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Es viernes. Mi madre viene a recogerme en coche a la salida del colegio con una maleta y una selección bastante acertada de juguetes. Vamos directamente a comer a casa de la abuela. El camino en coche quema y resulta aburridísimo. No tenemos aire acondicionado. El calor me inspira sentimientos contradictorios. Es como si acentuara los dolores y al mismo tiempo los destilara y los llenara de color. El brazo de mi madre cuelga por fuera de la ventanilla con un cigarro entre los dedos duros y gastados. Su piel brilla como la de una gitana pálida. Examina desafiante a todos los conductores que la rodean. Presta atención a los juguetes que más me interesan, me levanta la mano envuelta en ira a menudo, siempre lleva la escopeta cargada dispuesta a defender nuestra trinchera. En la vida todo es guerra a mayor o menor escala, me dice. En ella parece muy fácil y natural actuar como una guerrera. Temo estar decepcionándola en lo que a agallas se refiere. También siento que en otros aspectos está orgullosa de mí. Me explica que el mundo es un sitio feo y sucio lleno de contraluces, que la gente como nosotras tiene que prepararse para muchos obstáculos que salvar, la mayoría injustos y desorbitados, pero que si le echas valor puedes saltarte lo que sea. Nos podemos saltar a un tío de dos metros con un hacha en la mano si hace falta. Ella a piola. Yo, escalando su cuerpo como una ardilla, poniéndole ojitos a la altura de la cabeza, clavándole un abrebotellas en la nuca cuando esté confiado al estilo de las niñas letales de RanXerox. Nuestra relación es muy intensa, muy estrecha. Me ha tocado nacer en un hogar frágil y cambiante. Lo único que permanece en mi vida es ella. Donde esté ella estará mi casa. Gestiona miedos, precauciones, peligros, instintos animales de todo tipo, y esa gestión la combina con el constante cuidado del entorno y de sí misma. Nos sentimos igual, atacadas por pulsiones poderosas como camiones, muy difíciles de parar. Si por ella fuera se entregaría al vicio sin dudar, como yo. Las dos lo sabemos. Ojalá pudiéramos hablar de ello, pero se hace raro. Esa soltura es muy difícil de alcanzar. Por otro lado me incomoda imaginar la conversación. No pasa nada, no hace falta que lo hablemos. Está en el aire. Ella sabe que no he nacido para ser su hija y yo sé que ella no podía sentirse más lejos de estar preparada para ser madre cuando parió. Estamos aquí por casualidad, resistiendo las tentaciones como un favor de la una para la otra. Es muy duro. Mi casa es un escondrijo lleno de fugitivos.

La sencillez de la placita de la abuela es un alivio. Me gusta que los escenarios se repitan. Al llegar me siento bastante sociable, coincido con Cristina en el patio y me pongo muy contenta de apreciar que se alegra de verme. Quedamos en llamarnos después de la siesta para jugar. Espero ser capaz de mantener mi palabra. La abuela se está fumando un cigarro con cara de mala leche porque hemos llegado tarde.

—¡Hace veinte minutos que está aquí el puchero muerto de risa! —reprocha desde la silla en cuanto entramos por la puerta.

—Pero mamá, ¿y qué culpa tengo yo de que sirvas la sopa antes de tiempo? Si sabes que siempre llego un poco tarde, ¿por qué no te puedes esperar una mijita?

—¡Porque si me has dicho que llegabas a las dos y media lo más normal es que yo os tenga la comida preparada a las dos y media!

—¿Pero tú por si acaso por qué no te esperas a que lleguemos para servir los platos, coño?

Sé cómo acaba esta rabieta y es un tostón. Tiene razón mi madre, así que le hago la pelota a la abuela para que se olvide del asunto. La abrazo y celebro el menú, que incluye croquetas, pringada, pan, refresco y postre. Nos comemos el puchero a temperatura ambiente, que tampoco es para tanto teniendo en cuenta que en la calle se rozan los cuarenta grados. De postre se puede elegir entre arroz con leche, compota de manzana, sandía, helado y fresas con yogur. Me ofrezco voluntaria para traerlos yo. En la cocina a esta hora hay un contraste entre la temperatura de dentro y el fuego que llega desde el patio de atrás que me revuelve las tripas de placer. La estancia es larga y estrecha, una mitad fresca y la otra ardiente. Los muebles tienen una textura plástica muy poco seria, con tonos claros y esquinas redondeadas. Cuando era pequeña estaba deseando ver cómo era desde arriba el cajón de los cubiertos. Al entrar voy directa al armario de las galletas, lo abro e inspecciono el primer estante. Me pongo de puntillas y me asomo al segundo. Hay tortas de Inés Rosales, picos de los largos, galletas de chocolate y pan. No me quejo. Desde abajo veo que en el tercer estante no hay nada interesante. Ojalá llegara hasta ahí por mí misma. Meto las galletas en el frigorífico y recolecto los postres que me han pedido. Voy a tener que dar dos viajes. Dos tortazos de calor son mejores que uno. Te entran el doble de ganas de cagar.

Pronto están las dos roncando con la tele puesta, una en la silla y otra en el sofá.

—Despiértame a las cinco —murmura mi madre con los mofletes blandos.

La bendita siesta. Me estaba reservando el mojón para echarlo con la puerta abierta, la luz apagada y toda la tranquilidad del mundo. Estoy sentada con los pies colgando del váter. La puerta está justo frente a mí. Me quedo mirando el calendario que cuelga al otro lado del salón, en la entrada de la cocina, y de repente me entra miedo. Durante los dos primeros segundos intento plantarle cara pero rápidamente levanto el culo para encender la luz fluorescente. Se enciende el rosa de los azulejos mientras se rompe el mojón y al caer el trozo salpica. Qué le vamos a hacer. Las horas libres se caracterizan por estar sembradas de peligros. Vale la pena. Consigo soltar el resto de la carga, me quedo con buen cuerpo y salgo al patio de atrás, a hervir en el trastero bajo el techo de uralita, a pasar terror jugando a que vivo con un bicho que unas veces aparece de Freddy Krueger y otras más de Don Pimpón. Hago como que cocino, como que apunto las cuentas de la casa, como que riego el jardín, como que cuido enfermos, registro el armario y el baúl. A veces, siempre sin previo aviso y a maldad, el monstruo me pega un susto. Cuanto más abstraída esté, mejor funciona. Es una extraña relación. Puedo llegar a asustarme mucho a mí misma, hasta el punto de tener que echar a correr en busca de protección. La compañía ideal de estos monstruos es una colección de imágenes feas que tengo almacenada imborrable en la memoria. Se me puede aparecer en cualquier momento y es difícil hacerlo parar. Lo llamo el tren del terror. No paro de torturarme de diferentes formas. Lo que necesito en esos casos es alguien que sacuda mis propios pensamientos o recordar la melodía de alguna canción de Diana Ross, el único antídoto efectivo que puedo arrojar desde dentro. Vuelvo a la casa calmada, bebo un montón de agua y voy a mirar a mi madre dormir bajo el reloj de la salita. He llegado justo a tiempo para despertarla. La zarandeo suavemente.

—Mamá. Mamá.

Despega los ojos.

—Mamá, son las cinco menos cinco.

—¿Las cinco menos cinco ya?

—Sí.

—Bueno.

Vuelve a cerrar los ojos.

—Mamá, no te vayas a dormir otra vez.

—Que no.

—Venga, levántate.

—Me levanto si me acompañas ahora a la calle y llamas a Cristina.

Suspiro perezosa.

—Bueno, venga.

Se incorpora y se rasca los ojos con el dorso de la mano, como un gato. Agarra el bolso y echa a andar a trompicones hasta la puerta. La abuela sigue roncando en la silla de plástico.

—Que yo vea como llamas al telefonillo, que nos conocemos.

Todavía estoy de buen humor así que no me molesta. Salimos a la calle.

—Mamá, cántame alguna de Diana Ross.

—¿Cuál quieres? No me sé muchas.

—Da igual, cualquiera, si yo me sé menos, solo la he visto dos o tres veces en la tele.

Ella tararea inmediatamente una de las canciones más antiguas. La luz se hace clara y nítida. Estoy curada del síndrome del patio de atrás. La miro desde abajo y trato de almacenar la melodía para posibles apuros venideros. Ay, si pudiera yo cantar con esa facilidad delante de alguien, sin saberme la letra, sin importarme nada. Por qué tendrá que importarme tanto todo. Sigo sus órdenes, grito el nombre de Cristina y nos despedimos a toda prisa. Mi amiga se asoma al balcón. Se mueve como un roedor, alegre y rápida.

—¡Ya voy! —grita. Escucho la puerta y sus pasos bajando la escalera. Hacía tiempo que no jugábamos. No se nos da mal, tenemos estilos compatibles. La bondad de Cristina me conmueve. Por ella siento debilidad. Es pizpireta y su risa de pájaro resulta tan sincera e insistente que no para hasta que te has contagiado. El balcón de su abuela Lola es el más vivo y colorido que he visto, el sitio que más me gusta mirar de toda la plaza. Nuestras familias se llevan bien. Nunca nos hemos peleado. Macarena nos ve desde una ventana y baja. Con estas correteo, me escondo detrás de los jazmines, me salvo, la quedo y la vuelvo a quedar. Con Macarena no me llevo del todo bien, arrastramos una historia de enemistad inconsciente desde que nuestras madres nos paseaban en carrito. Una vez le arreé un sopapo por romperme las gafas y se montó entre las vecinas. Hoy en día se ha vuelto bonita y lánguida, una mosquita preciosa. Todo va bien, pero a la caída de la noche, sobre las nueve, empiezo a echar de menos a Lucía, la chica más misteriosa que conozco. Coincido con ella en contadas ocasiones pero la considero una gran amiga por el misterio y, sobre todo, porque es la única que tiene ganas de hablar de guarrerías durante horas. Antes de la cena acaricio los torpes dibujos que pinté frente a su portal hace ya una eternidad. A la anaranjada luz de las farolas que acaban de encenderse, se distinguen todavía las tetas caídas, el chocho meando y el zapato de tacón basado en el calzado de Pitufina que le dediqué a los cuatro años valiéndome solo de una cera azul. Ella nunca descubrió mi jeroglífico y yo tampoco me atreví a mostrárselo por encontrarlo un arrebato demasiado atrevido. Sigue ahí, discreto, junto a mi mejor halago en letras mayúsculas:

«GUARA»

Acababa de aprender a escribir. Pronto me di cuenta de que era un mensaje inapropiado y por fortuna inapreciable. La madre de Cristina viene a recogerla. Las demás nos vamos a cenar.

No vuelvo a pisar la calle hasta que el domingo viene mi madre al mediodía para meter una tarta de yema tostada en el frigorífico y vestirme y peinarme sin remilgos como a ella le gusta. Es el cumpleaños de la abuela. Se trata de un día óptimo para un festejo familiar, no solo porque brille un sol espléndido. Hoy además se celebran elecciones generales. Voy de la mano de las dos al colegio electoral para ver cómo votan orgullosas, una al PSOE y otra a Felipe González, que parece lo mismo pero mi madre insiste en que no lo es. En el colegio electoral, unos se meten en las cabinas privadas con cortinita y otros no. Algunos agarran su papeleta con orgullo, como deseando que los demás miren. Es muy difícil averiguar a qué partido corresponden las papeletas. Casi ninguna me suena. No paro hasta que encuentro el nombre de Felipe González, como quien busca a Wally.

Comemos con la tele a toda pastilla y mucho entusiasmo. Hay huevos rellenos, pastel de carne, compota de manzana y arroz con leche. Como me aterroriza el menú completo han puesto a mi disposición barra libre de pollo frito y patatas, la alternativa habitual de la que nunca me canso. Cada vez que Aznar sale por la tele ellas abuchean con cara de asco. Se quejan de su voz, de su bigote, de todo lo que dice.

—Qué tío más horroroso, parece que lleve un casco de pelo —murmura mi madre una y otra vez.

Cuando aparece Felipe es otro cantar.

—¡Mi Felipito, mira mi Felipito! ¡Qué guapo es! —exclama mi abuela. Está bastante enamorada, incluso se le sonrojan las mejillas. Llevo todo el fin de semana viéndola suspirar por él.

A mí no me queda más remedio que sentir simpatía hacia el partido que ellas votan y temor hacia su rival directo. Pero no me cabe duda de que ganarán los buenos. El tiempo en que ganaban los malos terminó, solo es una especie de prólogo misterioso para darle emoción a la historia que comienza con mi nacimiento. Estos nueve años pesan más que los milenios pasados, más que los romanos y los moros, más que la Guerra Civil. Pesan más que los últimos dinosaurios.

Canica mueve el rabo histérica a nuestro alrededor. Como hay tanto pollo a veces le echo trocitos sin que se den cuenta. Me gusta compartir travesuras con ella. Intenta colocar las patas cerca de algún plato y la repelen.

—¡Canica, coño, qué pesada eres!

Es pronto para estimar cualquier resultado y el ambiente está encendido. Esta lucha decisiva le da emoción al cumpleaños. Lo celebro porque en mi familia las fiestas suelen ser bastante aburridas y deprimentes. Envidio esas escenas de película en las que mucha gente que se quiere se junta y habla animadamente de cosas. Envidio incluso que se lleven mal y se peleen. Qué tendría que perder, aquí también se llevan mal y se pelean. Fantaseo con que me conozcan, con que me hablen. Me siento sola. La retransmisión del evento a través de la tele es un alivio.

Para ellas la atmósfera es distinta, están tensas pensando en sus pensiones, en el futuro del país. No paran de fumar. Mi abuela almacena cartones de L&M en el mueble de la salita pero mi madre prefiere Fortuna y me encomienda el mandado. Antes fumaban las dos Bisonte. Me encantaba el dibujo del bisonte y ya nunca lo veo. Ojalá por lo menos una de las dos hubiera mantenido la costumbre. Canica se viene conmigo a comprar tabaco y hace pipí en cuanto sale por la puerta. Atravesamos la placita y salimos a la calle. Son las cuatro y el golpe de calor nos da ganas de hacer caca a las dos. Me da rabia que ella pueda desahogarse y yo no. El kiosco está cerrado, pero doblando a la derecha vive una vieja que tiene montado un puesto en una pequeña habitación de su casa. A este establecimiento clandestino en el barrio lo llamamos La Ventanita. En la cara interior del cristal hay pegado un surtido muy completo de chucherías rancias. Solo están ahí a modo de catálogo, pero los niños tenemos miedo de pedir un día una fresita y que nos quiera vender la que cuelga cubierta de pegamento y polvo. La ventana está cerrada. Llamo con la mano y una mujer que no es la vieja viene a abrirme. Lleva una camiseta amarilla, el pelo teñido de rubio, gafas y cara de mala hostia.

—Un paquete de Fortuna.

—¿Para quién es?

—Para mi madre.

—Bueno.

Resulta muy fácil echar la cuenta de cuántos años tiene mi abuela porque nació en 1920, fecha que me sugiere tirabuzones, jarrones de porcelana llenos de flores, caligrafías refinadas y tonos sepia. Va a soplar setenta y tres velas sobre una tarta atestada. Apenas caben. Encenderlas ha sido un calvario. Las primeras llevan ya un rato derritiéndose mientras prendemos las últimas y corremos hacia la mesa. Solo estamos nosotras para entonar la canción de rigor. Ella pone boquita de piñón y necesita varias bocanadas de aire para apagarlas. La yema tostada ha quedado cubierta de lamparones de cera. Repartimos tres trozos de pastel. La tele sigue encendida mostrando los primeros sondeos, que estiman una victoria de los buenos, los héroes. Se llevan las manos al pecho y sacan una botella de Marie Brizard. Todavía no está el pescado vendido, no hay que confiarse y hace falta fuerza. Yo repito tarta dos veces. Total, quién se la va a comer si no.

Lo de las elecciones es parecido a los partidos de fútbol en los bares. Esos días se despierta una especie de conciencia colectiva tan cálida como agotadora. Supongo que los forofos son adictos a esta sensación de compañía y el deporte es una excusa de poca monta para aliarse y no sentirse tan solos una vez a la semana. La soledad y el aburrimiento te pueden llevar a los lugares más insospechados. A partir de las ocho la cosa se pone seria. Me mandan a callar cada vez que abro la boca. Tenía el equipaje hecho para volver a mi casa pero he vuelto a sacar las muñecas y me dedico a adorarlas en el sofá. Son dos chicas y un chico. Cada vez que toco sus cuerpos pubescentes me quemo las palmas de codicia y anticipación. Ya queda menos. Ya queda menos para refregarme con otros seres humanos como hacen ellos entre mis manos. Cambio de ropa a una de las muñecas, la visto de fiesta. A él le pongo una chaqueta elegante. Susurro pretextos baratos para que se morreen cuanto antes.

—Oh, Peter, te he echado tanto de menos.

—Yo también estaba deseando verte.

—¿Y esto, también tenías ganas de verlo?

Bajo los tirantes del vestido de princesa y le enseño las tetas al muñeco. Él las chupa unos segundos y añade:

—Pero lo que más tenía ganas de ver es esto.

Acerco su mano hacia el coño plano y duro por encima de la ropa y en un gesto de diminuta destreza consigo que ella misma se levante la falda y le enseñe que va sin bragas. Él empieza a magrearla sin piedad y mi voz gime en un hilo inaudible. Giro las cabezas para emular apasionados besos de tornillo mientras se tocan. La tercera muñeca estaba espiando desde detrás del brazo del sillón con una pierna escayolada. Cuando la descubren, resulta que Peter y la chica con vestido de princesa son médicos y proporcionan a la espía todo tipo de cuidados.

La enfermedad es un miembro más de mi familia, uno con capacidad para decidir lo que será de mí después de este verano. El contrato de alquiler termina con el mes de agosto. Mi madre ha ido empeorando en el último año a un ritmo precipitado. Cuando nací ya le habían previsto dos muertes inminentes. Sin embargo, estoy tranquila porque van a ganar las elecciones los que ellas han votado. El presidente va a ser Felipe González. Será el regalo de cumpleaños de mi abuela. Hoy dormirá tranquila y contenta. Nadie le va a quitar la pensión. Los malos tiempos quedaron atrás. La orfandad, el hambre, los hermanos muertos, las hermanas fugadas a América, los maridos perdidos, el caos. Lo sé porque desde que vine al mundo nada puede ir a peor. Yo doy sentido a las vidas de mi madre y mi abuela, soy su luz, y sé cómo irradiar. No habrá más guerras ni dictaduras ni mi madre va a volver a limpiar casas a trescientas pesetas por hora ni se va a morir.

No voy a ir interna con las monjas. Me voy a bautizar por si acaso. Solo por si acaso.

Vozdevieja

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