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2. Las dos caras de Buñuel

“Bastaría que el párpado blanco de la pantalla pudiera reflejar la luz que le es propia para que hiciera saltar el Universo. Mas por el momento podemos dormir tranquilos, pues la luz cinematográfica está convenientemente dosificada y encadenada”.

Esto declaró Luis Buñuel en cierta ocasión, y añadió: “Si deseamos ver buen cine raramente lo encontraremos en las grandes producciones o en aquellas obras que vienen sancionadas por la crítica o el consenso de los públicos”.

Y, sin embargo, el hombre que así habla, se pasó casi treinta años de su vida dirigiendo películas que ni siquiera caen dentro de esta última clasificación, ya que ni son grandes producciones ni merecen la atención cuidadosa de la crítica, ni (consuelo relativo) lograrán la aceptación del público. Fueron alrededor de catorce mediocridades.

Encontramos a Buñuel, por primera vez, en la Residencia de Estudiantes de Madrid, al lado de Salvador Dalí y Federico García Lorca. Había nacido en el pueblo aragonés de Calanda en 1900, y su juvenil amistad con Dalí determinaría su trayectoria.

El futuro director aragonés y el futuro pintor catalán emprenden juntos la filmación de una película: Un perro andaluz, allá por 1928.

El resultado es una obra maestra de veinte minutos de duración. Había sido concebida como un insulto al público, y el día del estreno Buñuel fue al teatro con piedras en los bolsillos, para defenderse.

Pero no las necesitó. Un perro andaluz fue aclamada por un público compuesto por jóvenes “snobs” y partidarios del superrealismo.

Esto decepcionó a Buñuel. Él mismo decía más tarde: “Qué puedo yo contra ese público imbécil que ha encontrado bello o poético lo que, en el fondo, no es más que un desesperado y apasionado llamamiento al asesinato”.

Un perro andaluz comenzaba con una secuencia que ha hecho desmayar a algunas espectadoras: una navaja entra en el ojo de una joven y lo hace saltar, derramando todos los humores. (En realidad, el ojo era el de un pollino muerto).

Pero esta película carecía de argumento, y dos años más tarde, siempre con la colaboración de Dalí, Buñuel filma La edad de oro, considerada por la crítica mundial como la película más revolucionaria, anticonvencional y descarada que se haya filmado jamás, y una de las obras más originales y perturbadoras de todos los tiempos. Esta sí tenía cierta ilación poética y fue una de las primeras películas sonoras rodadas en Francia.

Pero, contra lo previsto, el estreno de La edad de oro, motivó un verdadero motín... Dos días después el Prefecto de París tenía que prohibir su proyección y el filme no volvió a verse hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

Pasan otros dos años y Buñuel incurre en el terreno del documental. Se va a la región española de Las Hurdes y logra una película espeluznante: Tierra sin pan. Resultado: el gobierno español la prohíbe, pero el resto del mundo se estremece con ella.

Y aquí, aparentemente, desaparece Luis Buñuel. Se convierte en un profesional del cine; y este genial realizador, poseedor de una fuerza seca incomparable, que podía traducir a imágenes cinematográficas, se dedica a dirigir una colección de películas fáciles, con cierto matiz de talento en el fondo, como un gran novelista metido a escritor de radioteatros.

Hay un profundo despertar en 1950, cuando emprende Los olvidados, que merece el premio a la mejor dirección en Cannes y trece “Arieles” en México. Era la consagración definitiva y oficial, pero Los olvidados era un esfuerzo un tanto vacío de utilizar el aspecto formal de sus imágenes despiadadas basadas en la injusticia social.

Al parecer, Buñuel olvidó rápidamente Los olvidados, pero utilizando sabiamente sus laureles, reinició su colección de mediocridades, siempre ligeramente teñidas de talento.

Robinson Crusoe, Él, Abismos de pason, La ilusión viaja en tranvía, Ensayo de un crimen y La muerte en este jardín, unas más y otras menos, reflejan el conflicto entre el genio que quiere asomarse y el afán comercial. El resultado es un tanto patético, pues estos filmes no son lo suficientemente malos como para alcanzar el abrumador éxito taquillero que, al parecer, se perseguía, ya que no logran disimular del todo la mano maestra de su creador.

Los amantes del buen cine siguen fielmente a Buñuel año tras año, y sufren un desengaño tras otro. A veces hay una recuperación parcial como en Robinson Crusoe, cuya poesía pura y sin palabras fue quebrada en la versión que vino a Lima con el añadido de una prudente e innecesaria narración.

Finalmente, Buñuel desempolva a Zachary Scott y, en inglés, filma La joven. No es una obra cumbre, y menos para él, pero es un gran filme. Sin embargo, la crítica se alarma: parece que es lo mejor que puede dar de sí el genial director español. Es mucho, pero no para él. El síntoma es más alarmante que sus mediocridades comerciales.

Y súbitamente, en el Festival de Cannes de 1959, hace su aparición Nazarín.

Aparte de la extraordinaria calidad de esta película, que la coloca entre las más fuertes y directas de la historia del cine, tiene otro gran mérito: la época en que ha sido filmada.

En un momento en que se está afianzando en el mundo la convicción de que el arte de este siglo es el cine, y rodeado por una verdadera avalancha de producciones geniales, sobre todo francesas e italianas, Buñuel es prácticamente un solitario representante de un país que no quiere ser representado por él.

Nadie esperaba Nazarín. La poderosa ola italiana amenazaba con monopolizar la cinematografía en su más alto nivel. Pero Nazarín es la obra de un hombre, de un artista, no de una época ni una escuela. Corrió por Cannes el rumor: “Ha vuelto La Edad de Oro de Buñuel”. Era difícil creerlo después de tanto tiempo. Pero era cierto.

Nazarín es, quizá, la película más equilibrada de los últimos tiempos. Casi se puede decir que está dosificada con cuentagotas. Hasta el tributo que rinde Buñuel a su tendencia visceral es mínimo, como en ese breve primer plano de la herida sangrante de la prostituta.

La brutalidad aparece también, pero en forma fugaz, como en el salvaje mordisco de la mujer a su amante, y la breve visión del Cristo crucificado riendo a carcajadas.

Parece que Buñuel no hubiera querido ayuda de ninguna clase en Nazarín. Salvo la incomparable fotografía de Figueroa, lo único que acompaña a don Nazario, en su peregrinaje, son los ruidos de fondo. No hay música en todo el filme, como preparando ese inexplicable y acompasado redoblar de tambores final, que en forma no racional crea en el espectador el exacto estado emocional del personaje.

Y sobre ese mismo redoble el jurado otorgó el Gran Premio a Nazarín, en forma unánime.

Pasaron dos años, y como reafirmando que su decisión de mostrar la otra cara era definitiva, en la última función del último día del Festival de Cannes de este año, Buñuel mostró Viridiana.

Y más en este caso que en el otro, Viridiana es una película cuya paternidad española no desea el gobierno de aquel país. El jurado de Cannes volvió a otorgar el Gran Premio a Buñuel, y Viridiana se convirtió en lo que el crítico argentino Eichelbaum llama “el triunfo del cine español en el exilio”.

Los comentarios que hay acerca de Viridiana, la catalogan, aparte de su calidad cinematográfica, como una obra que sería oficialmente subversiva en los Estados Unidos y en la Unión Soviética, en Canadá y en Israel. Es el mismo Buñuel de antaño, intolerablemente independiente y libre.

Viridiana aún no ha llegado al Perú. Nazarín, por otra parte, ha sido exhibida un solo día, perdida dentro de una heterogénea muestra de cine mexicano que incluía, curiosa ironía, una producción de Buñuel, perteneciente a su otra cara. Muy pocos amantes del buen cine se enteraron a tiempo del acontecimiento.

Es posible, todos lo desean, que Buñuel se olvide para siempre de esa otra cara.

(7 Días del Perú y del Mundo, 23 de julio de 1961, pp. 18-19)

La batalla por el buen cine

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