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5 El ataque a Famagusta

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La amenaza del gran visir causó profunda impresión entre los capitanes, convencidos de la audacia y energía del temible guerrero, al cual se debían hasta aquel momento las victorias conseguidas contra los venecianos.

Se reforzaron las guardias, en especial las de los fuertes de defensa de los fosos, y se emplazaron las culebrinas en lugares de buena altura desde los que se dominaba la llanura y se podía barrer a los atacantes con los proyectiles. La población, ya prevenida, a pesar de su enorme debilidad como consecuencia de prolongados ayunos, sabiendo que si los turcos conseguían rebasar las murallas iba a ser víctima de las cimitarras, intentó en masa reforzar los puntos más maltrechos con escombros y cascotes procedentes de sus propias casas, ya casi todas destruidas.

Grupos de jinetes partían de la tienda del visir y del bajá llevando instrucciones a las dos alas del ejército. Los artilleros trasladaban sus piezas en dirección a las trincheras y reductos, y pelotones de zapadores-minadores se diseminaban por la planicie para no ser alcanzados por los proyectiles de los cristianos. Varios capitanes, luego de reunirse en consejo con el gobernador de la plaza, habían acordado anticiparse al asalto turco con un intenso bombardeo, con el objeto de dispersar a los zapadores y evitar que la artillería adversaria tomara posiciones. Después del mediodía todas las piezas que defendían los fuertes abrieron un endiablado fuego, llenaron la llanura de hierro y piedras, mientras los más expertos arcabuceros, protegidos tras los parapetos, disparaban contra los minadores que intentaban aproximarse, amparándose en las escabrosidades del terreno.

El fuego se prolongó hasta la puesta del sol, ocasionando muchas bajas a los asaltantes, y una vez que la noche hubo caído, las trompetas tocaron a rebato, llamando a toda la población a defender las murallas.

El ejército turco iniciaba el despliegue por la llanura en imponentes columnas, disponiéndose para el asalto general.

Las trompas otomanas se escuchaban ininterrumpidamente, los timbales redoblaban exaltando los ánimos, grandes alaridos se alzaban de vez en cuando, sonando de una forma lúgubre en los oídos de los cristianos, y en los escasos momentos de silencio el muecín estimulaba a los fanáticos, exclamando:

—¡Por Alá! ¡No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su Profeta!

La defensa de Famagusta se centraba principalmente en el fuerte de San Marcos, ya que sabían que el máximo esfuerzo de los turcos iba dirigido hacia aquel sector, por ser la llave de la plaza.

Los mejores capitanes —entre los cuales estaba Tormenta— habían trasladado a ese punto sus compañías y veinte culebrinas de las de mayor calibre.

Los disparos de toda esa artillería, manejada por los más diestros marineros venecianos, deberían concentrarse sobre las cerradas columnas turcas, que proseguían su avance, impávidas, desafiando a la muerte.

Casi no había vuelto a reanudarse el fuego cuando El-Kadur, que abandonó el campamento turco antes que los sitiadores se pusieran en movimiento, trepó por la muralla, apareciendo ante el Capitán Tormenta.

—¡Señora —exclamó con voz temblorosa—, ha llegado el momento definitivo para Famagusta! ¡Como no acontezca un milagro, la ciudad se encontrará mañana en manos turcas!

—¡Todos estamos decididos a morir! —contestó la duquesa, en tono de resignación.

—¡Todavía hay ocasión de escapar! ¡Tapada con mi faub puedes pasar inadvertida entre la horrorosa confusión que va a seguir al ataque!

—¡Soy un guerrero de la Cruz, El-Kadur —replicó la duquesa con acento altivo—, y no dejaré a Famagusta sin una espada que sabrá cumplir con su obligación!

—¿Entonces no vienes, señora? —inquirió El-Kadur.

—¡No es posible! ¡El Capitán Tormenta no debe deshonrarse delante de la cristiandad!

—¡En tal caso, moriré junto a ti! —decidió el árabe, con vehemente acento, y añadió para sí: "La muerte todo lo extingue y el desgraciado esclavo descansará tranquilo".

Mientras tanto, el bombardeo era terrorífico. Las doscientas culebrinas turcas, artillería extraordinaria para aquella época, habían abierto fuego, tronando con inusitada potencia contra los fuertes y muros, medio derruidos.


Proyectiles de hierro y piedra llovían en gran cantidad sobre las defensas, ocasionando numerosas bajas entre los sitiados, y los tiros de mosquete eran incesantes. La siniestra llanura semejaba un mar de fuego y el estruendo era tan espantoso que tanto fuerte como murallas se estremecían y se agrietaban cubriendo los fosos de ruinas.

Los guerreros venecianos aguardaban el asalto con aspecto tranquilo, sin amedrentarse por los alaridos ni por el terrible estruendo de aquellos miles y miles de hombres, que aullaban igual que manadas de lobos hambrientos.

Todos los habitantes que estaban en condiciones de sostener un arma se hallaban en los fuertes, provistos de picas y alabardas, espadas y mazas, dominados por una loca furia, en tanto que sus mujeres y sus hijos se refugiaban entre sollozos y rezos en la iglesia principal, en medio de una incesante lluvia de bombas que destruían las últimas viviendas.

Un horrible fragor cercaba a Famagusta. Las torres, desmanteladas por el fuego de los cañones enemigos, se venían abajo con gran estrépito, en tanto que esquirlas de proyectiles de piedra saltaban por todas partes, hiriendo a guerreros, mujeres y niños.

Las huestes turcas, mientras tanto, resguardadas por su artillería, avanzaban, indiferentes al peligro, animadas por las exclamaciones del muecín:

—¡A matar! ¡El Profeta y Alá lo ordenan!

Los jenízaros se habían situado a la cabeza del ejército turco y se desplegaban por la llanura, arrastrando tras ellos a los albanos y guerreros del Asia Menor. Los zapadores que los precedían no desaprovechaban el tiempo. Protegidos por la confusión y la oscuridad llegaban con loca temeridad a la parte baja de los fuertes y las torres, amontonando barriles de pólvora para provocar brechas que dieran acceso a la infantería.

Sus esfuerzos principales se dirigían al fuerte de San Marcos, minándolo por todos los lados. Estruendosos estampidos se sucedían sin cesar, agrietando el revestimiento y derrumbando las aspilleras.

Sin embargo, la reducida fuerza de venecianos y dálmatas que todavía quedaba con vida no interrumpía el fuego, diezmando de una manera cruel las filas enemigas y cubriendo la planicie de muertos y heridos.

El estruendo iba en aumento. A los alaridos de los musulmanes respondían las plegarias y los lamentos de las mujeres y niños. En el aire, saturado de humo y de polvo, sonaban las campanas que llamaban a los habitantes de la ciudad, por si todavía quedaba alguno con vida en las casas ya incendiadas.

Las oleada de guerreros avanzaba lenta y pesadamente, colmando la llanura. Se dirigían por miles hacia la contraescarpa de los fuertes, como una marea irresistible, en tanto que las minas estallaban con fragor enorme, alumbrando la planicie con lúgubres y rojizos resplandores.

—¡Por Alá! ¡Por el Profeta! —aullaban cien mil voces, sofocando el retumbar de la artillería.

Los jenízaros alcanzaban ya el fuerte de San Marcos, cuando se provocó un inesperado relámpago, acompañado de un tremendo estampido. Una mina, que no llegó a arder, alcanzada por alguna esquirla de piedra ardiente o cualquier flecha incendiaria, acababa de estallar, destruyendo la muralla casi por completo.

Una lluvia de escombros se alzó por los aires, hiriendo o matando a numerosos jenízaros, cuya columna se había retirado atropelladamente, yendo a parar en parte contra la torre defendida por los venecianos. El Capitán Tormenta, que se hallaba junto a uno de los reductos, dispuesto a impedir el avance de los enemigos al frente de su compañía, recibió el golpe de un bloque de piedra, que le vino a dar en la parte derecha de la coraza.

El-Kadur, que se encontraba próximo a él, viendo que a su señora se le caía el escudo y la espada y se desplomaba como alcanzada por un rayo, corrió hacia ella, mientras lanzaba una exclamación de angustia y espanto.

—¡La han matado! ¡La han matado!

El-Kadur tomó entre sus brazos a la duquesa y, apretándola contra su pecho, se dirigió a la carrera hacia la ciudad sin prestar atención a los proyectiles y fragmentos de piedra que caían por doquier.

Rodeó durante un rato la muralla por su parte interior y detuvo su carrera frente a una vieja torre de la ciudad, cuya base se hallaba ya abatida por las minas y en cuya plataforma continuaban disparando todavía un par de culebrinas. El-Kadur se metió por una estrecha abertura, avanzando a tientas, con la joven aún entre sus brazos, y la depositó suavemente en tierra.

—¡Aunque Famagusta se entregara esta noche, no habrá quien descubra el cadáver de mi señora! —dijo en voz baja.

Caminó un momento entre la oscuridad, hasta que extrajo de su bolsa eslabón y pedernal y prendió fuego a la mecha, logrando una débil llama.

—¡No han dejado vacío el subterráneo! —exclamó—. ¡Hallaré lo que necesito!

De un rincón, en el que había un montón de cajas y barriles, sacó una antorcha a la que prendió fuego.

Se hallaban en un subterráneo situado en la base del torreón; que debió haber servido como depósito a la guarnición del antiguo fuerte. Aparte de las cajas y barriles, que contenían armas y municiones, se veían colchonetas, sábanas, alcuzas llenas de aceite y aceitunas, la única provisión alimenticia de los sitiados.

Sin preocuparse por el estruendo de las culebrinas que resonaba sobre su cabeza, el árabe introdujo la antorcha en un hueco del suelo y puso a la duquesa encima de uno de los colchones.

—¡No es posible que haya muerto! —exclamó con sollozos—. ¡Una mujer tan hermosa no puede morir así!

Alzó el manto con que cubrió a la duquesa y revisó la armadura. En la parte derecha se observaba una enorme abolladura con un agujero en su centro, por donde manaba sangre; el fragmento de piedra o de hierro había destrozado el acero del peto.

Con mucho cuidado le quitó la coraza y en el costado, bajo la última costilla, vio una herida que sangraba en abundancia.

—¡Si no ha penetrado en la carne ninguna esquirla del proyectil, mi señora no morirá! —musitó el árabe—. ¡No obstante, el golpe debió ser muy fuerte!

Desgarró la capa de la duquesa, y haciendo unas vendas, a las que empapó en aceite, vendó la herida con el fin de restañar la sangre. Sopló varias veces en el semblante de la joven para hacerle recuperar el sentido.

—¿Eres tú, mi leal El-Kadur? —inquirió al cabo de breves instantes la duquesa, abriendo los ojos y clavándolos en el árabe. Su voz era apagada y su cara estaba muy pálida, tan blanca como la nieve.

—¡Está viva! ¡Mi señora está viva! —exclamó el árabe—. ¡Ah, señora; creí que habías muerto!

—¿Qué ha ocurrido, El-Kadur? —interrogó la duquesa—. No me acuerdo de nada.

—Nos hallamos en los subterráneos, a resguardo de los proyectiles de los turcos.

—¡Los turcos! —exclamó la joven, pretendiendo incorporarse—. ¿Se ha rendido Famagusta?

—Aún no, señora.

—¿Y yo me encuentro en este lugar en tanto que otros se matan?

—¡Estás herida!

—¡Es verdad, noto un gran dolor aquí! ¿Me han herido con una bala o con espada? ¡No me acuerdo de nada!

—Lo que te ha desgarrado la coraza ha sido un fragmento de piedra.

—¡Dios mío, qué fragor!

—Los turcos se precipitan al asalto.

La palidez del semblante de la duquesa se hizo todavía más intensa.

—¿No tiene salvación la ciudad? —preguntó, con acento angustiado.

—Me parece que no. Oigo las culebrinas del fuerte de San Marcos que no dejan de retumbar.

—¡El-Kadur, ve a examinar lo que ocurre!

—¡No me siento capaz de abandonarte!

—¡Márchate! —exclamó la duquesa en tono enérgico—. ¡Márchate o me levanto y, aunque tenga que morir en el camino abandonaré este refugio! ¡Es el instante supremo en que todos los defensores de la Cruz luchan! ¡Tú has renegado de la fe del Profeta y ahora eres cristiano, lo mismo que yo! ¡Combate contra los enemigos de nuestra religión!

El árabe inclinó la cabeza, durante un momento permaneció indeciso contemplando a la duquesa, y, por último, desenvainando el yatagán, se precipitó hacia el exterior, mientras murmuraba:

—¡Que el Dios de los cristianos me proteja para poder defender a mi señora!


El Capitán Tormenta

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