.

Ni siquiera puedo decir que las cosas

se pertenezcan a sí mismas.

Pero la voz transparente de la ginebra

lo asegura: todo esto manifiesta

aquello que vendrá pronto:

se pudren sin comerse las naranjas del árbol,

sus circunferencias se marchitan abolladas.

Mi hijo Peter pierde su pelota favorita.

La bebé de Marcia deja de crecer

de un día para otro. Yo dejo de creer. Y me duele

la corva de las rodillas y mis manos

se secan en invierno y se me entierran

las uñas de los pies.

Señales del fin del mundo:

cambiaron de color mis tres orquídeas,

el vencejo trocó su canto luminoso

por un quejido atrofiado,

como si ya conociera

el dolor efervescente de los heridos.

Mi perra se comió a sus siete hijos.

Y en el centro de estos malos agüeros,

mi hijo Peter comienza a escribir su nombre,

se acaba la leche

y en la noche su respiración

es lo único que mantiene en pie la casa.

Cosas que están a punto de suceder:

luz en todas partes,

toda muerta,

la quemadura más fría.

El llanto nuevo de mi hija incendiará la madrugada.

Las mutaciones nos cambiarán el rostro.

Vi una estrella que cayó del cielo a la tierra

y me dieron las llaves del abismo

y de la cava más grande de Los Álamos.

Un sol en cada herida, deletreado.

En el aire, el olor a piel

cuerpo a cuerpo

con el fuego.

Se acabará una tercera parte de los reinos:

monera, protista, fungi, plantae, animalia.

Al niño de la vecina nunca le saldrán dientes.

El número de muertos será de 140 mil.

Yo oí su número. Pero no importa.

Mi abuela me enseñó cómo

olvidar a Dios: se acostó

bajo tierra

y no se levantó nunca.

De marzo a negro,

del dicho al hecho.

El olvido empieza y no termina.

En este lugar todo es idéntico a sí mismo

o casi.

Proyecto Manhattan

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