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Huérfano en el sur de Chile

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Mario Sepúlveda nació el 4 de octubre de 1970, en Parral. La fecha y el lugar son los únicos detalles de los que Mario está “casi” seguro, hasta ahora. Le han contado que su madre falleció al momento de nacer, pero no tiene claro cómo murió. No sabe si murió después del parto o en el momento en que le hacían una cesárea. Solo sabe con certeza que, el mismo día, él nació y su madre murió. Le han contado muchas historias que solamente se han agregado a la confusión que tiene sobre sus primeras horas de vida. Para Mario, la única verdad de su historia es que no tuvo ni madre ni padre en los primeros años de su existencia. Al morir la madre y dejar tres hijas y a él recién nacido, Mario, el padre, decidió repartirlos entre los que estuvieran dispuestos a hacerse cargo de ellos. El viudo empezó, emocionalmente, una nueva vida lejos de la familia, pero de muchas maneras dentro de esta. Y lo hizo casándose con la hermana de su fallecida esposa y abandonando a sus hijos con quienes quisieran recogerlos.

Crecí sabiendo que mi madre había muerto, pero sin saber quién era mi padre. Me acuerdo que a veces, cuando andaba jugando en la calle, con los cabros del barrio, pasaba por el frente de la casa de mis abuelos un hombre moreno y delgado, y los cabros me agarraban pa’l chuleteo. Me decían: “Oye, Mario, ese es tu papá, salúdalo”. Muchas veces quise correr y peguntarle si él era mi padre, pero me daba vergüenza que me rechazara frente a mis amigos y los cabros hueones se rieran de mí todavía más. Pero otras veces pasaba cualquier gallo por la calle, e igual me agarraban pa’l leseo y me decían: “Oye, Mario, ahí va tu papá, y ahora sí que es verdad. Anda a saludarlo”.

Cuando mi mamá murió, nos repartieron a mis tres hermanas y a mí, como animalitos, entre los familiares que nos aceptaban. Esa fue la razón por la que nos criamos desconectados y prácticamente como desconocidos entre los hermanos. Nos dejamos de ver por años, pero yo tuve la suerte que los padres de mi madre me recogieron a mí con una de mis hermanas chicas. Mi pobre hermana mayor nadie quería aceptarla en sus casas porque era fea. Muy crueles las familias cuando recogen a los hijos de otros.

Las memorias de Mario lo llevan siempre a una niñez sin padres, pero junto a sus abuelos maternos. Los mejores recuerdos son de la vida en Parral con su abuela Bristela, quien fue realmente su única madre hasta que murió, cuando Mario tenía trece años. Antes de que ella falleciese, la vida en el campo era humilde pero feliz. La abuela tenía la simpleza de los que nacen y crecen con lo mínimo para sobrevivir, pero satisfechos y orgullosos de tener lo que han adquirido con el esfuerzo resignado del trabajo en el campo. La familia vivía en un pueblo llamado Santa Cecilia, en la comuna de Retiro. Aquel fue el lugar donde Mario asistió a la escuela primaria. Cursó desde el primer hasta el quinto año de la enseñanza básica. Una vida idílica para un niño que todavía no entendía los efectos de la extrema pobreza. Caminaba a la escuela y jugaba el resto del día con los amigos del barrio. Jugaban con una pelota de trapo, pretendiendo ser jugadores populares y famosos, de algún equipo de fútbol favorito, o trepando árboles para comer la fruta de los vecinos cuando tenían hambre.

Después del quinto año se cambió de escuela. En ese nuevo plantel se encontró con niños que se burlaban de él y sus amiguitos pobres, que caminaban a la escuela con ojotas hechas de neumáticos viejos y pedazos de cuero duro, muchas veces mal curtido. Su ropa era siempre la misma. Pantalones y camisas hechas con pedazos de géneros que la abuela Bristela rescataba de prendas viejas, desechadas por algún adulto de la familia.

Cuando Mario tenía doce años, su abuelita, que lo había criado, cuidado y educado con los valores que él aún mantiene, enfermó gravemente. Como resultado de la dolencia quedó paralizada y limitada a una silla de ruedas para el resto de su vida. La familia materna, los hermanos de su madre, no tenían una situación económica estable que les permitiera hacerse cargo del joven Mario y de su hermana menor. La vida en la casa de los abuelos cambió durante esos meses para los nietos “recogidos” y para el resto de la familia. Al enfermarse la matriarca del hogar, el espíritu que unía al clan comenzó a desarmarse y a desplomarse al mismo tiempo. Ya no se juntaban todos en la casa de la abuela los domingos y, poco a poco, la familia se distanció. La enfermedad de la abuela fue el comienzo de un largo peregrinaje para el adolescente campesino. Al principio, Mario fue el enfermero de la abuela, el único que la cuidaba y la alimentaba, pero no pudo lograr extenderle la vida a la mujer que iba consumiéndose a diario frente a sus propios ojos. Mientras más se debilitaba la abuela y más se desarmaba la familia, la vida de Mario se volvía más incierta.

Mario se daba cuenta de que era un niño difícil de criar. Le decían que era hiperactivo, que le gustaba mucho discutir, que siempre andaba defendiendo a todos los que no podían (o no querían) defenderse solos. Esto lo hacía un niño combativo y complejo de controlar en la escuela, en el barrio y en la casa. Un niño que podía ser no solo un desafío para los que quisieran hacerse cargo de él, sino que también podía ser un grave problema para una familia que ya tenía suficientes necesidades económicas e incertidumbres que enfrentar. La familia entera reconoció que nadie en el núcleo cercano podía proteger, cuidar y querer a Mario como lo había hecho su abuela, su segunda madre. Y eso Mario lo sabía. Como también sabía que, con la parálisis de su abuela Bristela, él empezaba a perder no solo a la única persona que lo entendía en sus locuras, sino también a la persona que, hasta ese momento, más había amado. Pero, con el deterioro de la abuela, también se iba alejando de Mario la protección y el amparo del único hogar que había conocido y la casa donde había pasado casi la mayoría de su corta vida.

La enfermedad de mi abuelita Bristela no fue larga, pero pa mí fue eterna. Todavía me duelen los momentos que pasé con ella antes de su muerte. Y nunca he podido olvidar la crueldad que vi de sus propios hijos, con ella. En esos años era más que común en la vida de los campesinos emborracharse como algo rutinario todos los fines de semana. Era como vestirse de huaso o comerse un buen asado. Puta, siempre me acuerdo, con tanta pena, que un día domingo, mientras estaba mi abuelita en su sillita de ruedas vieja, afuera, en el patio de la casa, en el campo, llegaron mis tíos borrachos, tencas, a caballo. Entre groserías y risotadas, uno de ellos, hueón, como si estuviera en la mitad de la medialuna de un rodeo, le pegó por detrás, muy fuerte, con el trasero del caballo a la silla de ruedas de mi abuelita. La pobre salió rodando por la tierra. Nadie me ayudó a levantarla. Pa todos fue motivo de risas y no un acto de crueldad. Llevé a mi abuela de vuelta a su dormitorio y ese día, como tantas veces lo había hecho antes, me dijo “el alcohol se convierte en un vicio y cambia a la gente. Nunca te olvides de eso y no bebas, hijo mío”. Y aunque mi abuela murió hace muchos años, yo nunca en mi vida me he emborrachado. No bebo y no me gusta el alcohol, y no solo por los consejos de mi abuelita, sino porque vi con mis propios ojos el daño que le puede hacer el trago a los hombres, a las mujeres, a los niños y a las familias enteras.

Yo creo que mi abuelita fue la gran influencia en mi vida desde mi niñez hasta ahora todavía. Tengo presente diariamente sus enseñanzas, sus palabras tanto como su generosidad y amor por todos los que estaban cerca de ella. Era la típica abuela-madre del sur y del campo de Chile. La que criaba a los hijos de los hijos y cualquiera que no tuviera padres. “Donde come uno comen todos”, decía la abuela, cuando no tenía ni pa uno, la pobre, a veces. Ella era la fuerza de la familia y el ser que nos mantenía a todos unidos. Ella fue prácticamente la familia hasta enfermarse.

Mario no recuerda con muchos detalles quiénes lo decidieron —porque nadie le preguntó su opinión—, pero un día le dijeron que tenía que juntar sus pocas pertenencias, salir de la casa donde lo había criado su abuela e irse a vivir al internado del pueblo más cercano. Viviendo allí se dio cuenta de la diferencia que existía entre los muchachos que tenían padres y familiares que los visitaban y los otros, los que parecían estar de más y sobrar. Esos que prácticamente habían sido tirados en el internado porque no tenían nadie que los quisiera recoger.

En el internado lo pasé como la cresta al principio, porque me agarraban pa’l chuleteo a diario. Tenía un puro pantalón y un par de camisas y me los sacaba solo para lavarlos cuando podía. El único par de zapatos que tenía era tan viejo y gastado que las suelas estaban llenas de hoyos. Y más encima me quedaban grandes, como botes en los pies, porque habían sido de uno de mis tíos. Yo como podía les ponía papel de diario para que no me tocara el suelo el pie y se me rompieran los calcetines también. Pero cuando había agua en el patio o la cancha, el diario se me mojaba y hasta ahí llegaba la protección de mierda, cuando jugaba a la pelota. Volaban pedazos de diario mojado por todos lados y los compañeros hueones se burlaban de mí. Yo hubiera preferido andar con mis ojotas en vez de ese par de zapatos que no me servían más que pa que mis compañeros me agarraran pa’l hueveo.

Como nadie se presentaba a las reuniones de apoderados, yo mismo escribía una comunicación inventando una excusa por la ausencia y firmaba con el nombre de cualquier tío. Era el único cabro guacho que nadie visitaba o iban a buscar al internado los fines de semana. Las pasé como la cresta. Pero gracias a Dios tenía esa personalidad que me hacía salir de las burlas y me hacía popular entre los mismos cabros que se reían de mí. Era fuerte y me sabía defender solo contra el que se me presentara, pero también podía hacer reír a todos con las hueás que se me ocurrían. Había aprendido desde cabro chico que, para sobrevivir, tenía que encontrarle lo cómico a la vida. Reírme hasta de mí mismo. Reírme en vez de llorar y también, como un payaso, hacer reír a los que estaban a mi alrededor.

De esos años recuerdo cosas dolorosas que me marcaron. Me acuerdo que un día jueves me tomé la micro y me fui del internado al pueblo a ver a mi abuelita, así no más medio arrancadito. Caminé a la casa y, cuando abrí la puerta, vi a mi abuelita en un estado deprimente. Ya no podía hablar muy bien y como pudo me estiró su manito flaquita y me mostró la llave del agua de la cocina diciéndome que tenía sed. Fui y le traje un vasito de agua y se lo tomó con desesperación. Me senté en el suelo, al lado de ella, y poquito a poco me empezó a decir, con las pocas palabras que podía sacar, que tenía hambre, que nadie le había dado nada de comer por días. Sentí como una puñalada en el corazón y le prometí que iba a ir a buscar comida donde pudiera y como pudiera. No tenía ni una chaucha en el bolsillo, así que fui a sacar unas manzanas de un árbol que encontré y volví a la casa a molerle pedacitos de manzana y, como pude, se los di en la boca para calmarle el hambre.

El día que murió mi abuela Bristela yo creí que se me terminaba el mundo y que una parte de mí se iba con ella. Ella falleció el día de Navidad, el 25 de diciembre de 1986, y desde ese año yo nunca he vuelto a celebrar la Pascua.

Murió la abuela, dejando a Mario solo y sin nadie que pudiera tomar la responsabilidad de mantenerlo y seguir guiándolo. A los trece años se encontró nuevamente solo, un “guacho”, sin nadie en la familia de su madre que quisiera recogerlo. Pero su destino estaba decidido de antemano por los mayores. Ese mismo día, con un bolso con cuatro trapos y los zapatos rotos, lo llevaron a vivir con los abuelos paternos. La familia de su madre no quería hacerse cargo de un “cabro con problemas” y, como la otra no lo conocía, aceptaron recogerlo sin hacer muchas preguntas. Mario no sabía que la generosa oferta venía con un alto precio: necesitaban un mozo que trabajara gratis en la casa de los abuelos y por eso se lo llevaron.

Desde el día en que llegó a vivir con la nueva familia, Mario se convirtió en el mozo y el sirviente de todos. Desde la madrugada a la noche tenía que limpiar la casa y encargarse del cuidado del jardín y de todo lo que se necesitara en el hogar de los abuelos y tíos. Su abuela paterna lo obligó a dejar los estudios porque no alcanzaba a trabajar en la casa como ella demandaba y era mejor no “perder el tiempo yendo a la escuela y haciendo tareas”. No entendía por qué, si ya había aprendido a leer y a escribir, tenía que seguir estudiando. Mario se dio cuenta de que, en esos años, empezaba a moverse entre dos fuerzas poderosas de la familia, que lo definirían para el resto de su existencia: la abuela materna, quien lo quiso como a un hijo y lo animó a estudiar y a ser mejor en la vida, y la abuela paterna, quien lo humillaba diariamente, lo explotaba y le insistía que era incapaz de estudiar y salir adelante. Esta fue la primera persona en la familia que lo calificó de “loco”. Un ser enfermo, sin ninguna posibilidad de futuro.

Había un mundo de diferencia entre mis dos abuelas. Para la abuela Bristela yo era un hijo más; para mi otra abuela yo era un guacho recogido. Una me cuidaba, me protegía y me quería; la otra parecía que me odiaba y me trataba como si fuera un miserable, incapaz de nada. En esa casa me sacaba la cresta el que quería y yo, muchas veces, me las aguantaba, porque sabía que no tenía adónde cresta irme que fuera mejor que ese calvario. Pa rematarla, ahí estaba mi padre, que era casi un desconocido pa nosotros y nos había abandonado, y ahora ya tenía un montón de cabros más con su nueva esposa, que era también mi tía. Para él yo no era un hijo más, era un desconocido, un puro problema que le molestaba no más. Toda la familia hacía una diferencia clara entre esos hijos de mi padre y nosotros, los recogidos, los prácticamente guachos que en cualquier momento nos podían tirar de nuevo a la calle, de una pura patada en la raja.

Historia de un invisible

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