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La vida en la calle

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La experiencia del maltrato, la explotación y el abuso marcó al joven Mario. Pero las huellas no quedaron impresas por el odio, sino que le hicieron desarrollar un profundo sentido humano y social. Al ver desde tan cerca —y en carne propia— el maltrato y la crueldad, decidió nunca llegar a ese extremo con nadie y dedicar el resto de su vida no solo a protegerse, sino que también a resguardar a quienes estuvieran a su alrededor. Los abusos fueron su escuela y la calle sus libros. Vio lo peor, pero dejó como educación lo que él mismo convirtió en lo mejor. Todo lo que hacía lo hacía por instinto, o quizás por lo que recordaba que le había enseñado esa abuela que apostó por él, cuando nadie le daba ninguna posibilidad de sobrevivencia y éxito en la vida.

Mario vivió en la calle, durmió debajo de puentes, arriba de árboles o en establos y caballerizas que le abrieron los dueños para darle trabajos temporales y un lugar donde dormir. Cortó pasto en jardines de lindas casas patronales del sur, domó caballos y cosechó fruta en los enormes fundos de patrones nobles y dignos que apreciaron y valorizaron su dedicación al trabajo. Mario aprendió a respetar porque también lo hicieron con él. Trató de no mirar atrás y hasta optó por nunca más volver a nombrar al viejo patrón. Hasta se convenció a sí mismo de olvidar el nombre y apellido de ese hombre.

Los meses de verano fueron siempre mejores para la vida de un vagabundo que iba de pueblo en pueblo, por Punta Arenas, Puerto Natales, Puerto Montt, Concepción, Valdivia y todos los de entre medio, buscando trabajo temporal y viviendo en las soledades del campo. Durante el verano era más fácil bañarse en el río o en los canales. Era más práctico cocinarse algo con leña seca de eucalipto que encontraba entre los árboles muertos que soportar la lluvia con hambre. Entre enero y abril, había más oportunidades, también, de conocer gente que anduviera trabajando en las faenas temporales de pueblos cercanos y hacerse de amigos para pasar el tiempo libre acompañado. Mario recorrió el sur y se siguió enamorando de la tierra, la gente y sus costumbres. Aprendió conociendo y conoció recorriendo, trabajando y luchando.

Vivir de lo que te da la gente y dormir donde te pilla la noche es duro. Pero esas eran las únicas dos alternativas que tenía en ese tiempo: que me maltrate un hombre desgraciado hijo de puta, o que me maltratara la miseria de vivir sin casa y pidiendo comida. Para mí, por la cresta, no había comparación. Aparte de eso, me di cuenta de que ese viejo de mierda no era como otros patrones. Viviendo de lo que me daba la gente, a cambio de mi humilde trabajo, me di cuenta de que en este país hay gente buena, requetecontrabuena. Gente buenísima, a veces sin un peso en los bolsillos, pero comparte un techo pobre, un plato de comida hecho con amor y una palabra de aliento y de apoyo. Lo mismo la gente con plata, con mucha plata, que alguna vez encontré en mi camino de vagabundo pobre y hambriento. Esos fueron patrones súper distintos que me pagaron siempre lo justo y me ayudaron harto en todo lo que yo necesitaba. Hay que estar viviendo en la calle y muerto de hambre para conocer bien y de cerca el alma de Chile y de los chilenos. Aquí hay harta gente generosa en este país, y el que no lo crea, que salga a vivir en la calle. Siempre me encontré con personas que, aunque no tenían mucho, me daban una manta para abrigarme y un calor donde arrimarme cuando vivía solo y sin casa. No la pasé bien. Nadie la pasa bien cagándose de hambre y de frío en la calle. Pero, en medio de toda esa miseria y desesperación, yo sabía, desde lo más profundo de mí, que eso era solo una etapa de mi vida. Yo sabía, y nunca perdí la esperanza, que vendrían días y años mejores. Y no es que esté repitiendo el dicho tampoco de que “No hay mal que dure cien años ni hueón que lo aguante”. Yo estaba seguro, porque nunca, nunca, en mi vida he dejado morir las esperanzas. Hasta en esos años de vivir en la calle, sabía que yo algún día podría salir adelante. Hasta en los peores momentos de mi vida nunca, jamás he perdido las esperanzas. Y por eso he sobrevivido tantas tragedias.

La vida errante le enseñó mucho a Mario. Una de las múltiples lecciones fue que, para ganarse un salario digno, tenía que terminar la educación secundaria. Y para ello necesitaba un lugar estable para vivir y un trabajo permanente que le ayudara a ganar suficiente dinero para poder ahorrar. La mejor respuesta a sus inquietudes fue tratar de volver a la familia. Después de todo, ya tenía casi diecisiete años y, con los golpes recibidos, incluyendo los físicos, había madurado. Y si no había madurado, como los otros esperaban de él, por lo menos sabía con más claridad qué quería pedirle a la vida y pedirse a sí mismo.

Regresó a la casa de su abuelo, en Parral. No fue bien recibido desde el momento que golpeó la puerta de entrada. Nada había cambiado en esa casa y nadie lo había echado de menos. O por lo menos eso fue lo que sintió Mario. El padre continuaba siendo el mismo y su crueldad con los hijos seguía, si no igual, tal vez peor de lo que había sido antes. No había espacio para Mario y eso se lo hicieron saber desde el primer día que llegó a la casa: “Te vas y tu cama pasa a ser de otro”. Pero la verdad también es que “Si vuelves, ya no eres de donde eras, porque ya no eres el mismo que cuando te fuiste”.

Las diferencias que habían existido entre Mario y su padre se profundizaron. Y si antes habían sido dos extraños, ahora eran casi dos enemigos. No se entendían y no se toleraban. Ninguno de los dos hacía el esfuerzo para llevar una vida familiar sana y tranquila. Mario no estaba de acuerdo con la forma en que su padre estaba criando a sus medios hermanos, y el padre no soportaba que este extraño le dijera lo que tenía que hacer o no hacer en su propia casa. Su padre no tomaba en cuenta que esa casa también era la de sus padres y de los otros miembros de la familia.

Yo a veces sentía que mi padre estaba ensañado conmigo en esos años. Puta, por la cresta, tenía hasta el nombre de él: Mario Sepúlveda, y el hombre no me toleraba. Era muy cruel conmigo, aunque yo fui su único hijo hombre del primer matrimonio. Me hizo pasar años de sufrimiento. No solo me abandona al nacer, sino que vuelve a mi vida pa puro hacerme sufrir, otra vez. Nunca he podido entender a mi padre. Y es quizás por esa terrible relación que tuve con él que siempre busqué la amistad de señores mayores que me aconsejaran y me ayudaran con mis decisiones en la vida. Así fue como conocí a uno de los hombres que me cambió, de muchas maneras, con sus consejos.

Mario tenía claro que había que salir de esa casa otra vez y alejarse de la familia lo antes posible. Necesitaba un lugar donde vivir, estudiar y trabajar. La pregunta que se hacía en esos tiempos era: “¿Existe algún lugar en Chile para un pobre diablo como yo?”. La repuesta la encontró leyendo los diarios y hablando con los amigos del barrio, especialmente un viejito que le daba consejos, le prestaba libros y le decía que él podía hacer lo que quisiera si tenía la disciplina, el hambre de lograrlo, las ganas y, sobre todo, si estaba dispuesto a sacrificarse. “Nada es fácil en la vida, Mario. Nada te va a caer del cielo en las manos”, le decía el señor Martínez, repitiéndolo como una letanía.

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