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Capítulo 1 La vida en la casa de la abuela
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Me senté a mirar a mi hermana, que peinaba el cabello suave y plateado de mi abuela, y a escuchar las historias que ella podría contar.
La abuela se sentó en su sillón cerca del hogar. Ya había terminado su trabajo por ese día. Yo subí corriendo las escaleras para buscar el peine y el cepillo, pero mi hermana menor llegó antes que yo. Así que, me senté a mirar cómo peinaba el cabello suave y plateado de la abuela, y a escuchar las historias que ella podría contar mientras tejía a dos agujas. ¡Tendré que ser un poco más rápida la próxima vez, para que Mabel no me gane!
–¿Qué estás haciendo, abuela? –pregunté.
–Estoy tejiendo calcetines gruesos para los obreros de la imprenta de Basilea, Suiza, y otros países donde los inviernos son muy fríos.
–¡La imprenta de Basilea! Allí es donde yo nací, ¿verdad, abuela? –preguntó Mabel.
–Sí. Los obreros allí vivían en departamentos en la Casa Editora.
–Entonces no me adoptaron, ¿verdad? Ella me dijo que me habían adoptado –Mabel me lanzó una mirada despectiva.
–No, Mabel, tú no eres adoptada; aunque si lo fueses, te amaríamos de igual modo –respondió la abuela–. Pero ¿de dónde sacaste esa idea, Ella?
–Porque cuando vi a Mabel por primera vez, alguien me dijo que el doctor trajo al bebé en su maletín.
Nos largamos a reír a carcajadas, y la abuela se reía con nosotras.
En ese momento, papá entró a la sala para hablar con la abuela, así que esa noche no escuchamos ninguna historia. Pero la referencia al nacimiento de Mabel en la imprenta de Basilea me llevó, en mis recuerdos, muchos años atrás, a la noche en que mamá me pidió que le alcanzara un pedazo de bizcocho a la bebé, para que lo mordisqueara mientras le preparaban la comida en la lámpara de alcohol. Tímidamente, me levanté de la cama y salí al largo pasillo oscuro. Pero, todo el temor se me pasó cuando, al pasar por la habitación de la abuela, vi una luz que brillaba debajo de su puerta. Entonces supe que no estaba sola. La abuela estaba despierta, y ocupada escribiendo. Debió de haber sido entre las dos y las cuatro de la madrugada, porque ese era su horario habitual para comenzar a trabajar.
Recuerdo un sábado cuando la abuela predicó en el salón de actos de Basilea. Un hombre a su lado traducía cada oración al francés, mientras ella hablaba. Entonces, otro lo repetía en alemán, para un grupo en otra parte del salón. Nuestra madre escribía los sermones de la abuela en taquigrafía y los pasaba en limpio con una lapicera, porque no teníamos máquinas de escribir en ese entonces. Ella seleccionaba partes para folletos y luego trabajaba con el traductor, para pasarlos al francés. A veces, cuando tenía poca ayuda, entraba en la sala de tipos y ella misma fijaba los tipos.
Como mamá estaba muy ocupada, “tía Sara” McEnterfer, la secretaria y compañera de viajes de la abuela, cuidaba a la bebé Mabel. Con frecuencia yo quedaba al cuidado de la cocinera, una joven dulce y aplicada llamada Christina Dahl. Yo tenía cinco años en ese entonces. Una de mis principales diversiones era vigilar hasta que Christina estuviese absorta en alguna tarea culinaria complicada; entonces, me escabullía de la cocina, bajaba a la sala en puntillas y golpeaba a la puerta de la abuela.
Si la encontraba escribiendo, me quedaba en silencio a su lado, hasta que dejaba la lapicera. Esa era la señal para una de las deliciosas charlas que tanto me gustaban. Ella me hablaba acerca de su niñez o de sus viajes; o quizá de algún gatito o pony; de los interesantes niños que conocía en el tren...
A veces, yo me sentaba, en un banquito, a sus pies. Ella me daba una tijera sin punta y me dejaba recortar ilustraciones que había guardado de revistas. Una vez, cuando recorté la torre de una iglesia, me dijo dulcemente:
–Debes recortar los bordes con cuidado, para no arruinar las lindas ilustraciones.
Cuando veía que me cansaba, iba hasta su tocador, sacaba una pastilla de menta o una manzana, y me decía que le pidiera a Christina que lo guarde en el estante para mí, hasta la hora de la comida. Nunca pensamos siquiera en darle un mordisco a algo entre comidas.
–Y cuando termines –decía ella–, ven que vamos a dar una vuelta a la manzana.
Una vez nos perdimos, y como no sabíamos hablar francés, alemán ni italiano, llegamos tarde al almuerzo.
Nunca olvidaré la paliza que me dio mi papá por tirar una caja de bloques de piedra sobre el duro piso de cerámica, después de prometer que estaría callada durante una reunión de comisión. La abuela, al ver mis lágrimas, me sentó en su falda y me consoló. Me explicó que el castigo era para ayudarme a recordar que nunca más debía hacer ruido durante una reunión.
Estuvimos en Suiza durante dos años. Mamá trabajaba largas horas en la oficina, y contrajo tuberculosis. Cuando la abuela regresó a los Estados Unidos, nuestra familia fue con ella. Fuimos a vivir a Boulder, Colorado, con la esperanza de que el aire fresco y vigorizante y el sol tibio ayudaran en la recuperación de mamá. Pero nos llevamos una desilusión, y tuvimos que dejarla junto al abuelo Jaime White en el cementario Oak Hill, en Battle Creek, Míchigan.
La abuela nos abrió su corazón y su casa. Pero, cuando se decidió que debía ir a Australia para ayudar a los misioneros que allí trabajaban y que nuestro padre, W. C. White, iría con ella, él compró una casita en las afueras del pueblo e hizo arreglos para que la señorita María Mortensen cuidara de nosotras, dos niñitas huérfanas. María había cuidado de mamá durante su última enfermedad, y nos amaba a nosotras y a ella.
–¿Por qué no podemos ir contigo, papá? –le rogamos.
–Es posible que la abuela y yo viajemos mucho, y quizá no tengamos casa propia por algún tiempo. Además, no hay escuela de iglesia, para que ustedes asistan. Aquí, en Battle Creek, Mabel puede ir al jardín de infantes con los huérfanos que el Dr. Kellogg atiende; y Ella, tendrás el privilegio de asistir a la primera y única (hasta ahora) escuela de la Iglesia Adventista en todo el mundo –respondió con ternura.
Pasaron cuatro largos años. Entonces, un día abrimos una carta de papá proveniente de Australia. Decía:
“Queridas hijas, encontré a una encantadora joven que accedió a ayudarme para formar un nuevo hogar. Ella será su madre, y podremos estar juntos otra vez. El pastor E. R. Palmer está viniendo a Australia para organizar la obra del colportaje aquí. Y hemos hecho arreglos para que ustedes viajen con él Él y su esposa las cuidarán, y velarán para que lleguen sanas y salvas”.
Lloramos al dejar a nuestra querida María, que había sido tan buena con nosotras. Pero el viaje a Australia estuvo cargado de emociones, ya que nos detuvimos en Honolulú, Samoa y Auckland.
Papá, May Lacey –quien sería nuestra nueva mamá–, la abuela y su secretaria estaban de viaje visitando iglesias en Victoria y Tasmania, cuando llegamos a nuestro nuevo hogar, así que la mesa era reducida; no obstante, si lo recuerdo bien, estaba lista para diez personas. Me encantó que Edith, una chica de catorce años, un año mayor que yo, se sentara junto a mí. Del otro lado de la mesa, junto a mi hermana, estaba Nettie, que era unos dos años mayor que Mabel. Por supuesto que queríamos saber por qué Edith y Nettie estaban allí, y si vivirían con nosotras en la familia de la abuela.
–Cuando tu abuela se enteró de que a mi padre se le hacía difícil cuidar de mí y de mi hermano, mientras trataba de ganarse la vida al mismo tiempo, ella me buscó. “Edith”, me dijo, “¿te gustaría ser mi hijita por un tiempo?” Parecía tan amable que le dije: “Sí, me gustaría”. Así que, aquí estoy –dijo Edith.
–Y también nos buscó a nosotros –dijo la mamá de Nettie, una mujer pequeña, no mucho más alta que Nettie–. Vinimos de Escocia después de que el padre de Nettie murió. Mandé a llamar a mi hermana y a mi otra hija, pero su barco se perdió en el mar. Por eso, Nettie y yo nos quedamos solas en Sídney.
–Abrí un negocio de sombreros para señoras, pero no me fue bien. Habíamos conocido la verdad acerca del sábado y decidimos guardarlo sin importar el costo. Mientras me preguntaba si debía cerrar el negocio o continuar con él, tu abuela se me acercó para decirme: “Hermana Hamilton, ¿quisiera venir, con Nettie, a vivir conmigo?” Pronto, mis dos nietas estarán llegando de los Estados Unidos, y necesitaré una institutriz para ellas. También podrá ayudarme cosiendo para mi familia de ayudantes.
Al extremo de la mesa estaba sentado un muchacho de 17 años, llamado Willie MacCann. Willie era el mayor de nueve hermanos. Después de que sus padres asistieran a las conferencias bíblicas, decidieron obedecer a Dios y guardar el sábado. Así es que el padre de Willie perdió un puesto bien remunerado, y tuvo que depender de trabajos ocasionales para ganarse la vida. Durante esos tiempos de la depresión, era difícil encontrar trabajos esporádicos. Ni bien la abuela se enteró de que la comida escaseaba para esta familia, compró mercadería por cincuenta dólares y se las llevó a su casa.
Mientras conversaba y oraba con los padres, animándolos a permanecer firmes a pesar de las dificultades, Willie entró en la sala.
–¿Te gustaría ser mi jardinero? –preguntó la abuela–. Puedes encargarte del caballo, la vaca y las gallinas, desmalezar el jardín y hacer quehaceres domésticos.
Willie estaba encantado. La abuela le pagaba lo suficiente para evitar que la familia pasara miseria, hasta que el señor MacCann encontró un empleo estable.
En ausencia de mi papá, había un hombre de unos 35 años que tomaba el papel de anfitrión. Había estado detenido lejos de su hogar, sin dinero. Era inteligente y concienzudo, así que la abuela lo tomó y le ofreció el trabajo de llevar la contabilidad de la oficina, copiar y llenar documentos, y actuaba como agente de negocios de la casa. Emily Campbell, una de las asistentes de oficina de la abuela, hacía las veces de anfitriona.
Mientras comíamos, Annie Ulrick entró a esperar en la mesa. Siempre se negaba a comer con la familia, porque las criadas nunca hacían esto en Alemania, de donde provenía. Mientras levantábamos la mesa y lavábamos los platos, la señora Hamilton nos habló de Annie.
–Ella asistió a la misma serie de conferencias bíblicas que Nettie y yo –explicó la señora Hamilton–. Y decidió, al igual que el resto de nosotros, que lo más importante era obedecer a Dios. Sus padres se enojaron tanto cuando dejó su iglesia y se unió a los adventistas del séptimo día, que la echaron. Tu abuela nos dijo: “Annie está sola en el mundo; debemos hacer lugar para ella en nuestro hogar”. Así que, invitó a Annie para que fuese su cocinera. Annie había sido camarera en Alemania; antes no sabía nada de cocina, pero estaba aprendiendo rápido ahora.
A media tarde, Marian Davis, la asistente literaria de la abuela, nos llevó a su habitación, que quedaba arriba.
–Su abuela está escribiendo un libro sobre la vida de Cristo –nos dijo–. Estas páginas escritas a máquina, esparcidas en el piso, deben ir en uno de los capítulos. Dediqué meses a leer los sermones de su abuela, que fueron taquigrafiados mientras ella hablaba. También, clasifiqué cientos de páginas de artículos, diarios y cartas; y copié las cosas más hermosas escritas allí sobre Jesús. Ahora estoy compaginando estas selecciones para completar los capítulos que ella estuvo escribiendo. Esto le ahorra mucho tiempo. Cuando vuelva de su viaje, revisará estos capítulos y hará cambios y agregados.
Cuando la señorita Davis terminó de recopilar las mejores cosas que la abuela había escrito sobre la vida de Cristo, tenía más material que podían ponerse en un libro. Con los capítulos que la abuela había escrito especialmente para el libro, había suficiente para tres libros: El Deseado de todas las gentes, Palabras de vida del gran Maestro y El discurso maestro de Jesucristo; además de mucho material que quedó para El ministerio de curación. La abuela, en algún momento, escribió o dijo todo lo que incluyen estos libros. La señorita Davis la ayudaba a compaginarlo en capítulos y a cerciorarse de que todo estuviese copiado correctamente.
Cuando los viajeros regresaron del exterior, la mesa ocupaba casi todo el largo del comedor. La abuela siempre tenía una gran familia. Estaban sus asistentes regulares que informaban sus entrevistas y sermones, y copiaban y duplicaban sus cartas y artículos. Además de ellos, generalmente tenía entre uno y seis muchachos y chicas en su casa, a quienes cuidaba como a sus hijos. Cuando se enteraba de alguna persona enferma, desanimada o desafortunada, la única duda era si podría haber lugar en la mesa para otro plato, o un rincón en algún lugar de la casa para otra cama.
Casi un año después de que Mabel y yo llegamos a Australia, la Asociación compró una extensión de terreno maderero de 607 hectáreas, para establecer la escuela de capacitación Australasiana. La abuela compró un pequeño terreno contiguo y fue a Cooranbong a supervisar la limpieza, la plantación del huerto y el jardín, y la construcción de su casa. Yo tuve el honor de acompañarla.
La abuela tenía 68 años en ese entonces. Ella y yo vivíamos juntas, en una carpa grande. Cerca de allí había otra carpa para los obreros y una tercera, que se usaba como comedor, con una casucha detrás para la cocina. A menudo, temprano por la mañana, yo corría la cortina que separaba mi rincón de la carpa del de la abuela y me asomaba para verla recostada en la cama con almohadas, o sentada en su sillón con una tabla en su falda, escribiendo a la luz del farol de kerosén.
Para ahorrar tiempo a los obreros mientras construían su casa en Avondale, la abuela misma iba a los aserraderos para comprar los materiales necesarios, y por supuesto yo iba con ella.
Su primera preocupación, después de construir su casa, fue hacer quitar los árboles grandes de un pedazo de terreno, para usarlo como huerta. Me encantaba observar a seis yuntas de bueyes arando. Se requerían muchos restallidos del látigo y gritos para estimular a Bola de Nieve, Frutilla y Novato, los vagos, a que hicieran su parte.
Cuando la abuela salía con su yunta de caballos a dar una vuelta por el campo, a veces yo la acompañaba. En el vivero, ella eligió sus propios árboles para el huerto. El dueño del vivero le preguntó:
–Señora de White, ¿quisiera que le muestre cómo deben plantarse?
–Primero, permítame decirle cómo pienso hacer que hagan el trabajo –respondió ella con una sonrisa–. Le pediré al jornalero que cave un pozo profundo en la tierra y que le ponga tierra fértil, luego algunas piedras grandes, luego más tierra fértil. Después de esto, alternará capas de tierra y fertilizante hasta llenar el hoyo, y luego pondrá los árboles.
–Está claro que usted no necesita ninguna clase sobre cómo plantar árboles –dijo él.
Un año después de que los durazneros de tres años fueran plantados, dieron la fruta más deliciosa que haya probado alguna vez. La abuela también plantó uvas, damascos, nectarinos y ciruelos.
Pronto, papá hizo construir nuestra casita cruzando la calle, frente a Solana, la casa de la abuela. Durante la época de frutas, con frecuencia escuchábamos que alguien golpeaba la puerta antes del desayuno. La abuela entraba con una canasta de duraznos, cosechados de su huerto mientras el rocío todavía caía sobre ellos. Elegía un durazno rosado y lo ponía en el plato de mamá, luego se paseaba alrededor de la mesa dejando un durazno en cada plato. “Trae un plato, May”, decía. Mamá traía una fuente, y la abuela vaciaba la canasta de duraznos en ella. Luego, nos deseaba buen provecho y regresaba a cosechar otra canasta llena para su familia.
Una vez, la abuela y yo fuimos en busca de una vaca. Era hora del ordeñe cuando llegamos a la granja. Como amaba a los animales, a ella no le gustaba cómo ordeñaban en las granjas de esa parte del país. Entonces, dijo al granjero:
–Si le dieran a la vaca un poco de grano para comer mientras la ordeñan y luego la tratan con cuidado y le hablan con calma, no necesitarían atarle las patas. Ella aprenderá a quedarse quieta, y estará mucho más contenta y cómoda.
Nos llevamos una vaca llamada Molly, y la largamos en el pastizal de la abuela. Cada tarde, íbamos juntas para traerla a casa, a fin de ordeñarla. Caminábamos por el sendero que llevaba al bosque de eucaliptus, escuchando el cencerro atado al cuello de Molly. Cuando lo oíamos, yo saltaba troncos y arbustos agitando un palo, mientras la abuela se quedaba en el sendero llamando: “¡Vamos, patrona! ¡Vamos, patrona!” Luego regresábamos a casa juntas, llevando a la vaca delante de nosotras.
Un día, cuando Molly estaba mugiendo por su ternero, vi que la abuela la abrazaba por el cuello y decía a la compungida madre cuánto lamentaba que le hubiesen quitado el ternero.
Sin importar dónde viviéramos, si había animales domésticos alrededor, la abuela se hacía amiga de ellos. Ni bien pisaba el granero, el pony relinchaba una bienvenida y estiraba el cuello para las caricias que sabía que recibiría. La abuela no soportaba ver animales abusados porque, como decía, “ellos nos pueden hablar de sus sufrimientos”.
Una vez, mientras iba en el carruaje con ella, vimos a un hombre que estaba golpeando a una yegua débil y delgada, que luchaba para tirar de una carreta con mucha carga en una colina empinada.
–Sara –dijo rápidamente–, ¡detén la carreta!
Luego, habló al hombre:
–Señor, ¿perdió usted la razón? ¿No ve que esa pobre criatura está haciendo lo mejor que puede?
Por extraño que parezca, el hombre se disculpó, luego quitó la mitad de la carga y la apiló al costado del camino, diciendo que lo haría en dos viajes.
A menudo, cantábamos mientras viajábamos por los caminos rurales. Pero, lo que más recuerdo es las veces que nos sentábamos a su lado frente al hogar, mientras nos contaba historias de los días en que el abuelo y ella viajaban y trabajaban para construir una iglesia fuerte.