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Capítulo 6: Lord James Guillonk

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Cuando volvió en sí, vio con gran sorpresa que no estaba en la pradera que atravesara durante la noche, sino en una habitación espaciosa, empapelada con papel floreado, y tendido en un lecho cómodo y blandísimo.

Al principio creyó que soñaba, y se restregó varias veces los ojos como para despertarse. Pero pronto se convenció de que era realidad. Miró en derredor; no había nadie.

Entonces observó minuciosamente la habitación. Era amplia, elegante, y la alumbraban dos grandes ventanas, a través de las cuales se veían árboles muy altos. En un rincón vio un piano, sobre el cual había esparcidos papeles de música; en otro, un caballete con un cuadro que representaba una marina; en medio, una mesa con un tapete bordado; cerca de la cama, su fiel kriss, y al lado un libro medio abierto, con una flor disecada entre las páginas.

Escuchó a gran distancia los acordes de una mandolina.

—¿Dónde estaré? —se preguntó—. ¿En casa de amigos o de enemigos? ¿Quién me ha curado la herida? Empujado por una curiosidad irresistible alargó la mano y cogió el libro. En la cubierta había un nombre impreso en letras de oro.

—¡Mariana! —exclamó leyendo—. ¿Qué querrá decir esto? ¿Es un nombre, o una palabra que yo no comprendo?

Se sintió agitado por una emoción desconocida para él. Algo muy dulce conmovió el corazón de aquel hombre, ese corazón de acero, siempre cerrado hasta para las emociones más violentas.

El libro estaba cubierto de caracteres finos y elegantes, pero no pudo comprender palabra alguna, aun cuando se asemejaban a los de la lengua del portugués Yáñez. Cogió con delicadeza la flor y la contempló largo rato. La olió varias veces, procurando no estropearla con sus dedos que nunca tocaron otra cosa que la empuñadura de la cimitarra. Experimentó de nuevo una sensación extraña, un estremecimiento misterioso. Casi con pesar colocó la flor entre las páginas y cerró el libro.

Lo hizo muy a tiempo; el picaporte de la puerta giró y entró un hombre.

Era un europeo, a juzgar por el color de su piel. Parecía tener unos cincuenta años, era de alta estatura, ojos azules, y en sus modales se advertía el hábito del mando.

—Me alegra verlo tranquilo. Ya llevaba tres días sin que el delirio lo dejara un solo momento.

—¡Tres días! —exclamó Sandokán estupefacto—. ¿Hace tres días que estoy aquí? ¿No es un sueño?

—No es un sueño. Está con personas que lo cuidarán con afecto y harán todo lo posible por restituirle la salud.

—¿Quién es usted?

—Soy lord James Guillonk, capitán de navío de Su Majestad la Reina Victoria.

Sandokán dominó un sobresalto y no dejó traslucir el odio que sentía contra todo lo inglés.

—Le doy las gracias, milord —dijo—, por cuanto ha hecho por mí, por un desconocido que podría ser un enemigo mortal.

—Era mi deber recoger en mi casa a un pobre hombre herido quizás mortalmente. ¿Cómo se siente ahora?

—Me siento bastante fuerte ya y no tengo ningún dolor.

—Me alegro. ¿Quién lo hirió de ese modo? Además de la bala que se le extrajo del pecho, tenía el cuerpo lleno de heridas de arma blanca.

Aun cuando Sandokán esperaba esa pregunta, no pudo menos de estremecerse. Pero no perdió la serenidad. -Me veo en un apuro para decirlo, pues no lo sé -contestó-. Vi un grupo de hombres que caía durante la noche sobre mis barcos, subían al abordaje y mataban a mis marineros. ¿Quiénes eran? Repito que no lo sé, porque al primer encuentro caí en el mar cubierto de heridas.

—Sin duda lo atacaron los Tigres de la Malasia —dijo lord James.

—¡Los piratas! —exclamó Sandokán.

—Sí, los de Mompracem, porque hace tres días merodeaban por las cercanías de la isla, pero los destruyó uno de nuestros cruceros. ¿Dónde lo asaltaron?

—En los alrededores de las Romades.

—¿Llegó a nado a nuestras costas?

—Sí, agarrado a un fragmento de uno de los barcos. ¿Dónde me encontró usted?

—Tendido en una playa, presa de un delirio terrible. ¿Adónde se dirigía cuando lo asaltaron?

—Iba a llevar unos regalos al sultán de Verauni, de parte de mi hermano, el sultán de Shaja.

—¡Entonces usted es un príncipe malayo! —exclamó el lord tendiéndole la mano, que Sandokán estrechó después de una breve vacilación.

—Sí, milord.

—Estoy muy contento de haberle dado hospitalidad. Y, si no le desagrada, iremos juntos a saludar al sultán de Verauni.

—Sí, y...

Se detuvo y alargó el cuello al oír un rumor lejano. De fuera se oían los acordes de una mandolina, tal vez la misma que oyó antes.

—¿Quién toca? —preguntó presa de una viva agitación cuya causa no podía explicarse—. Me gustaría conocer a la persona que toca tan bien. Su música me llega al corazón y me hace experimentar una sensación nueva para mí.

El lord le hizo una seña para que se acostara y salió. Sandokán sentía que la emoción volvía a apoderarse de él con más fuerza. El corazón le latía con violencia y su cuerpo temblaba, sacudido por extraños movimientos nerviosos.

—¿Qué me sucede? —se preguntaba—. ¿Me vuelve el delirio?

Vio entrar al lord, pero no venía solo.

Detrás de él se adelantaba una hermosísima criatura. Al verla, Sandokán no pudo contener una exclamación de sorpresa y de admiración.

Era una jovencita de diecisiete años, de estatura pequeña, pero muy esbelta y elegante, con la cintura tan estrecha que una sola mano suya podía abarcarla. Su piel era rosada y fresca como rosa recién abierta, sus ojos azules como las aguas del mar, sus rubios cabellos parecían una lluvia de oro.

El pirata sintió un estremecimiento que le llegó hasta el fondo del alma. Aquel hombre tan fiero, tan sanguinario, se sintió fascinado, por primera vez en su vida, ante aquella flor que surgía bajo los bosques de Labuán. Su corazón ardía y le pareció que corría fuego por sus venas.

—¿Se siente mal? —le preguntó el lord.

—¡No! ¡No! —contestó vivamente el pirata.

—Entonces, permítame que le presente a mi sobrina, lady Mariana Guillonk.

—¡Mariana Guillonk! —repitió Sandokán, con voz sorda.

—¿Qué le halla de extraño a mi nombre? —le preguntó sonriendo la joven-. ¡Cualquiera diría que le ha sorprendido!

Sandokán no había sentido nunca una voz tan dulce en sus oídos acostumbrados al estruendo de los cañones y a los gritos de muerte de los combatientes.

—Es que creo haberlo oído antes —dijo con voz alterada.

—¿A quién? —preguntó el lord.

—En realidad, lo leí en ese libro que está ahí, y me había imaginado que debía ser el de una criatura muy hermosa.

—¡Usted bromea! —dijo ella ruborizándose.

De pronto el pirata, que no apartaba los ojos del rostro de la niña, se enderezó bruscamente.

—¡Milady!

—¡Dios mío! ¿Qué le pasa? —dijo ella acercándose.

—Usted tiene otro nombre infinitamente más bello que el de Mariana Guillonk.

—¿Cuál? —preguntaron a un tiempo el lord y su sobrina.

—¡No puede ser otra más que usted la que todos los indígenas llaman la Perla de Labuán!

El lord hizo un gesto de sorpresa y una profunda arruga surcó su frente.

—Amigo mío —dijo—, ¿cómo es posible que usted lo sepa, si viene de la lejana península malaya?

—No lo escuché en Shaja —contestó Sandokán, que por poco se traiciona—, sino en las Romades, en cuyas playas desembarqué hace días. Allí me hablaron de una joven de incomparable belleza, que montaba como una amazona y que cazaba fieras; que por las tardes fascinaba a los pescadores con su canto, más dulce que el murmullo de los arroyos. ¡Ah, milady, también yo quise oír esa voz algún día!

—¿Conque tantas gracias me atribuyen? —dijo ella riendo.

—Sí, y ahora veo que decían la verdad —exclamó el pirata con acento apasionado.

—¡Adulador!

—Querida sobrina —dijo el lord—, ¿vas a enamorar también a nuestro príncipe?

—¡De eso estoy convencido! —exclamó Sandokán—. Y cuando salga de esta casa para volver a mi lejana tierra, diré a mis compatriotas que una joven de rostro blanco ha conmovido el corazón de un hombre que creía tenerlo invulnerable.

La conversación continuó luego acerca de la patria de Sandokán y de Labuán. Así que se hizo noche, el lord y su sobrina se retiraron.

Cuando el pirata quedó solo estuvo largo rato inmóvil, con los ojos fijos en la puerta por donde había salido Mariana. Parecía sumido en profundos pensamientos e invadido de una emoción vivísima.

Así permaneció algunos minutos, con el rostro alterado, la frente perlada por el sudor, hundidas las manos en los espesos cabellos hasta que por fin aquellos labios que no querían abrirse, pronunciaron un nombre:

—¡Mariana!

El pirata no pudo refrenarse más.

—¡Maldición! —exclamó con rabia, retorciéndose la manos—. ¡Siento que me vuelvo loco, siento que... la amo!

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