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Capítulo 30: Yáñez

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Como dijo Sandokán, la suspensión de la vida duraba justo seis horas, porque apenas cayeron en los abismos del mar los dos piratas volvieron en sí, sin experimentar la menor alteración de sus fuerzas. Con un vigoroso golpe de talones, subieron a la superficie y miraron anhelantes a su alrededor.

Se dejaron mecer entre las olas, pero el Tigre tenía los ojos fijos en el barco que se alejaba llevándose a Mariana.

—¡Vayámonos, Inioko! —dijo con voz quebrada—. ¡Todo ha terminado!

—¡Ánimo, capitán, la salvaremos antes de lo que usted cree!

—¡Así ha de ser! Y ahora, busquemos a Yáñez. Ante ellos se extendía el ancho mar de Malasia, envuelto en las tinieblas de la noche; sin un islote donde descansar, ni una vela, ni una luz que señalara la presencia de algún barco. Sólo veían olas espumosas agitadas por el viento nocturno.

Habían recorrido ya un kilómetro, cuando Inioko chocó con un objeto duro.

—¡Un tiburón! —gritó horrorizado, alzando el puñal.

—¡Es un salvavidas de los que arrojó Mariana! —exclamó Sandokán.

Nadaron en derredor buscando el otro hasta que lograron encontrarlo.

—¡Esto sí que es una suerte que no esperaba! —dijo Inioko—. ¿Adónde vamos ahora?

—La corbeta venía del noroeste, así que creo que en esa dirección encontraremos a Yáñez.

—Pero será necesario estar varias horas en el agua, y el parao del señor Yáñez no debe caminar muy de prisa con este viento suave. Y no hay que olvidar a los tiburones, capitán.

—Hasta ahora no veo ninguna cola ni ningún hocico -contestó Sandokán-. Vamos hacia el noroeste; si no encontramos a Yáñez, pondremos pie en Mompracem.

Se acercaron uno al otro para protegerse, y nadaron con suavidad, para economizar fuerzas. Así continuaron su travesía durante una hora más.

—¿Oyes? —dijo de pronto Sandokán.

—Sí —contestó el dayaco—. Parece la sirena de un barco.

—¡No te muevas!

Se apoyó en la espalda de Inioko y sacó más de medio cuerpo fuera del agua.

—¡Del norte avanza un barco hacia nosotros! Es un crucero que debe andar tras la huella de Yáñez.

—¿Lo dejaremos pasar?

—No podemos hacer otra cosa. ¡Abandonemos los salvavidas y sumerjámonos!

Cuando salieron a la superficie para respirar, oyeron una voz que gritaba: Juraría haber visto dos cabezas a babor. Si no fuera por el tiburón que nos sigue a popa, bajaría una chalupa para ir a ver.

El buque se alejó rápidamente y las olas producidas por las ruedas les zumbaban en los oídos y los levantaban y luego los precipitaban en las profundidades, hasta que se calmaron.

—¡Capitán, tenemos un tiburón en nuestras aguas! -gritó Inioko.

—¡Ten preparado el puñal! —contestó Sandokán.

—¿Y los salvavidas?

—Están delante de nosotros, en dos brazadas los alcanzaremos.

—¡No me atrevo a moverme, capitán!

—¡No pierdas la cabeza, Inioko, si quieres salvar las piernas!

En medio de la blanca espuma surgió de improviso una cabeza formidable.

—¡En guardia! —dijo Sandokán—. Está a unos sesenta metros, y ha olido carne humana. Lo veremos dentro de un momento. ¡No te muevas y no sueltes el puñal!

A breve distancia apareció la cabeza del monstruo. Estuvo unos instantes inmóvil, dejándose mecer por las olas, y luego se precipitó hacia adelante, batiendo las aguas ruidosamente.

El Tigre de la Malasia, en vez de escapar, soltó de pronto el salvavidas, se puso el puñal entre los dientes y nadó con resolución hacia el enemigo.

—¡Vamos, ataca, tiburón de los demonios! —exclamó.

El monstruo dio un gigantesco salto que lo hizo salir casi por completo del agua, y se precipitó encima de Sandokán.

El pirata lo esperaba. Lo agarró por una de las aletas del dorso y le clavó el puñal en el vientre.

El enorme pez, herido de muerte, se apartó de su adversario y subió a la superficie. Se volvió furioso hacia el dayaco, pero Sandokán se sumergió nuevamente y lo hirió en medio del cráneo con tal fuerza que la hoja quedó clavada.

—¡Y toma éstas también! —gritó Inioko, lanzando puñaladas.

Esta vez el monstruo se sumergió para siempre, dejando en la superficie una gran mancha de sangre.

—Creo que no volverá. ¿Qué dices, Inioko?

El dayaco no contestó; apoyado en el salvavidas procuraba levantarse para mirar a lo lejos.

—¡Mire, hacia el noroeste! —gritó—. ¡Por Alá! ¡Veo un velero!

—¿Será Yáñez? —dijo Sandokán, emocionado—. Déjame que me suba en tus hombros para poder ver bien.

—¿Qué ve, capitán?

—Es un parao. Pero..., ¡maldición, son tres los barcos que vienen!

—¿Habrá encontrado socorro el señor Yáñez?

—¡Es imposible!

—Capitán, hace tres horas que estamos nadando, y le confieso que ya no me quedan fuerzas.

—¡Comprendo! Amigos o enemigos, hagamos que nos recojan.

Inioko, con voz tonante, gritó:

—¡Eh, del barco! ¡Socorro!

Un instante después se oyó un tiro de fusil y una voz que gritaba:

—¿Quién llama?

—¡Náufragos!

—¿Dónde están? —preguntó la misma voz.

—¡Acércate! —respondió Sandokán.

Hubo un breve silencio, y después otra voz exclamó:

—¡Por todos los truenos! ¡O mucho me engaño o es él!

—¡Yáñez, Yáñez! ¡Soy yo, el Tigre de la Malasia!

De los tres barcos partió un solo grito:

—¡El capitán! ¡Viva el Tigre!

Se acercó el primer parao. Los dos nadadores cogieron un cable que les lanzaron y se izaron sobre cubierta con la rapidez de dos verdaderos monos.

Un hombre se abalanzó sobre Sandokán y lo estrechó con fuerza en sus brazos.

—¡Hermano mío! —exclamó—. ¡Creí que ya no te vería más!

Sandokán abrazó a su vez al fiel portugués.

—Ven a mi camarote —dijo Yáñez—, tienes que contarme muchas cosas.

Bajaron al camarote mientras los tres barcos seguían su rumbo con las velas desplegadas.

—¿Cómo es que te he recogido en el mar, cuando te creía muerto o prisionero a bordo del vapor que sigo hace veinte horas?

—¿Seguías al crucero? ¡Lo sospechaba!

—¿Cómo querías que no lo siguiera? ¡Dispongo de tres barcos y ciento veinte hombres!

—Pero, ¿dónde has recogido tantas fuerzas?

—¿Sabes quiénes mandan los dos barcos que me siguen?

—No, por cierto.

—Paranoa y Maratúa.

—¿No se fueron a pique durante la borrasca que nos sorprendió cerca de Labuán?

—Ya ves que no. Se refugiaron en las cercanías, repararon las averías, y bajaron a Labuán. Al no encontrarnos volvieron a Mompracem. Allí los encontré ayer por la noche.

—¿Han desembarcado en Mompracem? ¿Quién ocupa mi isla?

—Nadie, porque los ingleses la abandonaron después de incendiar la aldea y hacer estallar los últimos bastiones.

—¡Qué felicidad! —murmuró Sandokán—. ¿Y qué te sucedió a ti?

—Te vi abordar el vapor mientras yo reventaba la cañonera. Oí los gritos de victoria de los ingleses. Huí para salvar los tesoros que llevaba, y después seguí al crucero, con la esperanza de alcanzarlo y abordarlo. Y tú, ¿qué te pasó?

—Caí sobre cubierta, atontado por un golpe de mazo. Nos hicieron prisioneros a Inioko y a mí. Las píldoras que, como tú sabes, llevo siempre conmigo, nos salvaron.

—¡Comprendo! —dijo Yáñez, soltando la risa—. Los tiraron al mar, creyéndolos muertos. Pero, ¿qué ha sido de Mariana?

—¡Está prisionera en el crucero!

—¿Quién mandaba el barco?

—El baronet, pero lo maté.

—¿Y ahora qué piensas hacer?

—Seguir al vapor y abordarlo. Me parece que navegaba hacia las Tres islas cuando lo dejamos.

—¿Qué irá a hacer allá? ¡Aquí hay gato encerrado, hermano! ¿Qué delantera nos llevará?

—Unos cuarenta kilómetros.

—Entonces, si el viento se mantiene, podremos alcanzarlo.

En ese momento se sintieron gritos en cubierta. Subieron corriendo y vieron que del mar sacaban una caja de metal.

—¿Qué será? —dijo Yáñez, intrigado.

—¿Hemos seguido siempre la ruta del vapor, ¿verdad? —preguntó Sandokán, muy agitado.

—¡Siempre! —contestó el portugués.

Sandokán desenvainó el kriss y abrió la caja. Dentro había un papel. Yáñez lo cogió y leyó:

“Me llevan a las Tres islas donde se reunirá conmigo mi tío para conducirme a Sarawak. Mariana”. Sandokán lanzó un grito de fiera herida. —¡Perdida! —exclamó—. ¡Siempre el lord!

—¡La salvaremos, te lo juro —exclamó el portugués—, aunque tengamos que asaltar Sarawak y matar a James Brooke!

Sandokán, un instante antes abatido por aquel terrible dolor, se puso de pie con los ojos inyectados en sangre.

—¡Tigres de Mompracem! —gritó—. ¡Tenemos que exterminar a nuestros enemigos y salvar a nuestra reina! ¡Vamos a las Tres Islas!

—¡Venganza! —gritaron los piratas—. ¡Mueran los ingleses! ¡Viva nuestra reina!

Un segundo después, los tres paraos viraban a babor y navegaban hacia las Tres Islas.

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