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3. Cine. Una sombra y una luz

Se acababa de inventar el cine sonoro, cuando Eisenstein, el genial realizador ruso, dirigió en París un filme de cortometraje llamado Romanza Sentimental.

Muy pocos conocen esa pincelada cinematográfica en la que, sin diálogo ni acción, una joven espera tristemente la llegada de su enamorado. Todo lo que hay, aparte de la maravillosa secuencia de los planos, es la formidable fotografía de Tissé y la música.

Pero este cortometraje sin aparente importancia marcó una encrucijada en la historia del cine: por un lado, Hollywood no supo qué hacer con el sonido fílmico recién descubierto y terminó lanzando una avalancha de revistas y operetas sin ningún valor, y por el otro, Eisenstein expresa en imágenes su convicción de que el cine posee su propia verdad estética audiovisual, que no depende de nada ni se deriva de ningún otro género.

Desde este momento comienza la vía crucis del cine. La producción comercial norteamericana embota, en forma sistemática, la sensibilidad del público, y logra hacer que se olvide de las primeras creaciones, muchas de ellas también norteamericanas, en las que se utilizaba el cine como lo que es: un nuevo método de expresión artística.

Es tan poderosa y prolongada esta vieja ola monetaria, que ahoga todos los esfuerzos desesperados de los ilusos visionarios. Cuando se escriba la historia oculta del cine, se descubrirán sórdidas y despiadadas maniobras de Hollywood para atraer e inutilizar a talentos europeos en dirección y actuación. Se forma una especie de “maffia” del celuloide, que reconociendo su impotencia para hacer buen cine, y temerosa de que este buen cine arrastre un porcentaje del público, extiende cheques y contratos para esclavizar a cualquier posible genio.

Durante muchos años, el mensaje del americano Griffith y del ruso Eisenstein, parece condenado al olvido. Una tras otra se amontonan en las salas cinematográficas del mundo las generaciones que no ven sino cursilerías almibaradas y dramones lacrimosos amén de las películas llamadas de acción o con mensaje.

La consecuencia es lógica: todo el mundo llega a convencerse de que el cine es un medio de distracción, en un mismo nivel con las kermeses o la montaña rusa. A todas estas generaciones ni se les ocurre relacionar la idea de arte con la de cine. Y Hollywood explota hábilmente este reflejo condicionado amontonando millones y millones de dólares.

Pero hay otra consecuencia desastrosa, que como siempre, está relacionada con un alto nivel de inteligencia: el cine se convierte en un vehículo argumental y su categoría está dada por el tema.

Las personas que van al cine en busca de algo más que una distracción sensorial, concentran su búsqueda en el valor argumental de las películas. Las posibilidades artísticas y propias de la cinematografía parecen perdidas para siempre.

En esto, el itinerario descrito por el cine no se diferencia del de las demás artes. Recordemos los interminables años, que recién están terminando, en que la música fue un simple acompañamiento de argumentos idiotas, o los temas sinfónicos surgían de relaciones argumentales. También la pintura sirvió para ilustrar escenas mitológicas, bíblicas o poemáticas, limitando su fuerza y sus posibilidades a las que les prestaban estos capítulos.

Mucho se tardó para que las artes tomaran los episodios argumentales como simples medios auxiliares de expresión; pero aun así, el público continuó interpretando argumentalmente el valor de dichas artes.

El cine, como benjamín de las artes, es el que más está tardando en alcanzar su independencia. Y esto no quiere decir que los demás fines a los que se aplican estos medios de expresión desaparezcan; todo lo contrario.

La música seguirá sirviendo para bailar, la pintura para ilustrar alma-naques y la arquitectura para construir estaciones de servicio; lo mismo el cine: siempre será un formidable medio de distracción, de propaganda, de moralización y de enriquecimiento.

Pero dediquemos las pocas líneas que faltan al cine verdadero, que está en la raíz de todos sus géneros, falsificaciones y desvíos.

Han transcurrido muchos años desde Eisenstein y Buñuel, y recién estamos volviendo a la búsqueda que aquellos iniciaron. La vieja ola monetaria tuvo que frenarse ante el pedido del público de más profundidad intelectual y más verdad. El talento y la sensibilidad volvieron a incursionar en el cine, y fueron aceptados por el público. Apareció una generación de directores geniales, que unas veces haciendo concesiones y otras no, colocaron al cine un poco más cerca de su nivel.

Los fabricantes de almanaques tuvieron que aprender a pintar, pero ya no pudieron silenciar a los artistas. El mismo Hollywood se rindió, y tuvo que permitir que allí mismo se produjeran grandes y bellas obras.

Este ambiente de libertad, sin embargo, no era sino el preludio. La identificación entre el cine y el argumento era muy sólida para que se rompiera de golpe, pero ya este mismo argumento pasaba poco a poco a ocupar un lugar secundario, y la manera en que era mostrado en los filmes era cada vez más propia. Gran parte del público comenzó a sospechar que el cine no era una ventana abierta a una serie de acontecimientos.

Había algo más. ¿Qué era? Era la comunicación al espectador, mediante formas, movimientos y sonidos, de ciertas relaciones y verdades, que le llegaban directamente a un nivel más profundo que el meramente intelectual. En cierta forma, a esto se reduce el arte.

Y para esto, por supuesto, no era necesario que el cine, o cualquier arte, se independizara de lo argumental; pero era indispensable que no estuviera esclavizado a ello. Podía acudir o podía no acudir a la narración de acontecimientos. No tenía importancia.

Lógicamente, la etapa final de este desarrollo del cine, en el capítulo que estamos viviendo, se ha desarrollado en un plano argumental. Sintetizándolo en la producción italiana contemporánea, que es la más alta a que haya llegado el cine de nuestros tiempos, podemos ver que estos filmes son, todos, argumentales, y sacan del argumento mucho de su fuerza y belleza.

La dulce vida, Rocco y sus hermanos, Dos mujeres, La aventura y El general de la Rovere, son narraciones. La grandiosidad monumental de la expresión y el logro cinematográficos va pareja con el tema. Por supuesto nadie admitiría que la historia de un periodista de tercer orden en una sociedad envilecida, o la de dos mujeres violadas, o la de un aventurero cobarde, encierra grandeza alguna; pero el genio de Fellini, de De Sica y de Rossellini, con el arte del cine extrae y muestra su grandeza.

Con estas películas parece que el cine ha llegado al máximo de su capacidad de expresión. Todo indicaría que ahora solo puede repetirse. El arte es la capacidad de descubrir y mostrar la belleza y la verdad en todo. Si hubiera algo en el universo carente de verdad y belleza, absolutamente todo carecería de verdad y belleza.

Y es entonces cuando aparece la nueva ola, termino, por desgracia, comercializado, falsificado.

Los amantes, de Malle; Hiroshima, mi amor, de Resnais; y Horas candentes, de Godard, muestran que el cine no necesita repetirse.

Es evidente que estas películas señalan el comienzo de una nueva era cinematográfica; no son, por consiguiente, obras cumbres, sino obras iniciales. Pero en ellas, más que en ningún otro cine de todos los tiempos, se siente vibrar la pureza solitaria del arte cinematográfico.

Son desconcertantes, como toda revolución; tan desconcertantes, que cuando se las ataca, se ataca su argumento; es decir, lo que menos valor tiene.

Cuando Ricardo Wagner emprendió la revolución musical que fue su obra, desconcertó a medio mundo; pero, que yo sepa, ningún crítico atacó por ejemplo a Tristán e Isolda en la necedad de su argumento. Y el mismo Wagner dijo que ante la necesidad de que Tristán se enamorara de Isolda, más económico que desarrollar toda una serie de episodios era hacer que este tomara un brebaje encantado. El amor no está en el argumento, sino en la música.

Y lo mismo en el cine. Llegará a liberarse completamente este arte tan fuerte que, por ejemplo, puede trasmitir a los espectadores, con más fuerza que la misma realidad, el sentimiento del amor, sin una palabra, sin una razón; solo con dos o tres planos, una sombra y una luz.

(7 Días del Perú y del Mundo, 13 de agosto de 1961, pp. 16-17)

La batalla por el buen cine

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