Читать книгу La patria en sombras - Elizabeth Subercaseaux - Страница 8
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1973
La ciudad amaneció envuelta en una neblina espesa. Había en el aire un olor a tormenta. Las pocas personas que andaban por la calle caminaban de prisa. No querían que lo predecible las pillara lejos de sus casas. Todos sabían lo que iba a pasar pero nadie dimensionaba lo que vendría después.
Desde el comando de telecomunicaciones de Peñalolén, el general se comunicaba con el almirante y el almirante pasaba la información a los otros golpistas.
—Habla Augusto a Patricio, habla Augusto a Patricio. ¿Me escuchas, Patricio? Cambio. Oye, ¿cómo va el ataque a La Moneda?, porque me tiene muy preocupado.
—Me han llamado desde La Moneda, Augusto. Flores, el exministro Flores y Puccio han manifestado su intención de salir por la puerta de Morandé 80 para rendirse. Se les ha indicado que deben salir enarbolando un trapo blanco para cesar el fuego. Esto se les ha comunicado al general Brady y al general Arellano. La idea es nada de parlamentar, sino que tomarlos presos inmediatamente.
—Conforme. Y otra cosa, Patricio, hay que tenerles listo el avión que dice Leigh. Esa gente llega y ahí ¡ni una cosa! Se toman, se suben arriba del avión y parten, viejo. Con gran cantidad de escolta.
—Augusto, la idea sería tomarlos presos no más por el momento, después se verá si se les da el avión u otra cosa, pero por el momento es tomarlos presos.
—Pero si los juzgamos, les damos tiempo, pues. Y es motivo para que tengan una herramienta para alegar. Por último, se pueden levantar hasta las pobladas para salvarlos. Creo que lo mejor, consúltalo con Leigh… la opinión mía es que estos caballeros se toman y se mandan a dejar a cualquier parte. Por último en el camino los van tirando abajo, se cae el avión y listo, viejo.
—Augusto, el Cloro pide una condición decorosa para la entrega de su gente…
—¡Ninguna condición decorosa! ¡Qué se han imaginado, oye! ¡Lo único que hacemos es respetarles la vida y eso ya es mucho! ¡Que tengan bien clara la cosa, por favor!
Hacia el mediodía comenzó el bombardeo.
Los aviones eran Hawker Hunter de la Fuerza Aérea. Plateados y brillantes. Los cohetes eran Sura P3, de ocho centímetros de diámetro. Producían un ruido agudo que parecía un silbido. Un breve lapso de silencio, un par de segundos y venía una explosión. Luego un movimiento como un temblor. Se quebraban los cristales de las ventanas y la ola expansiva abría las puertas.
El primer cohete destruyó el portón del norte y los techos del piso de abajo, llenando de humo hasta los rincones. El segundo dañó el patio de Los Naranjos y el patio de Los Cañones y quedó un desparramo de piedras. Un tercero estalló en el segundo piso, partiendo una gárgola en dos y tirando al suelo los marcos de puertas y ventanas. El cuarto fue a caer en la fachada del palacio, formando una bola de fuego. Las llamas se alzaron al cielo como pidiendo auxilio. Para rematar el ataque, los aviones dispararon con sus cañones automáticos y, mientras los soldados del general se tomaban el palacio por asalto, en uno de los salones se escuchó el balazo de un fusil y la cabeza del presidente acorralado cayó hacia atrás.
2
Juan pensaba. Tal vez debimos habernos quedado en Francia, haber previsto la situación, ser más prudentes, no había ningún apuro para venirse, sobre todo con Inés embarazada, pero ya estaban aquí y tocaba capear el temporal, qué otra cosa. Eso pensaba.
Había vuelto a Chile el 30 de agosto de 1970, recién casado con una francesa, Inés Watin. Su anhelo era reencontrarse con esta patria que apenas conocía e iniciar aquí una vida sencilla. Aquí era el país isla bañado por las olas de un mar que él, como Pablo Neruda, necesitaba. Aquí vería crecer a sus hijos, en este rincón del fin del mundo donde se comían sopaipillas con pebre y la gente se juntaba a conversar alrededor de un vaso de vino tinto. Aquí podría escribir. Cultivar la amistad.
Tenía una idea romántica del Chile que había conocido en su niñez. Cuando lo recordaba, estando en París, veía una casa de adobes en la cumbre de una loma, un eucalipto al lado y una bandada de queltehues volando a ras de un potrero poblado de yuyos amarillos. A ese Chile creyó él que regresaba.
Nada más lejos de la realidad.
Habían pasado tres años pesadillescos, que empezaron el mismo día en que Salvador Allende asumió el poder. Su familia quedó sumida en la inquietud. ¿Qué va a pasar ahora? ¿Habrá venganzas? ¿Tendremos que salir del país? Se habían comprado entera la campaña del terror. Terror a una dictadura comunista. Terror a un Chile como Cuba. Terror a que el marxismo les quitara todo, partiendo por las propiedades, terminando con la vida.
Inés no tenía miedo de la Unidad Popular, se declaraba de izquierda, pero la asustaba el antagonismo, ese ambiente polarizado en el que se estaban entronizando los insultos, las descalificaciones y el odio.
Juan la escuchaba sin hacer comentarios. Su mujer era una idealista cuyo izquierdismo estaba empapado de una vocación de servicio a los pobres. Él, en todo caso, no le veía vuelta a la situación. Las expropiaciones, el discurso violento y usurpador de algunos políticos de izquierda, la manera inaceptable como estaban tirando la cuerda para hacer el “cambio revolucionario”, “la revolución a la chilena”. Todo lo que pasaba en el gobierno de la Unidad Popular le parecía espantoso.
Juan era un hombre contemplativo que andaba lento mirando al cielo. Sus emociones no estaban puestas en la lucha política, le tenía mucho miedo al caos, y si bien estaba abierto a escuchar las razones de esos dos mundos enfrentados, creía que el marxismo era pernicioso, para Chile y para cualquier país.
Hijo del poeta diplomático Juan Guzmán Cruchaga, había vivido gran parte de su vida en el extranjero, rodeado de intelectuales. Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Benjamín Subercaseaux, Juan Ramón Jiménez, Gabriela Mistral, Miguel Ángel Asturias, los amigos de su padre, poetas y escritores que hablaban del amor y la muerte, de la esperanza, del tiempo perdido y de ese país aprisionado entre la cordillera de los Andes y el mar del sur.
Juan admiraba todo de su padre: su poesía, su dignidad, su eficiencia, y de él había heredado su amor al reposo, a la amistad profunda, al diálogo.
Las anclas de su vida eran Inés, su hija recién nacida, su familia, los libros, la poesía. Y también su carrera. Se veía a sí mismo como un representante de la sociedad que le encargaba juzgar a sus semejantes, dictar resoluciones justas, actuar con transparencia.
Atrás habían quedado sus tiempos de bohemia en París, esa jauja perpetua viviendo en una pieza, visitando museos, largas noches en los cafés literarios, los libreros de viejos y paseos por las riberas del Sena al despuntar el alba. Su vida de vuelta en Chile había cambiado por completo. Ahora tenía una hija a la cual quería criar en un país sosegado, pero el Chile que estaba viendo, de sosegado, no tenía nada.
Inés había dado a luz en medio de dificultades para conseguir leche, pañales, harina, aceite, azúcar. Había que hacer largas colas para comprar las cosas más indispensables. Hasta el papel confort escaseaba. Bombas en las noches. Atentados. Un día era una torre, al día siguiente una tienda, un banco, un retén de carabineros. Insultos por los diarios. Los programas políticos de la televisión terminaban a garabato limpio. Las calles eran campos de batalla. Ir al centro se había convertido en un peligro. Había que hacer algo; alguien debía ponerle un punto final a la violencia que fomentaban tanto desde la izquierda como desde la derecha. Juan responsabilizaba al gobierno por su incapacidad para contener los extremos y parar los discursos incendiarios. Desde sus tiempos de bohemia en el París de los sesenta, cuando era un estudiante eterno, aprendiz de escritor, había asistido a foros de Jean Paul Sartre, pero él era incapaz de pasiones políticas; escuchaba las arengas del francés con la misma curiosidad con que entraba al museo de Louvre. Y aquí estaba ahora, entre los fuegos de la izquierda y la derecha.
Esa mañana no se despegaron de la radio y cuando vino la primera proclama de la Junta Militar él y su mujer sintieron una oleada de alivio. Juan descorchó una botella de champán. Las tensiones no daban para más. Algo bueno tenía que salir de toda esta pelotera. Mas solo un par de horas después, el alivio se convirtió en estremecimiento. La violenta muerte del presidente en La Moneda. La clausura de las radios. Los bandos militares. Anunciaban listas de personas que debían entregarse. Nadie debía moverse de la casa. Toque de queda. Vehículos militares rondaban por las calles haciendo temblar los vidrios de las ventanas.
—No me gusta el giro que está tomando esta situación, Inés. Este general Pinochet, ¿no es el que reemplazó al general Prats? Me parece terrible que hayan matado al presidente, y dicen que el Palacio de La Moneda está incendiándose, parece que le tiraron bombas. ¿Será verdad que bombardearon La Moneda?
Que hubieran lanzado bombas al palacio de gobierno, que la vieja democracia se viera interrumpida por bandos militares, tanquetas y órdenes perentorias alteraba su espíritu. Juan había crecido entre escritores, su anhelo más profundo había sido ser escritor él mismo y su constelación secreta estaba formada de palabras.
Vino el cuarto comunicado de la junta militar.
—Inés, esto puede tomar un viso terrible.
Permanecieron otro rato escuchando las noticias y, cuando ya no aguantaron más, decidieron apagar la radio.
Juan se sentía en medio de una tormenta de consecuencias impredecibles, y aunque ni él ni su mujer lo mencionaran, también se sentía mal por haber brindado con champán en los momentos en que la vida se escapaba del cuerpo del presidente Allende.
La noche del golpe durmió a saltos. Extrañas sombras poblaron el poco sueño que logró conciliar. Tenía un mal presentimiento.
En aquel momento nunca hubiera imaginado que veinticinco años más tarde él mismo recorrería el país con una grabadora, un cuaderno de apuntes y una pala, en busca de los restos de hombres y mujeres desaparecidos.