Читать книгу La escuela bajo sospecha - Emilio Tenti Fanfani - Страница 6
ОглавлениеIntroducción
En 2020 se cumplieron veintisiete años de la primera edición de mi libro La escuela vacía. Recuerdo que algunos colegas no entendieron el sentido simbólico de ese título (quizás porque solo leyeron eso). Yo usé esa expresión un tanto provocadora para mostrar que las aulas escolares estaban llenas de alumnos y alumnas, el sistema lograba incluirlos en las instituciones, cada vez había más docentes, pero a la vez se podía percibir un vacío de significado y contenidos.[1]
Los años fueron acrecentando la conciencia de los graves problemas que atraviesa el sistema escolar. Este tiende a aumentar en número de alumnos y alumnas, de docentes, de establecimientos, pero a su vez se incrementa también la sensación de que muchas de las personas escolarizadas, pese al tiempo que transcurren en el sistema escolar y aun cuando logran apropiarse de diplomas y títulos, no poseen los conocimientos esperados. Este desfase explica que la escuela contemporánea ya no esté más allá de toda sospecha, como supo estar durante las primeras décadas de su fundación, junto con el Estado nación moderno.
A todo esto, los sucesivos gobiernos y ciertas instancias internacionales impulsaron y llevaron a cabo en las últimas décadas programas sistemáticos de evaluación de la calidad de la educación. En la Argentina, se instaló con la sanción de la Ley Federal de Educación de 1993. Desde entonces, la escuela, que era la institución evaluadora por excelencia, se constituyó en objeto de evaluación.
La evaluación como dispositivo central de política educativa, que comienza en ese momento, se volvió a enfatizar durante el gobierno de centroderecha del presidente Mauricio Macri (2015-2019), que puso la evaluación en el centro de su política y realizó operativos anuales con una finalidad manifiesta, disponer información para racionalizar la política educativa, y otra latente, pero que expresa los efectos reales de las evaluaciones, que es la denigración de la escuela pública para legitimar reformas orientadas por la lógica del mercado en la prestación del servicio educativo. Como era de esperar, estas iniciativas suscitaron el lógico rechazo de los defensores de la educación como derecho y de la escuela pública. Estos tienden a negar las deficiencias que, pese a sus imperfecciones y reiteraciones, muestran los resultados de las evaluaciones. El rechazo a la evaluación educativa no es una característica exclusiva de la Argentina, en mayor o menor medida el fenómeno se repite en muchos otros países de la región.
Es preciso escapar de la alternativa reductora y estéril de contraponer el elogio de la evaluación, por un lado, a pensar que el neoliberalismo es la causa de todos los problemas estructurales del sistema escolar, por el otro. Por el contrario, es necesario ver los problemas reales de la educación básica nacional, pública y también privada gratuita, es decir, de la educación de los grupos excluidos y dominados de la sociedad nacional. Al mismo tiempo que se denuncia el “programa oculto” detrás de las evaluaciones sistemáticas y simplistas de la calidad de la educación, es preciso tomar nota del hecho cierto de la concentración de conocimientos y competencias, que constituye un obstáculo mayor para la formación integral y la inserción social de las nuevas generaciones (en términos políticos, culturales y socioeconómicos).
Las reflexiones que siguen definen y utilizan varios conceptos centrales de la sociología de la educación para aplicarlos a entender los problemas contemporáneos de la escuela. En ese sentido, están dirigidas sobre todo a los docentes y agentes directamente relacionados con el sistema escolar (directivos, funcionarios y políticos), más que a mis colegas sociólogos (aunque, por supuesto, no los excluyo del diálogo). Como desarrollaré en estas páginas, considero que el conocimiento de las ciencias sociales solo tiene sentido si trasciende el campo estrecho de la disciplina. Este es un imperativo de sentido común, pues es la sociedad la que sostiene y financia la investigación social y la ciencia en general.
Este libro, pues, busca aportar algunas consideraciones sociológicas sobre ciertos factores histórico-estructurales que configuran la particularidad de los problemas que enfrentan los sistemas escolares de las sociedades de alto y mediano desarrollo de la Argentina y América Latina, y que en general se asocian con un determinado modo de masificación de la escolaridad. Este se caracteriza por la conjunción de “dos pobrezas”: la de los sectores sociales de escolarización más reciente (sobre todo en el nivel secundario) y la de las políticas educativas. Por otro lado, todos los cambios que se desarrollan en los espacios sociales más relevantes de estas sociedades ponen en crisis las instituciones y los “modos de hacer las cosas” en las instituciones escolares. Mientras tanto, distintos sectores sociales esperan cosas diferentes de la escuela, que se ha convertido en una institución sometida a una serie de demandas excesivas y muchas veces contradictorias. Sostendremos que estas y otras razones contribuyen a generar una especie de insatisfacción difusa acerca de lo que hace y produce la escuela. Como resultado de lo anterior, la escuela parecería estar sometida a políticas de reforma permanente que, en la mayoría de los casos, no alcanzan los resultados esperados.
En este escenario, la vieja creencia en la expansión de la escolarización como mecanismo privilegiado para la construcción de una sociedad más igualitaria tiende a debilitarse, en la medida que las evidencias indican que no existe una relación mecánica entre democratización del acceso a la educación escolar y reducción de las desigualdades sociales. En este libro queremos ir más allá de esta constatación para proponer argumentos sociológicos que contribuyan a explicar la dinámica de esta asociación.
La tradición pedagógica
También es preciso ir más allá de la denuncia y la crítica con el fin de buscar y proponer una explicación racional de una situación educativa a todas luces indeseable para quienes aspiramos a una sociedad más justa y menos desigual. Para ello es necesario romper con ciertas inercias de la tradición pedagógica que tienden a la indignación frente a los problemas de la escuela y de inmediato formulan propuestas de “reforma” o “revolución” educativa y pedagógica basadas en modelos de la educación ideal. Después de la indignación se preguntan acerca del deber ser de la educación (¿qué se debería enseñar?, ¿cómo deberían ser los maestros y maestras?, ¿cómo es la escuela ideal?), salteándose el necesario momento de la investigación acerca de las causas o factores que producen y reproducen los problemas que aquejan a la escuela. Más aún, los “idealistas” de la pedagogía tienden a despreciar el momento analítico y suelen argumentar que “ya tenemos mucha investigación” y que es momento de ofrecer soluciones. Como veremos en este libro, los pedagogos siempre fueron críticos del estado de la educación escolar, en todos los tiempos. En efecto, la realidad de las cosas es siempre poca cosa si se la mide con la grandeza de los ideales pedagógicos. Los pedagogos son reformistas natos de los sistemas escolares.
Ya desde el origen de la educación de Estado (a principios del siglo XIX) muchos observadores inteligentes habían percibido esta propensión. En Francia, una de las patrias de la pedagogía y de la sociología de la educación, Émile Durkheim –a quien volveremos con frecuencia en este libro– observó que el objetivo de “las teorías llamadas pedagógicas […] no consiste en discriminar o en explicar lo que es o lo que ha sido, sino determinarlo que debe ser”. Y agregó que “no están orientadas hacia al presente ni hacia el pasado, sino hacia el porvenir. No se proponen expresar fielmente realidades dadas”, como es la finalidad de la investigación científica, “sino dictar preceptos de conducta. No nos dicen: esto es lo que existe y este es el porqué, sino esto es lo que hay que hacer”. No les interesa interpretar las cosas del presente de la educación y, si se interesan por ella, lo hacen “con un desdén casi sistemático”. De las prácticas e instituciones del presente solo “señalan sus imperfecciones” (Durkheim, 1976: 46). Por lo tanto, plantea, “¿qué pueden importarles las prácticas, los métodos, las instituciones que existían antes que ellos? Tienen los ojos fijos en el porvenir, y creen poder evocarlo a partir de la nada” (1976: 92).
Habría que preguntarse entonces por qué, luego de tantos años de buenos discursos pedagógicos, en las instituciones escolares se siguen reproduciendo viejos dispositivos que tienen resultados insatisfactorios. Muchos insisten en repetir bajo nuevas etiquetas antiguos discursos pedagógicos. La mayoría de las veces esta operación se realiza agregando nuevos adjetivos al sustantivo “pedagogía” (“nueva”, “activa”, “participativa”, “constructivista”, “crítica”, “dialógica”, “de la liberación”, “centrada en el alumno”, “centrada en el aprendizaje”, “por proyectos”, “por competencias”, “institucional”). En muchos casos, las “nuevas pedagogías” se presentan como originales simplemente por desconocimiento de la rica historia de las doctrinas pedagógicas en el mundo occidental. Las pedagogías y modelos serán “nuevos”, pero los fracasos siguen siendo probables.
En muchas ocasiones es tan variada la oferta de “pedagogías” y “modelos” que quienes tienen la responsabilidad de tomar decisiones en el campo de la política educativa se encuentran en serias dificultades para elegir qué camino tomar, salvo que decidan sumarse a la moda del momento, sin mayor reflexión previa. El pluralismo de propuestas no es en sí algo negativo, lo problemático es que todas ellas tienden a basarse en un desconocimiento de la realidad que pretenden transformar. Esto es lo que en gran medida explica su fracaso, salvo en situaciones excepcionales y minoritarias.
El defecto de los modelos pedagógicos no está en sus cualidades intrínsecas, que por lo general son plausibles y seductoras, ya que las finalidades que persiguen son compartidas por quienes aspiramos a una escuela democrática y eficaz para desarrollar conocimientos básicos para todos. El problema no radica en el “modelo”, sino en sus condiciones sociales de aplicación, que por lo general son desconocidas. Al respecto, sigue siendo pertinente el consejo de Durkheim, cuando escribió que “el pedagogo no tiene, pues, que construir totalmente un sistema de enseñanza, como si nada existiera antes de él; es preciso, por el contrario, que se aplique, ante todo, a conocer y a comprender el sistema de su época; con esa condición podrá servirse de él con discernimiento y juzgar lo que pueda haber en él de defectuoso”. Para comprender el sistema escolar no basta con mirarlo tal como es en el presente, sino teniendo en cuenta que “es un producto de la historia que solo la historia puede explicar. Es una verdadera institución social. Incluso, no hay ninguna otra en que toda la historia del país venga a repercutir de una manera tan integral” (Durkheim, 1976: 53).
Las limitaciones de la tradición pedagógica para reformar y gestionar los sistemas escolares han abierto el camino a la intervención de nuevos agentes especializados: los economistas. Son ellos quienes constituyen el núcleo básico de la nueva tecnocracia reformista y tienden a mirar el campo escolar con la lógica del modelo insumo (alumnos), proceso (prácticas de aprendizaje) y producto (rendimiento en las pruebas de evaluación). Hoy los reformistas son ellos y miran la escuela como un sistema al que hay que mejorar en términos de productividad: de ahí que hayan introducido la lógica de la medición (ajena a los pedagogos clásicos) para calcular costos, beneficios, eficiencia y eficacia y performatividad del sistema. En esta fase, los datos de las estadísticas tradicionales y las evaluaciones de rendimiento proveen los insumos básicos para estudiar el sistema escolar mediante la aplicación de modelos matemáticos, muchas veces muy sofisticados, los cuales tienden a constituirse en productores de “evidencias científicas” legitimadoras de políticas de reforma. Como veremos, mientras la pedagogía fundamentaba sus modelos en valores e ideales, la tecnocracia economicista confía en las “evidence based policies”, es decir, políticas basadas en evidencias. De este modo, la política entendida como intervención social fundamentada en determinadas concepciones acerca del bien común o el interés general, que suponen la deliberación, la argumentación y la articulación entre distintos intereses sociales, es sustituida por la aplicación de modelos estadísticos, los cuales decretan en forma inapelable, con la autoridad de la “investigación científica”, lo que hay que hacer para mejorar “la calidad de la educación escolar”.
Este libro se basa en la idea de que la tradición pedagógica y la tecnocracia no agotan el campo del conocimiento de la educación. En ese sentido, las ciencias sociales tienen el derecho y el deber de proveer otra mirada acerca de los procesos, los agentes y los productos escolares. Su interés inmediato no es la definición de un deber ser o de una reforma del sistema escolar, sino la construcción de otra mirada que permita entender mejor qué es y qué produce la escuela. Esta actitud no supone un desinterés por el deber ser, ya que es imposible negar el interés normativo. Pero el trabajo de la sociología trata de mantener la distinción lógica entre juicios de valor y juicios de hecho, en la mejor tradición de las ciencias sociales contemporáneas. Está claro que la contribución específica que se espera del análisis sociológico no reside en el orden de los valores. Todos los ciudadanos y ciudadanas de una sociedad democrática tienen derecho a luchar por determinados valores sociales, como la libertad, la justicia, lo que se considera una buena sociedad. El científico social no puede arrogarse el derecho a la última palabra en términos de los ideales que debe perseguir una sociedad, sino que tiene el deber de ayudar a los ciudadanos a comprender mejor esa dimensión o espacio social que el sociólogo decide investigar.
En la democracia, lo que es una buena educación se decide en la arena pública, el debate y la participación política y social, en instituciones como el parlamento donde deberían expresarse los intereses sectoriales y donde se debería construir eso que llamamos interés general. En los centros académicos donde trabajan los investigadores, se produce el conocimiento científico y crítico que permite entender mejor el mundo en que vivimos, y en los think tanks donde trabajan los expertos se da forma al conocimiento orientado a la formulación de políticas y se diseñan los dispositivos tecnológicos que serán verdaderamente eficientes y útiles en tanto y en cuanto respondan al interés general (que resulta de esa “alquimia democrática”) y se basen en un conocimiento realista y sólido del espacio social que se pretende transformar.
La sociología como una ciencia de la educación
Esta es la tarea que les cabe a las distintas ciencias (la historia, la sociología, la psicología, la antropología, la filosofía, la economía, la ciencia política) que se ocupan de estudiar alguna dimensión del complejo fenómeno de la educación escolar y sus relaciones con otros ámbitos: entender mejor ese espacio social.
Esta mirada racional de las cosas del mundo escolar nos permitirá observar que en él conviven dos tipos de realidades: por una parte, “todo un conjunto de disposiciones definidas y estables, de métodos establecidos […] de instituciones pedagógicas como hay instituciones jurídicas, religiosas, o políticas”; por otra, en el interior del campo escolar, tensiones, luchas, conflictos e “ideas que trabajan que le solicitan [al sistema escolar] que cambie” (Durkheim, 1976: 91). Está claro que no hay solo un ideal en el escenario, sino diversos “programas ideales” en conflicto y relacionados con grupos sociales más o menos definidos y en “equilibrios de poder” provisorios y, en alguna medida, estables. En síntesis, junto con lo instituido, cuya producción y reproducción hay que explicar, también hay una propensión, más o menos fuerte según las épocas, al cambio y a la realización de un ideal relativamente definido y percibido. Una política educativa eficaz debe tener en cuenta estas dos dimensiones de la realidad si quiere intervenir efectivamente en ella.
La vulgarización científica es necesaria, pero tiene sus riesgos. Si uno quiere hacerse entender por los no especialistas, está obligado a realizar una especie de traducción del lenguaje disciplinario. Y, como se sabe, en toda traducción anida la probabilidad de una traición, es decir, de una deformación de significados, una pérdida de precisión de los enunciados y proposiciones científicas. Pero es mejor correr el riesgo de ser criticado por los colegas (cosa que todo intelectual debería agradecer) a no ser entendido por la mayoría de quienes producen en forma cotidiana el sistema escolar.
Por experiencia puedo afirmar que el diálogo entre el sociólogo y el docente no siempre es fácil: en muchos casos se presentan obstáculos a la comunicación por malentendidos. Entre ellos, hay uno que me interesa comentar aquí y tiene que ver con la citada, reiterada y casi nunca resuelta distinción/oposición “teoría-práctica”. En mis conferencias y seminarios con docentes y funcionarios del sistema escolar, es muy frecuente que en cierto momento del diálogo algún participante me diga: “Profesor, usted tiene la teoría, pero nosotros tenemos la práctica”, como un modo de explicar las visiones distintas que tenemos acerca de determinados problemas o situaciones escolares.
Ante este planteo suelo responder que, en efecto, es muy probable que nuestras visiones sean distintas, pero que eso no se explica por una suerte de oposición entre esas dos entelequias que serían la teoría y la práctica. La diferencia, en realidad, se debe a los distintos puntos de vista que tenemos acerca de las cosas de la escuela. Cuando se habla de distintos puntos de vista, por lo general se quiere decir que las miradas son diferentes. Pero la expresión tiene también otro sentido, que no apunta a lo que se ve, sino a la posición que tiene quien está mirando en relación con el objeto “visto”.
Un sabio griego decía que al mercado van dos tipos de personas: algunas, la mayoría, van a comprar o vender productos; otras no van ni a vender ni a comprar, sino a mirar qué sucede allí (qué es lo que más se vende, cómo evolucionan los precios, si estos se negocian o no, quiénes venden más y por qué…). Yo suelo decir, para hacerme entender, que los investigadores somos quienes vamos a la escuela a mirar y entender lo que ahí sucede, y que para eso nos hicimos algunas preguntas previas acerca de los fenómenos que nos interesa conocer (¿cómo son?, ¿por qué son como son?, ¿cuál es su origen?, ¿fue siempre así?, ¿cuántos modos de ser tienen?, ¿qué relaciones tienen unas cosas con otras?, y otras preguntas análogas). Y observamos siguiendo un plan que incluye una serie de protocolos, técnicas e instrumentos más o menos codificados y desarrollados en un campo disciplinario determinado. Ellos nos permiten producir datos y ver cosas, sobre todo relaciones que no se podrían percibir a simple vista. Esto es lo que quería decir el filósofo alemán Friedrich Nietzsche cuando sostenía que “es preciso que digas adiós, al menos por algún tiempo, a aquello que quieres conocer y medir. Solo cuando has abandonado la ciudad ves la altura a que se elevan sus torres por encima de las casas”.[2] Así como el astrónomo usa telescopios, y los biólogos, microscopios, los sociólogos empleamos la entrevista estructurada o semiestructurada, directiva o no directiva, el cuestionario, la observación de documentos, la fotografía, los grupos focales, entre otras técnicas de observación.
Mirar de lejos y mirar de cerca
Pero los investigadores no son los únicos que conocen el mundo de la escuela. Quienes están en las instituciones necesitan conocer para hacer (para enseñar, evaluar, sancionar), su interés es práctico. Sin embargo, no van a la escuela a estudiarla, sino que van a hacerla; en palabras simples, van a hacer su trabajo de la mejor manera posible. El investigador mira las cosas de la escuela “desde lejos” y esta distancia le permite observar y analizar fenómenos que no se ven “desde cerca”. Mientras tanto, quienes están en la escuela (lo mismo podríamos decir de la fábrica, el sindicato, el partido político, el hogar, o en un cargo público) ven, y no solo ven, sino que muchas veces sienten, cosas que nunca podrán ver ni sentir los investigadores que miran a la escuela como un objeto de estudio.
Como escribió Alessandro Baricco, “si miras de lejos no entiendes. Y si no miras de cerca lo que está lejos, no ves nada”.[3] Es el desconocimiento de los puntos de vista lo que a veces dificulta el diálogo entre investigadores y docentes. Lo más sensato sería el intercambio de las miradas para tener una visión más sensata y racional de las cosas sociales. Por lo tanto, no es una cuestión de oposición entre la teoría y la práctica, sino de diferencia de intereses cognoscitivos y de distancia con respecto al objeto. Debería ser claro que todos tenemos teoría y todos tenemos práctica (de investigación o de docencia, de gestión). Más que enfrascarse en las discusiones interminables y estériles acerca de la necesidad de “articular la teoría con la práctica”, es aconsejable entablar un diálogo entre investigadores y actores escolares. Los que miramos de lejos podemos compartir lo que logramos ver, y quienes miran de cerca pueden contarnos qué se ve y se siente en el aula o en las oficinas de la administración y la política educativa. De este modo, todos ganaríamos en conocimiento acerca de las cuestiones de la educación escolar.
En este libro quiero compartir análisis y reflexiones que se derivan tanto de los resultados de la investigación (propia y ajena) como de ciertas estrategias conceptuales y modos de hacer sociología de la educación acumulados por esta tradición disciplinaria. Se trata de ideas y elaboraciones que fueron tomando forma al calor de invitaciones y compromisos intelectuales asumidos durante los últimos años, cuya coherencia es el resultado de los principios estructuradores de mi propio “habitus sociológico”, resultado de mi biografía intelectual y laboral en el campo académico y profesional. Todos comparten un “modo de ver” que lleva siempre la huella de las situaciones concretas en que esos saberes fueron producidos.
Quienes tienen algún recorrido en el campo de las ciencias sociales podrán darse cuenta de quiénes son mis padres intelectuales. Estoy convencido de que, aunque el mundo cambie radicalmente, no estamos por completo desprovistos de categorías de percepción y análisis. Casi toda la producción de los padres fundadores de la sociología moderna (desde Émile Durkheim hasta Max Weber y Karl Marx) y contemporánea (Pierre Bourdieu, Erving Goffman, Norbert Elias y Anthony Giddens, entre otros) siempre tienen algo para decirnos de esta sociedad que en gran parte es muy diferente de las que ellos trataron de entender. Lo que nos sirve de sus obras no son tanto las conclusiones o visiones que propusieron, sino los modos de producción o “modos de hacer ciencia social” que practicaron.
Mi punto de vista
Mi propio punto de vista sobre la educación como objeto social es el resultado de determinada posición relativa tanto en el campo de la sociología como del resto de las ciencias de la educación. En primer lugar, es preciso reconocer que los sociólogos no tienen el monopolio de las miradas sobre las cuestiones escolares. También intervienen en este campo los periodistas, los políticos, los docentes y directivos escolares, y todos los “especialistas” en educación con diversas formaciones, como la formación general en ciencias de la educación (que en la Argentina son muchos y ocupan posiciones en el campo académico y profesional) o alguna ciencia humana particular, esto es, la filosofía, la historia, la antropología, la pedagogía, las didácticas especiales.
Cuando uno produce representaciones sobre la escuela debe ser consciente del lugar que ocupa en ese gran espacio social donde juega esta pluralidad de agentes que reivindican una competencia y una autoridad para hablar de educación. Hay que reconocer que en nuestro país son pocos los sociólogos que se interesan por el estudio de la educación escolar. Este desinterés relativo seguramente se explica por diversas causas, pero una de ellas y según mi opinión, no menor, tiene que ver con el bajo grado de prestigio y reconocimiento relativo que tiene ese objeto en comparación con otras temáticas juzgadas más “importantes”, como los avatares de la democracia, la estructura y clases sociales, las ideologías, los partidos políticos, las opiniones políticas, la “ideología” y la cultura. La sociología de la educación no tiene el mismo rendimiento académico o intelectual que esas otras problemáticas.
En consecuencia, quien hace sociología de la educación está obligado a escribir para no sociólogos, es decir, para un mercado de lectores con quienes no comparte un lenguaje disciplinario determinado. Esta situación ambigua se traduce en una especie de lenguaje bífido. Por un lado, se siente obligado a usar un lenguaje sociológico, o esotérico, para hacer honor a la disciplina que cultiva, pero por otro está obligado a hablar un lenguaje exotérico, esto es, apto para ser entendido por quienes no son sus pares. El hecho de no disponer de un público de colegas priva al sociólogo de la educación de una comunidad intelectual que podría enriquecerlo con su crítica, como sucede con los campos científicos bien estructurados.
Por último, debo confesar que el sociólogo tampoco tiene el monopolio de la investigación acerca de las dimensiones sociales del mundo de la educación escolar”. Son muchos en el campo de la sociología de la educación quienes usan categorías que tienen una tradición en el campo de las ciencias sociales, como poder, Estado, clases sociales, conflicto, lucha, práctica, institución, ideología, sin tener una formación específica en este campo, con lo cual se sienten habilitados para usar en forma “libre” esas categorías sin estar obligados a respetar las exigencias de determinada tradición o corriente intelectual. El auge de cierto discurso de la posmodernidad que pregona la crisis de todos los paradigmas tradicionales de las ciencias sociales contribuye a liberar a los investigadores de la obligación de inscribirse en una perspectiva teórica determinada. Esta polifonía de voces hace que el diálogo entre investigadores en educación sea tan difícil o aun imposible.
Este contexto quizás explique en parte los “desniveles discursivos” que caracterizan a este libro. Algunos capítulos están más pensados para dialogar con colegas (sociólogos o de otras disciplinas), mientras que otros pertenecen más al género de la divulgación o de la socialización de los productos de la investigación sociológica al mundo de los agentes escolares en el sentido más general del término. Incluso en el interior de cada capítulo puede haber apartados más esotéricos y otros más exotéricos, destinados a un público particularmente integrado por docentes.
Sociología de la educación y política
Umberto Eco[4] propuso una tipología de roles de los intelectuales en las sociedades contemporáneas. Ejemplificó el primer tipo con la figura de Ulises. Es quien posee un saber, un know how. Con ese conocimiento construye el caballo de madera con el que Agamenón logra conquistar Troya. En términos más o menos análogos, este rol se corresponde con el que juegan los tecnócratas en las sociedades contemporáneas. Ellos dominan un saber y lo ponen al servicio del Estado o de la formulación y ejecución de políticas públicas que pueden ser democráticas o autoritarias, destinadas a la construcción de una sociedad justa o bien a la reproducción de la desigualdad. Algunos denominaron a este tipo como “intelectuales simbólicos”.
La versión de esta ideología tecnocrática que pretende reproducir la hegemonía del sociólogo “experto” está representada por el discurso contemporáneo de las “evidence based policies” que ya mencionamos, y que tiene amplia difusión en organismos internacionales de crédito como el BID y el Banco Mundial. Esta versión renovada del positivismo decimonónico considera que existen soluciones “científicas” (es decir, basadas en evidencias) para resolver los problemas de la educación escolar. Pese a que la mayoría de las veces las famosas “evidencias” no son unívocas, sino plurales, la eficacia práctica de esta ideología es más bien frágil y en todo caso busca darle cierto grado de legitimidad científica al programa educativo del neoliberalismo contemporáneo. El tecnócrata se caracteriza, entre otras cosas, por creer ciegamente en las virtudes de la ciencia y las tecnologías modernas para definir lo que es el buen gobierno. En este sentido, el tecnócrata cuestiona la democracia y la política como ámbito de deliberación, discusión y definición de las políticas públicas.
Otro tipo de intelectual, según Eco, está representado por Platón. Este creía que su papel era “enseñar a gobernar”, es decir, definir lo que es el buen gobierno. Es la función oracular del intelectual. Platón representa la ambición del “filósofo rey”: el filósofo no solo como experto que sabe cómo, sino que también sabe qué se debe hacer (por ejemplo, que decide si hay que invadir o no Troya). Desde esta perspectiva, su relación con la política lleva al extremo la ambición del experto de sustituir al soberano.
Por otro lado, está Aristóteles. Este filósofo no ambiciona ejercer el poder en forma directa, sino que ejerce su influencia en la vida pública educando al soberano, o sea, a Alejandro Magno. Según Eco, Aristóteles nunca dio a Alejandro Magno consejos precisos sobre lo que debía hacer en sus campañas. En cambio, le enseñó, en general, qué es la política, qué es la ética, cómo funciona una tragedia o cuántos estómagos tienen los rumiantes. Pero, aun suponiendo que Alejandro hubiese sacado provecho de estas enseñanzas, podría haber conseguido lo mismo sin que Aristóteles hubiese sido su preceptor. Bastaría con que uno de sus amigos le hubiese aconsejado que leyese bien los libros de Aristóteles.
La última figura típica propuesta por Eco es la de Sócrates:
Este desempeña su papel criticando a la ciudad en la que vive y, después, acepta ser condenado a muerte para enseñar a la gente a respetar las leyes. El intelectual en el que pienso tiene también ese deber: no debe hablar contra los enemigos de su grupo, sino contra su grupo. Debe ser la conciencia crítica de su grupo. Romper las convenciones. De hecho, en los casos más radicales, cuando un grupo llega al poder por medio de una revolución, el intelectual incómodo es el primero en ser guillotinado o fusilado.
Eco introduce aquí un matiz significativo en la figura clásica del intelectual orgánico, de la tradición marxista, en la medida en que la función crítica no solo se ejerce “sobre la sociedad”, sino sobre su propio grupo de pertenencia.
Este esquema planteado por Eco podríamos simplificarlo de la siguiente manera: la figura de Ulises representa al experto; la de Platón, al tecnócrata que aspira al gobierno a partir del dominio de una técnica; y una síntesis de las figuras de Aristóteles y Sócrates está en el intelectual autónomo. En las sociedades democráticas actuales, el soberano es el pueblo, es decir, el conjunto de los ciudadanos que precisan ser educados, y Sócrates representa la necesidad del conocimiento crítico que solo la autonomía relativa puede garantizar. La autonomía requiere condiciones de producción ajenas a los poderes constituidos, tanto económicos como políticos o religiosos. En las sociedades actuales, solo el Estado puede garantizar esta autonomía en forma generalizada, en especial a través del financiamiento público a las universidades y la investigación científica.
Los capítulos que siguen contienen reflexiones presuntamente libres y autónomas. Siempre se trata de una autonomía relativa, pues existen factores (tiempo disponible, conocimientos y competencias adquiridas) que posibilitan y a la vez limitan lo que hacemos. En esta etapa de mi vida, mi subsistencia depende solo del Estado, esto es, de la Anses (en tanto jubilado) y de la Universidad Pedagógica Nacional (Unipe), donde me desempeño como profesor e investigador. Estas son las dependencias que menos “se sienten” o, en otras palabras, las que ofrecen los márgenes de libertad más amplios y significativos, sobre todo en relación con otras instancias institucionales, incluso organismos internacionales.
Pero también la autonomía puede adquirir dos significados. Uno de ellos es el de los científicos sociales encerrados en las instituciones académicas que se definen como observadores imparciales valorativamente neutros. Estos pueden ocuparse de desarrollar exégesis de textos clásicos e implicarse en “debates teóricos” interminables, o bien enfrascarse en el registro de datos empíricos tal como se presentan al observador y sin mayor elaboración interpretativa. Italo Calvino describió muy bien estas dos versiones del academicismo:
La sociología o bien se limita a acumular montañas de datos que no pueden sumarse, reproduciendo sobre el papel el magma humano que trata en vano de descifrar, o también propone definiciones sintéticas ejerciendo sobre la realidad una presión no menos arbitraria que la que puede dar la literatura, es decir, una exclusión de todo aquello que no sirva para convalidar la propia teoría (Calvino, 1983: 93).
En este libro opto por otra modalidad posible de la autonomía. Considero que es una condición de posibilidad del “descubrimiento científico” y a la vez del “compromiso político específico de los sociólogos” (Mauger, 1999) con la causa de la construcción de un sistema escolar y de una sociedad más justos. Solo una investigación capaz de conjugar la coherencia lógica del discurso con las evidencias de la realidad puede producir conocimiento útil para entender las sociedades en las que vivimos. Y solo el prestigio intelectual adquirido en el campo de las ciencias sociales y según sus propias reglas puede invertirse con éxito interviniendo en la esfera pública en favor de la realización de intereses universales, como la democracia y la justicia social.
Mi punto de vista sobre la cuestión escolar lleva la marca de los lugares donde he desarrollado mi trabajo sociológico. Este lugar no es único ni puro, ya que transité al mismo tiempo tanto por el campo académico (Conicet, Universidad de Buenos Aires, Unipe) como en el de la expertise en organismos internacionales (básicamente Unicef e IIPE/Unesco en Buenos Aires). Esta doble pertenencia “marca” a la vez que explica los distintos “registros”, estilos y también contradicciones en mi propia producción intelectual.
Como académico he tratado de insertarme en una tradición sociológica de raíz francesa, en especial aquella que tiene como objeto develar los mecanismos, por lo general ocultos, de la explotación, la exclusión y la dominación cultural y política. Pero el campo académico en la Argentina tiene limitaciones en cuanto a las condiciones materiales que ofrece para el trabajo intelectual. Muchos sociólogos con vocación académica nos hemos insertado en actividades profesionales como “expertos” al servicio de instituciones estatales, como los ministerios de educación, o bien en centros o consultoras privadas y organismos internacionales.
En la Argentina, solo las universidades públicas y el Conicet ofrecen un ámbito para el desarrollo de la producción intelectual crítica y disciplinariamente fundada. Y los recursos con que cuentan estas instituciones son cada vez más escasos, en la medida que no existe una demanda efectiva de conocimiento sólido y crítico sobre las principales problemáticas sociales contemporáneas. Fuera del campo académico, el criterio de utilidad (¿esta investigación para qué sirve?) tiende a sustituir el criterio de verdad como vara para medir la validez de la producción de los investigadores sociales.
No hay que olvidar que el utilitarismo es uno de los pilares de la ideología neoliberal que impera en las sociedades actuales, más allá de los partidos políticos que las gobiernan. Por lo tanto, solo un verdadero gobierno de las mayorías populares puede ofrecer las condiciones de posibilidad para el desarrollo de una investigación social crítica y útil capaz de ofrecer a la sociedad un mejor conocimiento de los problemas que atraviesa el campo de la educación nacional, como la reproducción de las desigualdades sociales, y a la vez proponer estrategias y medios para construir una educación básica y una sociedad más justas.
La producción intelectual y la vida misma necesitan de ciertas condiciones materiales de existencia. Pero además son importantes las condiciones simbólicas y afectivas. Por una parte, lo que hacemos debe tener un sentido para nosotros. Pero el que produce necesita asimismo sentirse sostenido por el afecto de quienes lo rodean y creen en él. En este sentido, es preciso reconocer el papel que siempre han jugado mis otros cercanos; en primer lugar, mi familia y después mis amigos y compañeros de trabajo, con quienes comparto intereses intelectuales y políticos. A mi familia puedo nombrarla: mi compañera de la vida Silvia y nuestros queridos hijos Valentina y Leonardo, así como su compañera Marieli Peterson y mis cuatro hermosos nietos: Bruno, Jazmín, Luz e Iris.
Una mención aparte merecen todos los docentes y funcionarios con quienes tuve el gusto de compartir encuentros y debates cara a cara, en mis recorridas tanto en la Argentina como en otros países de América Latina. A ellos, es imposible nombrarlos. En todos los casos me regalaron su atenta escucha y reconocimiento, lo cual me permitió disminuir la angustia que genera no estar nunca completamente seguro de la utilidad del trabajo que uno hace. Estoy convencido que sin su colaboración y estima mi trabajo no tendría ningún sentido. A todos ellos, mi agradecimiento.
Nota imprescindible
Estamos atravesando un momento de transición en el que aún no se ha institucionalizado un modo que termine de resolver la cuestión del lenguaje inclusivo. Entendemos que es importante dar cuenta de ese proceso. En este libro optamos por usar el genérico masculino en algunos pasajes y por distinguir por géneros en otros, de acuerdo con lo que resultó más claro y fluido para la lectura, y siempre con la intención de incluir en estas páginas a todas las personas de todos los géneros.
[1] Algunos años más tarde, Guillermo Jaim Echeverry escribió un libro con un título mucho menos eufemístico y más dramático: La tragedia educativa. Recuerdo que fui uno de los pocos especialistas en educación que elogió esa obra. La mayoría de los pedagogos encontraron muy irritante el título y no ajustado a la realidad. Para unos era un libro exagerado, mientras que otros se sentían molestos con la voz de alguien que no pertenecía “al campo de los especialistas en educación”. Sin embargo, el texto se convirtió en un best seller, caso inédito para libros que discuten cuestiones educativas.
[2] Tomado de entrevista a Gianni Vattimo, publicada en Boletín de Ciencias Sociales, Facultad de Ciencias Sociales - UBA, nº 34, julio de 1998.
[3] “Tutte le ferite del pianeta offeso”, en Corriere della Sera, 5/1/2000.
[4] “¿Deben los intelectuales meterse en política?”, en U-ABC Teoría, 22/3/2005, disponible en <tijuana-artes.blogspot.com/2005/03/deben-los-intelectuales-meterse-en.html>.