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Capítulo 2 Tarea para una adolescente

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–¡Elena! ¡Elena! ¿Estás enferma? No hubo respuesta.

–¿Se desmayó? ¿O está...?

Preocupadas, cuatro damas se inclinaron sobre la figura postrada de una muchacha de 17 años.

–¡No respira!

–Noto que tiene pulso.

–Hay señales de vida. Tiene los ojos abiertos, pero parece que no nos ve.

Las cuatro mujeres esperaron asombradas, pero no tenían ningún motivo para alarmarse. Elena estaba completamente bajo el control de Dios. En ese momento ella no las veía, ni escuchaba lo que decían. Estaba escuchando a un ángel que le hablaba, y contemplaba una escena que pasaba como una película delante de sus ojos. Estaba en una visión celestial.

Elena Harmon había estado visitando la casa de una amiga, donde ella y otras cuatro mujeres oraban juntas. Casi dos meses antes, hubo personas de muchas confesiones religiosas, llamadas adventistas debido a su creencia en la segunda venida de Cristo; ellos habían sufrido un chasco porque Jesús no vino a la Tierra el día que habían fijado. Muchos grupos pequeños como este habían estado estudiando la Biblia y orando, para que Dios les mostrara dónde se habían equivocado al interpretar las profecías.

El Salvador contemplaba con amor a estas personas desconsoladas, que habían estado tan seguras de que él vendría ese día de octubre de 1844 para llevarlas al cielo. Ahora había enviado un ángel para asegurarles, mediante esta visión, que realmente estaba llegando para llevarlas, pero no inmediatamente. Con paciencia, debían esperar un poco más.

¿Cuál fue la escena que vio Elena? En su visión, como la describió más tarde, le pareció estar subiendo cada vez más alto. Se dio vuelta para buscar a sus amigos adventistas, pero no podía verlos. Un ángel le dijo:

–Mira otra vez, y observa un poco más arriba.

Así lo hizo, y vio al pueblo adventista que avanzaba a lo largo de un sendero angosto y alto, por encima del mundo, hacia la Ciudad Santa, ubicada al final del sendero. Jesús los guiaba, y quienes fijaban su vista en él eran salvos. Una luz brillante al comienzo del sendero alumbraba todo el camino, para que sus pies no tropezaran. El ángel que había venido para mostrar estas cosas a Elena dijo que esto era el “clamor de medianoche”.

El “clamor de medianoche” fue un término muy utilizado durante el último verano de 1844. Provenía de la parábola de Cristo de las diez vírgenes, en la que se escuchaba un clamor a medianoche: “¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle!” Las vírgenes representaban a la iglesia de Cristo que aguarda, y el clamor de medianoche anunciaba que Jesús estaba viniendo. Era un llamado a prepararse para encontrarse con él. De modo que, en aquellos días, cuando la gente hablaba del clamor de medianoche se estaba refiriendo al gran despertar, cuando cientos de pastores de muchas partes del mundo contaban a la gente que Jesús vendría en el otoño de 1844.

En su visión, Elena vio que algunos de los que viajaban por el sendero se cansaban. Decían que la ciudad estaba muy lejana; que hubiesen esperado entrar antes. Entonces Jesús levantó su brazo derecho, y una luz se difundió por sobre el grupo de peregrinos.

Algunos rechazaban la luz, diciendo que no era Dios quien los había guiado hasta entonces. Para ellos la luz se apagó, dejando sus pies en tinieblas; y tropezaban, perdían de vista a Jesús y se caían del sendero. Pero, muchos de los que viajaban siguieron avanzando a lo largo del sendero celestial. En sus frentes estaba escrito “Dios” y “Nueva Jerusalén”.

Oyeron la voz de Dios que anunciaba el día y la hora en que Jesús regresaría, y vieron una nubecita negra en el cielo. Observaban en silencio, mientras la nube se acercaba cada vez más a la Tierra, haciéndose cada vez más brillante y más gloriosa hasta brillar como fuego. A su alrededor había miles de ángeles, y encima un arco íris. Los ángeles entonaban la música más bella que alguna vez se haya oído.

Y allí, sentado en la nube, estaba Jesús, con muchas coronas en su cabeza. En su mano derecha sostenía una hoz filosa y en la izquierda, una trompeta de plata. Cuando los que esperaban contemplaron la escena gloriosa, sus rostros empalidecieron. Parecía que los ojos de Jesús, como llamas de fuego, los examinaban una y otra vez. Con temor, exclamaron:

–¿Quién podrá mantenerse en pie? Mi manto ¿está sin mancha?

Los ángeles dejaron de cantar, y hubo un lapso de silencio. Entonces Jesús habló:

–Los que tienen manos limpias y corazón limpio podrán mantenerse en pie; mi gracia es suficiente para ustedes.

Con estas palabras, los rostros de los que esperaban se iluminaron. Los ángeles volvieron a cantar, mientras la nube seguía acercándose a la Tierra.

Cuando terminó la visión, Elena contó a sus amigas lo que había visto, y se alegraron mucho. Ella estaba feliz, porque pensó que había cumplido con su deber. Pero casi una semana después, el ángel que le había hablado en la visión se le apareció por segunda vez, diciendo que debía contar a otros lo que había visto.

El grupo de adventistas de Portland, con frecuencia, se reunía en su casa para orar y estudiar la Biblia. Quien encabezaba el grupo le pidió a Elena que relatara la visión en la siguiente reunión, pero ella temía que no le creyeran lo que tenía para decirles. En vez de ir a la reunión, se subió a un trineo y viajó más de 6 kilómetros, hasta la casa de una amiga.

Allí, en solitario en una habitación de arriba, pasó todo el día orando a fin de que Dios la eximiera de tener que narrar la visión. Pero no se sentía feliz, porque sabía que Jesús no estaba complacido con ella. Aun cuando oraba, se sentía sola y con miedo, casi olvidada por Dios. Finalmente, cuando la noche estaba cercana, se rindió y prometió que daría el mensaje.

Para cuando llegó a la reunión de oración, la gente se había ido. Pero la siguiente vez que se reunieron Elena les relató toda la visión; y se sorprendió enormemente cuando todos los presentes escuchaban con mucho gusto. Estaban felices porque ahora estaban seguros de que Jesús todavía los guiaba, y porque el clamor de medianoche era una luz radiante que brillaría a lo largo de todo su camino al cielo. Entonces, comenzaron a ver su error de pensar que la purificación del Santuario significaba que Jesús regresaría a la Tierra en ese momento.

Un día, el padre de Elena le preguntó:

–¿Por qué te ves tan alicaída? ¿Cuál es el problema?

Sin levantar la vista, ella respondió:

–Tú sabes, papá, que Dios me ha pedido que les cuente a los demás lo que él me mostró. ¿Por qué elegiría a alguien tan débil como yo para hacer esta gran obra? ¿Cómo puedo irme de casa y viajar de un lugar a otro? ¡Si tan solo pudieses ir conmigo! Pero, sé que tú no puedes dejar tu trabajo.

El señor Harmon era pobre y mantenía a su familia fabricando sombreros.

–Sara puede ir contigo –respondió él, animándola.

Sara era su hermana mayor.

–¿Cómo pueden dos muchachas viajar de pueblo en pueblo? –preguntó Elena–. ¿Quién pagará nuestro viaje? ¿Quién organizará las reuniones por nosotras? Y si la gente se reuniera, ¿cómo haría para que me escuchen? Solo se reirían de mí.

Las dificultades parecían enormes.

Cuando Elena tenía apenas nueve años, sufrió lesiones graves en un accidente. Tenía la cabeza lastimada y la nariz quebrada, lo que le dificultaba la respiración. Durante tres semanas estuvo inconsciente, y por muchos años sufrió los efectos de ese accidente. Tenía los pulmones tan debilitados que le dolía respirar. Con frecuencia, de noche, tenía que dormir recostada con almohadas, para poder respirar. Su corazón también era muy débil. El médico de la familia dijo que viviría tres meses, o menos, probablemente.

Mientras Elena hablaba de las dificultades que enfrentaba, su papá la abrazó y le dijo con ternura:

–Elena, si Dios te llamó para hacer una obra para él, te fortalecerá lo suficiente como para hacerlo, y te abrirá el camino para comenzar. Oraremos por ti en nuestra reunión de esta noche.

Dios envió una bendición especial mientras oraban por Elena. Ella recibió nuevo coraje, de modo que estuvo dispuesta a ir a cualquier parte y hacer cualquier cosa que pudiera.

Uno o dos días después, el cuñado de Elena, que vivía en un pueblecito a 48 kilómetros de distancia, llegó en un trineo.

–¿Me acompañas de regreso, Elena? –preguntó–. María quiere que la visites.

Elena sintió que Dios estaba abriendo el camino para que ella diera el mensaje, y que debía ir. Era pleno invierno al norte de Nueva Inglaterra; cada inhalación de aire helado le causaba dolor en los pulmones. Pero se abrigó bien y, sentada en el piso del trineo, se puso un pesado manto de búfalo sobre la cabeza.

Cuando llegaron, su hermana dijo:

–Me alegra que hayas venido; habrá una reunión esta noche en MacGuire’s Hill. ¿Vendrás con nosotros?

En ese entonces, los adventistas no tenían iglesias propias. Cuando Elena llegó al lugar de reuniones, se encontró con un salón grande, lleno de gente ansiosa por escuchar su descripción de la visión. No obstante, cuando se puso de pie para hablar, su voz era tan débil y ronca que apenas se la oía. Lo intentó por cinco minutos, mientras los oyentes se inclinaban hacia adelante para captar lo que decía.

Entonces, de repente y para sorpresa de todos, su voz cambió. Sonaba como una campana. Habló durante dos horas, describiendo los viajes del pueblo de Dios a la Santa Ciudad, la venida de Jesús y el hogar celestial. Se derramaron muchas lágrimas; pero eran lágrimas de gozo. Todos los corazones se animaron. Cuando Elena se sentó e intentó hablar con los que estaban más cerca, su voz fue tan ronca como antes, y solo podía susurrar.

Algunos se preguntan por qué Dios escogió a alguien tan débil para llevar sus mensajes a su pueblo. Había una razón. Cuando ese grupo de adventistas vio a Elena en su debilidad, de pie y tratando de hacer que ellos escucharan, y luego cuando el poder de Dios vino sobre ella, permitiéndole hablar con claridad, ellos supieron que no lo estaba haciendo en solitario: Dios la estaba ayudando.

Esa noche, cuando el grupo se despidió, hubo gritos de alegría.

–¡Vamos a casa! ¡Vamos a casa!

Algunos de los que observaban cómo los amigos de Elena la sostenían mientras regresaba al trineo, recordaron las palabras del apóstol Pablo: “Lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte [...] a fin de que nadie se jacte en su presencia”.

Durante la reunión, un joven llamado Hazen Foss se quedó escuchando afuera de la puerta. Dirigiéndose a un amigo, dijo:

–Esa visión es muy similar a la que Dios me dio a mí.

Sus amigos conocían su triste historia. Dos veces le había sido dada la visión, y dos veces se negó a relatarla. Entonces Dios le dijo que era eximido de la obra y que le sería dada a uno de los hijos más débiles de Dios.

Esto lo atemorizó. Por lo tanto, reunió a un grupo de personas, pero cuando comenzó a hablar no pudo recordar ni una palabra.

–Dios me ha quitado la visión –exclamó–. ¡Estoy perdido!

Y salió corriendo del lugar.

Al día siguiente de escuchar hablar a Elena, preguntó si podía verla en la casa de su hermana.

–Quiero hablar contigo –dijo–. El Señor me dio un mensaje para su pueblo, y yo me negué a dárselo. Anoche te escuché hablar. No te niegues a obedecer a Dios. Sé fiel en hacer la obra que él te da; y la corona que yo podría haber tenido la recibirás tú.

Demasiado tarde aprendió que es temerario decir que no a Dios.

En una oportunidad, el Señor dio a Elena un mensaje urgente para los creyentes de Portsmouth. El trayecto requería viajar en tren, pero no había dinero para los boletos. Sin embargo, Sara y Elena se prepararon para ir, confiadas en que el Señor abriría el camino.

Se vistieron para el viaje, y estaban a punto de salir caminando de la casa para recorrer la corta distancia hasta la estación, cuando Elena miró por la ventana y vio que un hombre a quien conocía conducía rápidamente hasta la puerta. El caballo estaba cubierto de sudor. Entró corriendo a la casa y preguntó:

–¿Alguien necesita dinero aquí? Sentí la impresión de que alguien necesita dinero aquí.

Las muchachas rápidamente le contaron que estaban yendo a Portsmouth para cumplir el mandato de Dios, pero no tenían dinero para los boletos. Él les entregó dinero para el viaje de ida y de vuelta.

–Súbanse a mi carro, y las llevaré hasta la estación –dijo.

De camino a la estación, él les contó que el caballo había querido hacer los 19 kilómetros desde su casa con tanta rapidez que se le hizo difícil hacer que no galopara todo el camino. Elena y Sara apenas alcanzaron a sentarse en el tren cuando este partió. Estaban en camino.

Elena Harmon, quien posteriormente llegaría a ser mi abuela, se embarcó en el trabajo de toda su vida. Nunca dudó cuando Dios la enviaba con sus encargos. En ocasiones, a pesar de las aparentes imposibilidades ella sabía que Dios proveería la salida.

Historias de mi abuela

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