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Capítulo 3

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LA CENA, como el desayuno, la tomaron en la gran cocina y, como las demás comidas, fue muy animada. La educación de John era muy buena, pero los trillizos necesitaban atención. A pesar de la presencia de Judd, Minerva disfrutó estando en medio de toda esa actividad. Eran mucho más interesantes que las comidas silenciosas que compartía con su padre.

En medio de la cena recordó algo que había notado durante la mañana. Henry balbuceó algo irreconocible y las dos niñas se rieron. Sin hacer caso a Judd, Minerva le dijo a Lucy:

–Juraría que las niñas entienden lo que dice Henry. Es como si los tres tuvieran un lenguaje propio.

Lucy sonrió.

–Yo creo que sí que lo tienen. Llevan balbuceándose así desde que estaban en la cuna.

Judd pensó entonces que, tal vez esa mujer sirviera. Luego dijo en voz alta:

–Es usted la primera de todas las que ha enviado la señora Johnson que se da cuenta de que los trillizos tienen su propio sistema de comunicación privado.

La nota de aprobación de su voz la sorprendió tanto que sonrió. Cuando él le devolvió la sonrisa, la invadió una calidez insospechada.

–Yo jugaré con los niños mientras usted termina de deshacer las maletas –dijo Judd.

Minerva miró al ama de llaves, que parecía cansada.

–Primero ayudaré a Lucy con los platos.

–Eso no es necesario…

–Quiero hacerlo –insistió ella y empezó a retirar los platos.

Judd sacó a los niños de la cocina y miró a Minerva. Había una nota de amabilidad en su voz cuando le habló a Lucy. Y sus ganas de ayudar eran un cambio refrescante. Las demás se habían limitado estrictamente a sus obligaciones. Cuando pudieron se escabulleron hasta ser llamadas de nuevo.

O tal vez esa mujer solo estaba tratando de dar una buena impresión, le sugirió su parte escéptica. Para juzgar el carácter de una mujer se necesitaba una visión aguda y una mente cínica.

Él había aprendido eso de la forma más dura.

Después de ayudar a Lucy con los platos, Minerva se detuvo en la puerta del cuarto de juegos de camino a su habitación. Ver a Judd con sus hijos era como ver a un hombre completamente distinto del que se enfrentaba constantemente a ella. Era alegre y cariñoso.

Cuando se dio cuenta de repente de que él la estaba mirando, le preguntó:

–¿Con quién debo empezar los baños?

–Con Henry –respondió Judd pasándole al niño.

Se sentía tentado a bañarlos él mismo, pero se contuvo. Tenía que estar seguro de que ella lo podía hacer bien mientras él no estuviera presente.

Cuando entró en el gran cuarto de baño, fue a cerrar la puerta y se encontró allí con John.

–Siempre dejamos la puerta abierta –le dijo–. Henry puede ser un poco incordio. Yo estaré cerca, por si necesitas ayuda.

Ella vio la cara de preocupación del niño y le sonrió.

–Dejaré la puerta abierta, entonces.

Mientras bañaba al pequeño, era muy consciente de que John no dejaba de observarla. Judd había pasado un momento para ver cómo iba la cosa. Dijo que solo iba a por un juguete, pero Minerva estuvo segura de que era para vigilarla a ella.

Cuando terminó con Henry, lo dejó jugando con sus juguetes, cerró la verja de seguridad de su cuarto y fue a por las niñas.

–Las bañaré a las dos a la vez –dijo.

John no dejaba de observarla.

Judd las bañaba también juntas normalmente, pero sabía que podía ser complicado. A pesar de su decisión de dejar que fuera ella quien las bañara, le preguntó:

–¿Quiere que la ayude?

–No. Puedo con ellas –dijo y se dirigió a John–. Luego te bañaré a ti cuando acabe con ellas.

John se ruborizó y se puso muy digno.

–Yo me sé bañar solo –dijo –. Cuando termine será la hora de leer. Papá, ¿nos leerás tú o lo hará Minerva?

–Yo os leeré esta noche y os arroparé –respondió Judd.

Minerva vio reflejarse el alivio en el rostro del niño.

Y ella se sentiría aliviada por librarse de su constante vigilancia.

Cuando fue a desnudar a las niñas, decidió que debían de tener algo de intimidad con respecto a su hermano y fue a cerrar la puerta del cuarto de baño.

–Como ya te dije cuando ibas a bañar a Henry, siempre dejamos la puerta abierta por si necesitas ayuda –le dijo John.

–Yo creía que ellas debían tener algo de intimidad.

–No miraré. Pero la puerta tiene que estar abierta para oír si necesitas ayuda –insistió el niño.

Al vez la expresión decidida del niño, ella se rindió.

–De acuerdo, la dejaré abierta.

Mientras Minerva bañaba a las niñas y se mojaba casi tanto como ellas, Judd pasó por la puerta y se detuvo para ver cómo le iba.

–Voy a odiar ver a los chicos rondando por aquí cuando empecéis a salir –les dijo a las niñas y las dos se rieron.

Minerva estaba empezando a secar a Judy cuando volvió Judd. Tomó otra toalla y se puso a secar a Joan. Minerva encontró su cercanía enervante. Cuando sus hombros se tocaron accidentalmente, una oleada de calor la recorrió. Envolvió a Judy en la toalla y salió rápidamente del cuarto de baño.

Se dijo a sí misma que solo era que estaba demasiado tensa por estar siendo continuamente observada. Se negaba a darse por enterada del efecto que ese hombre tenía sobre ella.

Finalmente terminaron los baños y los niños estaban eligiendo los libros que querían que les leyeran.

Minerva suspiró aliviada y se dirigió a la cocina, esperando que aún hubiera café. Por suerte, aún lo había y se sirvió una taza.

–¿Quieres comerte un trozo de tarta conmigo? –le preguntó Lucy cuando salió de su vivienda de al lado de la cocina.

–Claro –respondió Minerva, agradeciendo tener un poco de compañía adulta.

Luego ambas se sentaron a la mesa y Minerva se estiró en su silla.

–Supongo que John te ha estado observando constantemente –dijo Lucy–. Lo hizo con las otras. Supongo que, en parte, eso debió ser una de las razones por las que se marcharon tan aprisa.

–Es muy protector con los pequeños.

Lucy asintió.

–Ya que su madre se ha ido, se ha constituido en su guardián. En toda mi vida nunca había visto a un niño más maduro.

–El que su madre se marchara debió de ser un shock para él.

Lucy suspiró.

–Ingrid Graham era una de esas mujeres que nunca deberían tener hijos. No estaba hecha para la maternidad. Cuando Judd se dio cuenta de que ella no podía arreglárselas, contrató a una niñera. Y eso que solo tenía a John. Eso pareció ser de cierta ayuda, pero luego ella se quedó embarazada de los trillizos. Siempre estaba tan preocupada por su figura… Supongo que no la puedo culpar. Era hermosa y, para ella, eso era mucho. Cuando se puso tan gorda, se deprimió y nunca se recuperó realmente. Yo pensé que, cuando nacieran, les tomaría cariño, pero no fue así.

Minerva se encontró pensando en su propia situación. Había estado muy cerca de su madre, pero no de su padre. Por mucho que tratara de agradarlo, siempre se había sentido como si nunca consiguiera su aprobación.

–Es duro crecer con un padre del que no se está seguro que le gustes.

Lucy asintió.

–Lo mejor fue que se marchara. No es que no crea que esos niños necesitan una madre, pero necesitan a alguien que no sea egocéntrica, egoísta, que los ame.

Luego miró a la puerta de la cocina y añadió:

–Será mejor que dejemos el tema. A Judd no le gusta que hable de ella.

Minerva asintió y dirigió su curiosidad en otra dirección.

–¿Llevas mucho tiempo trabajando para el señor Graham?

–Mucho. Diez años. Desde que se vino a vivir a esta casa. Él tenía veintiséis años y ya era uno de los mejores arquitectos y contratistas de Atlanta. Es un hombre hecho a sí mismo. Sus padre murieron en un accidente de coche el año en que él se licenció. Su padre tenía una pequeña constructora y Judd se hizo cargo de ella y la transformó en lo que es hoy día.

–Debe ser un jefe muy duro.

–Duro pero justo. Mi marido, Bill, trabajó primero para su padre y luego para él.

–No sabía que estuvieras casada.

–Soy viuda –la corrigió Lucy–. Desde hace tres años. Mi marido murió en un accidente laboral. Hasta entonces yo solo venía aquí para limpiar y cocinar, pero después de la muerte de Bill, Judd me sugirió que me viniera a trabajar como ama de llaves. Mis hijos ya eran mayores y trabajaban lejos de aquí y a mí no me gustaba nada la idea de vivir sola, así que me vine.

En esa época, John debía tener tres años, ¿no?

Lucy asintió.

–No me dejaba sola ni un momento. Es el niño más encantador que he conocido en mi vida, aparte de los míos. Tenerlo cerca me ayudó a superar el dolor de la pérdida de mi marido. Una vez que se rompió un brazo, me dolió casi tanto a mí. Lo mimamos mucho entre su niñera, Claudia y yo.

–¿Se rompió un brazo?

–Se cayó de la cama cuando se suponía que estaba durmiendo.

Minerva pensó entonces que, tal vez lo que el niño temía no fuera una niñera que maltratara a sus hermanos, sino a una que no los vigilara lo suficiente. Eso la alivió en cierta manera. No le había gustado nada sospechar que ese niño pudiera haber sido maltratado.

Agotada, Minerva se despidió de Lucy y volvió a su habitación. Judd seguía leyéndoles a los niños. Después de una larga y cálida ducha, se acostó, pero antes de dormirse, se aseguró de que funcionaban los intercomunicadores con las habitaciones de los niños y se tumbó por fin.

Ya a oscuras, oyó las risas de los niños cuando Judd los arropó y se despidió de ellos.

Sonrió amargamente cuando recordó como era entre su padre y ella. Hasta esa misma mañana no le había contado sus planes de marcharse. Había empezado a buscarse un trabajo a tiempo completo dos días después de que él se casara con Juliana y había recogido todas sus cosas mientras estaban de luna de miel. El día anterior, antes de que ellos volvieran, había metido sus cosas en el coche. Incluso llegó a preguntarse si él se daría cuenta de su desaparición y supuso que no. Durante las últimas dos semanas ella había pasado mucho tiempo recordando el tiempo que habían estado juntos y se dio cuenta de que él raramente le había prestado mucha atención, a no ser que quisiera algo de ella. Y luego vio que había tenido razón, cuando él volvió, no se dio cuenta de que había llenado el coche con sus cosas.

Cuando Juliana y él llegaron a casa la noche anterior, se habían instalado en el salón y, haciéndose los cansados por el viaje, habían esperado de ella que los recibiera. Sabiendo que esa sería la última vez, ella lo había hecho y había escuchado cómo les había ido, sin que ellos le preguntaran ni una sola vez cómo le había ido a ella en su ausencia.

Así que esa mañana, cuando oyó que su padre se estaba duchando, lo esperó en la cocina para desayunar. Peter Brodwick frunció el ceño cuando entró en la cocina. No había el habitual plato con huevos fritos esperándolo. Miró a su hija, que estaba sentada y con una taza de café en las manos.

–¿Dónde está mi desayuno? –le preguntó.

–Si quieres que alguien cocine para ti, puedes ir a despertar a tu nueva esposa –le respondió ella tranquilamente–. Yo solo te estaba esperando a que bajaras para poder despedirme. Ya tengo todo en el coche y he encontrado otro sitio donde vivir.

El ceño fruncido de Peter se transformó en una sonrisa paternal.

–No hay ninguna razón para que te vayas. Aquí hay sitio de sobra para ti, tu madrastra y yo.

La casa, situada en uno de los mejores barrios de Atlanta, era bastante grande.

–Ya sé el mucho sitio que hay aquí. Lo he estado limpiando para ti desde que tenía dieciséis años y murió mi madre. También te he hecho la colada y he cocinado para ti. Pero ahora ya tienes una nueva jefa de cocina y ama de llaves, así que yo me voy a buscar una vida propia.

Peter volvió a fruncir el ceño.

–Julianna no es precisamente de tipo doméstico.

–Ya lo sé –dijo Minerva y la ira que había estado conteniendo salió a la superficie–. Os oí hablar un par de días antes de la boda.

–Nos has espiado…

–Sin querer. No me gustó la película que fui a ver y volví pronto a casa. Estaba subiendo a mi habitación cuando os oí mencionar mi nombre. Tú querías mandarme a vivir con mi querido hermano Gerald, para que vosotros dos pudierais estar solos, pero ella te dijo que, si yo me marchaba, ¿quién se levantaría a hacerte el desayuno a ti? Dejó muy claro que tenía toda la intención de dormir hasta tarde y también quiso saber quién limpiaría la casa y haría la colada.

–¿Te estás quejando de hacer tus obligaciones? Yo te he cuidado bien. Aquí hacías lo que se considera trabajo de mujer y yo te proporcioné un techo bajo el que vivir y comida caliente.

–Sí, lo hiciste. Pero no era por eso por lo que he seguido aquí. Lo hice porque pensé que me querías y me necesitabas. Y eso lo dijiste cuando yo quise irme a estudiar fuera.

–Yo te quiero y te necesito –protestó su padre.

–No estoy segura de que me quieras, pero sí que me has necesitado. Necesitabas a alguien que fuera tu doncella.

–No es como si hubieras sido una esclava. Yo te pagué la universidad aquí, en la ciudad.

–Es cierto. Pero cuando terminé y quise un trabajo a tiempo completo, tú me convenciste para que no lo aceptara. Me insinuaste que estaba en deuda contigo y que, si no te ponía a ti el primero en mi lista de prioridades, sería una ingrata. Así que me conformé con un trabajo a tiempo parcial que no interfería en mi deber de tenerte listo el desayuno y la cena en la mesa cuando tú querías.

Él la miró secamente.

–Y supongo que también me vas a culpar de no haberte casado todavía cuando tienes casi treinta años, ¿no?

–Me has dicho tantas veces que no soy ninguna belleza… Y, cuando un hombre ha mostrado algo de interés en mí, tú siempre le has encontrado pegas. Pero no, no te culpo por no haberme casado. Tienes razón en lo de que no soy muy atractiva y en lo que decías de cada uno de mis posibles novios. Ninguno de ellos era como para que me casara con él.

–¿No querrás de verdad pasarte el resto de tu vida viviendo sola en un pequeño apartamento?

–No sé lo que quiero, salvo que quiero mi libertad.

–No te puedes permitir mantenerte con tu sueldo de la guardería –dijo su padre–. Y espero que no vayas a pensar llevarte ningún mueble de esta casa…

–No me voy a llevar nada, salvo mis pertenencias personales. Y tengo un nuevo trabajo.

Su padre puso un tono de súplica.

–Yo te sigo necesitando. Vamos, querida. Tú realmente no te quieres marchar. Es solo que te sientes un poco fuera de lugar con Juliana aquí. Pero no deberías…

–No me siento fuera de lugar. Me siento liberada. Tú tienes a alguien que te cuide y yo puedo seguir con mi vida.

Entonces ella se levantó, se acercó a él y le dio un beso en la mejilla antes de continuar:

–Te deseo lo mejor.

La ira volvió al rostro de su padre.

–Te arrepentirás de esto. Fallarás como siempre…

–Todos los pájaros han de estirar las alas y volar. Había esperado que me desearas buena suerte.

–Se necesita más que suerte para sobrevivir en el mundo real. Cuando te estrelles, mi puerta estará abierta y tu habitación te estará esperando tal como la has dejado.

Ella frunció el ceño.

–Gracias por el voto de confianza.

Luego le señaló una nota que había dejado en el frigorífico y añadió:

–Te he dejado mi nueva dirección y el número de teléfono.

Luego, sin darle tiempo a responder, salió por la puerta.

Una vez fuera de la casa, se dio cuenta de que su padre no había salido para verla marcharse. Se dijo a sí misma que estaría más preocupado por encontrar a alguien que se ocupara de la casa y la comida que de su marcha.

Luego lo apartó de su mente y centró sus pensamientos en la forma de encontrar la casa de Judd Graham.

Tumbada en la cama en su primera noche en esa casa, se juró a sí misma no permitir ser utilizada o manipulada de nuevo. De ese momento en adelante, siempre afrontaría la verdad y nunca se traicionaría a sí misma ni permitiría que los demás la traicionaran a ella.

Respiró profundamente, sonrió y se volvió a Travis.

–Ahora soy la dueña de mi propio destino y me gusta.

Luego se quedó dormida.

Una niñera enamorada

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