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Prólogo

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EL INICIO DE UNA EXPERIENCIA EXTRAORDINARIA

Al principio, no teníamos televisión. Desde que esta llegó al Perú y se iniciaron las primeras emisiones experimentales, hasta las transmisiones comerciales en 1958, no tuvimos una en casa. Vivíamos entonces en una quinta de la calle Tejada en San Antonio, adonde, por las tardes, de 3 a 5, la mayoría de niñas y niños nos sentábamos frente al televisor de la vecina, hechizados por imágenes que nos unían en una especie de hermandad que no admitía disidentes. Una vecina generosa que nos dejaba entrar a su sala, ávidos por ver la franja de dibujos animados en un desfile que incluía al Gato Félix, Popeye y Olivia, Minnie y el Ratón Mickey, por mencionar solo a algunos de nuestros favoritos. En mi imaginario personal, en esa edad de la inocencia, Betty Boop con su mini, sus enormes ojazos, su desafiante liga en el muslo y su bu bu badú, era la encarnación de la sensualidad. Hoy pienso que fue la predecesora de Marilyn Monroe.

Quién hubiera podido imaginar siquiera que luego de algunas décadas, regresaría a vivir con mi hijo Sebastián a esa misma calle, donde también tuve encuentros cercanos con la felicidad. Cosas del destino.

El año 1958 fue un año cualquiera que comenzó un día miércoles. Sin embargo varias cosas significativas ocurrieron: Hannah Arendt publica La condición humana; una expedición neozelandesa llega al Polo Sur; el satélite artificial soviético Sputnik 1, el primero de la historia, lanzado en 1957, se desintegra en la atmósfera. En Estados Unidos, el niño Bobby Fischer, de tan solo catorce años, gana el Campeonato Nacional de Ajedrez y se convierte en Gran Maestro, y el canal CBS transmite el primero de los conciertos para jóvenes del compositor Leonard Bernstein dirigiendo la Filarmónica de Nueva York. La serie se televisó durante los siguientes catorce años en Navidad y convirtió a Bernstein en el director de orquesta más famoso de ese país. En el Perú se inauguran el Canal 7, Televisión Nacional del Perú, hoy TV Perú; y el Canal 4, conocido como América Televisión.

Una noche, en la víspera de Navidad, llega por sorpresa a manera de regalo nuestro primer televisor. Ni siquiera teníamos muchos muebles en ese entonces, así es que nos instalamos a la medianoche del 24, con Armando como maestro de ceremonias, para ver Amahl y los visitantes de la noche, la ópera de Gian Carlo Menotti. Una de las más hermosas y conmovedoras historias del mundo entero. Nos sentamos sobre una alfombra con cojines, y estuvimos a punto de volar como Aladino y su lámpara maravillosa con los ojos llenos de lágrimas.

AMOR SIN BARRERAS

Ese fue el título que eligieron en español los distribuidores para el filme West Side Story en Latinoamérica. Como si necesitáramos que nos anunciaran una historia de amor tan incuestionable. El título no estaba nada mal y era muy comercial, pero Historia del lado Oeste (la traducción literal) me cautivó siempre más.

La película, dirigida por Robert Wise en colaboración con Jeromme Robbins, obtuvo, además de la acogida del público el Óscar a Mejor Película, Mejor Actor y Actriz de Reparto (inolvidables George Chaquiris y Rita Moreno). Aunque debieron haber premiado también a la adorable Natalie Wood, que era el alma del filme.

Recuerdo cada fotograma del día en que mi padre nos llevó a mi hermana Delba y a mí a ver la película en el cine Roma. La censura había declarado que era para mayores de 18 años y nosotras teníamos apenas 13 o 14. En ese entonces mi padre ya trabajaba en el diario La Prensa.

Ese día usábamos medias cubanas, zapatos de charol y abrigos de lana. Estábamos muertas de miedo de que no nos dejaran entrar, pero sobre todo, muertas de curiosidad por descubrir qué era lo que supuestamente no podíamos ver a nuestra edad debajo de nuestro cerquillo.

Con su carnet de periodista en mano y su carisma de un metro noventa, mi padre se tomó el tiempo de convencer al señor de la boletería que tenía que dejarnos entrar porque, primeramente, él lo autorizaba como padre y se hacía responsable de “todas las consecuencias”. Eso fue lo que dijo. Como si hubiese sido capaz de ir a prisión por abrirnos las puertas de un mundo prohibido.

Naturalmente, entramos. Y las consecuencias, pues vaya que las hubo. Pero todas fueron parte del inicio de una dimensión maravillosa que jamás nos abandonó.

LA PRENSA

A partir de esas experiencias empecé a comprender lo que significaba el cine y la enorme resonancia que tendría en mi vida, pero, sobre todo, lo que significaba para mi padre. Así entendí (tal como lo señala el epígrafe de este libro) por qué escribía esos formidables artículos desde su escritorio en La Prensa, con una pasión que pocas veces he visto, y que hoy recuperamos gracias a Emilio Bustamante y al Fondo Editorial de la Universidad de Lima. Para ellos, mi reconocimiento.

Releyendo su trayectoria mi asombro crece no solo por todo lo que hizo sino por cómo lo hizo. A la luz de la historia las cosas se ven más diáfanas, con esa gran y necesaria perspectiva que nos concede el paso del tiempo sobre nuestra permanencia en la tierra. Esa cierta mirada desprovista de toda la hojarasca que enrarece nuestra vida cotidiana, y que la hacen tan difícil de vivir.

Mi hermana y yo solíamos visitarlo de la mano de mi madre, Ada—que levantaba miradas a su paso debido a su hermosura—, en su lugar de trabajo ubicado en el Jirón de la Unión. Luego de trasponer el enorme umbral correteábamos por los pasillos del diario canturreando papá trabajando, papá trabajando, que hasta hoy no sé qué tipo de indulgencia permitía. El premio mayor era almorzar con él en la cafetería del periódico, como si nos hubiesen llevado al mejor restaurante de la ciudad.

Y nuevamente, otro juego del azar me llevaría, muchos años después, a convertirme también en periodista y a trabajar en El Comercio, a pocas cuadras de La Prensa (quién lo hubiera sospechado), donde tuve el privilegio de escribir columnas que entre otros temas incluían comentarios sobre cine, con la misma exaltación y entusiasmo de mi padre.

Durante los años sesenta y a partir de ahí fui descubriendo a mis directores y filmes favoritos. En gran parte gracias a las exhibiciones de los cineclubes que surgieron en la época como alternativa para mostrar películas que estaban fuera del circuito hollywoodense, como el del Ministerio de Trabajo, entre tantos otros, que congregaba multitudes. Aquí me resulta imprescindible mencionar a Augusto Geu Rivera, uno de sus principales promotores y entrañable amigo de la familia. En esos años pude ver, por citar solo unas cuantas, La infancia de Iván y La balada del soldado (reseñadas en este libro), poemas cinematográficos que impregnaron en mí su extraña belleza que hasta hoy me persigue. Me sedujo Truffaut (cómo olvidar Los cuatrocientos golpes), ¡Bresson! (Pick Pocket, Al azar Baltasar), y me fascinaron Bergman, Fellini, Antonioni, Kurosawa. Gigantes que parecen haber desaparecido en el tiempo porque, aunque existen magníficos realizadores en la actualidad no parecen alcanzar tamañas estaturas.

Papá, no sabes cuánto te extraño. Entre tantas otras cosas, te debo mi amor por el cine, y la manera en que me enseñaste a mirar el horizonte con ojos de ver. Este libro, que compendia y prologa Emilio Bustamante, me lo confirma una vez más. Por lo cual te agradezco, emocionada.

Marcela Robles

La batalla por el buen cine

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