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Capítulo 2

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MINERVA nunca se había sentido tan cansada. Le dolían todos los músculos del cuerpo y se había tirado en un sillón del salón después de haber acostado a los trillizos para que se echaran la siesta. Se había pasado la mañana entera persiguiéndolos y jugando con ellos. Después de almorzar había seguido jugando con ellos y luego habían ido todos, incluida Lucy, a buscar a John al colegio.

Ahora John estaba jugando con sus camiones en el jardín fuera del salón, a su vista. Recordaba como él había estado tras ella todo el tiempo que había dedicado a preparar a los trillizos para la siesta. Ahora estaba claro que la ansiedad que se le había notado antes era por sus hermanos. Su afán protector se le había notado cuando se reunió con ellos en el colegio.

–¿Habéis pasado un buen día? –les había preguntado inmediatamente.

Los tres se rieron y asintieron.

Minerva estuvo segura de que se sintió aliviado, así que volvió a pensar en la posibilidad de que una de sus niñeras no hubiera sido tan amable con los niños como el ama de llaves pensaba. Esperando demostrarle que podía confiar en ella, le dedicó una sonrisa amistosa.

John no le devolvió la sonrisa, haciéndole saber con ello que seguía teniéndola a prueba.

Minerva decidió que solo el tiempo podía demostrarle al mayor de los hermanos Graham que ella era digna de confianza, se obligó a levantar su cansado cuerpo del sillón. Ese sería el único momento que iba a tener para sacar sus cosas del coche.

Seguía aparcado delante de la casa y decidió dejarlo allí mientras las sacaba. De esa forma, pasaría constantemente al lado de John y podría tenerlo controlado. El ama de llaves le había dicho varias veces que era un niño muy responsable, que era más un pequeño adulto que un niño, según sus propias palabras, pero ella no quería arriesgarse. Siempre era posible que se comportara de nuevo como un niño y le diera por desaparecer.

Se detuvo junto a él y le dijo:

–Voy a sacar las cosas de mi coche. Me gustaría que me dieras tu palabra de que no te vas a ir a ninguna parte sin decírmelo antes a mí.

El niño la miró y le dijo:

–No lo voy a hacer.

Ella sonrió y continuó hasta su coche.

Cuando volvió por segunda vez, lo encontró de pie, esperándola.

–¿Puedo ayudarte? –dijo limpiándose las manos en los vaqueros.

Su cara indicaba que no estaba seguro de que ella siguiera allí, pero que, mientras durara, estaba dispuesto a sacar lo mejor de la situación. O tal vez lo que quería era observarla más de cerca. Minerva estaba muy segura de que la observaba constantemente.

–Claro.

Era demasiado pequeño como para llevar alguna de las cajas de libros, pero había algunas cosas que ella no había empaquetado. Tomó su lámpara de mesa y se la dio. John esperó a que ella tomara una de las cajas y luego la siguió.

–¿Dónde vivías antes de aquí? –le preguntó cuando llegaron a su cuarto.

–En casa, con mi padre.

–¿Dónde estaba tu madre?

–Murió hace tiempo.

El niño se limitó a asentir.

Ella le preguntó curiosa:

–¿Echas de menos a tu madre?

–No –respondió él firmemente.

Luego se volvió y se dirigió de nuevo al coche.

Minerva pensó que la deserción de su madre le debía haber afectado tanto que la reprimía. Sintió lástima por el chaval.

Lo siguió al coche y se encontró con que estaba en el asiento trasero, mirando a su muy querido y viejo oso de peluche.

–Tienes un oso de peluche –dijo el niño como si pensara que eso era demasiado infantil.

–Se llama Travis. Me lo regaló mi abuela.

–Parece viejo.

–Y lo es. Yo solo tenía un año cuando me lo regaló.

–¿No crees que eres un poco mayor ya para jugar con osos de peluche?

–No juego con él. Le hablo.

–¿Que le hablas?

–Le cuento mis problemas y él me escucha y me ayuda a ver cómo los puedo solucionar.

El niño puso expresión de impaciencia.

–No te puede ayudar a solucionar nada. En el lugar del cerebro tiene relleno.

–Bueno, él no me responde y eso me hace pensar en mis problemas. Me imagino que hablar con un oso de peluche es mejor que hablar sola.

John lo pensó por un momento y luego asintió.

–Tienes razón. Parecerías tonta hablándole a nada.

Luego tomó a Travis y lo llevó a la casa.

Estaban volviendo al coche cuando Judd regresó a casa. En vez de llevar el coche al garaje, aparcó a su lado.

Al ver a su padre, la cara de John se iluminó.

–¡Papá! –gritó y corrió hacia él.

Minerva vio como a Judd se le iluminaba también la cara. No le cupo duda de que ese hombre amaba a su hijo, lo levantó y lo abrazó.

–¿Como os ha ido con la nueva niñera?

–Habla con un oso de peluche.

Al parecer, su explicación no lo había convencido por completo, pensó Minerva sintiéndose un poco avergonzada.

Judd pareció preocupado.

–¿Y dice que el oso le responde?

John frunció el ceño.

–No, por supuesto que no. Es de peluche.

–Entonces está bien. Solo deberíamos preocuparnos si el oso la respondiera.

Pero aún así, él estaba empezando a tener sus dudas sobre Minerva Brodwick y de que fuera la persona adecuada para cuidar de sus hijos.

Minerva casi no dio crédito a sus oídos. Se había esperado sarcasmo de su jefe, o incluso que la despidiera por ser demasiado inmadura.

John sonrió aliviado. Estaba claro que si su padre pensaba que estaba bien que ella le hablara a su oso, para él también lo estaba.

–La estaba ayudando a sacar sus cosas del coche –dijo.

–La ayudaremos los dos.

Judd dejó a su hijo en el suelo y ambos se acercaron a ella.

–¿Qué puedo llevar? –le preguntó.

–Lo que prefiera –respondió ella tomando una caja que luego se llevó.

Sí, Judd Graham había sido intimidante cuando llegó, pero ahora había mostrado tolerancia y un cierto sentido del humor.

Una sensación incómoda la hizo mirar por encima del hombro. John la seguía a unos pasos y Judd iba tras él. Lo que había sentido era la mirada de Judd. Su expresión había perdido su suavidad y su mirada era fría.

Volvió de nuevo la cabeza rápidamente. Ahora lo entendía. La única razón por la que ella seguía allí era que estaba desesperado. Su buen humor había sido solo por su hijo. Sin duda, él estaría dentro de nada llamando a la agencia para que le mandara a alguien más maduro.

Padre e hijo iban muy cerca cuando entró en su cuarto.

Judd dejó lo que llevaba en los brazos y miró al oso de peluche que habían dejado sobre la cama. Cuanto más pensaba en que ella hablaba con él, más dudas tenía de que fuera suficientemente madura para cuidar de sus hijos.

–Se llama Travis –dijo John.

El orgullo hizo que Minerva se negara a permitir que él se creyera que era infantil o excéntrica.

Lo miró muy digna y dijo:

–Algunas personas piensan en silencio la solución a sus problemas. Yo encuentro más fácil solucionar los míos si los hablo. Pero soy una persona muy reservada y encuentro difícil hablar con las demás personas y ridículo hablar sola. Travis es perfecto para eso. Siempre está disponible, no me interrumpe, no trivializa mis preocupaciones y me deja encontrar mis propias soluciones.

Judd tuvo que admitir que no había nada de inmaduro en esas palabras. Más aún, parecía bastante razonable.

–Yo me paso todo el rato maldiciendo para mí los cambios que los dueños de las casas que construyo quieren hacer después de haber empezado el trabajo –dijo.

Entonces los gritos de los trillizos los interrumpieron. Habían oído a su padre y decidido que ya era hora de terminar la siesta.

Fueron a por ellos y se encontraron a las dos niñas esperando a que les abrieran las puertas de sus cercas de seguridad, mientras que Henry empujaba la suya tratando de liberarse.

–Yo me ocuparé de ellos ahora –dijo Judd–. Usted termine de traer sus cosas.

Mientras llevaba lo último que le quedaba en el coche, Minerva se preguntó si Judd Graham llegaba siempre pronto a casa. Esperaba que no fuera así. Su presencia le afectaba los nervios. Cuando pasó por la puerta de los trillizos, oyó a Lucy decirle a Judd:

–Cada vez que has llamado te he dicho que Minerva lo estaba haciendo bien. No había ninguna razón para que volvieras tan pronto a casa.

–Quería verlo por mí mismo. Esta mañana tenía prisa y no tuve tiempo para dejarle claras las reglas.

–Entonces te sugiero que se las cuentes ahora. Y luego te metes en tu despacho y dejas de mirarla como si, de repente, le fuera a salir una segunda cabeza o algo así.

–Puede que haya superado el primer día, pero sigue siendo una desconocida para nosotros. No me voy a arriesgar a nada con mis hijos.

–Tanto John como yo la estamos vigilando –le recordó Lucy.

Minerva se metió en su cuarto antes de que nadie la viera. No podía culparlos por tener cuidado en lo que se refería al bienestar de los niños y le encantaba la forma de proteger a sus hermanos pequeños que tenía John. Pero la ponía nerviosa el sentirse continuamente observada. Podía entender la razón por la que las tres niñeras que no habían sido despedidas se habían marchado tan pronto.

Lo cierto era que a ella le gustaban esos niños, pero no soportaba al padre. Aún así, iba a tener que aguantar hasta que Wanda le encontrara otro trabajo, pero ni un momento más.

Estaba dejando una caja en el suelo cuando oyó a alguien entrar en la habitación y cerrar la puerta. No tuvo que volverse para saber quien era.

–Esta mañana no hemos tenido la oportunidad de hablar de los detalles de su trabajo –dijo Judd.

De repente a ella le pareció como si la habitación hubiera encogido. No sintió miedo, pero fue extremadamente consciente del hombre que tenía delante, de la anchura de sus hombros, de su fuerza, su virilidad. Era una reacción extraña y enervante. No se parecía a nada que hubiera experimentado antes. Lo atribuyó a lo poco que le gustaba ese hombre y lo miró.

–Nunca golpeará a ninguno de mis hijos –dijo él.

–No tenía ninguna intención de hacerlo.

–Me alegro de oírlo. Cuando tenga que castigar a alguno, puede hacerlo teníendolo sentado durante una cantidad de tiempo o les puede retirar algún privilegio por otro tiempo. Si no funciona ninguno de esos métodos, dígamelo a mí y yo me ocuparé de la situación.

–Sí, por supuesto.

–Como ya le he dicho, tendrá los domingos libres. De todas formas, yo intentaré ser flexible en ese punto. Si necesita otro tiempo libre, lo tendrá que pedir por adelantado. Creo que ya sabe que yo llevo mi propio negocio…

–Sí.

–Por eso, mis horarios son inseguros. Habrá veces en que tenga que trabajar los sábados y hasta tarde los días entre semana. Cuando estoy en casa le dedico todo mi tiempo a los niños. Pero cuando yo no esté, serán su responsabilidad.

–Lo entiendo.

–Y, con respecto a los novios, espero que no los traiga a mi casa sin mi permiso, y nadie se quedará a dormir aquí.

–Yo no soy de esa clase de mujer –dijo ella indignada.

Judd la recorrió con la mirada. Lo cierto era que parecía chapada a la antigua y su indignación genuina.

–Bien.

Él la había aceptado solo con su palabra y eso debería agradarla y lo hacía. Aún así, todavía había algo más. Recordando las muchas veces que su padre le había dicho que no era ninguna belleza, estaba segura de que Judd Graham simplemente había dado por hecho que ella no podía atraer la atención de los hombres.

–Y ahora que hemos dejado eso claro, será mejor que releve a Lucy con los niños para que ella pueda volver a la cocina.

Judd salió de la habitación y cerró la puerta.

Minerva se quedó mirando a la puerta preguntándose cuánto tiempo podría soportar a ese hombre.

Estaba muy claro que, con ese hombre, las cosas tenían que ser a su manera sin discusión.

Miró al teléfono que había en su mesilla de noche. Wanda le había dicho que la llamara…

Tan pronto como se hubo identificado, Wanda le dijo alegremente:

–Me tomaré esto como una buena señal. Las demás llamaron menos de una hora después de haber conocido al señor Graham.

–Esta es simplemente la primera oportunidad que he tenido de hacerlo –respondió Minerva–. Dime que estás tratando de encontrarme otro trabajo.

–Por supuesto. ¿No te prometí que lo haría? Y yo soy una mujer de palabra. Pero tú prométeme que te quedarás hasta que te lo encuentre. Sinceramente, la gente que conoce a ese hombre me dice que puede ser muy agradable e, incluso, encantador, cuando se le conoce. Solo es demasiado protector en lo que se refiere a sus hijos.

–Me quedaré, ya que me has dado tu palabra de encontrarme otro trabajo. Pero, por favor, no tardes mucho.

–Te prometo que te encontraré otra cosa pronto.

Cuando colgó, Minerva pensó que no podía estar segura de que Wanda mantuviera su palabra. Esa mujer estaba desesperada por encontrar a alguien para ese trabajo. Tomó a Travis y lo miró.

–Me gustan los niños y el sueldo es bueno –dijo–, debería poder ahorrar una buena suma rápidamente… Antes de que me despidan o que ya no pueda soportar más al señor Judd Graham.

Luego dejó a Travis y decidió que solo sacaría lo más esencial de las maletas. El resto lo dejaría listo para poder marcharse rápidamente.

Una niñera enamorada

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