Читать книгу Una niñera enamorada - Elizabeth August - Страница 5

Capítulo 1

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ES MI turno de remontarme –dijo Minerva Brodwick mientras se alejaba de la casa de su padre–. Bueno, tal vez esa no sea exactamente la palabra adecuada.

Mientras hablaba, recordaba la conversación que había tenido el día anterior con Wanda Johnson, la dueña de la Agencia de Colocaciones Johnson.

–El trabajo que te había encontrado en la Escuela Privada Maywood ha volado –le había dicho Wanda.

Aquello había sido un duro golpe. Minerva había contado con él. La escuela le proporcionaba sitio donde vivir a sus profesores y ahora ella no solo no tenía ingresos, sino que tampoco un sitio donde vivir. Y sus ahorros no le iban a durar mucho.

Wanda entonces le sonrió brillantemente.

–De todas formas, tengo otro que creo que te puede venir muy bien. El sueldo es excelente y tendrás casa y comida.

Algo en la sonrisa de Wanda le produjo un escalofrío.

–¿Por qué me da la impresión de que no es tan bueno como tratas de ponérmelo?

–Bueno, tal vez no sea una perita en dulce. Pero es algo en lo que puedes trabajar mientras te sale otra cosa. Y, probablemente, te proporcione un poco más de dinero para ahorrar.

Minerva la miró suspicazmente.

–¿A cuánta gente has tratado de colocarle ese trabajo?

–A cinco más. Admito que no es algo fácil, pero te lo puedes tomar como un reto. Si sobrevives, es que puedes sobrevivir a cualquier cosa. Además, es lo único que tengo que puedas hacer.

–¿De qué trabajo se trata?

–Un hombre divorciado con cuatro hijos. Tú vivirías en la casa y cuidarías a los niños. El mayor tiene seis años y está en la guardería la mitad del día. Y hay tres más de dos años de edad.

–¿El padre tiene la custodia? ¿Dónde está la madre?

–Se le fue un poco la cabeza después de tener los trillizos y se escapó con un amigo.

Minerva frunció el ceño.

–Lo que tú necesitas es una niñera.

–Tú tienes una licenciatura como maestra de elemental. Has recibido cursos de psicología infantil y has trabajado bastante con niños de guardería. Estás mejor preparada que cualquier otra. Y, si te preocupa lo de la colada, la cocina y el mantenimiento de la casa, tranquila. También hay un ama de llaves que se ocupará de todo eso. Tu única responsabilidad serán los niños.

Lo del ama de llaves la tranquilizó. Pero aún así…

–¿Y por qué no se quedaron los otros cinco que les mandaste?

–A dos las despidió él el primer día por incompetentes. Y tenía razón. Me habían dicho que tenían experiencia con niños, pero no era así. Y las demás, al parecer los niños son bastante activos y las hartaron muy aprisa.

Minerva vio que había tenido razón, Wanda no había sido completamente sincera con ella.

–La mayoría de los niños lo son –dijo.

Wanda suspiró.

–El padre puede ser un poco difícil. Realmente le preocupan sus hijos, así que se pasa un poco de protector y exigente.

–¿Solo un poco?

–Bueno, tal vez más que eso. Pero no es imposible. La niñera original, que llevaba en la casa desde que nació el primero hasta hace poco más de un mes, se fue para casarse.

Wanda la miró suplicante y añadió:

–Por favor, puedes aceptar el trabajo y tomártelo como algo temporal. Te prometo que te seguiré buscando algo mejor y que te sacaré de allí tan pronto como pueda. Estoy desesperada.

Minerva pensó que ella también. No aceptar ese trabajo la podía obligar a retrasar sus planes para reclamar su independencia, y se negaba a hacer eso.

–De acuerdo –dijo–. Siempre y cuando me prometas que me encontrarás pronto otro trabajo.

Wanda sonrió.

–Ya estoy con ello –dijo y le ofreció un papel–. Aquí tienes los nombres, la dirección y demás. Llámame cuando te hayas instalado.

Cuando dejó el despacho, Minerva se preguntó dónde se había metido.

Y ahora se lo estaba preguntando de nuevo mientras se acercaba al hogar de los Graham.

Pero cualquier cosa era mejor que volver derrotada a su casa para demostrar que su padre tenía razón.

Judd Graham miró a sus trillizos, que estaban desayunando, y luego a su reloj.

–La nueva niñera debería estar aquí dentro de un par de minutos. Será mejor que no se retrase. Tengo que llevar al colegio a John.

Lucy Osmer, el ama de llaves, frunció el ceño al oír su tono de voz.

–Espero que seas más amable con esta que con las tres a las que no despediste. Ninguna se quedó una semana entera. Yo soy una mujer de cincuenta y tres años y cuidar de esta casa, hacer la colada y cocinar es lo más que puedo hacer. Si a eso le añades tres niños, eso sería pasarte de la raya.

Judd suspiró cansadamente.

–Realmente te agradezco que no me dejes solo.

Lucy sonrió.

–Yo nunca me podría alejar de estos niños. Pero necesito ayuda. Ya no soy joven.

–Tienes razón. Hoy voy a llamar a un servicio de limpieza para que vengan una vez a la semana a ayudarte.

–Eso estará bien. Y tal vez esta nueva niñera reúna las características que pides y se quiera quedar.

Judd frunció el ceño.

–La verdad es que no puedo decir que lamente que esas otras se marcharan. Ninguna de ellas parecía poder relajarse y yo quiero que mis hijos tengan un entorno cómodo.

Lucy miró al hombre alto y fuerte que tenía sentado delante, mirando a sus trillizos, dos niñas y un niño.

–No se relajaban por ti.

–Yo no las traté mal.

–Tienes una forma de ser autoritaria que la mayoría de la gente puede encontrar insoportable, incluso intimidante.

–Pero tú no te has quejado nunca.

–Mi marido, Bill, que descanse en paz, era también un hombre de voluntad fuerte, como tú. Además, a él le caías bien y yo confiaba en su juicio. Así que me imaginé que debía haber algo de bueno en ti. Por eso me quedé para ver si lo encontraba.

Judd sonrió.

–¿Y encontraste algo?

Lucy le devolvió la sonrisa.

–La verdad es que sí. Por supuesto, necesité bastantes ganas para soportar tus ladridos.

–Trataré de no ladrar cuando llegue la señorita Brodwick –prometió.

–Eso espero –dijo Lucy atrapando un plato antes de que Henry, el tercero de los trillizos, lo tirara al suelo–. Ciertamente nos vendrían bien un par de manos más en esta misma mesa.

–Bonito sitio –dijo Minerva al aparcar delante de la elegante casa de un solo piso, situada en uno de los barrios mejores de Atlanta.

Por lo que había averiguado en la agencia, sabía que Judd Graham era arquitecto y que tenía su propia empresa constructora. Así que, naturalmente, tenía una magnífica casa.

Llamó al timbre y escondió su nerviosismo tras una sonrisa educada. Una sonrisa que se hizo de piedra cuando se vio cara a cara con un hombre como una montaña, vestido con vaqueros, camisa de cuadros y botas de trabajo. Él la estudió con unos ojos color castaño oscuro que no le estaban dando precisamente la bienvenida.

Sus rasgos faciales eran corrientes. Pero ella nunca lo habría clasificado como un hombre corriente. Supuso que estaba acostumbrado a intimidar a la gente con una simple mirada, la que le estaba dirigiendo a ella en ese momento. Pero ella no estaba de humor para dejarse intimidar por cualquier hombre. Ese día había declarado su libertad, así que cuadró los hombros y extendió la mano.

–Hola, soy Minerva Brodwick.

Él aceptó su mano y vio que iba bastante poco maquillada, cosa que le pareció bien. No le gustaban los disimulos. Ese era un punto a favor de ella. Y también era puntual. Otro punto a favor.

A Minerva la sorprendió la fuerza de su mano. La textura callosa de la misma. Él no solo vestía como un obrero de la construcción, sino que lo parecía de verdad. No encajaba nada en la imagen mental de ejecutivo agresivo que se había esperado.

–Llega a tiempo –dijo él.

Le soltó la mano y se hizo a un lado para permitirle entrar en la casa.

A pesar de esas palabras, Minerva no vio ningún cambio en su expresión y se preguntó qué habría sucedido si hubiera llegado tarde. ¿Le habría dicho que se fuera a paseo y le habría dado con la puerta en las narices? El pensamiento de que realmente no quería ese trabajo le pasó por la mente. Pero en ese momento ella no tenía otra alternativa. Incluso ser empleada por ese oso seco era preferible que volver a casa con su padre para que le echara en cara su fracaso.

Judd la hizo entrar al salón.

–Antes de llevarla a la cocina y presentarle a mi familia, he de hacerle unas preguntas.

Luego le indicó que se sentara.

Minerva, sabiendo que, si lo hacía, él se impondría en toda su altura y eso le daría una ventaja psicológica, prefirió continuar de pie. Estaba decidida a hacerle saber desde el principio que no se iba a dejar avasallar.

–¿Qué preguntas?

–Quiero saber por qué ha aceptado el trabajo.

–Porque necesito uno –respondió ella sinceramente.

Él frunció el ceño.

–Mis hijos no son solo un trabajo.

Minerva pensó que tal vez había sido demasiado concisa.

–Yo nunca he considerado que trabajar con niños sea solo un trabajo. Me gustan los niños.

Judd siguió frunciendo el ceño, pero pareció como si un poco de su enfado desapareciera.

–Me alegro de oír eso.

Su comportamiento intimidatorio estaba llevando sus nervios hasta un punto de ruptura. Inesperadamente, se oyó decir a sí misma lo que le estaba pasando por la cabeza.

–No estoy muy segura de aceptar el trabajo, dado que usted ha rechazado a tantas solicitantes.

–Supongo que esa es una preocupación legítima –dijo él y su mirada se endureció más todavía–. Yo quiero a alguien que se preocupe de mis hijos, que quiera pasar tiempo con ellos. Y las horas son largas. Se la necesitará veinticuatro horas al día seis días a la semana. Tendrá los domingos libres. A cambio, yo le pagaré muy bien. ¿Cree que podrá soportar eso?

Él tenía razón en lo del sueldo. Era muy bueno. Además, ¿qué otra opción tenía?

–Me gustaría intentarlo –dijo.

Él le hizo entonces una seña para que lo siguiera.

–Venga entonces.

El sonido de un niño que empezó a llorar incrementó las ganas de ella de salir corriendo de allí.

Minerva lo siguió y entraron en la cocina, donde vio a una mujer regordeta y de cabello gris, que estaba ocupándose de tres niños, al parecer de la misma edad. Un cuarto niño, mayor que los otros y con los mismos ojos de su padre, los miraba y agitaba la cabeza mientras limpiaba un bol de cereales que había caído al suelo.

Al ver a su padre, el bebé que lloraba se interrumpió.

–Joannie –dijo señalando a otro de los bebés–. Ha sido culpa suya.

–Los dos se pelearon por las fresas –dijo Lucy–. Lo de que se cayera el bol de cereales fue un accidente.

Recordando las reacciones de su propio padre ante cualquier cosa que alterara la paz de su mundo, Minerva se preparó para la ira de Judd Graham.

–Las fresas son saludables. Mañana pondremos dos cuencos más.

Luego se arrodilló para limpiar él el suelo, le guiñó un ojo a su hijo mayor y añadió:

–Termina de desayunar.

Minerva se quedó sorprendida. Había estado segura de que ese hombre era de los que se dejaba llevar por la ira.

–¿Eres nuestra nueva niñera? –le preguntó el mayor mientras se sentaba.

Minerva apartó la mirada del hombretón que estaba limpiando el suelo y se vio sometida a escrutinio por una mirada igual de seca que la del padre.

–Sí. Y tú eres John, me imagino –dijo recordando los nombres que le habían dado en la agencia.

El niño asintió y señaló a las dos niñas, de cabello castaño y ojos verdes.

–Sí. Estas son Joan y Judy. Son idénticas.

Luego señaló al niño de cabello oscuro y ojos castaños que había dejado de llorar y se estaba comiendo una fresa.

–Y ese es Henry. Son trillizos, pero él no es igual.

–Y yo soy Lucy Osmer, el ama de llaves –dijo la mujer ofreciéndole la mano–. Y me alegro de conocerla. Por mucho que quiera a esta tribu, son demasiado para solo dos personas mayores.

–Parecen saludables y llenos de energía –dijo Minerva después de darle la mano.

Se imaginaba que se iba a ganar cada centavo de su sueldo.

–Lo son.

Judd había terminado de limpiar el suelo, miró su reloj y le dijo a su hijo mayor:

–Ya es hora de que nosotros nos vayamos.

John frunció el ceño.

–Tal vez yo deba quedarme hoy en casa para ayudar a que la nueva niñera se acostumbre a nosotros. Los trillizos pueden ser difíciles. Os lo he oído decir muchas veces a Lucy y a ti.

Ese niño se había ganado inmediatamente el corazón de Minerva. Parecía tan adulto… Estaba claro que la deserción de su madre le había robado, por lo menos, una parte de su infancia.

–Nos las arreglaremos bien solas –dijo Lucy–. Tú vete al colegio y ya nos veremos a las dos y media.

Cuando padre e hijo salieron de la cocina, Minerva vio como John se volvía para mirarla. En sus ojos había preocupación y desconfianza.

–Parece temer que yo sea una especie de monstruo –dijo ella luego–. ¿Es que han tenido alguna niñera que fuera cruel con ellos?

–No –respondió Lucy sonriendo–. Es solo que es demasiado protector con los pequeños. ¿Qué te parece si lavamos a estos tres y luego te enseño tu cuarto?

Tal vez se equivocara, pensó Minerva. Tal vez ese niño no la viera como un monstruo. Tal vez lo que quería era que su madre volviera y veía en cada niñera una intrusa cuya presencia era un recordatorio de que su madre no iba a volver.

Una niñera enamorada

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