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He cumplido nueve años y la Tata todavía me guarda rencor. Ahora vivo en otro barrio, voy a un colegio que no me aterroriza del todo y paso muchas tardes en el parque Amate pendiente de lo que ocurre alrededor del estanque. Está relleno de cosas que la gente arroja. Un carrito de bebé, un andador, una muleta. A veces viene un niño con un barquito teledirigido. En invierno me pareció entrever un gran pez saltando por encima del agua e incluso escuché el sonido, pero cuando miré solo me dio tiempo de distinguir el último coletazo. Tengo la teoría de que era un esturión, pero nadie me apoya. El estanque es bastante pequeño, la verdad.

Me he vuelto alta y atenta. Nunca olvido. Echo de menos los mimos diarios de la abuela pero he comprendido que en este mundo no hay dueña y señora más grande que mi madre, que cada vez tiene pinta de estar más mala. Prefiero que tengamos nuestra propia casa aunque haya que compartirla con Domingo, el último novio raro que se echó. Este barrio es un poco más moderno que el anterior y la abundancia de ladrillo rojizo resulta acogedora. A estas alturas hemos conseguido entendernos entre los tres. Las cosas no van mal del todo. El problema está dentro de mí. La mayor parte del tiempo la dedico a disimular con todas mis fuerzas, a fingir que lo que nos rodea no me extraña hasta la médula. Es difícil confiar en los demás porque a ellos no parece costarles tanto interpretar su papel y eso me inquieta. Ni siquiera diría que están actuando, es como si para ellos la vida fuese algo natural y para mí algo forzado. Cada vez que hablo con alguien me cambia la voz, me sudan las manos y noto que mi disfraz de humano es de mala calidad. Cuando estoy sola siento que soy yo misma pero tengo que luchar contra el abismo de libertad y terror que se abre sobre el suelo que piso. Ansío la compañía de un aliado constantemente. En el colegio, en el bloque, en las plazoletas.

Hoy me levanté temprano para ir a clase pero por suerte eso queda lejos. De viernes a domingo abandono la vida escolar para regresar durante todo el fin de semana al suave caos que siempre ha reinado en casa de mi abuela. Estamos las dos solas con Canica, una perrita peluda con el lomo negro y la barriga blanca. Es muy simpática. Se supone que me la trajo Papá Noel pero siempre tuve dudas porque quien entró por la puerta fue un muchacho de unos veinte años que me la colocó sobre el regazo. Yo esperaba que llegara el verdadero Papá Noel a media tarde, llamando al timbre, o por lo menos otro tío disfrazado. Era tan pequeña y tan bonita que la paseé durante semanas metida en un cochecito de juguete. Seguiría haciéndolo pero ya no se deja. Cuando nos fuimos a vivir con Domingo, se quedó con la abuela. Liamos croquetas en la salita con la tele puesta. Nos gustan los programas de misterio, aunque luego ella puede dormir y yo no. Le ha entrado sueño y nos desnudamos juntas en su dormitorio. Bajo la apariencia fresca del vestido rojo que llevaba subyace una combinación color carne. La combinación es una prenda que no entiendo y que ya debe dar mucho calor por sí sola, pero aún tiene que desprenderse de varias capas, las más rígidas. El sujetador, la faja y las bragas crean una armadura de ballenas que se le clava en la piel morena y blanda.

—Niña, ayúdame con los corchetes.

Me arrodillo sobre la cama y la libero de esa coraza gruesa que no parece molestarle nada durante el día. Suspira, se sienta y me agacho para bajarle las medias. Suspira otra vez y me habla.

—Mira, mañana...

—Qué.

—Espérate que lo estoy pensando.

Transcurren unos segundos mientras entorna los ojos con el dedo índice atrofiado en ristre. Con la otra mano agarra un cigarro y lo enciende. Cuando expulsa la primera bocanada de humo, sigue elaborando el plan.

—Mira, mañana voy a meter los pies en un palangano con agua y sal.

—Sí.

—Y luego tú coges las tijeritas, chiqui chiqui chiqui, y me cortas las uñas.

—Vale.

—¿Te parece?

—Vale.

—Que estoy que parezco un gavilán.

—Es verdad.

—Ea, ahora voy a hacer caca.

—Voy contigo.

La idea de cortarle las uñas de los pies resulta dificultosa e incluso algo atemorizante, pero me veo capaz de llevarla a cabo, la forma en que la propone es divertida y no gano nada poniéndole pegas. Ella hace muchas cosas por mí con gusto. La sigo despacio hasta el baño y en el giro pierde el equilibrio.

—¡Coño!

—¿Qué ha pasado?

—Nada, que me he dado con la esquina del ropero.

Tiene setenta y dos años, es bajita, barrigona y no se arrepiente de nada. Hasta hace poco lo único capaz de causarle pudor era su propia sonrisa en algunas fotos alegres. Pero desde que el año pasado estrenó dentadura postiza para ir a la Expo’92 se siente invencible. Ahora solo parece pesarle que me estaba cosiendo un vestido de flamenca muy complicado y en marzo le dije que no siguiera, que no me lo iba a poner, que no pensaba volver a pisar la Feria. La entiendo porque en Sevilla lo de vestirse de gitana es una cosa muy seria y dejar abandonada semejante labor de costura, con lo avanzada que estaba, le tuvo que dar coraje. Me lo echa en cara casi todos los días. Creo que nunca ha sido tan feliz. Se sienta sujetando el cigarro y yo le hago compañía acuclillada en el suelo. Me gusta verla cagar. Unas veces hablamos y otras no, pero siempre me hipnotiza su ritual del papel higiénico. Con parsimonia oriental, corta dos trozos de idéntica longitud y los coloca delicadamente sobre sus muslos. A menudo comenta que su abuela era china, y cuando está mi madre alrededor me dice por lo bajini que en realidad era filipina pero que para ella es lo mismo y se hace un lío. Arroja la ceniza en el bidé. Son las tres y media de la mañana y solo se escucha su respiración pausada. El sonido de la caca al salir me resulta muy satisfactorio porque soy una niña estreñida, una súbdita en bragas blancas a sus pies. Está desnuda, erguida en un trono que lleva disfrutando solo la tercera parte de su vida, paladeando las comodidades que le brinda el progreso con la boca llena y los trozos de papel blanco colgando equidistantes de sus piernas. Un alarido rompe la cálida paz del vecindario. Dirijo una mirada compasiva hacia el techo porque en el tercero vive en desgracia una familia con un hijo discapacitado, grande y aparatoso como un rinoceronte llorando por su cuerno perdido en medio de la selva.

—Angelito, se ha desvelado —murmura inclinando la cabeza.

—¿Cuántos años tiene?

—Casi cuarenta.

Se pone el camisón blanco de flores, enciende la radio y nos acostamos juntas en la cama de matrimonio. Para ahuyentar los fantasmas de la noche, intento pensar en algo agradable.

—¿Cuánto queda para que nos vayamos de vacaciones?

—Pues... no sé, vamos a contar los días. ¿A qué estamos?

—No sé.

Saca un pequeño calendario de la mesita de noche y echamos la cuenta mientras se le empiezan a cerrar los ojos. Nos encontramos a veinte días de la gloria. El rumor de la radio me mantiene despierta y acompañada mientras miro el camisón. Es mi favorito, el que más temo. Su estampado me brinda ambiente de libertad porque lo relaciono con las vacaciones de verano, pero también simboliza el momento exacto en que el lado siniestro de la existencia se materializó por fin para mí. Hacía mucho que lo veía venir. Acechaba en las siluetas de La princesa caballero, en las sillas de respaldo alto, en las luces que se movían sobre los muslos de mi madre dentro de los escasísimos taxis que habíamos cogido por la noche, en la máquina de coser de mi abuela, la misma Singer pesada con el mismo mueble de imitación caoba desde los sesenta. Este lado siniestro enseñó por fin la patita por debajo de la puerta en Punta Umbría en 1990. Tres momentos destacados acontecieron en aquella Residencia de Tiempo Libre.

El primero desencadenó un malestar sin precedentes. Teníamos en la habitación un paquete de galletas rellenas de chocolate. Cada galleta se me hacía eterna, árida y dura, difícil de masticar. Saciaba mi apetito en segundos dejándome empachada e insatisfecha. Decidí manejar el asunto comiéndome solo el chocolate, que era lo que me interesaba, arrancándolo con la precisión de aquellos dientecitos de leche sin romper que tanto añoro. Sabía que podían reñirme severamente por desperdiciar el alimento, así que por la noche me levantaba a hurtadillas y, al amparo de la oscuridad, dejaba las galletas lamidas como el plato de un perro en una esquina discreta del balcón. Arrojarlas al exterior era una gamberrada insoportable muy lejos de mi nivel. No tardaron en descubrir el alijo secreto y la reprimenda fue épica. La lección quedó clara: si en esta vida pretendes comerte solo el chocolate, necesitas un sitio donde esconder las galletas secas en condiciones.

El segundo y más importante tuvo lugar aquella misma noche. Inquieta e insomne a costa del disgusto en la camita supletoria junto al somier de mi abuela, empecé a sentir miedo de encontrarme a ras del suelo. Escalé con sigilo hasta lo alto del colchón y me apreté contra ella, que llevaba el mismo camisón que hoy. Los mosquitos caminaban sobre la piel tierna y tostada de la anciana, gran cazadora, que a veces se daba un manotazo inconsciente y se rascaba el cadáver sanguinolento. Cuando por fin se me abrían las puertas de la duermevela, visualicé la primera imagen de la noche: un gran ejército formaba filas escuchando las órdenes de su coronel, un personaje esbelto y sinuoso que se paseaba de un lado a otro dando voces. En mitad del discurso, el coronel se deshizo como si sus miembros fuesen de cuerda, dejando en el suelo una madeja de lianas color carne. Al abrir los ojos, me di con la robusta espalda cubierta de florecitas de colores desconfiando de mi propia conciencia, esa traidora inesperada.

El tercer momento dramático fue de lo más común. Un niño impulsivo que no conocía decidió sumergirme por la fuerza en la piscina y tratar de ahogarme. Incluso cuando distinguí desde dentro del agua figuras adultas acercarse alarmadas, pensé que no iban a ser capaces de disuadir semejante arrebato, que no les iba a dar tiempo de salvarme. No era para tanto, pero los niños somos débiles y a veces ocurren accidentes. Pensé que a lo mejor me moría allí mismo. No quisiera volver nunca a Punta Umbría. Este año será diferente. Este año subimos de nivel y nos vamos a Marbella, la capital del lujo y el bienestar.

Es sábado. Hemos comido huevos fritos con patatas y un festín de inagotables croquetas. Como me he levantado tarde, el almuerzo se ha servido a la hora de la sobremesa. Mi abuela lleva despierta desde las doce, está vestida y tiene las cejas pintadas. Yo estoy en bragas y camiseta, revuelta, recién levantada. En la tele echan Banana Joe. Tenía muchas ganas de verla porque en el anuncio parecía muy divertida. Los chistes y el conflicto resultan algo decepcionantes, pero de la banda sonora nunca me canso. Achaco el fiasco a mi inmadurez y hago como que lo pillo todo, como que soy capaz de percibir una calidad que la película no tiene. El primer postre son dos rodajas de sandía. El segundo es un bloque de helado de tres sabores. Fresa, nata y chocolate. Nos cortamos un palmo para cada una y ella vuelve a meter los pies en agua con sal. Chapotea y observa el proceso. Lleva dos horas así.

—Niña, esto ya está, coge las tijeritas.

—Sí, sí.

Hace el gesto de cortar con sus dedos retorcidos y murmura de nuevo el chiqui, chiqui, chiqui.

—¡Que sí!

—Bueno, si quieres te puedes esperar a los anuncios.

—No hace falta.

Imposto sacrificio e interés cuando en realidad la película me parece un muermo. Además así quedo bien, salimos las dos ganando. Lo de las uñas de gavilán me aterra, justo por eso quiero acabar cuanto antes. Con un bocado de nata derritiéndose todavía en la boca, me postro y le sujeto un pie húmedo como un enorme garbanzo reblandecido entre las manos. Apoyo el talón de crustáceo en mi rodilla cubierta de postillas de diferentes caídas y procuro no llegar a tocar ninguna uña. Las tijeras son grandes y afiladas. Son las tijeras de la costura, pero es lo que hay.

Mientras llevo a cabo la operación, ella fuma complacida.

—Qué talento tienes —comenta. Sonrío con la boca cerrada, me trago la nata y me peleo con la uña del dedo gordo, la más gruesa y rebelde, rizada sobre sí misma en espiral.

—Ofú —resoplo—, ¿te duele?

—Qué va, no me duele nada, dale ahí un picotazo bueno, aprieta fuerte.

Aprieto con las dos manos y un trozo de uña amarillenta sale disparado.

—Ole mi niña, ¿no te digo yo que tienes mucho talento? Tu madre no tenía a tu edad ni la mitad de luces que tú.

—¿No?

—Qué va, era muy bonita y muy lista y muy graciosa, no te digo que no, ¿pero las luces que tú tienes? Eso no se ha visto, la única pena es que te tiene tu madre tan derecha que un día te va a dar un ictus.

—¿Un ictus qué es?

—Como un jamacuco pero de la cabeza.

—Ah.

—Del cerebro.

—Ya.

—Que no te dejan decir ni ofú, digo yo que no hará falta ser tan sargento, si no das problema ninguno.

—¿A que ofú no es para tanto?

—Cómo va a ser para tanto, aquí conmigo te dejo decir hasta mierda, fíjate lo que te digo.

Me río y corto una uña pequeña con gran precaución.

—Coño ya no, ¿eh? Coño es mucho, no puede ser. Yo eso lo digo solo si me he pegado un porrazo o estoy disgustada o algo así fuerte.

—Vale, vale, eso no, si solo de pensar en decir coño en alto ya me agobio. Uy, lo he dicho.

—¡Che! Coño ni en broma, ¿eh? Que como se te escape delante de tu madre me corta el pescuezo.

Se le escapa el humo del cigarro y su barriga se agita a base de reírse. Abre tanto la boca que le veo la dentadura contra el paladar desde abajo. Yo también me río y agarro el otro pie. El segundo siempre es más fácil que el primero. Te sabes ya el camino y solo queda la mitad.

Estoy otra vez en el barrio de ladrillo rojizo, acaban de recogerme. Ojalá me dejaran tener un pintalabios del color de estas fachadas. Son las siete de la tarde y ya tengo la mochila preparada con los libros del lunes para ir al cole mañana. Acompaño a Domingo a comprar tabaco. Aunque sea el novio de mi madre parece más un hermano mayor con trabajo que un padre. Es tartamudo y muy pedante, complicada combinación a la que sin embargo tardé poco en acostumbrarme. A la gente le cuesta entender lo que dice, pero a mí no. Por fortuna o por desgracia, proporcionalmente soy la criatura que más tiempo ha pasado escuchándolo hablar y conmigo tartamudea menos. Se suele quedar enganchado en las enes, las emes, las eses, las eles y las tes. Las vocales tampoco se le dan bien. Me escudriña como un diablillo inquisidor y se divierte chinchándome hasta la saciedad un año tras otro. Mi madre y él se han peleado muchas veces, pero ya no creo que se vaya a ir nunca. Cuando la relación parecía que se afianzaba, un día ella le dio un codazo y nos dejó solos en el sofá.

—Oye, niña.

—Qué.

—Hablemos de terminología.

—Eso qué es.

—De palabras.

—Bueno.

—Venga.

Carraspeó y prosiguió impostando seguridad:

—Tú sabes que aunque yo no sea tu padre me puedes llamar papá.

Nos miramos los dos con cara de póker. Se nos escaparon unas risitas histéricas.

—Qué va, no hace falta.

—Ya, eso lo sabemos, pero si te gusta lo podemos hacer así.

—Que no, que no.

—¿Seguro?

—¡Que no, que sería muy raro!

—Sí, coincido, a mí también me parece raro, era por si tú querías y no te atrevías a decirlo.

—Mejor no.

Nos dimos la mano. Distinguí en él una mezcla perfecta de tristeza y satisfacción. Es una de las pocas personas que claramente está también disimulando a duras penas, pero que no lo admitiera siendo tan mayor me llenaba de dudas. Tras un minuto en el que compartimos sentimientos de extrañeza, propuso un nuevo plan:

—Bueno, pues como estamos de acuerdo y necesitamos definir la situación de alguna manera, vamos a constituir un vínculo de negocios.

Sacó un papel y empezó a redactar un contrato. Entonces yo tenía seis años. Él, veintiocho. No me daba cuenta porque se estaba quedando calvo y tenía la barba muy negra, pero su aire era pillo, fresco y juvenil como el de un muchacho recién salido del instituto. El contrato establecía un compromiso de manutención hasta mi mayoría de edad, momento en que la deuda pasaría a corresponderme, adquiriendo mi parte la obligación de mantenerle a él hasta su muerte. Me otorgaba la beca con más intereses de la Historia. Una vez más, esa fusión tan característica de broma ligera y crueldad invadía mi estómago. Era un trato retorcido. No entendía si iba en serio o no. Obviamente quedaba una eternidad para que cumpliera dieciocho años, pero él se frotaba las manos con avidez, como un villano longevo salivando por mi alma. Desde aquel día pasó a llamarme socia, apelativo simpático capaz de resumir nuestras implicaciones a gusto de los dos. Reconozco que a mí tampoco me hacían gracia los romanticismos. En ese sentido estábamos en el mismo barco. Pronto hará tres veranos que vivimos juntos y su presencia todavía me coge por sorpresa en el pasillo. Cuando estamos solos algo me mantiene alerta, el mismo tipo de sospecha que imagino en los niños con hermanos impredecibles. La diferencia es que a él le han otorgado autoridad sobre mí. Sigo añorando la figura de un padre, pero si me dan a elegir, creo que Domingo me cae mejor.

Mientras caminamos en busca de un paquete de Winston, suplico que nos desviemos para pasar por delante de la juguetería, mi fundamental fuente de consuelo en el barrio. Está cerrada, pero con mirar el escaparate me basta. El año se hace muy aburrido y los Reyes Magos son la única religión a la que me entrego, así que me apetece pensar en eso. La mayoría de los niños ha dejado ya de creer y yo misma he atravesado varias crisis de fe, pero hace tiempo que decidí aferrarme a estas migajas de inocencia con todas mis fuerzas.

—Odio esperar a que lleguen los Reyes Magos.

—¿Por qué?

—Porque es muy largo y ya estoy pensando lo que me voy a pedir.

—Venga, socia, no me digas que te tragas todavía esa pantomima.

—¿Pantomima qué es? —pregunto frunciendo el ceño.

—Una pantomima es un teatrillo de dudosa calidad.

—¿Cómo? —exclamo haciéndome la tonta.

—Una farsa.

Me paro en seco en medio de la calle.

—¡Oye, no te metas con los Reyes!

—No me meto con los Reyes, te digo la verdad pura y dura.

No quepo en mí de indignación.

—Que tú no creas no significa que sea mentira.

Me mira con una expresión cínica. Aligero el paso y lo alcanzo ansiosa.

—¿Y cómo es que os vienen también a vosotros?

—La Virgen, pues nos compramos regalos y nos los damos ese día.

—Eso será a ti, mi madre cree en los Reyes y a ella le vienen.

—Vamos a ver, te estoy diciendo que le compro yo las cosas.

Enmudezco aplastada.

—Bueno, bueno, si prefieres seguir con el cuento, allá tú.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo saben lo que quiero?

—Porque se entera tu madre.

—Pues hay veces que no digo nada y me llegan las cosas.

—Porque se entera tu madre.

Refunfuño. Me da mucha pena que al final no sea verdad.

—Tu madre tiene sus métodos.

Estoy sin argumentos, sin esperanza. No doy crédito a su brutalidad y sigo caminando en silencio.

—Hija, lo siento.

—No soy tu hija.

—Bueno, pues mi socia.

Es evidente que lleva razón él. He sacado el tema y ha respondido con honestidad. Debería agradecerle que no me tome por tonta. Pero voy a fingir que no le creo, que la otra versión me convence. Solo un poquito más. Es demasiado sabroso. No volvemos a hablar hasta llegar a casa. Domingo se viene fumando un cigarro que parece saberle a gloria. Frente al portal del bloque, la canción original de Banana Joe me viene a la cabeza. Adoro esa canción, ojalá no hubieran puesto ya la película para que siguiera sonando en los anuncios.

—Oye, ¿cuántos Óscar tiene Bud Spencer?

Domingo se troncha. Tira la colilla a la calle y entramos. No contesta.

—¿Qué pasa, por qué te ríes?

—Por nada, por nada.

—¿Pero sabes cuántos Óscar tiene o no?

—Ninguno, creo que ninguno.

—¿En serio?

—Estoy bastante seguro.

—¿Pero eso cómo va a ser? ¡Bud Spencer es famosísimo!

—Ya ves.

—Pues yo pensaba que le habrían dado por lo menos cuatro o cinco.

Se sigue riendo mientras subimos las escaleras y no entiendo por qué. Según mi criterio nadie se merece un Óscar más que Bud Spencer.

Vozdevieja

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