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1. Tensiones en el campo de la educación básica

Decir que la educación está en crisis se ha convertido en un lugar común, una de esas expresiones sobre las cuales casi todos están de acuerdo, pero que están vacías de contenido real. “Crisis” quiere decir, entre otras cosas, desequilibrio entre expectativas y demandas. Por lo general, la crisis también remite a una situación excepcional, o sea, a la ruptura de cierta “normalidad” en el desarrollo de un sistema. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la crisis parecería ser el estado normal de muchos espacios sociales, incluida la educación. Pero cuando se habla de ella, se va más allá del sentido común y aparecen las diferencias. En otras palabras, aunque prácticamente todos los grandes actores colectivos de la sociedad acuerdan en que la educación básica argentina está en crisis, no todos entienden la crisis de la misma manera. No existe consenso ni en los síntomas ni en los factores que los producen. Hay quienes creen que la disputa acerca de la educación gira en torno a las políticas y las propuestas de reforma. En verdad, la discusión está en el modo de definir el problema, no en las posibles soluciones.

Para algunos, en especial en el contexto político cultural argentino, la crisis de la educación es sinónimo de decadencia o degradación de una supuesta situación inicial ubicada en un pasado indeterminado, cuando existía algo así como la escuela ideal, o la buena escuela. Esa situación ideal se habría degradado o degenerado hasta transformarse en su forma actual, donde todo parecería funcionar mal. Suele afirmarse que “escuela escuela”, “docentes docentes” –es decir, verdaderas escuelas y verdaderos maestros y maestras– eran “los y las de antes”. Hoy serían solo simulacros o versiones degradadas de esas realidades puras que supuestamente existieron en un pasado ideal o más bien idealizado. Esta visión de la crisis de la educación como decadencia no es neutral, ya que la misma definición del problema sugiere una solución que podríamos calificar de reaccionaria, pues consiste en la restauración de una serie de dispositivos y mecanismos que habrían sido eficaces en otros tiempos.

Otros plantean que los problemas de la educación, al igual que muchos problemas sociales como la pobreza, la delincuencia y la corrupción, existieron desde siempre. Esto supone una mirada indiferente a las diferencias. En otras palabras, olvida que detrás de las palabras hay significados que cambian con el tiempo. Por ejemplo, la pobreza de hoy no es igual a la de 1930 o a la de 1960, y los y las adolescentes de hoy son muy diferentes a los y las del año 1900.

A pesar de que pueden parecer contrapuestas, estas visiones están en cierta medida emparentadas: lo que las une es una concepción esencialista de los fenómenos sociales. La escuela, los y las docentes, el fracaso escolar, la pobreza serían sustancias que tienen una definición única que permite comprenderlas e interpretarlas en todo tiempo y lugar. Sin embargo, las ciencias sociales nos enseñan que todos los fenómenos son relacionales, es decir, existen como relación con otros fenómenos, y es esa relación, que cambia en el tiempo y en el espacio, lo que constituye su “verdad”. Así, el secundario de hoy no tiene mucho que ver (más allá del nombre) con el de cincuenta o cien años atrás. Porque lo que el secundario es depende de su relación con el mercado de trabajo, con la cultura, la política, la ciencia y la tecnología, la familia y otras dimensiones sociales relevantes. Los y las adolescentes tampoco son una esencia. Es más, como construcción social, no existían hace medio siglo. Los que nacimos en la mitad del siglo pasado “no tuvimos adolescencia”. Pasamos directamente de la infancia a la juventud. No existía ese colectivo como una identidad distinta, con sus lenguajes, visiones del mundo, consumos culturales, capacidades y recursos, derechos y obligaciones. Los alumnos y alumnas del secundario de hoy no solo son más numerosos, sino que son diferentes. Mal pueden resolverse, por ejemplo, problemas como el de la construcción del orden en los establecimientos escolares mediante la restauración de los viejos dispositivos disciplinarios que “funcionaban” en las instituciones de nivel secundario de hace cincuenta años o más.

Los intelectuales y expertos de la tecnocracia neoliberal se limitan a mostrar las falencias y déficits de la educación pública y creen encontrar las evidencias en los resultados, a todas luces insatisfactorios, de las pruebas de rendimiento escolar, tanto las internacionales –como las pruebas PISA– como los operativos nacionales de evaluación. De la medición de los problemas de aprendizaje y de las diferencias de logro según condición social y territorios, pasan directamente a la indignación y la denuncia. La publicación de los resultados de las evaluaciones casi siempre está acompañada de lo que alguien denominó “estrategias de denigración” de la educación pública. Se tiende a imponer una visión donde “la culpa” de las falencias la tiene la misma escuela pública y sus docentes (sobre todo las organizaciones sindicales que los representan como actores colectivos).

En síntesis, los partidarios de esta perspectiva miden y muestran las falencias y aplican sus arraigados prejuicios acerca del Estado y su incapacidad estructural para proveer servicios públicos de calidad. La solución, para ellos, es simple: hay que desmontar el elefante burocrático e introducir dispositivos de mercado (elección libre de establecimientos escolares, financiamiento a la demanda, evaluación de rendimiento, autonomía de los establecimientos) cuando no “mercantilizar” lisa y llanamente el desarrollo del conocimiento y la cultura. En suma, constatan los problemas y los explican con prejuicios interesados.

Es bueno recordar que la definición y explicación que se da de una situación problemática e insatisfactoria ya acarrea consigo una estrategia de intervención. Por eso hay que ir más allá de las simples mediciones de rendimiento, pues la cuestión escolar es mucho más compleja y tiene múltiples dimensiones que es preciso incorporar en el análisis. Aun cuando es difícil negar que existen graves problemas de aprendizaje y que esos problemas están muy desigualmente presentes según territorios y clases sociales de los alumnos y alumnas, es importante entender cómo se desarrolló y expandió la educación básica en el contexto nacional. En otras palabras, no se trata de denunciar una incapacidad estructural del Estado para proveer servicios públicos de calidad, sino de examinar el conjunto de regulaciones y recursos que llevaron al empobrecimiento actual de la oferta escolar pública. Esto no es una fatalidad, algo inevitable que solo se resuelve mediante la lógica del mercado.

La denominada crisis del Estado benefactor ha sido deseada y producida deliberadamente por quienes tienen interés en hacer negocios con la provisión de servicios públicos esenciales como la salud y la educación. En efecto, el empobrecimiento del Estado se explica por una serie de circunstancias económicas, sociales, políticas y culturales que implicaron el fortalecimiento de los intereses de actores colectivos minoritarios, pero poderosos, que buscan lucrar con esos servicios públicos.

Por tal motivo, es preciso ir más allá de los esencialismos y preguntarse cuáles son los problemas específicos y particulares del sistema escolar contemporáneo. Para resolver cualquier problema, hay que partir de un diagnóstico o una definición adecuada. Con este fin me enfocaré aquí en ciertos fenómenos estructurales de la educación básica que no son resultado de políticas educativas recientes, sino de una configuración de factores de diversa índole que las políticas pueden acentuar o bien resolver. En especial es preciso identificar cómo se produjo el proceso de masificación de la educación básica no solo en la Argentina, sino también en América Latina. Una breve mirada al modelo de desarrollo de la escolarización dominante en la región ofrece pistas para entender los factores que están detrás de la crisis de la educación pública nacional.

A continuación, entonces, voy a enumerar una serie de tensiones presentes en el campo de la educación básica. Definiré tensión, en términos muy simples, es decir, sin ninguna pretensión teórica particular, como un conjunto de fuerzas que se oponen en un espacio social particular.

Tensión entre masificación de la escolarización y concentración del conocimiento poderoso

En todas las sociedades latinoamericanas se observa un sostenido crecimiento de la proporción de niños, niñas y adolescentes que concurren al sistema escolar. Los datos indican que la escolarización aumenta en edades cada vez más tempranas (3 a 5 años) y que prácticamente todos los niños de 6 a 12 años van a la escuela. En la franja de 13 a 17 años, la cobertura escolar ha alcanzado a la absoluta mayoría de los y las adolescentes. Esto ocurre en todas partes, en forma relativamente independiente de la tendencia política de las élites de gobierno. Sucede en los países menos desarrollados, como Haití, y en los de más alto desarrollo relativo, como Uruguay, Chile o la Argentina.

Podría decirse sin la menor duda que la escolarización es una “tendencia pesada” (como plantean los prospectólogos) de las sociedades contemporáneas. Sin embargo, cuando esta alcanza ciertos niveles de masividad, las sociedades comienzan a preguntarse sobre sus efectos. La proliferación de títulos y certificados de estudio entra en tensión con el desarrollo efectivo de conocimientos básicos de sus poseedores. La masificación viene acompañada de la siguiente duda: ¿en qué grado quienes poseen los diplomas tienen también los conocimientos y habilidades que esos certificados prometen o garantizan?

La institución escolar que surgió en los albores de los Estados modernos estaba más allá de toda sospecha. De un tiempo a esta parte, esa confianza social en la escuela se ha debilitado. Como dijimos, la escuela, que utiliza en forma sistemática el examen como uno de sus dispositivos centrales, se ha convertido en objeto de evaluación. En palabras simples, ahora se le toma examen a la escuela. Este es el sentido de la aparición de los sistemas nacionales de evaluación de la educación. En Europa, los ministerios de educación comenzaron a utilizarlos en forma sistemática en la década del ochenta. En la Argentina, su implementación comenzó con la sanción de la Ley Federal de Educación durante el primer gobierno de Carlos Menem en 1993. En Chile, el Sistema Nacional de Evaluación de la Calidad de la Educación fue institucionalizado por la dictadura del general Pinochet. En la actualidad, casi todos los países de la región implementan evaluaciones de la calidad de la educación en forma sistemática y periódica. A esto se agrega la participación de muchas naciones en los programas comparativos internacionales como PISA.

Desde las perspectivas ideológico-políticas neoliberales que venimos describiendo, las evaluaciones deberían constituir la tarea principal de cualquier política educativa nacional. En otras palabras, proponen pasar del Estado educador al Estado evaluador. Más allá de las críticas legítimas –y que nosotros mismos hemos hecho– a este dispositivo de política educativa, los resultados de las evaluaciones muestran que en efecto hay una diferencia o una brecha significativa entre lo que el diploma o certificado debería garantizar y lo que sus poseedores “aprendieron” o “saben hacer”. No hay dudas de que el conocimiento no está tan democratizado como la escolaridad (si es que se puede llamar “democratización” a la simple expansión cuantitativa de la escolarización).

La difusión de los resultados de las evaluaciones ha generado una gran discusión que no pretendemos describir aquí de manera exhaustiva. La constatación de las desigualdades de aprendizaje y su asociación con el origen social y condiciones de vida de los alumnos y alumnas da lugar a diversas estrategias de respuesta. Como ya señalamos, los neoliberales usan los resultados de las evaluaciones para atacar la escuela pública. Hay que tener presente que la absoluta mayoría de los que llegan “tarde” a la escuela son los sectores subordinados de la sociedad, que en general se incorporan sobre todo a la educación pública. En vez de preguntarse sobre las razones del desfase entre escolarización y aprendizaje, esta perspectiva acusa a la escuela pública simplemente por prejuicio ideológico. Lo público, lo estatal es para esta visión ineficiente por naturaleza, burocrático, incapaz de responder a las “demandas sociales” que, sin eufemismos, son las demandas del mercado de trabajo (no hay que olvidar que para la derecha la misión principal de la escuela es la formación de la fuerza de trabajo), es decir, del capital.

El neoliberalismo construye sus propuestas de reforma del Estado educador a partir de la constatación de la desigualdad y la baja “calidad” promedio de los aprendizajes y sus propios prejuicios acerca de lo que es un sistema eficiente de educación. Desde esta mirada, las evaluaciones de rendimiento sirven solo para introducir una agenda propia de reformas constituidas por un conjunto de dispositivos que forman un sistema. El principio básico del modelo neoliberal consiste en “la libre elección” de establecimientos escolares por parte de las familias. El argumento es que la libre elección favorece la competencia, la cual es el motor de la calidad del servicio en la medida en que premia a los mejores y castiga a los peores. Para despertar al “elefante perezoso”, metáfora con que se suele calificar a los sistemas escolares estatales, es preciso introducir la “lógica meritocrática” y la ideología de la “igualdad de oportunidades”, como si la carrera escolar fuera un torneo donde gana “el mejor”, olvidando que los puntos de partida no son para nada igualitarios y que la oferta escolar es tan desigual como lo son las y los alumnos que ingresan en el sistema. Desde este punto de vista, la competencia produce ganadores y perdedores. Los primeros triunfan por sus propios méritos (inteligencia y esfuerzo) y los segundos son responsables de sus fracasos (“no les da la cabeza”, “no les interesa estudiar”, “no quieren hacer el esfuerzo de aprender”). Esta visión existe tanto en la forma de ideología y “teorías académicas” (difundidas por muchos de los llamados “formadores de opinión”) como de un sentido común bastante generalizado.

Para ir más allá de estos prejuicios ideológicos hay que encontrar algún principio de explicación a esta tensión. No es una tarea simple, pero podemos sugerir algunos elementos para una interpretación.

Más escolaridad con menos recursos

Las evidencias indican que los sistemas escolares han sido obligados a atender más estudiantes con menos recursos. Esto fue posible, porque, según observó el prestigioso economista Albert O. Hirschman, los sistemas de prestación de servicios personales son “de oferta elástica”. ¿Qué quiere decir esto? Que pueden aumentar sus prestaciones, es decir, el número de sus beneficiarios, sin un aumento proporcional de los insumos necesarios para hacerlo. Esta cualidad, por el contrario, no es propia de los sistemas de producción de bienes materiales. Si un fabricante de sillas quiere duplicar su producción, necesariamente debe duplicar (aproximadamente) los insumos que precisa (más allá del uso más eficiente que pueda hacer de esa materia prima). En cambio, un hospital puede aumentar el número de enfermos que atiende sin incrementar un peso su presupuesto, por ejemplo, colocando a dos enfermos por cama, poniendo colchones en el suelo, aumentando la carga de trabajo de médicos y enfermeros. Lo mismo sucede con el sistema escolar. Se puede masificar el secundario aumentando el cupo de los grupos, poniendo a dos alumnos por silla, o sentándolos en el suelo, como el caso de los alumnos yacaré en ciertas regiones pobres de Brasil, llamados así porque, ante la falta de sillas y pupitres adecuados, asisten a clase tirados de panza sobre el piso.

Ocurre que las escuelas secundarias que incorporan a los alumnos de sectores más carenciados son, en su mayoría, establecimientos improvisados en salones parroquiales o galpones municipales. Para ellos no se construyen esos palacios imponentes que albergaban a los colegios nacionales y las escuelas normales en las capitales provinciales de la Argentina de fines del siglo XIX.

En otras palabras, lo que hay que preguntarse es cuáles fueron las condiciones sociales y pedagógicas en que se incorporó en la región a los sectores tradicionalmente excluidos de la escolarización. Muchas veces la inclusión escolar consistió en ofrecer una educación “más pobre para los más pobres”. Este modelo de expansión de la escolaridad con menos recursos es uno de los factores que explican la aparición de la “cuestión de la calidad” en la agenda de política educativa de la mayoría de los países de América Latina.

La demanda social por educación

No se explica la inclusión escolar sin un aumento significativo de la demanda por escolarización. Los sectores más excluidos del sistema escolar han tomado clara conciencia del valor de la educación en la creencia de que más escolarización garantiza más conocimiento. Por eso se movilizan y exigen al Estado que incremente la oferta educativa. Hay una conciencia generalizada de que la escuela es importante “para ser alguien en la vida”, de ahí que todas las familias envíen a sus hijas e hijos a una y, si no la tienen en sus comunidades, le reclamen al Estado más establecimientos. A los políticos, por razones electorales, les resulta difícil no satisfacer esta demanda, pero lo hacen en general sin invertir los recursos necesarios y pertinentes (en infraestructura edilicia, equipamientos didácticos, planta docente). Las escuelas para los pobres tienden a ser “pobres escuelas”, lo cual contribuye a reproducir el círculo vicioso de la pobreza. La sociedad exige escolarización y el Estado responde expandiendo la oferta, pero invirtiendo menos recursos justamente para quienes más lo necesitan.

Pero el fracaso escolar se explica también porque el sistema escolar se reproduce, pero no cambia. El secundario es un claro ejemplo en este sentido. Aun cuando se expande, la forma de la oferta escolar tiende a ser la misma que la que caracterizó su momento fundacional. En otras palabras, no se tiene en cuenta que para garantizar los aprendizajes se requiere de una oferta escolar adaptada a las características socioculturales de los nuevos alumnos y alumnas. Los objetivos de aprendizajes deben ser comunes para todos los que acceden a ese nivel, pero lo que debe ser diferente es la estrategia pedagógica empleada para lograr garantizar un piso común de conocimientos poderosos a todos y todas, más allá de sus condiciones sociales y culturales. En la Argentina, recién en los últimos años se observa cierta tendencia a desarrollar una oferta pedagógica e institucional adecuada a las nuevas condiciones sociales y culturales de las sociedades contemporáneas.

La paradoja de la escolarización tardía

Afirmamos antes que no existen los niveles escolares y los títulos como sustancia, sino que su valor social depende de una serie de relaciones que mantienen con otros fenómenos sociales. El título de bachiller no vale lo mismo cuando lo obtiene más de la mitad de los alumnos que cuando solo lo poseía una minoría del 10 o el 15%. En verdad, el valor social de un diploma depende de su escasez y de su relación con determinados puestos de trabajo. En el límite, cuando todos tengan el diploma de bachiller, este ya no valdrá nada. Sucede como en el caso de la moda: cuando todos tienen una vestimenta determinada, ya no vale nada en el mercado simbólico, es decir, no garantiza un valor de distinción a quien la usa.

Esta es la paradoja que caracteriza a la escolarización de los hijos de las clases dominadas. Al ser los últimos que acceden a determinado diploma, obtienen por él un valor depreciado. Esta es una de las razones que explica por qué la igualdad educativa es una meta tan necesaria pero extremadamente difícil de alcanzar, ya que las clases altas, las que más capital escolar poseen, tienden a prolongar la escolaridad y a formalizar nuevos títulos (el posdoctorado o el pos-posdoctorado, cuando se masifica el nivel del pregrado). Esta constatación no quiere decir que se deba despreciar el levantamiento de los pisos o los básicos en materia de escolarización y aprendizaje. No es lo mismo una sociedad donde la mayoría es analfabeta que una donde todos tienen el secundario completo y han desarrollado competencias fundamentales y donde una élite hace el doctorado y el posdoctorado. La segunda situación es preferible, aunque sea tan desigual como la primera. El mismo razonamiento vale en términos de distribución de la riqueza o de expectativa de vida.

Demanda de diplomas y demanda de conocimientos

Otro factor que explica la tensión que estamos desarrollando tiene que ver con un fenómeno muy particular: no es lo mismo demandar escolarización que conocimiento. Por lo general, es más extendido lo primero que lo segundo. Ya vimos cómo la mayoría de la población exige al Estado la creación de instituciones escolares en sus comunidades. En la Argentina, todas las provincias tienen su universidad pública. En el Gran Buenos Aires, la población de los municipios más políticamente influyentes y con mayor población han logrado que el Estado cree una universidad en sus territorios. Esto es claro y está fuera de discusión. La mayoría se ha dado cuenta del valor de los títulos y credenciales para obtener una ocupación y generar ingresos. Lo que no es igualmente cierto es que todos demanden conocimientos poderosos,[5] no cualquier conocimiento. Son muchas las familias y los jóvenes que asocian títulos a conocimientos y ventajas sociales. En alguna medida esto es cierto. En muchos segmentos del mercado de trabajo, vale más disponer de un título que haber desarrollado conocimientos reales. En otras palabras, el diploma garantiza determinados bienes, aunque más no sea simbólicos, pero reales, como el prestigio y el reconocimiento. Pero también es cierto que en el mercado laboral más moderno y globalizado lo que valen son los conocimientos y cualidades culturales de los sujetos. Por eso, además de un diploma, quienes reclutan personal calificado verifican en qué medida los poseedores de los títulos son competentes, porque lo que vale, en última instancia, es el saber efectivamente desarrollado. El título vale en tanto y en cuanto es un indicador confiable de esos saberes necesarios para la producción moderna.

No toda la población es consciente del valor del conocimiento. A pesar de la publicación de los resultados de las evaluaciones nacionales e internacionales durante tantos años, son pocos quienes están en condiciones de demandar ciertos conocimientos estratégicos, como el desarrollo de competencias expresivas, el cálculo, el dominio del inglés, el razonamiento lógico, el uso de las herramientas y lenguajes informáticos. Muchas personas confían en las notas obtenidas por sus hijos en los establecimientos escolares y aspiran a que obtengan un diploma en el más corto período de tiempo. La fuerza de atracción del diploma, que hunde sus raíces en la historia del sistema escolar, cuando este era un privilegio de las minorías, es tal que muchas veces impide valorar la cuestión del saber.

Alguien podría argumentar que la libido cognoscendi, es decir, la propensión al conocimiento y el saber, es un rasgo intrínseco del ser humano. Y en cierta medida esto es verdad. Sin embargo, la demanda de conocimientos específicos está socialmente constituida. Nadie nace con la pasión por las matemáticas, el fútbol, la medicina o la carpintería. Muchas veces la ideología de la vocación tiende a naturalizar ciertas inclinaciones e intereses culturales, pero estos tienen una historia y se manifiestan bajo determinadas condiciones que no están igualmente presentes para todos los miembros de una generación.

Por lo anterior, la mayor fuerza de la demanda de escolarización por sobre la de conocimientos explica en cierta medida la producción y reproducción de la dicotomía entre la masificación de la asistencia a la escuela y la concentración del conocimiento más poderoso en manos de una minoría.

Inclusión escolar y exclusión social

El sistema escolar es uno de los espacios más incluyentes de las sociedades contemporáneas. Hoy se suele afirmar, no sin razón, que la educación es un derecho. Pero difícilmente podríamos considerar que la demanda de la población estuvo en el origen de la constitución y desarrollo de los sistemas escolares actuales. No hay que olvidar que la educación fue en sus inicios una obligación impuesta por el Estado y no una conquista de los analfabetos. La escuela interesó en primer lugar a las clases dominantes, constructoras de los Estados nación contemporáneos. Fue obligatoria porque buscaba construir ciudadanía. Fue necesaria para transformar a los habitantes de determinado territorio en ciudadanos franceses, italianos, mexicanos o argentinos. En el caso de América Latina, es más plausible afirmar que la sociedad nacional fue una construcción del Estado y no este una construcción o emanación de la nación.

Esta racionalidad explica el afán de los Estados por expandir la escolarización. Hoy se puede afirmar que, junto con la misión de “fabricar argentinos” (dotados de una lengua común, la conciencia de habitar un territorio bien delimitado, herederos de una historia compartida y de una seria de símbolos de integración) y producir fuerza de trabajo, las instituciones escolares cumplieron una función de “contención” o “administración” de las fuerzas y energías potencialmente disruptivas de las nuevas generaciones. Por eso la escuela (o el cuartel, para algunos) fue concebida como necesaria por parte de las clases dominantes. Si las y los niños y jóvenes no están en la escuela, ¿dónde ponerlos? ¿Quién se hace cargo de su cuidado y socialización?

Pero muchas veces la inclusión escolar va de la mano de la exclusión social. Proporciones significativas de niños, niñas y adolescentes están excluidos de muchos bienes y servicios estratégicos para la vida, como la alimentación y la salud, la vivienda digna, un ambiente saludable, el respeto y el reconocimiento y hasta el afecto, pero están incluidos en una escuela. Al mismo tiempo, la masificación de la escolarización en las sociedades extremadamente desiguales y diversificadas vuelve muy complejo el desarrollo de aprendizajes básicos comunes. La masificación con desigualdad fragmenta y jerarquiza la oferta escolar, aunque los diplomas y los certificados escolares sigan siendo jurídicamente iguales. Y esto por una razón muy simple: el aprendizaje no depende solo de la calidad de los establecimientos escolares. Aunque estos fueran iguales (esto sería por sí mismo un progreso) los aprendizajes serían diferentes, pues los alumnos y familias no son “compradores” de conocimiento, sino sus coproductores: contribuyen y participan necesariamente en el aprendizaje. En otras palabras, los estudiantes deben estar en condiciones de ejercer el “oficio de estudiante” y realizar el necesario esfuerzo para aprender. El enfermo también participa en la producción y reproducción de su salud. El docente no distribuye matemáticas ni ciencias, así como el médico no fuerza la curación, sino que respectivamente contribuyen al aprendizaje y el restablecimiento de la salud. Y para participar en estos procesos de coproducción, las familias y los alumnos deben estar en condiciones culturales, sociales y materiales para hacerlo.

Para acortar diferencias en materia de aprendizajes, no basta una buena política educativa, se requiere también de una política integral de reducción de disparidades sociales. No está de más recordar que el aprendizaje requiere de condiciones pedagógicas y sociales, es decir, que se trata de una tarea que excede las capacidades de la escuela. La escuela es necesaria para garantizar aprendizajes básicos igualitarios, pero no es suficiente.

La democratización del conocimiento objetivado (las cosas de la cultura) y la concentración del conocimiento incorporado en las personas

Para describir esta tensión, es preciso tener en mente una distinción. La cultura, lo que muchos sociólogos denominan el “capital cultural” (como conjunto de conocimientos, objetos, sentidos, valoraciones, imaginarios, lenguajes, datos, informaciones, técnicas y otros objetos creados por los hombres a lo largo de la historia), existe bajo tres formas típicas. Una es la cultura hecha cosa o cultura objetivada (textos, recetas, fórmulas, máquinas, herramientas, partituras, cuadros), es decir, productos de los agentes sociales que tienen una existencia exterior y relativamente independiente de ellos. La escritura, por ejemplo, fue un poderoso instrumento de objetivación de conocimientos. Las sociedades sin escritura solo podían acumular la cultura (poesía, historia, procedimientos) que cabía en la memoria de los hombres y esta solo podía circular y transmitirse de persona a persona. La cultura objetivada puede distribuirse, como se distribuyen los libros, las herramientas, el dinero. Gran parte del conocimiento objetivado en la escritura y las partituras musicales o los cuadros de los artistas consagrados están disponibles en las bibliotecas y los museos. El desarrollo de la digitalización y la informática ha permitido el acceso masivo a gran parte de la cultura objetivada. Cualquiera que use internet, por ejemplo, puede acceder a todos los libros de la literatura clásica, puede contemplar los cuadros expuestos en los principales museos del mundo o escuchar casi toda la música clásica de Occidente. Desde este punto de vista, puede decirse que se ha democratizado el acceso a esta forma de cultura.

Pero no puede afirmarse lo mismo del segundo estado de la cultura, la cultura incorporada, es decir, literalmente interiorizada en el cuerpo de los seres humanos bajo la forma de saber hacer (leer, cultivar, tejer, producir objetos), saber apreciar y valorar, saber distinguir. La cultura incorporada es necesaria para hacer uso de los objetos de la cultura. De nada sirve un libro si no se sabe leer, o una computadora si no se sabe usarla, esto es, si no se tiene la escritura y la habilidad incorporadas en el cuerpo. La cultura incorporada no puede distribuirse, y requiere el trabajo del aprendizaje. Este aprendizaje es práctico, como en el habla, o bien formal, es decir, una práctica racional, sistemática y que obedece a ciertas reglas y estrategias explícitas (las reglas de la pedagogía). En general, los padres y las madres les enseñan a hablar a sus hijos, casi sin proponérselo, en forma espontánea y en gran parte intuitiva, aprendida de sus padres y madres cuando ellos eran niños. En cambio, es mucho menos frecuente que los más pequeños aprenden a leer en sus familias. La mayoría lo hace en instituciones especializadas donde intervienen agentes calificados y formados para enseñar y favorecer el aprendizaje de conocimientos complejos.

Por último, está la cultura institucionalizada, que es una creación de los sistemas escolares de los Estados capitalistas. Es el sistema escolar de Estado el que introduce los títulos y diplomas “oficiales”, es decir, basados en un monopolio estatal de oficializar relaciones (matrimonios, títulos de propiedad, nacimientos, defunciones). Los títulos, en principio, pueden distribuirse, incluso “regalarse” o comprarse, pero esto último, en principio, está socialmente condenado y penado.

En síntesis, es preciso no confundir la democratización del acceso a la cultura objetivada con la lisa y llana democratización de la cultura, como a veces afirman muchos de quienes creen en el poder mágico de las conocidas tecnologías de la información y comunicación (TIC). Ellas han permitido en efecto un acceso generalizado a muchos objetos culturales valiosos, pero para que estos objetos sean eficientes deben estar en manos de agentes sociales con la cultura incorporada necesaria para usarlos, apreciarlos y darles valor. Distribuir libros o laptops es relativamente fácil, si se tienen los recursos y la voluntad. Pero desarrollar capacidades lectoras o digitales es más difícil y no se puede hacer por decreto, sino que se requiere del trabajo de aprender, que lleva tiempo, y del auxilio de instituciones y agentes especializados, como las escuelas y los y las profesionales de la educación.

En relación con lo anterior, hay una tensión específica entre el acceso a la información, facilitado por los medios de comunicación que transmiten noticias y datos, y la capacidad de darles sentido. Los periódicos, los noticieros y las redes sociales ofrecen gran cantidad de información y contenidos, pero no brindan al público una clave interpretativa. En todo caso, lo que dan es una interpretación del todo sesgada e interesada, en forma extremadamente simplista y esquemática, que una desprevenida solo puede aceptar o rechazar. Dar sentido a los datos sobre la evolución de las principales variables de la economía de un país, por ejemplo, requiere de categorías de entendimiento y apreciación que solo una formación básica en el campo de la economía política puede ofrecer. Y esto demanda un aprendizaje que lleva tiempo y esfuerzo.

Tensión entre demandas crecientes al sistema escolar y capacidades para satisfacerlas

Se tiende a esperar casi todo de la escuela. Se suele afirmar que la educación sirve para resolver el problema del crecimiento económico, favorece la distribución de la riqueza y la construcción de una sociedad más igualitaria, forma ciudadanos y facilita el funcionamiento de la democracia, permite bajar la delincuencia, mejora el estado general de la salud, sirve para proteger el medio ambiente, inculca el respeto y la valoración de las diferencias y combate la discriminación… y hasta puede disminuir los accidentes del tránsito. Todos, en especial los políticos en tiempos electorales, dicen valorar más la educación que cualquier otra política pública.[6]

De por sí, el sistema escolar es multifuncional, pero en las últimas décadas esta cualidad se ha acentuado. La lista parece no tener fin: se dice que debe “formar ciudadanos”, “desarrollar competencias productivas”, “producir la integración social”, “formar en valores”, “cuidar el medio ambiente”, “enseñar a leer y escribir”, “desarrollar la sensibilidad estética”, “enseñar geografía, historia, matemáticas, informática, química, biología y otras disciplinas clásicas”; también, que debe “introducir la perspectiva de género” y la “educación sexual integral”, la historia universal y la historia local, la prevención de todas las enfermedades, la educación vial, “la identidad nacional”, “el respeto a la diversidad”, el “emprendedorismo”, la “alfabetización digital”, así como muchos otros contenidos culturales, relacionados con la religión y las identidades étnicas y culturales. Esta proliferación de sentidos, fines, objetivos y expectativas se traduce en un abultamiento del programa escolar, con varias consecuencias o efectos adversos, es decir, no deseados:

1 Por una parte, la sobrecarga del programa escolar contrasta con el tiempo acotado con que cuentan las instituciones para desarrollarlo a lo largo de un año lectivo. Más allá de las estadísticas, los días de clase por año y las horas diarias en el aula, además de la suspensión de la actividad escolar por diversos motivos (huelgas docentes, ausentismo del personal y de los alumnos), vuelven dificultoso cumplir con los objetivos del programa.

2 Otra consecuencia quizás más problemática es que muchas y muchos docentes se pierden en el “bosque de los contenidos” y, en su afán de desarrollar todo el programa, pierden de vista lo esencial: cuáles son los aprendizajes básicos que hay que garantizar al cabo de un año escolar. Numerosas instituciones tienen solo un proyecto institucional formal. En muchos casos, el denominado Proyecto Educativo Institucional (PEI) no es más que un documento burocrático, algo que hay que tener (como un comercio tiene un CUIT), pero no es el resultado de una deliberación y un acuerdo institucional compartido por docentes y familias sobre los objetivos centrales de la escuela. Casi todas las instituciones tienen un PEI, pero pocas cuentan con un proyecto en el sentido fuerte de la expresión, es decir, una serie de objetivos y estrategias donde se definen recursos y responsables de acciones, así como metas cuantificadas y situadas en un horizonte temporal. “El bosque de los contenidos”, en síntesis, impide muchas veces jerarquizar objetivos y estrategias de enseñanza y aprendizaje.

3 En este contexto de inflación de funciones y objetivos, los efectos reales de la escolarización nunca están a la altura de las expectativas. En la mayoría de los países que han alcanzado altos grados de la escolarización, como muchos en Europa, por ejemplo, el desempleo golpea a porcentajes muy elevados de la población joven con títulos universitarios, el crecimiento económico está estancado, la seguridad pública sigue siendo un problema y amplios sectores viven en diversas condiciones de pobreza. Cuando la escolarización no cumple con sus promesas, deja de ser la “gran esperanza” y se convierte en la “gran culpable”, y el resultado es una reproducción de la sospecha hacia el sistema escolar.

La tensión entre las expectativas y las capacidades reales del sistema escolar para satisfacerlas puede combatirse a partir del reconocimiento de que la escuela no es todopoderosa, y que una sociedad más justa y digna de ser vivida no es solo el resultado de la democratización del conocimiento sino de otras políticas públicas (como la política económica, la tributaria, la de salud, la de vivienda y otras decisiones colectivas). Este reconocimiento de los límites del sistema escolar puede permitir asignar a la escuela los fines que ella está en mejores condiciones estructurales de lograr respecto de otras instituciones y espacios sociales. Para “deflactar” las expectativas sociales respecto de la escuela, es preciso preguntarse cuáles son esos conocimientos y valores importantes para el desarrollo de las personas y de la sociedad que solo la educación escolar puede ofrecer o que puede transmitir en mejores condiciones que otras instituciones sociales (como la familia, el campo de la producción, los medios de comunicación, los partidos y movimientos políticos, las iglesias).

Si hablamos de valores, es decir, de principios de distinción entre lo que es bueno y lo que es malo y lo que es bello y lo que es feo, el sistema escolar no tiene ningún monopolio. Por el contrario, es probable que valores como el sentido de justicia, la honestidad, la solidaridad, el patriotismo, el respeto a las diversidades de todo tipo puedan ser desarrollados por los medios de comunicación y el ancho mundo de la producción y difusión de productos culturales. A modo de ejemplo, las familias pueden inculcar a sus hijos valores como la honestidad y la solidaridad, el sentido de justicia, la responsabilidad, el cumplir las promesas, el respeto al prójimo. La publicidad capitalista enseña valores éticos y estéticos de diversa índole y hasta contradictorios. Pero ni la familia ni la publicidad pueden desarrollar masivamente la capacidad lectora y de cálculo, el razonamiento lógico, ciertos principios que nos permiten dar cuenta en forma racional del mundo de la naturaleza, de la vida y de la sociedad en que vivimos.

También es preciso tener presente otra distinción: los valores no son las reglas o procedimientos que organizan la vida en común. Las reglas de la convivencia democrática están en la Constitución y en las leyes que protegen los derechos de las y los ciudadanos. El aprendizaje de estas reglas es objetivo de la pedagogía escolar. También se trata de conocimientos y, en este terreno, la escuela como institución dotada de recursos pedagógicos, tecnológicos y humanos especializados no tiene competencia.

Pero no basta decir que el conocimiento, en general, solo puede desarrollarse en forma masiva en la institución escolar; es preciso dar un paso más. En el campo de la educación general, básica y obligatoria, es preciso definir un piso de conocimientos fundamentales cuyo aprendizaje sea un derecho y una obligación de las nuevas generaciones. En este campo es preciso dar señales claras sobre cuáles son esos conocimientos “poderosos” que la escuela debe desarrollar en niños y adolescentes. Esta definición es una cuestión que se dirime en el debate público y no es competencia de especialistas y tecnócratas de las ciencias de la educación. Por supuesto que su voz debe ser escuchada, pero en tanto ciudadanos y no científicos o expertos.

En este sentido, en mi opinión hay dos campos del saber fundamentales. El primero es el desarrollo de las competencias expresivas. Ellas son las que nos permiten pensar, reflexionar, comunicar, opinar y producir representaciones del mundo que nos rodea. También nos dan la capacidad de formalizar y exteriorizar nuestros sentimientos, miedos y esperanzas, intereses y demandas. Decimos competencias expresivas y no simplemente gramática, lengua y literatura, sino también oralidad, expresión estética y corporal. Esta capacidad es poderosa, porque se hacen cosas con palabras o símbolos: podemos convencer, causar placer o dolor, enamorar, y también engañar, mentir, sugerir, inducir, vender, negociar. Asimismo nos permite aprender, entender, escuchar, conocer y hacer cosas con otros. Como tal, es un saber transversal y que no solo compete a los docentes de lengua y literatura, sino que debería ser un objetivo institucional.

Junto con el poder de la comunicación que se ejerce con las competencias expresivas, hay otro saber, también muy poderoso, que es relacionado con el razonamiento lógico y el cálculo. El conocimiento racional del mundo que nos rodea requiere de la capacidad de razonar, medir y calcular, distinguir entre lo grande y lo pequeño, entre las cosas que son más o menos probables.

Estos dos conocimientos son relevantes porque contribuyen al logro de las tres grandes funciones que tradicionalmente se le asignan a la escuela, a saber:

1 la expansión de la capacidad de pensar y reflexionar en forma autónoma;

2 el desarrollo de las facultades creativas y productivas que nos permiten participar en distintos ámbitos de la vida social, y

3 la formación de la ciudadanía activa en la democracia participativa.

Las capacidades expresivas son fundamentales para el logro de estos tres grandes fines de la educación: con palabras reflexionamos y pensamos, producimos y creamos y a la vez podemos participar activamente en la política, en forma individual y colectiva, mediante el mecanismo de la representación.

Por otra parte, esta concentración de sentido de la tarea escolar en torno al desarrollo de competencias expresivas y de cálculo y razonamiento lógico permite orientar hacia un mismo objetivo las áreas del saber que conforman el programa escolar. Este se desarrolla mediante una clara división del trabajo pedagógico. Desde este punto de vista, la necesaria pluralidad y diversidad de contenidos del programa escolar adquiere un sentido unitario en la medida que su apropiación necesita de las competencias básicas arriba señaladas, a la vez que contribuye a desarrollarlas.

Por último, cabe recordar que el énfasis en esos aprendizajes fundamentales permite dar un contenido específico a la reiterada frase –“políticamente correcta”– que habla de “aprender a aprender”. Un sujeto que sabe leer y escribir y además conoce cálculo básico está en condiciones de aprender cualquier otra disciplina, tanto de las humanidades como de las científicas.

Tensión entre el programa escolar y los aprendizajes extraescolares

La escuela nunca tuvo el monopolio del aprendizaje. La vida misma es aprendizaje. Pero hubo épocas en que el sistema escolar tenía cierto monopolio de la información y de la transmisión de conocimientos formales. Hoy más que nunca abundan otras fuentes del saber, y las nuevas generaciones las frecuentan en forma sistemática.

A modo de ejemplo, en las primeras etapas del desarrollo de la escuela capitalista esta tenía un monopolio del acceso a las imágenes del mundo. Los manuales escolares eran como ventanas que permitían ver ciertas cosas de la cultura, desde las cataratas del Iguazú hasta los desiertos del norte de África, desde el Obelisco (para quienes vivían en las provincias) hasta la Torre Eiffel en París. Fuera de la escuela, a través del vasto mundo de la información y la comunicación (televisión, internet, redes sociales), hoy se aprenden muchas cosas, desde información hasta valores, modos de vida, música, arte, literatura. La exposición sistemática a estas fuentes extraescolares de cultura desarrolla en los alumnos y alumnas un conjunto de disposiciones, orientaciones, criterios de distinción y de valoración y al mismo tiempo inclinaciones a hacer determinadas cosas y no otras.

Si los niños y adolescentes invierten tiempo y esfuerzo en los consumos culturales extraescolares es porque movilizan su atención e interés. Por su parte, el programa escolar tiene sus propios contenidos, que muchas veces aparecen como ajenos a los intereses de los alumnos y alumnas. Ambos mundos, el escolar y el extraescolar, transcurren por sus propios carriles sin tocarse y en ocasiones incluso se oponen y contradicen. Los productores de bienes culturales extraescolares ignoran por completo el programa escolar, y cuando diseñan los programas escolares los pedagogos tampoco tienen en cuenta los contenidos que los niños, niñas y adolescentes aprenden fuera de la escuela y que conforman su subjetividad.

Algunos docentes expresan esta tensión con frases como la siguiente: “A los chicos de hoy no les interesa nada”. Debe resultar obvio que cuando plantean esto se refieren al hecho de que no se interesan por lo que les ofrece el programa escolar, que de hecho se presenta con la fuerza de una obligación. En verdad, las nuevas generaciones tienen intereses diversos, pero gran parte del mundo adulto no suele conocerlos y, cuando finalmente los conoce, no los toma como legítimos, como dignos de ser tenidos en cuenta. Esto tiende a producir representaciones extremadamente críticas y negativas sobre “la juventud actual”, que dificultan el diálogo y la escucha entre generaciones.

Este desencuentro está en el origen de al menos dos conjuntos de problemas. El primero, ya lo dijimos, es el desinterés por lo que la escuela propone aprender. El interés por el conocimiento es la condición para realizar el esfuerzo de aprender. El aprendizaje demanda un trabajo por parte del aprendiz. No es lo mismo leer para informarse o entretenerse que leer para estudiar. Son dos prácticas con objetivos y lógicas distintas. Por lo tanto, si no hay interés en un tema o campo de la cultura, difícilmente se puede lograr un aprendizaje significativo.

El segundo problema remite a las dificultades que hoy se presentan al momento de construir la autoridad pedagógica. Si los y las docentes desconocen los intereses, pasiones, fantasías, sueños, miedos y sentimientos de sus alumnos y alumnas, difícilmente puedan lograr el necesario reconocimiento que está en la base de su autoridad.

Tensión entre el conocimiento y la cultura como derecho y como mercancía

Esta tensión está siempre presente, con niveles de intensidad según las coyunturas, en la mayoría de los campos de la política educativa contemporánea. Las sociedades capitalistas tienden a extender la lógica del mercado a todos los ámbitos de la vida social. Todo se vende y se compra, incluso cosas antes consideradas “sagradas”, como la honestidad, la lealtad, las ideas, las obras de arte, la verdad. Por eso no es lo mismo vivir en una sociedad con una economía de mercado que en una “sociedad de mercado”. Muchas agencias de inversión (Banco Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo) hace tiempo que miran la educación escolar como una gigantesca fuente de negocios.

Como la salud en muchos países, el conocimiento es ya una mercancía con un precio, y su producción y distribución se rige por la lógica de la oferta y la demanda. Cada familia accede al conocimiento que puede comprar según sus ingresos disponibles. Esto es verdad en la mayoría de los países latinoamericanos, por ejemplo, en el campo de la educación superior. Otro tanto ocurre en los distintos niveles de la educación general obligatoria (inicial, primaria y secundaria) en las grandes urbes donde residen las clases altas y medias con cierta capacidad adquisitiva como para comprar la educación de sus hijos. Las evaluaciones muestran que la calidad de los aprendizajes de disciplinas básicas como las matemáticas, el lenguaje y el dominio del inglés es proporcionalmente superior en las instituciones privadas de élite y no financiadas por el Estado que en las públicas.

A esta tendencia se enfrentan quienes sostienen que el acceso al conocimiento no puede depender de la riqueza individual, sobre todo en sociedades como las latinoamericanas donde gran parte de las personas (entre un tercio y la mitad) tiene ingresos por debajo de la línea de pobreza. De ahí la demanda del conocimiento como un derecho de toda la población, con independencia de la posición en el espacio social. Y no hay derecho sin Estado, esto es, que para lograr ese objetivo, el Estado debe hacerse responsable de proveer a todos las mejores oportunidades de aprendizaje. Por eso es necesario ir más allá de la reivindicación del derecho a la educación, que tiende a reducirse al derecho a la escolarización, para exigir el derecho al conocimiento, pues está demostrado que las clases dominantes no tienen problemas en ofrecer educación para todos, pero a condición de garantizar conocimientos relevantes para pocos.

Podríamos decir entonces que esta es “la madre de las tensiones”, la que estructura las posiciones en el campo de la política educativa. No es tarea de la investigación educativa dirimir esta cuestión, sino que ella debe discutirse y resolverse en el campo de la política. Max Weber plantea que ningún conocimiento científico puede justificar la elección de un fin determinado –por ejemplo, la justicia o la igualdad–, sin la elección de los medios más eficaces para obtener ese fin. La lógica del mercado lleva a la competencia, la desigualdad y la distinción. La lógica del derecho al conocimiento como asunto de Estado, como responsabilidad y obligación colectiva, busca la construcción de una sociedad menos desigual y más justa. Elegir entre estos fines es una cuestión de ciudadanía y no de especialistas en ciencias de la educación.

¿A quién le interesa la educación pública y para todos?

Los que están objetivamente interesados en la educación para todos son los excluidos del conocimiento poderoso, ese que vale tanto para acceder al trabajo digno y bien remunerado como al respeto y el reconocimiento social. Pero la paradoja es que las clases subordinadas de la sociedad no tienen necesariamente conciencia, o no tienen conciencia “automática”, de la exclusión y dominación cultural que padecen. Por otra parte, cuando la tienen, sus recursos políticos no son suficientes para hacerse oír en la escena pública y sobre todo en el campo de la política, es decir, en el espacio donde se definen reglas y recursos para la educación pública. A esta dificultad se agrega otra, no menos importante: el conocimiento no es un bien que se puede distribuir. Como ya planteamos, la capacidad lectora o la de entender el mundo social y natural en que vivimos o la de apreciar y disfrutar ciertas obras artísticas complejas se adquiere a partir de un proceso de aprendizaje que requiere tiempo y recursos específicos. No basta con acceder al poder para “repartir” el conocimiento, como sí alcanza con el poder y la voluntad política para distribuir la tierra.

Como dijimos, los más ricos tienen la capacidad de “comprar” la educación a precio de mercado. La expansión de la educación privada en los centros urbanos de América Latina es un indicador de esta tendencia. Los más pobres, en las áreas rurales y urbanas, que son la mayoría en la región, solo pueden acceder a la educación pública o hacen un gran esfuerzo para acceder a escuelas privadas subvencionadas y por eso más económicas. La pregunta específica es: ¿a quién le interesa desarrollar y mejorar la educación pública, más allá de la extensión de la escolarización? ¿En qué medida la clase política está dispuesta a hacer realidad eso que proclaman en sus discursos de campaña acerca de la importancia de la educación como palanca del desarrollo económico y social de nuestras sociedades? ¿Cuánta fuerza política se requiere para invertir lo necesario y crear las condiciones sociales y pedagógicas a fin de que todos puedan acceder al conocimiento básico?

La cuestión no solo tiene esta dimensión política, también es preciso reconocer que no se sabe a ciencia cierta qué es lo que hay que hacer desde el punto de vista pedagógico para ofrecer oportunidades de aprendizaje reales y adecuadas a las características socioculturales diversas de la población. En otras palabras, no existe un modelo pedagógico de valor universal para atender las necesidades de aprendizaje de una población diversificada. Estas pedagogías hay que desarrollarlas, experimentarlas y luego aplicarlas en forma flexible, dejando siempre un margen de autonomía a los establecimientos y a los docentes para realizar las adaptaciones necesarias. Las “soluciones” pedagógicas no se pueden ni importar ni imponer desde arriba, sino que deben ser generadas por equipos mixtos compuestos de expertos, académicos de las ciencias de la educación y docentes de aula. Estos últimos deben dejar de ser vistos como simples “aplicadores” de dispositivos diseñados y difundidos por las autoridades centrales de las administraciones educativas, como han sido considerados por muchas reformas educativas (fracasadas) en América Latina.

Los grupos dominantes deben entender que conviene más invertir en educación que pagar el costo de las consecuencias de la exclusión cultural en términos de desintegración social. Deben comprender que una buena educación para todos significa un ahorro de recursos en términos de salud, seguro de desempleo, seguridad, aparato judicial, problemas que en el mediano término terminan afectando el bienestar general, incluso de los más privilegiados. Pero para darse cuenta, se requiere una mirada amplia que trascienda el interés egoísta e inmediato de los sectores dominantes, que creen resolver “su” problema de la educación mediante la expansión de la educación privada.

Los y las docentes y todos los que desempeñan alguna función en el sistema escolar público son sus defensores naturales. A ellos hay que sumar las familias que no están en condiciones de acceder al conocimiento pagando establecimientos privados. Sin embargo, la lealtad de las familias con la escuela pública se puede ver debilitada si esta, por diversas razones, no cumple con sus expectativas más profundas. Los movimientos en la matrícula de un sector a otro son indicadores del grado de satisfacción en relación con el establecimiento escolar al que asisten las y los alumnos. Es verdad que no todos están en condiciones de elegir, ya que la mayoría no cuenta con recursos suficientes para pagar un establecimiento que opera según las leyes del mercado. Pero quienes pueden hacerlo expresan sus preferencias escolares mediante este mecanismo.

El caso de los maestros y maestras de la educación pública, tanto la estatal como la privada (sin fines de lucro y financiada por el Estado), es un ejemplo paradigmático de coincidencia entre la defensa del interés corporativo (reproducción del puesto de trabajo, el salario) y el interés general de los ciudadanos. Pero esta proposición necesita ser relativizada, pues en ciertas situaciones estos intereses pueden oponerse o ser excluyentes. Puede darse el caso de que una concentración en la defensa de los intereses particulares y corporativos de los y las docentes termine dominando sobre el interés general. Esta tensión se presenta cuando las luchas sindicales por mejoras salariales se traducen en huelgas prolongadas que inevitablemente tienen costos para los alumnos y sus familias. Los sindicatos docentes deben manejar un delicado equilibrio entre ambos intereses, pues de no ser así se puede romper la alianza solidaria entre ambos actores colectivos, alianza necesaria para la defensa exitosa de sus legítimos derechos laborales.

Otro caso de tensión ocurre cuando los agentes públicos se burocratizan y tienden a conservar las rutinas en sus modos de hacer las cosas y a resistir cualquier innovación, tanto en las regulaciones que estructuran su trabajo en las instituciones como en los modos de hacer las cosas en las aulas, en la medida en que las consideran una amenaza a sus conquistas laborales. Pero esto no debe ser necesariamente así. De todos modos, todo cambio genera inseguridad, que puede traducirse en una actitud conservadora del statu quo. Esta reacción se expresa en el viejo dicho “más vale malo conocido que bueno por conocer”. De esta manera, ciertas transformaciones que intentan objetivamente mejorar y fortalecer la educación pública pueden encontrar resistencias en parte del colectivo docente, que tiende a verlas como una amenaza a sus propios intereses. Para transformar de manera sustantiva la escuela pública, se requiere de un acuerdo o pacto entre la ciudadanía y los docentes como grupo profesional organizado.[7]

Cuando los grupos dominantes son lo suficientemente poderosos como para determinar tanto la política fiscal como el gasto público, es probable que tiendan a favorecer la educación privada puesto que ellos mismos resuelven sus necesidades de aprendizaje recurriendo al mercado. Muchos de los políticos y altos funcionarios que manejan la educación pública de un país envían sus hijos e hijas a escuelas particulares. No tenemos evidencias más que anecdóticas. En una reunión celebrada en México para el 25º aniversario de la fundación del Conafe,[8] el ingeniero Ernesto Schiefelbein (quien luego fue ministro de Educación de Chile), ante un salón colmado de altos funcionarios de la administración de la Secretaría de Educación Pública, al comenzar su intervención pidió que levantaran la mano aquellos que enviaban a sus hijos a escuelas públicas. Las manos alzadas se contaban con los dedos de una mano. Es difícil decir si este perfil se repite –y en qué medida– en otros países de la región, pero es muy probable que la situación sea similar en muchos. Esto también hay que contemplar al momento de reflexionar sobre qué sectores sociales tienen un interés efectivo en el desarrollo de la educación pública.

Por todo lo anterior, la pregunta sobre a quién le interesa el fortalecimiento de la educación pública no tiene una respuesta teórica o a priori, sino que solo puede responderse a partir del análisis concreto de la coyuntura histórica, la conformación de los actores colectivos y sus relaciones de fuerza en el campo de la política educativa.

[5] Young y Muller (2013) diferenciaron dos tipos de conocimientos: el conocimiento de los poderosos y el conocimiento poderoso. Mientras el primero se caracteriza por quiénes son los que tienen acceso a él, el segundo remite a lo que el conocimiento en sí puede hacer. Esta distinción es análoga a la que diferencia el conocimiento cotidiano del especializado, cuya adquisición requiere de un proceso de aprendizaje sistemático y organizado.

[6] En una conferencia del Partido Laborista, en 1996, Tony Blair, en ese momento líder del partido y futuro primer ministro del Reino Unido, interpelado por un periodista acerca de cuáles eran sus líneas políticas prioritarias, enunció una respuesta que se hizo célebre: “Educación, educación y educación”.

[7] En una encuesta realizada en México en 2006 a una muestra nacional de docentes de educación inicial, primaria y secundaria, solo el 28% consideró que “el sindicato defiende los intereses laborales de los profesores y contribuye a mejorar la calidad de la educación”, mientras que el 41% expresó que “el sindicato defiende los derechos de los profesores, pero no contribuye significativamente a la mejora de la calidad de la educación” (Tenti Fanfani y Steinberg, 2011). Estas respuestas indican que en efecto la tensión de la que estamos hablando existe en el contexto nacional mexicano y es plausible que también esté presente en otros países de América Latina.

[8] El Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe) es una institución pública creada en México, en 1971, con el fin de ofrecer educación básica con modalidades no escolares a poblaciones pequeñas y alejadas de los centros urbanos.

La escuela bajo sospecha

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