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2 El sitio de Famagusta
ОглавлениеEl año 1570 comenzó de una forma trágica para la República de Venecia, la mayor y más temible enemiga de los turcos.
Ya hacía cierto tiempo que el rugido del León de San Marcos se había debilitado. En primer lugar el Negroponto, en Dalmacia, y luego las islas del archipiélago griego, habían recibido las primeras heridas, pese a la heroica defensa que sus moradores opusieron a los asaltos iniciales del enemigo.
Selim II, el formidable sultán de Constantinopla, dueño del Bósforo, vencedor de húngaros y austríacos, dominador de Egipto, Trípoli, Túnez, Argelia, Marruecos y parte del Mediterráneo, solo aguardaba el momento adecuado para tomar definitivamente las últimas colonias que en Levante poseía la República.
La concesión de la isla de Chipre a la República, concretada por Catalina Cornaro, fue la chispa que encendió la pólvora.
El sultán, considerando en peligro sus posesiones de Asia Menor, y confiando en su poderío, conminó a los venecianos, sin más explicación, a que entregaran la isla. Como era de imaginar, el Senado veneciano rechazó despectivamente la intimidación.
La isla de Chipre solo tenía en aquel tiempo cinco ciudades: Nicosia, Famagusta, Baffo, Arines y Lamisso. Solamente las dos primeras estaban en disposición de ofrecer resistencia, ya que eran las únicas amuralladas.
Se dieron instrucciones para fortificar los muros todo lo posible y constituir un amplio campo atrincherado en Lamisso, para reunir las tropas venecianas, que ya estaban en movimiento, bajo las órdenes de Guillermo Zane. También se dispuso hacer regresar desde Candía a la flota de MarcosQuirini, uno de los mejores marineros con que en aquella época contaba la República.
Nada más declarada la guerra, las fuerzas enviadas por el Senado desembarcaron sanas y salvas en Lamisso, gracias a la protección de Quirini.
Aquellos refuerzos se componían de ocho mil hombres de a pie, entre venecianos y mercenarios; dos mil quinientos de a caballo y bastantes piezas de artillería. La guarnición de la isla solo era entonces de diez mil infantes, entre arcabuceros y alabarderos; cuatrocientos mercenarios dálmatas y quinientos de caballería, pero a ellos se habían unido muchos habitantes, entre ellos varios venecianos.
Conocedores de que los turcos, con muy poderosas fuerzas, habían desembarcado ya bajo el mando del gran visir Mustafá, que era considerado como el más experto y el más feroz general, los venecianos dividieron sus tropas en dos cuerpos, decidiendo atrincherarse en Nicosia y Famagusta, determinados a resistir en sus posiciones el terrible asalto de las hordas enemigas.
Mustafá, que contaba con un ejército siete u ocho veces superior en número, llegó en poco tiempo, casi sin luchar, a las murallas de Nicosia, plaza que, por considerar la mas fuerte, deseaba rendir antes.
El 9 de septiembre de 1570, al alborear el día, Mustafá lanzó sus numerosísimas tropas contra el fuerte de Constanzo y, luego de una sangrienta lucha, consiguió conquistarlo. Al verse vencidos, los venecianos se rindieron con la condición de que se les respetara la vida.
El feroz visir aceptó, pero en cuanto la ciudad fue invadida por sus fuerzas, echó al olvido su palabra, y ordenó degollar a todos los defensores y también al pueblo, porque había colaborado en la lucha. Veinte mil personas fueron muertas, convirtiéndose la infortunada ciudad en un triste cementerio.
Solamente veinte nobles —por los que el sanguinario visir esperaba un buen rescate— y las mujeres y niñas de Nicosia fueron la excepción, si bien estas últimas para ser enviadas como esclavas a Constantinopla.
Las huestes islámicas, enardecidas por tan fácil triunfo, marcharon sobre Famagusta, pensando rendirla a la primera embestida.
El 19 de julio de 1571 las huestes turcas acamparon en las proximidades de la ciudad e iniciaron el sitio. Al otro día intentaron el asalto de la población, pero fueron rechazadas con grandes pérdidas.
El 30 de julio, tras un incesante bombardeo e ininterrumpidos trabajos para minar las torres y los fuertes, Mustafá condujo por segunda vez sus tropas al asalto, y de nuevo la valentía de los soldados de Venecia triunfó. Todos los habitantes colaboraban en la defensa, incluso las mujeres.
Al fin, en octubre, los sitiados, que con sus salidas, realizadas con mucha frecuencia, lograron mantener a raya al adversario, recibieron el refuerzo prometido por la República, que consistía en mil cuatrocientos infantes, y dieciséis piezas de artillería.
Poco era semejante fuerza para una ciudad sitiada por mas de sesenta mil turcos, si bien sirvió para estimular la moral de los asediados, ya en situación desesperada, e infundirles nuevos bríos y alientos.
Desgraciadamente, los víveres y las municiones menguaban sin cesar y los otomanos, con su pertinaz cañoneo, no dejaban a los venecianos ni un momento de descanso. La ciudad se había convertido en un montón de escombros, porque fueron escasas las moradas que quedaron en pie.
Por si esto no resultase bastante, unos días mas tarde llegaba a Chipre Alí-Bajá, almirante de la flota turca, con una escuadra de cien galeras, que transportaban a cuarenta mil hombres. A partir de entonces, Famagusta se convirtió en el centro de un cerco de hierro y fuego que ninguna fuerza humana hubiera podido atravesar.
Tal era la situación al acontecer los hechos descritos en el capítulo anterior.
Una vez que los mercenarios hubieron llegado al fuerte, abandonaron sus alabardas que en aquel momento resultaban inútiles, y, colocándose en las escasas aspilleras que aún existían, armaron sus pesados mosquetes y soplaron las mechas, en tanto que los artilleros, la mayoría de ellos marineros de las galeras venecianas, proseguían el cañoneo con las culebrinas.
El Capitán Tormenta, sin atender las prudentes advertencias de su teniente, se había colocado en lo alto del fuerte, a medias protegido por un muro semiderrumbado y lleno de grietas.
Por la tenebrosa llanura que se extendía mas allá se veían relucir, en diversos lugares, puntos luminosos, seguidos de fogonazos, a los que acompañaban los sordos silbidos de los pesados proyectiles de piedra.
Los turcos, cuya fiereza iba en aumento, ante la férrea resistencia de los sitiados, minaban las trincheras para aproximarse al medio derrumbado fuerte. Si este se mantenía en pie era merced a la inmensa cantidad de materiales que las valerosas mujeres arrojaban en los fosos.
El Capitán Tormenta, silencioso e impasible, observaba los fuegos que iluminaban el campamento otomano. Al cabo de un rato, una sombra se aproximó a él, murmurando en malísimo dialecto napolitano.
—¡Aquí me tienes, señora!
El joven se dio la vuelta con rapidez, reprimiendo con dificultad un grito.
—¿Eres tú, El-Kadur?
—¡Sí, señora!
—¡Silencio! ¡No me llames de esta forma! ¡Nadie debe enterarse de quién soy!
—¡Estás en lo cierto, señora, digo señor!
—¡Otra vez! ¡Acércate!
Cogió por un brazo al hombre y lo llevó a la parte exterior del fuerte, a una especie de garita desierta, alumbrada por una antorcha.
Este era era alto y delgado, tapaba su cabeza con un turbante blanco y verde. Al cinto se veían sobresalir las culatas de dos enormes pistolas casi cuadradas, al igual que las utilizadas por los moros de Marruecos, y la empuñadura de un yatagán.
—¿Qué sucede? —inquirió el Capitán Tormenta.
—El vizconde Le Hussiere se halla con vida —contestó El-Kadur—. Me he informado por uno de los capitanes del visir.
—¿No te habrá mentido? —dijo con voz temblorosa el joven Capitán.
—No, señora.
—¡No me llames "señora"! Ya te lo he advertido. ¿Y a qué lugar lo llevaron? ¿Te has enterado, El-Kadur?
El árabe hizo un gesto de desolación.
—No, señor. Todavía no he podido enterarme. Pero confío en saberlo pronto. Acabo de entablar amistad con un jefe, que si bien es musulmán, bebe el vino de Chipre en barril, no importándole nada el Corán ni el Profeta, y espero arrancarle la verdad cualquier día. ¡Te lo juro, señor!
El Capitán Tormenta, o, para ser más exactos, la Capitana, se dejó caer sobre la cureña de un cañón, tomándose la cabeza entre las manos.
Dos lágrimas resbalaron por su bello semblante, que en aquel momento estaba muy pálido.
El árabe, un poco apartado y envuelto en su capa, aguardaba muy emocionado. Su rostro, duro y fiero, manifestaba una indecible angustia.
—¡Si yo pudiese, señora, digo señor, a cambio de mi sangre, proporcionarte la tranquilidad y la alegría!
—¡Ya conozco tu fidelidad, El-Kadur! —replicó el Capitán Tormenta.
—¡Hasta la muerte, señora, seré tu más fiel esclavo!
—¡Esclavo no; amigo!
Los ojos del árabe despidieron un destello, tornándose casi fosforescentes.
—He renegado para siempre de mi antigua religión —dijo luego de una corta pausa—, y no olvido que el duque de Éboli, tu padre, me libró, cuando yo era niño, del poder de mi despiadado amo, que todo el día me golpeaba bestialmente. ¿Qué he de hacer ahora?
El Capitán Tormenta no respondió. Semejaba estar recordando ideas que suscitaban en él penosas remembranzas, a juzgar por la expresión de su semblante.
—¡Mejor hubiera sido no haber visto nunca Venecia, la joya del Adriático, y no haber dejado las azules aguas del golfo de Nápoles! —exclamó por último, hablando consigo mismo—. ¡Mi corazón no sufriría ahora de una manera tan brutal! ¡Ah, que noche tan maravillosa junto al Gran Canal! ¡Él estaba allí, junto a mí, tan apuesto como el dios de la guerra, sentado en la proa de la góndola, diciendo bellas frases que me hacían el efecto de un canto celestial! Y eso que estaba enterado de que había sido destinado para combatir aquí y, no obstante, sonreía; sonreía mirándose en mis ojos. ¿Qué pensarán hacer de él esos monstruos? ¿Lo asesinarán poco a poco para tornar su castigo más cruel? ¡Infortunado Le Hussiere!
—¡Cómo lo amas! —exclamó El-Kadur, que había estado escuchando al Capitán sin apartar los ojos de él.
—¡Sí, lo amo! —exclamó la joven duquesa, con vehemencia—. ¡Lo amo igual que aman las mujeres de tu país!
—Tal vez con mayor pasión, señora —repuso el árabe, reprimiendo un suspiro—. Otra mujer no hubiera hecho lo que haces tú. No hubiera abandonado el magnífico palacio de Nápoles, no se habría disfrazado de hombre, contratando a su costa una compañía de soldados. Y no habría venido a este lugar a encerrarse en una ciudad sitiada por cien mil turcos, para afrontar la muerte.
—¿Acaso podría estar tranquila en mi palacio sabiendo que él se encontraba aquí y en un peligro tan grande?
Un temblor recorrió el cuerpo del árabe.
—Señora —preguntó—, ¿qué debo hacer? Tengo que aprovechar la oscuridad para regresar al campamento.
—Debes estar siempre atento, para informarte de a qué lugar lo han llevado —repuso la duquesa—. Donde se encuentre, allí iremos a salvarle.
—Mañana por la noche estaré aquí de nuevo.
—¡Si todavía estoy con vida! —contestó la joven.
—¿Qué dices? —exclamó el árabe, con acento amedrentado.
—Me he comprometido a una aventura que pudiera concluir de mala manera. ¿Quién es ese turco que cada día viene a retar a los capitanes cristianos?
—Muley-el-Kadel, hijo del bajá de Damasco. ¿Por qué razón me preguntas eso, señora?
—Porque mañana me enfrentaré a él.
—¡Tú! —exclamó el árabe, consternado—. ¡Tú, señora! ¡Esta noche iré a matarlo a su tienda, para que no acuda mañana a desafiar de nuevo a los capitanes de Famagusta!
—¡Oh! ¡No te inquietes, El-Kadur! Mi padre era el mejor espadachín de Nápoles e hizo de mí una gran esgrimista, que puede enfrentarse a los más famosos capitanes del gran Turco.
—¿Quién te ha incitado a retar a Muley-el-Kadel?
—El Capitán Laczinski.
—¿Ese polaco, que parece sentir hacia ti un secreto odio? A la vista de un hijo del desierto no hay nada oculto, y yo he advertido en él a un enemigo tuyo.
—Sí, en efecto lo es.
El-Kadur lanzó una maldición, en tanto que su rostro adquiría una salvaje expresión.
—¿Dónde se encuentra ahora ese hombre? —inquirió con sorda voz.
—¿Qué pretendes hacer, El-Kadur? —dijo suavemente.
El árabe, con rápido ademán, desenvainó el yatagán e hizo brillar la acerada hoja a la luz de la antorcha.
—¡Este acero probará esta noche sangre polaca! —dijo—. ¡Ese hombre no verá amanecer el nuevo día! ¡Así no se llevará a cabo el desafío!
—¡No harás tal cosa! —repuso la Capitana, con acento firme—. ¡Se aseguraría que el Capitán Tormenta sentía temor e hizo asesinar al polaco! ¡No, El-Kadur, no harás semejante cosa!
—¿Y he de permitir que mi señora se enfrente en una lucha a muerte contra el turco? ¿Seré capaz de verla caer muerta bajo los golpes de su cimitarra?
—El Capitán Tormenta ha de demostrar que no siente temor a los turcos —replicó la joven—. Es necesario que sea así, para disipar en todos la sospecha de lo que soy en realidad.
—¡Lo mataré, señora! —exclamó el árabe.
—¡Te lo ordeno! ¡Obedece! —contestó la duquesa.
El árabe inclinó la cabeza sobre el pecho y dos lágrimas le resbalaron por las mejillas.
—¡Es cierto! —dijo—. Soy un esclavo y debo acatar las órdenes.
El Capitán Tormenta le puso una mano en el hombro y con su más suave acento le respondió:
—¡Esclavo no; eres mi amigo!
—¡Gracias, señora! —repuso El-Kadur—. Haré lo que tú ordenes. Pero te juro que si resultas herida por el turco, le saltaré la tapa de los sesos. ¡Permite, por lo menos, que tu leal servidor te vengue si te ocurre alguna desgracia irremediable! ¿Para que quiero la vida sin ti?
—Haz lo que te parezca mas oportuno, mi buen El-Kadur. Márchate antes de que amanezca. Si no te apresuras no podrás regresar al campamento turco.
—Cumplo tus órdenes, señora. Yo me enteraré enseguida a qué lugar han llevado al señor Le Hussiere, te lo aseguro.
Abandonaron la garita y llegaron al fuerte, en el que las culebrinas y la mosquetería seguían retumbando con un estruendo cada vez mayor.
El Capitán Tormenta se aproximó al señor Perpignano, que dirigía el fuego de los hombres armados con mosquetes, y le dijo:
—Ordena que se suspenda el tiroteo durante unos minutos. El-Kadur regresa al campo enemigo.
—¿Ningún otro, señora? —inquirió el veneciano.
—Ninguno. Pero llámame Capitán Tormenta. Solamente tres personas conocen quién soy: tú, Erizzo y El-Kadur.
—¡Discúlpeme, Capitán!
—¡Que se interrumpa el fuego un instante! ¡Todavía no ha llegado el último momento de Famagusta!
La duquesa no daba las órdenes igual que una mujer, sino como un veterano Capitán: con palabras secas e incisivas que no admitían réplica.
El señor Perpignano dio la orden a artilleros y mosqueteros, en tanto que el árabe, aprovechando la momentánea interrupción del fuego, se encaminaba al reborde del fuerte, en compañía del Capitán Tormenta.
—¡Ten cuidado con los turcos, señora!
—¡No te inquietes, amigo! —contestó la duquesa—. Conozco la temible escuela de la espada acaso mejor que muchos de los capitanes sitiados en Famagusta. ¡Adiós!
Asiéndose a los salientes de las piedras, el árabe se desvaneció en la oscuridad.
—¡Cuánto me aprecia este hombre! —musitó el Capitán Tormenta—. ¡Y tal vez cuánto amor escondido! ¡Pobre El-Kadur! Hubiera sido mejor para ti permanecer en el desierto de tu patria.
Una voz lo sacó de sus reflexiones.
—¿Hay noticias, Capitán?
—No, Perpignano —replicó el Capitán Tormenta.
—¿Sabes, por lo menos, si se encuentra con vida?
—El-Kadur me ha dicho que Le Hussiere continúa prisionero.
—Me resulta extraño que esos terribles guerreros, tan poco dispuestos a dar tregua, le hayan respetado la vida.
—Eso mismo pienso yo —contestó el Capitán— y es lo que atormenta mi corazón.
El Capitán Tormenta se incorporó, diciendo:
—No va a tardar en amanecer y ese turco acudirá bajo las murallas para retarnos. Vamos a disponernos para el combate. O regreso triunfadora, o quedaré muerta, y acabarán mis sufrimientos.
—Señora —dijo el teniente—, déjame que combata con el turco. Aunque muriese, nadie me lloraría. Soy el último descendiente de los condes de Perpignano.
—¡No, teniente!
—¡El turco te matará!
Una despectiva sonrisa floreció en los labios de la duquesa.
—De no ser tan fuerte y decidida, Roberto Le Hussiere no me habría amado —contestó—. ¡Yo enseñaré a los turcos y a los jefes venecianos cómo lucha el Capitán Tormenta! ¡Adiós, señor Perpignano! ¡Jamás me olvidaré de El-Kadur ni de mi leal teniente!
Se alejó con la mano puesta sobre la empuñadura de la espada, en tanto que los cañones de atacantes y atacados rugían con creciente furia, iluminando las tinieblas de una manera siniestra.