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1ªJuan 4,8

1. AMOR DIVINO. ¿De qué hablamos cuando hablamos del amor de Dios? Hablamos de amor-dádiva, bien distinto de los amores-necesidad como el afecto (storgé), la amistad (philía) o el erotismo (éros), propios de la condición humana dado que nos necesitamos unos a otros. Las relaciones humanas no ignoran cierta medida de amor-dádiva, expresado por ejemplo en la capacidad de generosidad y sacrificio de una madre hacia su hijo. Pero cuando hablamos propiamente de amor-dádiva sólo podemos referirlo al amor que Dios ha manifestado a la humanidad en su Hijo Jesucristo, amor enteramente desinteresado o, si quiere decirse así, un amor cuya única necesidad es dar y darse.[1]

¿De qué hablamos cuando hablamos del amor de Dios? Hablamos de “agápe”, un término que en el Nuevo Testamento aparece casi siempre referido a las relaciones entre Dios y el ser humano. El apóstol Pablo ofrece en 1ª Corintios 13, no una mera exhortación ética dirigida a los cristianos, sino una descripción del “agápe”: el modo divino de amar. Del mismo modo, el apóstol Juan muestra el carácter y la voluntad de Dios en torno a la palabra “agápe”: amor sacrificial, compasivo y capaz de perdonar, siempre y pese a todo. Este amor “nunca deja de ser” (1ªCor.13,8).

¿De qué hablamos cuando hablamos de amor de Dios? Hablamos del amor que Dios nos regala a todos en Jesucristo (1ªJn.4,8b-10). Las banderas representan esencias: de naciones, ideologías, sentimientos … ¿Qué bandera puede representar lo que Dios siente hacia todos los seres humanos sin excepción? “Su bandera sobre mí fue amor” (Cant.2,4b) “Sobre mí enarboló su bandera de amor” (NVI).

¿De qué hablamos, pues, cuando hablamos de amor? Hablamos de un prodigio que tiene su raíz más profunda en Dios. En última instancia todo amor genuino posee un anhelo de perfección infinito, una tendencia esencialmente ilimitada: “Dios y sólo Dios puede ser la cúspide de esta arquitectura gradual y piramidal del reino de lo amable; y al mismo tiempo fuente y fin de todo él.”[2] Dios es el vínculo infinito de ese amor de anhelo infinito, el fundamento del “ordo amoris” que se ilustra como el beso de la justicia y la paz (Sal.85,10b) y según el cual “no se ama sólo para ser felices, se ama simplemente para ser, y se es sencillamente para amar”[3] Hablamos de las “razones del corazón” (B. Pascal), que no son meros arrebatos pasionales, impulsos ciegos e indeterminados; hablamos del “orden del corazón”: “El corazón tiene sus razones, ‘las suyas’, de las cuales el entendimiento nada sabe y nada puede saber; y tiene ‘razones’, es decir, evidencias objetivas sobre hechos para los cuales el entendimiento es ciego, tan ciego como lo es el ciego para los colores y el sordo para los sonidos.”[4]

2. AMOR DIVINO ENCARNADO. Ninguna palabra, ningún razonamiento, ninguna imagen puede reflejar siquiera pálidamente la esencia del amor divino. Es un misterio de amor que todo lo trasciende. Pero podemos trazar ciertos rasgos de ese amor de la mano de otros atributos conocidos de Dios: “Por ejemplo, podemos saber que, al ser Dios autoexistente, su amor no tuvo principio; al ser Él eterno, su amor no podrá tener fin; al ser Él infinito, no tiene límite; al ser Él santo, es la quintaesencia de toda pureza inmaculada; al ser Él inmenso, su amor es un amor incomprensiblemente amplio, sin fondo y sin orillas, ante el cual nos arrodillamos en gozoso silencio, y del cual la elocuencia más elevada se aparta confusa y humillada.”[5]

Podemos también, en parte al menos, conocer y experimentar cómo se manifiesta. El amor de Dios alcanza su expresión máxima en la cruz de Jesucristo (Jn.3,16): amor como pura dádiva inmerecida (gracia). Es el amor del crucificado: escupido, abofeteado, humillado, su dignidad pisoteada entre burlas, expuesto desnudo ante todos. Es el modelo de la “kénosis”, el auto-anonadamiento de Jesús del que leemos en Filipenses 2,5-8. Es amar sacrificialmente (Rom.5,8;8,32-39; 2ªCor.5,18-21; Ef.1,4-5;2,4-7; 1ªJn.4,10). Dios nos amó y ofreció su perdón aún antes de nosotros pedirle perdón; ese perdón se hace efectivo cuando lo pedimos, pero Dios nos lo ha ofrecido en Jesús de antemano. Es un amor excesivo, que desborda cualquier concepto de justicia, todo sentido de equilibrio, de reciprocidad, es pura des-mesura. Es “la pura gratuidad que hace patente el amor puro y absoluto”[6]

Pocos han expresado estas verdades con tanta luminosidad como Juliana de Norwich (1342-1416). “Y aunque [Jesús] hubiera muerto o deseara morir tantas veces, tendría todo eso como nada por amor, pues todo le parece poco en comparación con su amor. (…) El amor que le hizo sufrir supera todos sus sufrimientos, tanto como el cielo supera la tierra. Pues su sufrimiento fue una acción noble, preciosa y honorable, realizada una vez en el tiempo por la operación del amor. Y el amor fue sin principio, es y será sin fin.”[7] De esa convicción enamorada brota a su vez una esperanza de amor incombustible, que le permite concluir su libro con estas palabras: “Y vi con plena certeza, en esto y en todo, que Dios, antes de crearnos, ya nos amaba. Su amor nunca disminuyó y nunca disminuirá. En este amor ha hecho todas sus obras, en este amor ha hecho todas las cosas provechosas para nosotros, y en este amor nuestra vida es eterna. En nuestra creación tuvimos un principio, pero el amor en el que nos creó estaba en él desde toda la eternidad. En este amor está nuestro principio. Y veremos todo esto en Dios ya para siempre. Demos gracias a Dios.”[8]

El prodigio de la encarnación es a la vez el más elevado obstáculo para creer en el evangelio de Jesucristo: “La afirmación cristiana realmente asombrosa es la de que Jesús de Nazaret era Dios hecho hombre (…) El Todopoderoso apareció en la tierra en forma de niño indefenso, incapaz de hacer otra cosa que estará costado en una cuna, mirando sin comprender, haciendo los movimientos y ruidos característicos de un bebé, necesitado de alimento y de toda la atención del caso, y teniendo que aprender a hablar como cualquier otro niño. (…) Cuanto más se piensa en todo esto, tanto más asombroso resulta. La ficción no podría ofrecernos algo tan fantástico como lo es esta doctrina de la encarnación. En esto reside la verdadera piedra de tropiezo del cristianismo. La encarnación constituye en sí misma un misterio insondable, pero le da sentido a todo lo demás en el Nuevo Testamento.”[9] En efecto, la encarnación nos desvela la asombrosa verdad de la gracia divina, del amor de Dios

Un versículo clave del Nuevo Testamento para interpretar la encarnación es 2ªCor.8,9: “Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza, fueseis enriquecidos.” Jesús murió en la cruz llevando todas nuestras culpas, y el Padre le resucitó para dar valor a ese sacrificio (Rom.3,23-25). No hay más razón para semejante prodigio que la desmesura del amor-dádiva que Dios ofrece a todos sin distinción (Rom.5,8). El apóstol Pablo, antes perseguidor de los cristianos, se veía a sí mismo como una prueba evidente de la ilimitada misericordia divina (1ªTim.1,16). Definitivamente: “la cruz es la suprema cristalización del amor”, “la cruz es la cristalización del amor de Dios”, “el movimiento del amor de Cristo se resume en la Cruz. La cruz es el todo de Cristo, el todo del amor”[10].

3. RESPUESTAS ENAMORADAS. El descubrimiento del amor de Dios despierta en el ser humano a una respuesta primera de adoración fascinada, cuyo eco resuena bellamente en cristianos de todos los tiempos : “Que te busque anhelante, que suspire por ti al buscarte; que te encuentre en el amor, y te ame al encontrarte.”[11] “En cuanto tu nombre rozó mi oído, también brilló el misterio de este nombre en mi corazón y en mis sentimientos el amor, que suscita hacia el Señor una devota sumisión; hacia el Salvador (esto significa el nombre de ‘Jesús’), piedad y amor; y, por último, hacia Cristo rey, obediencia y temor.”[12] “Igual que la piedra imán atrae al hierro, el Cristo amable atrae a Él todos los corazones que ha tocado.”[13]

Mi alma se ha empleado,

Y todo mi caudal, en su servicio [al Amado];

Ya no guardo ganado,

Ni ya tengo otro oficio,

Que ya sólo en amar es mi ejercicio.[14]

En segundo y necesario lugar, cuando esa adoración nace auténticamente del “cautiverio de amor”, se abre camino en el ser humano una práctica del mismo amor para con sus semejantes, porque el amor de Dios es expansivo. Frente a toda tentación de angelismo vuelto de espaldas a la vida presente, cabe recordar que: “El amor es una emanación; es como los rayos del sol. El amor actúa no por sentimientos de lástima, sino como las radiaciones del sol, fluye desde dentro como luz y calor”.[15] Aunque abordaremos más detenidamente esta dimensión “prójima” del amor en otro capítulo, no queremos dejar dudas al respecto: los discípulos de Jesús “abrazan como principio para todos los actos de su vida el hacerse pobres -gastando y desgastándose- a fin de enriquecer a los demás hombres”[16] (1ªJn.3,18). Como denuncia un personaje de Miguel Delibes, también nosotros rechazamos un extraño “original cristianismo sin prójimo”.[17] Los discípulos de Jesús: “no son prosélitos de una doctrina, sino imitadores de una vida”[18], no se limitan a proclamar verdades de amor, se saben llamados a encarnarlas. Resisten la tentación permanente de reducir la Palabra viva a mera letra reseca, convertir las verdades bíblicas en “cadáveres proposicionales”[19] sin fruto práctico alguno. Se saben desafiados por la exigencia del amor de Jesús hacia sus semejantes, porque esa práctica supone la auténtica medida de su entendimiento cordial del Evangelio.

[1] Cfr. C.S. Lewis: Los cuatro amores. Madrid: Ediciones Rialp, 2008.

[2] Max Scheler: Ordo amoris. Madrid: Caparrós Editores, 1996. Pg. 51.

[3] Carlos Díaz: Marcelino Legido. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2018. Pg. 74,

[4] Max Scheler: Ordo amoris. Op. Cit. Pg. 55.

[5] A.W. Tozer: El conocimiento del Dios santo. Miami: Editorial Vida, 1996. Pg. 106.

[6] Hans Urs von Balthasar: Sólo el amor es digno de fe. Sígueme, 2011. Pg. 103.

[7] Juliana de Norwich: Libro de visiones y revelaciones. Capítulo 22. Madrid: Editorial Trotta, 2002. Pg. 87.

[8] Juliana de Norwich: Libro de visiones y revelaciones. Capítulo 86. Op. Cit. Pg. 231.

[9] J.I. Packer: El conocimiento del Dios santo. Miami, Fl.: Editorial Vida, 2006. Pgs. 68-69.

[10] Toyohiko Kagawa: Meditation on the Cross. Chicago: Willett, Clark & Company, 1935. Pgs. 34, 101, 6.

[11] San Anselmo. Proslogio. Citado por A.W. Tozer: El conocimiento del Dios santo. Op. Cit. Pg. 26.

[12] Guillermo de Saint-Thierry (s. XII): Exposición sobre el Cantar de los Cantares. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2013. Pg. 76.

[13] Johannes Tauler (s. XIV): Sermones. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2010. Pg. 153.

[14] San Juan de la Cruz: “Cántico espiritual”. In Obras completas. Madrid: B.A.C., 1994. Pg.129.

[15] Toyohiko Kagawa: Love the law of life. London: Student Christian Movement Press, 1930. Pg. 99.

[16] J.I. Packer: El conocimiento del Dios santo. Op. Cit. Pg. 76.

[17] Miguel Delibes: Madera de héroe. Barcelona: Ediciones Destino, 1992. Pg. 150.

[18] S. Kierkegaard: Ejercitación del cristianismo. Madrid: Editorial Trotta, 2009. Pg. 234.

[19] Eugene Peterson: Así hablaba Jesús. Miami: Editorial Patmos, 2012. Pg. 9.

Del amor y sus rostros

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