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Es lunes y el colegio entero está de subidón porque vivimos en un barrio obrero y se supone que han ganado los nuestros. Hay gente del Betis y del Sevilla, de Izquierda Unida y del PSOE, pero del PP ni uno. Nunca he escuchado a nadie decir que fuese del PP. Tienen que ser un montón. ¿Dónde estarán? De todas formas no se puede decir que mi estudio sea muy profundo. Cambiar tanto de colegio está empezando a crearme cada vez más dudas respecto a la actitud que tomar. Nunca sé si debería darme prisa en conocer a los demás para aprovechar el tiempo que estemos juntos o si sería mejor no encariñarme demasiado por si en cualquier momento desaparezco. Cuando te mudas hay muchas promesas que nunca se cumplen y los niños nos separamos para siempre. Esta vez no he podido evitar encariñarme, han sido casi dos cursos enteros de relativa prosperidad. No quiero hacerlo otra vez. Aquí me va bien, aunque este momento sea uno de los que más odio. Estamos formando fila en la cancha de fútbol esperando para recorrer un circuito de obstáculos. De uno en uno y botando una pelota a la vez que corremos. Nuestro maestro es un hombre joven que muestra verdadero interés por la enseñanza. Confío en él hasta el último instante porque tengo la corazonada de que me va a ir peor que de costumbre en esta actividad. Le pongo ojos de cordero sin éxito. Se limita a colocarme una pelota contra el pecho y darme una palmadita en la espalda a modo de señal de salida.

Empiezo sobre la cancha y durante unos segundos me defiendo. La tensión es demasiado fuerte y esquivo la primera tanda de pivotes a duras penas. Por un momento creo que tal vez salga airosa de este ejercicio y el sentimiento es lo bastante dulce como para despistarme. Cuando piso la zona de gravilla no solo pierdo el balón sino que le doy una patada tratando de recuperarlo y se va botando hasta la otra punta del patio. Voy a buscarlo saboreando el consuelo de que al menos me he librado de medio circuito. Al volver junto al grupo el maestro me indica que lo repita desde el principio. Ojalá solo se interesara por nosotros en las áreas que se nos dan bien y dejara de abrasarnos en todo lo demás.

Espero que Natalia y Juan Carlos, mis estimados compañeros de mesa, no me guarden rencor por restarles puntos de popularidad. Por si acaso, a última hora, decido aprovechar el alboroto que se monta con la plastilina. Ella está inmersa en esculpir un vestido con mucho vuelo. Me vuelvo hacia Juan Carlos, que tiene montada una próspera churrería.

—Oye, mañana me voy a traer una cosa de mi casa.

—¿El qué?

—Un libro mío donde salen tetas.

—¿Qué dices?

—Que salen tetas.

—Pero cómo va a ser tuyo.

—Que sí, que hay unas sirenas con las tetas fuera.

—¿Sin conchas ni nada?

Niego con la cabeza lentamente. Juan Carlos se tapa la boca con las dos manos aceitosas. Su piel pálida contrasta vivamente con los ojos oscuros y el pelo negro. Es esbelto y le queda muy bien el rojo, aunque hoy viene de azul. Me gustaría poder brindarle a mis compañeros pornografía de la buena, un Penthouse de los que alguna vez han caído en mis manos, algo de Milo Manara, que siempre sienta bien, pero creo que si me pillaran con eso en la mochila me castigarían severamente. Sería demasiado.

—¿Y lo vas a sacar de la mochila?

—Sí, pero solo te lo enseño a ti. Y a Natalia si quiere.

Ella arrima la oreja sin apartar los ojos del modelaje. Pone la boca de pollito cuando está con la plastilina, un gesto de concentración cursi que a veces imito a conciencia. Ella es chata y melosa, válida en todos los ámbitos.

—¿El qué me vas a enseñar?

—Una foto de una sirena con las tetas al aire.

No dice nada y continúa inmersa en su labor, complacida. Tengo que reconocer que me quito el sombrero ante Natalia. Es divertida, discreta, hábil, modesta, coqueta, sencilla. Ojalá la tuviera a mi lado toda la vida. Como sabe que la observo en silencio con entrega, encuentra la ocasión oportuna para regalarme información confidencial:

—Mañana se quita el luto mi madre.

Hace dos años que nos conocemos y su madre siempre ha ido de negro, desde la muerte del abuelo. Mi amiga apenas lo recuerda. En múltiples ocasiones de proximidad como ésta ha confesado un profundo deseo de que el luto terminara. Resulta deprimente y lleva tiempo fantaseando con ver a su madre contenta vestida de colores, dejando atrás el dolor y el recato dictados por esa inclemente estética fúnebre, ese castigo inmerecido y autoimpuesto. Ha presenciado muchas discusiones sobre la felicidad, sobre la necesidad o el absurdo de las tradiciones, sobre el anclaje en el pasado y el seguir adelante. Ahora, mientras da los últimos retoques al grasiento vestido de plastilina, mantiene contenida una sonrisa satisfecha. Yo le aprieto el brazo con los dedos, celebrando la buena nueva tanto como que no esté resentida conmigo por ser la peor en Educación Física.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—¿Pero cómo lo sabes?

—Porque me lo ha dicho.

—¿Pero por qué?

—Porque mañana se cumplen cinco años de la muerte de su padre.

—¿Y entonces es de verdad, lo va a hacer?

—Creo que ahora sí.

—¡Qué guay!

—Sí.

—¿Y qué se va a poner?

Natalia me mira a la cara y exclama temblando de emoción:

—¡No lo sé!

—¡Qué bien!

Saltamos pegando con el culo en la silla y nos damos un abrazo. Espero que sea cierto. En su casa ha habido tanta brasa con el abuelo muerto que ni siquiera es para ella el abuelo, es el padre de su madre. «Porque mi padre lo hubiera querido así, porque mi padre esto, porque mi padre lo otro». Nunca he estado en su casa, pero imagino una guarida oscura y cerrada en la que la alegría se ha catalogado como falta de respeto. Durante el recreo hemos manejado a menudo la palabra depresión. En los rincones secretos donde nos escondemos a debatir sobre posibles argumentos eróticos para nuestras muñecas, sobre posibles modelos para seducir chicos en el futuro. Natalia y yo nos entendemos. Mi casa también es un sitio raro. Nos cae mal la misma niña. Por chulita y por presumida. Cuando llegué nueva a la clase intenté ganármela contándole que la tarde antes había sostenido mi propio mojón en la mano. Se escandalizó mucho pero no le pareció divertido en absoluto. Se cree la mejor jugando al elástico con su chándal rojo.

Es la una y el martes ha sido distendido. Me perdí a la madre de Natalia por la mañana porque llegué tarde y ella no me ha querido decir qué ropa lleva, pero hablando de madres ha preguntado cómo está la mía. Tiene la misma información que yo, que está mala y que cambia mucho de medicación. Me doy cuenta de que apenas cuento con datos sobre el tema.

—No sé, ahora ha empezado a tomar unas pastillas blancas así de gordas y otras amarillas.

—¿Y están bonitas?

—Sí, quedan muy bien con las que tienen rojo. La que era rosa clarito ya nunca la veo, pero las azules siguen.

Continuamos copiando un texto en el cuaderno de rayas. Del libro de las sirenas tetonas nadie se acuerda y llevo hirviendo en dudas desde el recreo sobre qué momento será oportuno para enseñarlo, sobre si la idea es oportuna en sí. Creo que mis compañeros sospechan que fue un farol y prefieren no sacar el asunto a relucir para no incomodarme. Eso no sería raro, pero es verdad que lo llevo en la mochila. No quiero quedar de embustera. Quiero que ellos también disfruten de las imágenes. Son dos. En una se ve una sirena sobre una roca, acariciando melancólica una caracola en completa desnudez. En la otra, bajo el mar, yace otro magnífico ejemplar de cola naranja con el cabello difuminándose gracias a la magia de una corriente subacuática. Al carajo, me doy la vuelta, abro la cremallera y llevo el objeto directamente hasta debajo de la mesa. Lo que ocurre bajo las mesas no incumbe al maestro, pero ahora que el libro ha salido al exterior no sé qué hacer con él. Juan Carlos huele la intriga.

—¿Qué tienes ahí?

—Lo que te dije.

—¿El qué?

—¡Lo del libro de las sirenas!

No sabe de qué estoy hablando.

—¿No te acuerdas? Pero si te lo conté ayer.

—Ayer me dijiste de tetas, no de sirenas.

—Es que son las tetas de las sirenas.

—¡Ah!

Eso lo cambia todo y se abalanza sobre mí, torpe y hambriento como un cachorro famélico.

—Pero espérate, niño, que te van a ver.

—Bueno, vale, enséñamelo por aquí debajo.

Obedezco y busco la página con un ojo puesto en el resto de la clase. La primera imagen satisface a Juan Carlos, que apenas es capaz de contener su primer impulso de subirse a la silla y vitorear. Sus bocanadas de aire han llamado la atención de un sector cercano. Natalia no ha dejado de escribir pero se da cuenta de todo.

—Corre, enséñamelo a mí antes de que te lo quiten.

Sus manitas seguras hojean la portada y las dos páginas célebres atentamente. De repente, agarra las tapas duras con fuerza.

—Pero esto son fotos.

—Sí, claro.

No estoy convencida de que sean fotos, es un asunto que me ha estado carcomiendo bastante a mí también. Las implicaciones son inabarcables.

—Pero eso significa que las sirenas existen.

Cogemos aliento ante el impacto de la conclusión y Juan Carlos aprovecha para atacarnos. Nos roba de mala manera y comparte la prueba del delito con el grupo de niños que antes había mostrado interés. Me levanto de golpe para proteger el tesoro. Se está armando mucho revuelo, maldita sea.

—¡Dádmelo ya!

No me hacen caso.

—¡Que me lo deis!

—¿Qué dices? ¿A ti por qué? —contesta Diego, un rubito muy mono al que estoy a punto de dejar bien callado.

—¡Porque es mío!

Juan Carlos asiente con la cabeza. Un aire severo cubre a la pandilla.

—Os dejo que lo veáis pero tenéis que tratarlo bien, estas fotos son la demostración de que las sirenas existen.

—¡Venga ya, son dibujos! —Por unos segundos tuve a Diego en la mano. Pero tan pronto como vino, el milagro se esfumó. La he cagado, me he pasado con la mística.

—Parecen fotos pero son dibujos —añade soberbio.

No me lo creo ni yo y la única que está conmigo es Natalia. Como nos estamos empezando a pelear, el maestro se acerca y sobrevuela el corro. Estira el brazo para coger el libro y todos lo soltamos para lavarnos las manos, para no tener ninguno la responsabilidad. Nuestro superior arquea las cejas.

—Maestro, ¿son dibujos o son fotos? —pregunta Natalia.

—Son dibujos, sí, tan realistas que parecen fotos.

—¿Entonces las sirenas no existen?

—No, de momento que se sepa no. ¿Pero no se supone que tenéis que estar copiando un texto?

Todos callamos.

—Venga, a trabajar.

Natalia nos ha salvado. Teníamos porno y hemos salido airosos. Son las dos menos cuarto y estamos terminando de copiar como locos para no tener que acabar en casa.

—Vozdevieja —me llama Juan Carlos. Detesto que me llame así. Parece un insulto, lo único que significa es que tengo la voz cascada y uso expresiones propias de anciana, pero por otro lado aprecio su familiaridad. Que me ponga un mote significa que me conoce.

—Qué.

—Mira.

Se ha sacado la picha. Asoma por encima del elástico del chándal. Quisiera hacerme la remilgada, pero no puedo evitar reírme. De los cuatro colegios en los que he estado, este es con diferencia mi favorito.

Natalia y yo estamos en la puerta bajo el sol en medio del tumulto que se forma a la salida. Me da un codazo indicando la dirección en que viene su madre. Cuesta reconocerla. Llevaba horas pensando que vendría con un traje rojo, como en las películas, pero lleva unos vaqueros y una camiseta blanca. Sencilla y fresca. También es la primera vez que la veo con el pelo suelto. Lo tiene rizado hasta los hombros. Se acerca a nosotras envuelta en un cálido sosiego. Ojalá mi madre viniese así un día, con aspecto de haberse curado. Aparece al final de la calle, apresurada y seria hasta que nos ve, como siempre.

Caminamos un trecho juntas rozando una especie de gloria primaveral. Ir en pandilla me hace sentir próspera. Sopla una brisa de playa que te permite ir en manga corta sin pasar calor. Cuando llegamos hasta su bloque, mi madre saca la cámara del bolso y nos hace una foto al lado de un árbol. Por fortuna, ellas charlan y nos dejan unos minutos de intimidad al aire libre. Estoy deseando prolongar el regocijo y, presa de la emoción, emprendo el complicado plan de quedar con ella esa misma tarde antes de que nos separemos.

—Esta tarde no puedo, tengo que ir a Alcampo.

—¿Al campo? ¿A qué campo?

—No, al campo no, a Alcampo.

—¿Qué?

—El Alcampo.

—No sabía que tu familia tuviera un campo.

—¡Que no, que no es mi campo, que es Alcampo, el Alcampo!

—¿Pero qué me estás diciendo? ¿Te estás riendo de mí?

—Buf, ¡no! ¿No sabes lo que es Alcampo?

La miro con el corazón roto como se mira un muro de ladrillo.

—¿Qué pasa, en qué idioma me estás hablando?

Natalia se desespera y tiende los brazos al cielo en busca de consuelo.

—¡Pero explícamelo!

—Mira, el Alcampo es un sitio como el Hipercor.

—Ah.

—Sabes lo que es el Hipercor, ¿no?

—Sí, sí.

—Pues igual pero llamándose Alcampo.

—¿Se llama Alcampo?

Nuestras madres se están despidiendo.

—Sí, y vamos a ir a comprar ropa.

—Ah, vale. ¿Y mañana?

Ya nos estamos alejando.

—¡Tengo catequesis! —grita desde el portal, y nos dice adiós. Puta catequesis, no quiero decir nunca que no puedo quedar porque tengo catequesis. Ella sigue contenta pero yo ya no tanto. ¿Por qué será tan difícil ver a la gente del colegio fuera del colegio?

Los mayores que conozco recuerdan su comunión con más o menos detalle, pero nadie conserva datos concretos sobre su bautizo. Es muy embarazoso, no quiero ser consciente de esa ceremonia para bebés. No paran de repetirme que no hay nada vergonzoso en lo que voy a hacer y que en el fondo no significa nada, es solo una estrategia de supervivencia. Mi madre me ha comprado una falda pantalón azul marino y una blusa blanca con un cuello repipi. Ojalá no llegue nunca el día. Ante mis compañeros de clase lo mantengo en secreto. A ellos qué más les da. Lo que sí les cuento es que al día siguiente nos vamos a Marbella. A primera hora no me suelo acordar, pero después del recreo me empieza a embargar la angustia y necesito pensar en algo bueno.

—¡Qué ganas tengo de estar en Marbella! —suspiro una vez más. Natalia no me hace sentir pesada y se interesa.

—¿Qué día te ibas?

—El quince.

Fuerza una expresión pensativa mirando al techo y levanta súbitamente la mano. El profesor la ve.

—¿Qué pasa?

—Maestro, ¿qué día acaba el colegio?

—El veintidós.

Natalia me mira con un gesto sobrio lleno de reproches.

—Vas a faltar la última semana entera.

—Yo qué sé.

—Te vas a perder la fiesta de fin de curso.

No me había dado cuenta de eso. Me perdí también la de Navidad sabiéndome de memoria el villancico que había que cantar. Me da rabia pero no quiero que se note.

—Bueno, da igual. Voy a estar en Marbella.

—A lo mejor te suspenden por faltar la última semana.

—¿A mí? ¿Por qué?

—Por no venir a recoger las notas.

No sé si eso tiene sentido pero prefiero hacerme la digna y descartar la idea. Cómo iban a dejarme suspender así.

Hemos comido lentejas. Con las lentejas me pasa como con la bañera, que nunca me apetecen pero luego me alegro de haberlas comido. Domingo está en el trabajo. Mi madre se ha empezado a quedar dormida sentada a la mesa con el último trozo de melón a medio comer. La sacudo suavemente con la mano.

Vozdevieja

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