Читать книгу Los parados - Enric Sanchis Gómez - Страница 8
ОглавлениеPRESENTACIÓN
Más allá de sus oscilaciones coyunturales, el paro se ha convertido en un hecho estructural presente en la sociedad española al menos desde que ésta inició su etapa democrática en la segunda mitad de los años setenta. Al menos, porque durante el franquismo también lo hubo, si bien apenas se manifestó como paro explícito en las deficientes estadísticas de la época. Lo impidieron fenómenos como el subempleo agrario en el que malvivían millones de personas o el confinamiento de otras tantas mujeres casadas en el trabajo doméstico. Además había un stock permanente de unos dos millones de emigrantes que tuvieron que ir a buscarse la vida a otra parte. Así que lo que ocurrió durante la última larga etapa de crecimiento que empezó en 1994 y acabó a finales de 2007 cuando comenzó a destruirse empleo fue excepcional. Para hacer frente al tirón de la demanda de trabajo hubo que importar unos cinco millones de inmigrantes (en 2010 llegó a haber casi un 14% de población extranjera) y el paro se situó por primera vez en la media de la UE, en torno al 8% de la población activa.
En 2007 (Encuesta de Población Activa, EPA) todavía se crearon 640.800 empleos netos respecto al año anterior y la población ocupada alcanzó un máximo histórico de 20.579.900 personas. Pero el paro ya comenzó a remontar, primero tímidamente, después con la misma fuerza con que se había creado empleo durante la etapa del boom de la construcción. Seis años después, en 2013, se habían destruido 3.440.900 empleos y el paro se situó en la cota también histórica de 6.051.100 efectivos, en tasa más de uno de cada cuatro activos. Finalmente, en 2014 cambió la tendencia: hubo 205.200 ocupados más que en 2013 y el paro se redujo en 440.700 efectivos (la emigración y el aumento de los trabajadores desanimados, esto es, personas sin empleo que dejan de buscarlo porque creen que no vale la pena intentarlo, explican buena parte de la diferencia entre el aumento del empleo y la caída del paro). Todo induce a temer que para que la tasa de paro vuelva a situarse en la media europea, en todo caso un nivel muy alejado del pleno empleo, habrán de pasar muchos años. Mientras tanto, crece sobre todo el empleo precario (trabajo involuntario a tiempo parcial, salarios por debajo del umbral de pobreza, falsos autónomos) y la cifra de parados de larga duración se ha disparado.
En tales circunstancias, dada la importancia que sigue teniendo el trabajo en la escala de valores y como fuente de ingresos, es pertinente preguntarse qué consecuencias tiene la experiencia de paro sobre los mismos parados. Sin embargo, a pesar de que somos tradicionalmente campeones del paro (sólo hace poco desbancados por Grecia), la investigación sociológica al respecto es escasa, lo que contrasta con el interés que ha suscitado el tema en países donde su incidencia es mucho menor. En España, las ciencias de la salud y la psicología social se han ocupado más de los parados que la sociología. Por su parte, la economía ha estudiado más el paro que a los parados; y cuando ha fijado el foco sobre éstos, en la mayoría de los casos ha sido partiendo de unos supuestos sobre la conducta humana cuando menos discutibles, que han conducido a conclusiones y recomendaciones de política económica más eficaces para complicar la vida de parados y ocupados que para mitigar el problema. Este libro pretende contribuir a paliar ese déficit sociológico mediante una aproximación cualitativa. Tiene su origen en 88 entrevistas en profundidad a parados realizadas entre marzo de 2012 y febrero de 2013 en una docena de municipios españoles, casi todos grandes ciudades. La población entrevistada no es una muestra estadísticamente representativa del universo de parados, es una muestra intencional que pretende reflejar la diversidad de situaciones en que se desenvuelve la experiencia de desempleo.
La crisis de los años setenta que puso fin a la edad dorada del capitalismo supuso también un punto de inflexión en cuanto a la configuración del paro tal como se había conocido hasta entonces. El desempleo ha sido tradicionalmente un problema vinculado a la condición obrera. Por ello Pugliese [1993] la toma como referente para definir los tipos dominantes que ha asumido a lo largo de la historia del capitalismo, que serían tres. Primero, el paro de quien no ha sido obrero pero acabará siéndolo. Es la situación en que se encuentran quienes proceden de un medio social que aún no ha conocido la generalización de las relaciones de producción capitalistas, es decir, las primeras generaciones de jornaleros y campesinos que abandonan la agricultura para integrarse en la fábrica urbana. Para ellos el empleo industrial es todavía un punto de llegada. Es un paro típico del siglo XIX en las sociedades de industrialización temprana, pero que seguimos encontrando a mediados del siglo XX. Por ejemplo entre los braceros meridionales italianos que transitan por las páginas de la estupenda novela de Ottiero Ottieri, escrita a finales de los años cincuenta, en busca de un posto en la fábrica fordista que les permita escapar de la miseria; y por supuesto en España. Segundo, el de quien ya ha sido obrero, que vive en el contexto de la sociedad industrial urbana y ha perdido su empleo a causa de las crisis cíclicas típicas de la dinámica capitalista. En este caso las relaciones de producción del capitalismo moderno están ya generalizadas, la condición obrera es la condición normal de gran parte de la población trabajadora y el paro un incidente transitorio respecto a esta condición. Su manifestación extrema se produjo durante la Gran Depresión de los años treinta. El tercer tipo es el de quien no ha sido obrero y tiene escasas posibilidades de entrar en la condición obrera, al menos en aquella franja del empleo obrero estable y protegido integrada en el mercado de trabajo primario. Sería el paro característico de la nueva situación que conocen las economías avanzadas desde hace cuatro décadas, esto es, el paro juvenil, en particular el que afecta a los países de la Europa mediterránea.
Esta sugerente tipología, como todas forzosamente esquemática, tiene la virtud de poner de relieve algunos de los determinantes estructurales del paro, así como de marcar la diferencia entre el tercer tipo histórico y los anteriores. Pero no informa del asunto que nos interesa: cómo se experimenta el paro y qué consecuencias acarrea. A este respecto lo primero que necesitamos saber es quiénes son los parados, y la única pista que nos ofrece es que, con el tercer tipo, el paro ha dejado de ser algo que le ocurre exclusivamente a la clase obrera, implícitamente a algunos hombres adultos. Así que si pretendemos entrevistar parados que reflejen la diversidad de situaciones en que se desenvuelve su experiencia tendremos que considerar otros elementos.
La condición obrera ya sólo puede ser uno de los factores a tener en cuenta, entre otras razones porque el trabajo manual industrial está en regresión y ya no es un referente para buena parte de los jóvenes. Además, en función de ella pueden definirse no uno sino dos tipos nuevos de paro, pues también está el de quienes la han perdido definitivamente a una edad cada vez más precoz. Las encuestas correspondientes señalan que la carga del paro no se reparte de manera homogénea ni aleatoria entre la población, sino que sigue ciertas pautas sensibles a variables como el género, la edad, etnia, nacionalidad, nivel de estudios o el tipo de empleo que se ocupaba. Y la psico-sociología del paro detecta (más allá de las diferentes respuestas individuales) una fuerte asociación entre estas variables y la forma de experimentarlo y reaccionar ante él.
Una de las cosas que más llamó la atención de quienes investigaron el tema en Marienthal en los años treinta fue la sensible degradación de la percepción del tiempo entre los hombres en paro: eran incapaces de explicar de manera coherente lo que hacían durante el día. Su única ocupación casi regular era la recogida de leña, la agricultura de autoconsumo y la cría de conejos. Esto les ocupaba muy poco tiempo, el resto era tiempo muerto, vacío, caracterizado por la ausencia total de una ocupación con sentido. La utilización más frecuente del tiempo por parte de los hombres consistía en no hacer nada, y pasarse todo el día en casa sin hacer nada lo encontraban insoportable. Algunos llegaban a afirmar que en el frente, durante la Primera Guerra Mundial, no lo pasaron peor. Se daba así la aparente paradoja de que el escaso tiempo libre de que disfrutaban aquellos hombres cuando tenían un empleo era incomparablemente más rico y animado que las largas horas de ocio que tenían ahora a su disposición. A la vez que el empleo perdieron toda posibilidad material y psicológica de utilizar el tiempo libre: «Desde que estoy en paro casi no leo. La cabeza no me da para eso». Por el contrario, las mujeres no perdieron la noción del tiempo; se lo impidió el trabajo doméstico que, con sus obligaciones y funciones regularmente establecidas, les proporcionó puntos de referencia y un sentido a su vida cotidiana. Sin embargo, consideraciones económicas al margen, la mayoría de ellas echaban de menos el trabajo en la fábrica, porque les permitía no vivir encerradas entre cuatro paredes y acceder a relaciones sociales más ricas, variadas y satisfactorias [Lazarsfeld y otros, 1996].
Desde entonces se reconoce que el sexo tiene una gran influencia sobre la experiencia de paro. Ahora bien, como se verá en su momento, a medida que las investigaciones se acercan a la situación actual aumentan las dudas sobre la significatividad de esta variable, y la posición que defiende que el malestar psicológico asociado al desempleo es mayor entre los hombres debido a que las mujeres suelen perder empleos de peor calidad y la sociedad les ofrece la alternativa de las labores domésticas, se discute desde hace varias décadas. En cualquier caso, el hecho cierto es que mientras tradicionalmente el hombre ha construido su identidad en torno al trabajo remunerado y la mujer en torno a la familia, desde los años setenta la dimensión laboral ocupa un lugar cada vez más importante en la configuración de la identidad social femenina. Este fenómeno se atribuye sobre todo a un efecto generacional, a su vez y al parecer fuertemente asociado al nivel de estudios cada vez más alto (y superior al de los varones) de las mujeres, y no puede dejar de influir sobre la manera de vivir el paro.
La edad debe ser tenida en cuenta por razones obvias. El paro no puede tener el mismo significado para quien intenta abrirse camino en la vida, para quien está sobrecargado de obligaciones familiares y para quien se acerca a la edad de jubilación. «Las consecuencias psicológicas del desempleo juvenil más frecuentemente descritas en los trabajos que se han realizado hasta el momento son el aburrimiento, la inactividad y la falta de objetivos, mientras que los contactos sociales aparentemente se mantienen con más facilidad entre las personas de ese grupo de edad que entre los desempleados de mayor edad» [Jahoda, 1987: 77]. Parece que es a los parados jóvenes a quienes más afecta el no saber qué hacer con sí mismos. A juicio de Jahoda –y lo expresó hace treinta años– el aspecto social más peligroso del paro contemporáneo es posible que esté representado por la situación psicológica de estos jóvenes a los que se ha privado de una forma normal de transición a la edad adulta.
La nacionalidad, porque el emigrante de la época fordista –magistralmente retratado por Tahar Ben Jelloun en una de sus novelas– ha sido sustituido por otro que no retorna a su país cuando queda en paro. El nivel educativo porque está aceptado comúnmente que las expectativas laborales y vitales en general guardan relación con esta variable, y el tipo de empleos que se buscan y rechazan son diferentes. Además, porque permite distinguir entre trabajadores genéricos y autoprogramables [Castells, 1997], entre las víctimas de la globalización y el cambio tecnológico y los que pueden vivirlos como una oportunidad que les permite recualificarse y aprovechar sus ventajas. El tipo de empleo perdido porque ahora no sólo desaparece trabajo manual industrial, y las empresas solventes también generan paro. Los testimonios de siete de los casi siete mil trabajadores que entre finales de los años ochenta y 1993 se vieron obligados a dejar sus empleos en FASA-RENAULT (Valladolid), son un buen punto de partida para aproximarse a la experiencia de paro de los hombres maduros trabajadores manuales [Castillo, 1998: 107-146].
En esa época la empresa puso en marcha una profunda reorganización del trabajo para adaptarse a los nuevos tiempos que tuvo como consecuencia la reducción de la plantilla en más de un 30%. Mediante técnicas que recuerdan el acoso moral, los trabajadores fueron inducidos a solicitar voluntariamente la baja a medida que cumplían los 53 años de edad (tras unos 25 en la empresa) para acogerse a un plan social que les garantizaba el tránsito a la jubilación en condiciones económicamente razonables. Fueron entrevistados entre tres y cinco años después de la salida de la empresa.
Cada uno ha seguido su propia estrategia de adaptación a la nueva situación. Aniceto acabó adaptándose ayudado de un pequeño huerto en el que cultiva hortalizas, pero más de un año después de quedarse sin empleo todavía se seguía despertando muchas veces a las cinco de la mañana (para volver a acostarse). También Eulalio tiene un huertecillo y algunos animales, y desde hace dos años es concejal del Ayuntamiento de su pueblo; en fin, que no tiene tiempo de aburrirse, como les ocurre a otros ex compañeros que conoce. Ha oído que algunos de ellos hasta han pedido la separación de la mujer. Ignacio (paseos por el barrio, jugar a las cartas, televisión) también se aburre. Le hubiese gustado recuperar su primer oficio de albañil y hacer algunas chapuzas, pero su familia le decía que ya había trabajado bastante, y además cobrando el paro no podía. Isaías no entiende cómo las empresas se permiten prescindir de tantos años de experiencia acumulada. Para él ahora los días son más largos, pero no se acuerda en absoluto del trabajo. Parece haberse adaptado a la situación con una mezcla de realismo y fatalismo, pues al fin y al cabo de lo que se trata es de tener para comer, «que es lo que interesa». Leoncio ahora tiene mucho más tiempo «para bien y para mal», porque a veces se encuentra estresado «y es un estrés de darle vueltas a la cabeza». Pertenece a una generación que nació en el trabajo, que estaba mentalizada para jubilarse a los sesenta y cinco a no ser que tocara la lotería. Él y sus compañeros se dejaron media vida en la empresa y llegaron a sentirla como propia, algo que habían hecho entre todos. Parecía que la salida iba a ser para bien, pero luego «no todo es tan bonito». Le gustaría poder transmitir a otros todo lo que sabe, darle una utilidad, «y no por dinero».
Pablo recuerda perfectamente que lleva tres años y tres meses fuera de la empresa, en la que entró veintisiete años antes como oficial de segunda de verificación, y desarrolló una carrera laboral de la que se siente orgulloso. Su último puesto de trabajo como agente de métodos en el departamento de calidad era envidiable en muchos sentidos, pero la presión ambiental de los últimos tiempos le indujo a aceptar el plan de bajas incentivadas. «Se ha organizado la vida para poder, en sus palabras, sentirse útil, pensar al final de la jornada diaria que lo que ha hecho ha valido para algo. Y así prepara cursos de calidad total que ofrece, gratuitamente, a estudiantes de Formación Profesional. Pero, sobre todo, ha reorganizado la relación y la distribución del tiempo diario, de acuerdo con su mujer, para evitar los problemas que sabe que le han acontecido a otros, que han pasado a disponer de todo el tiempo del mundo para no hacer nada».
Se siente muy dolido con la empresa y sigue sin explicarse cómo pudo ser que les trataran de forma tan arbitraria. Pablo ha tenido que aceptar «ser un trabajador que no trabaja», pero no soporta que ahora, cuando le preguntan por su profesión, tenga que decir «parado»; está deseando llegar a la jubilación para salir de esa situación en la que, como trabajador, se siente tan a disgusto. A Roberto los días se le hacen largos. Hace ya más de tres años que dejó el empleo, pero sigue oyendo el sonido de los autobuses que llevan los trabajadores a la fábrica. Son las cinco y media de la mañana y muchos días se levanta («porque ya ni duermo ni dejo dormir a la mujer») y se pone a leer el periódico o una novela del oeste. Le gustaría encontrar alguna cosa para entretenerse, dos o tres días a la semana, pero si no hay para la juventud cómo les van a dar trabajo a ellos. De sus compañeros tiene informaciones contradictorias: algunos lo están pasando «como dios», otros «lo han pasado muy mal». Sospecha que quienes peor lo han pasado han sido los mandos intermedios o superiores, acostumbrados a mandar y que creían que la empresa era suya.
Todos estos hombres, incluso Isaías, volverían a la empresa si les dieran la oportunidad, pero en las condiciones en que la dejaron, no en las actuales, que según les cuentan son mucho peores. Sólo a Roberto no le importaría volver «como si fuese nuevo», a ver si es verdad lo que dicen de que allí se está muy mal, porque a él nunca le ha asustado el trabajo duro. No debe pasar desapercibido que, a pesar de tener la misma edad y el perfil sociolaboral típico de la vieja clase obrera industrial, cada uno de ellos experimenta el paro de forma diferente.
Una cosa es estar ocupado estadísticamente y otra tener un empleo. Para que una actividad laboral sea conceptualizada socialmente como empleo es necesario que se haga bajo ciertas condiciones mínimas. El concepto de empleo remite al mismo tiempo a una actividad laboral y a las normas bajo las cuales se desarrolla, de manera que empleo no es cualquier actividad remunerada sino sólo aquella que se lleva a cabo con arreglo a ciertas normas sociales [Prieto, 1999: 12]. A lo largo del siglo XX, pero sobre todo tras la amarga experiencia que supuso la Gran Depresión, en todas las sociedades industrializadas el Estado intervino en las relaciones laborales afirmando el carácter público del contrato de trabajo, legitimando la negociación colectiva y reforzando la posición de los trabajadores en el conflicto industrial. El resultado fue el asentamiento de un concepto altamente normativizado de empleo que conoció su máximo desarrollo durante la época fordista, y que se materializó en lo que ha dado en llamarse el empleo estándar.
Este tipo de empleo, que era la aspiración en absoluto utópica de los trabajadores de las economías industriales y la situación de hecho de la gran mayoría de ellos, consistía en un puesto de trabajo a tiempo completo en el que se trabajaba para un empleador claramente identificado durante la mayor parte de la vida activa a cambio de salarios reales crecientes. La remuneración de un trabajo de este tipo permitía mantener una unidad familiar en la que la esposa se dedicaba exclusivamente al trabajo doméstico mientras se alcanzaban niveles de consumo cada vez más altos y los hijos podían permanecer más tiempo en el sistema educativo. Sobre la base de ese empleo estándar se fue construyendo un Estado de bienestar que pretendía garantizar el acceso del trabajador y su familia a una gama de derechos sociales con los que se quería protegerlos de todos los avatares de la vida desde la cuna hasta la tumba. El empleo estándar entra en regresión a principios de los años ochenta y comienza a ser sustituido por todo tipo de ocupaciones atípicas (el empleo precario) alternadas por periodos más o menos breves de desempleo. La frontera que separaba con nitidez empleo estándar y paro absoluto es sustituida por una zona gris atestada de posiciones sociales laboralmente ambiguas que obligan a reconsiderar las definiciones formales de ocupado y parado. Frente al paro experimentado como un accidente inesperado tras años de empleo estable, aparece un paro recurrente, vivido con naturalidad, porque es un acontecimiento con el que se cuenta desde el momento mismo en que se firma un contrato de trabajo. La cuestión de fondo es si, a la hora de buscar parados para entrevistar, debemos contemplar también a quien se define como tal aunque estadística o administrativamente no lo sea. Por las razones que se discuten en el primer capítulo del libro, hemos considerado que sí.
A la luz de cuanto se viene diciendo, una tipología básica del paro respetuosa con la diversidad de situaciones debe partir del sexo y la edad como determinantes de experiencias vitales diferenciadas y ser sensible a otras variables que la complejizan. Frente al paro de inserción (y el trabajo precario) que afecta a los jóvenes en busca de un empleo estable, está el paro de exclusión que afecta a personas maduras en perfectas condiciones psicofísicas pero laboralmente amortizadas. Entre los jóvenes, particularmente en el caso de España, no puede dejar de distinguirse en función de la trayectoria educativa. En cambio, dentro de los adultos y maduros consideramos que tiene más interés operar con la variable tipo de empleo perdido distinguiendo entre obreros y empleados, lo que remite a la condición de clase. Conjeturamos que este factor puede actuar de la misma manera que el nivel de estudios entre los jóvenes. Por obreros se entiende trabajadores manuales de cualquier cualificación y trabajadores no manuales no cualificados (la nueva clase obrera postindustrial). Por empleados, trabajadores no manuales cualificados. Los primeros son los parados de siempre; los segundos, como los jóvenes, un nuevo tipo característico de la sociedad postindustrial: el paro de clase media, menos visible socialmente que el anterior. Los maduros comenzarán a plantearse el abandono definitivo del mercado de trabajo, con más o menos angustia en función de su situación económica y la edad. Los adultos, acostumbrados a cambiar de empleo para mejorar, acabarán aceptando un trabajo menos cualificado y más precario que el que perdieron. Algunas mujeres (cada vez menos) se redefinirán como amas de casa en exclusiva a la espera de tiempos mejores. Unos pocos hombres (pero cada vez más) se descubrirán asumiendo deportivamente gran parte del trabajo doméstico. El factor nacionalidad complica ulteriormente la tipología.
Intentar seleccionar cien parados (objetivo inicialmente previsto) que cumpliesen todos estos criterios de acuerdo con el peso que cada uno de los tipos tiene sobre el conjunto de la población desempleada es poco menos que imposible. Por tanto, lo que hemos hecho en la práctica ha sido establecer tres cuotas de edad (jóvenes, adultos y maduros) equilibradas por sexos, relativamente ajustadas a la composición por edades del paro en la EPA. Entendemos por jóvenes los que tienen de 18 a 29 años, adultos de 30 a 50 y maduros los de más de 50 años. Cierto que estos límites son discutibles, pero en el caso de España no es difícil defender tal opción. A partir de los 50 las dificultades de reengancharse al empleo aumentan considerablemente, mientras que, por otra parte, cada vez es más frecuente permanecer en el domicilio familiar hasta los 30. De hecho, la edad media de emancipación está aproximadamente en los 29 años [Ballesteros y otros, 2012]. Además, cabe pensar que a los 16 y 17 años el significado que puede tener el paro como experiencia vital es todavía poco relevante. Dentro de los jóvenes hemos procurado contactar tanto a universitarios como a personas con bajo nivel de estudios; dentro de los adultos y maduros tanto a obreros como a empleados. Parados inmigrantes sólo hemos entrevistado a seis. La tabla 1 muestra las entrevistas hechas efectivamente y, entre paréntesis, las que en un principio queríamos hacer.
Tabla 1.
Distribución de las entrevistas por sexo y edad
Entre paréntesis, entrevistas inicialmente previstas.
Por lo que se refiere al nivel de estudios de los entrevistados, 24 tienen como máximo la ESO o equivalente (no habiendo alcanzado once de ellos este nivel), 38 han finalizado estudios universitarios o FP superior, y 25 han cursado con éxito el Bachillerato, algún ciclo de FP de grado medio o el equivalente en los sistemas educativos anteriores a la LOGSE de 1990. Sólo 17 menores de 30 años tienen estudios superiores; por tanto vuelve a comprobarse que los adultos de este nivel, que supuestamente ya han superado la etapa precaria de inserción laboral, hoy no tienen garantizada la inmunidad contra el desempleo, si bien su probabilidad de caer en él es menor. Tanto en términos absolutos como relativos el nivel educativo medio de las mujeres es más alto que el de los hombres (entre los titulados superiores, 22 frente a 16). En el momento de la entrevista 53 estaban siguiendo algún curso de formación.
Casi todas las entrevistas (abiertas, semiestructuradas) se consiguieron utilizando el procedimiento de conocido de conocido del entrevistador, pero también se recurrió a algún centro sindical de formación ocupacional. Hubo varios casos de rechazo o no comparecencia una vez concertada la cita, en particular cuando se tomaba conciencia de que la entrevista iba a ser grabada. La mayoría duraron en torno a una hora, pero también las hubo de una media hora escasa a causa del laconismo del interlocutor, por lo que en parte pueden considerarse fallidas. Sin embargo, en otros casos fueron aprovechadas como ocasión para interrelacionar o incluso hacer psicoterapia, prolongándose durante cerca de tres horas. Una vez roto el hielo, el ambiente fue franco y en general distendido, si bien hubo algunos casos en que el entrevistado rompió a llorar al tocar ciertos temas.
Dadas las limitaciones presupuestarias bajo las que se hizo el trabajo de campo, sólo se entrevistó en lugares accesibles al de residencia del entrevistador. En Madrid y su área metropolitana se hicieron 35 entrevistas, en el País Valenciano 30 (casi todas en el área metropolitana de Valencia), en Barcelona 10, en Andalucía 6 (Algeciras, Granada y Sevilla), en Toledo 5 y en Zaragoza 2. Las transcripciones de las grabaciones fueron corregidas por quien hizo la entrevista. En el libro las entrevistas serán identificadas mediante las iniciales del entrevistador y de la zona donde se hizo y un número correlativo.
Contra lo que suele ser habitual en libros basados en este tipo de material empírico, me he tomado la licencia de dedicar amplio espacio a la reproducción de los extractos de las entrevistas. He actuado así porque creo que pueden ganar interés con el paso del tiempo. Dentro de unos años, cuando el científico social vuelva la vista atrás, quizá en busca de claves interpretativas de las consecuencias humanas y sociales de una nueva crisis, seguro que lo hará provisto de mejores herramientas teóricas, pero es posible que la lectura de los testimonios directos de quienes han sufrido ésta le sea de utilidad. (Aunque también es posible que se pregunte sorprendido cómo fue capaz la gente de aguantar tanto.)
La entrevista está estructurada en cuatro capítulos o bloques temáticos y 41 preguntas, unas relativas a la situación específica del parado, otras interesándose por su opinión respecto a diversas cuestiones de carácter general. Aunque se trataba de entrevistas abiertas, dado el volumen del material recogido durante el trabajo de campo (más de mil quinientas páginas de transcripciones), para facilitar el análisis posterior cada entrevistador procedió a codificar las respuestas. En algunos casos la operación era muy sencilla (¿Busca empleo? ¿Está cobrando subsidio o prestación? ¿Votó en las últimas elecciones generales?), en otros muy arriesgada. Reducir un discurso muchas veces matizado y aun contradictorio a un código numérico no siempre era prudente, en cuyo caso no se codificó. Así pues, la lectura de las codificaciones sirvió como puerta de entrada al examen del material, pero no eximió del análisis de todas y cada una de las entrevistas.
El libro está estructurado en siete capítulos. En el primero se exponen y critican las definiciones formales de parado, se contrastan con la noción popular y se acaba proponiendo un concepto complementario que hemos dado en llamar paro sociológico. Además, como ya se ha dicho, se explica por qué han sido entrevistadas personas autodefinidas como paradas a pesar de que formalmente no lo sean. El segundo capítulo es el más descriptivo. Se ocupa de la vida cotidiana del parado, cómo pasa el día, si está haciendo alguna actividad formativa, experiencias previas de paro, importancia que atribuye al trabajo, si busca empleo, cómo y con qué frecuencia, si percibe algún tipo de prestación o subsidio, exigencias respecto al empleo que busca, salario de reserva, familiaridad con el trabajo negro. En el tercero abordamos las cuestiones más delicadas de la entrevista: salud y estado de ánimo. Como veremos, el paro genera casi siempre malestar psicológico y en algunos casos afecta gravemente a la salud. En palabras de una entrevistada, el paro es un «comepersonas» y las entrevistas nos han dado la oportunidad de conocer situaciones verdaderamente dramáticas. Cuando desde gobiernos irresponsables y la ortodoxia económica se tiende a banalizar esta experiencia exagerando la tendencia del parado protegido a rechazar determinados empleos, es importante dejar constancia de lo que significa estar en paro tal como lo expresan quienes lo sufren.
El objeto del cuarto capítulo son las actitudes y opiniones políticas: conducta electoral, perfiles ideológicos, significado de los conceptos de izquierda y derecha, percepción de los impuestos. En particular nos interesaba saber si la experiencia de paro está alimentando algún tipo de radicalismo antidemocrático. De momento no es el caso, si bien se observa una fuerte desafección respecto al funcionamiento efectivo del sistema político. Dado el contexto en que se hicieron las entrevistas difícilmente podía ser de otra manera. En general el parado se siente abandonado a su suerte por los partidos políticos. También queríamos analizar hasta qué punto puede afectar la experiencia de paro a la orientación ideológica del individuo, pero lo que hemos encontrado invita a pensar que la relación causal funciona al revés: el paro afecta poco a la ideología, es más bien ésta la que permite entender y vivir el paro de una u otra manera. Siendo conscientes de que la evidencia empírica manejada no permite hacer extrapolaciones, nuestra impresión es que los parados no son políticamente muy diferentes del conjunto de la ciudadanía.
La percepción de la inmigración está vinculada sin solución de continuidad al universo político-ideológico, pero dada la importancia del tema hemos preferido dedicarle un capítulo aparte, el quinto. También en este caso sospechamos que los parados no son ni más ni menos xenófobos o solidarios que el conjunto de los españoles. En el capítulo sexto se analiza la paradoja sólo aparente de que el malestar individual que general el paro se traduzca en silencio colectivo y no en protesta organizada. Ahora sí podemos afirmar con rotundidad absoluta que en la actitud resignada de la gran mayoría de los parados no hay nada de misterioso. Quien se permite poner en duda la gravedad del problema aduciendo que si las cifras del paro fueran ciertas el tejido social reventaría, en realidad no sabe de qué está hablando. El parado tiene buenas razones para intentar escapar del desempleo o de sus consecuencias por su cuenta, individualmente. No obstante, en el breve capítulo final se sugiere a los sindicatos de clase mayoritarios que se planteen la posibilidad de contribuir a la organización y movilización colectiva de los parados dentro de su estrategia de lucha contra el paro, pues quiero pensar que si los parados hicieran más ruido el sistema político comenzaría a abordar este drama con más diligencia.
El trabajo de campo en que se basa este libro no hubiera sido posible sin la ayuda financiera, logística y humana de la Fundación 1º de Mayo, que me animó a embarcarme en una investigación cualitativa que tenía en mente desde hacía varios años. Empar Aguado, Pere J. Beneyto, Jesús Cruces, Luis de la Fuente, Vicente Esteban, Daniel Garrell, Alejandro Godino, Mario Lekumberri, Alicia Martínez, Amaia Otaegui y Pedro Reyes distrajeron desinteresadamente parte de su tiempo de trabajo para hacer las entrevistas y corregir las transcripciones. Yo mismo hice nueve, pues sigo pensando que ello facilita enormemente el análisis de contenido posterior. Clara Gudín fue la eficaz conexión entre los participantes en el trabajo de campo y el material que iban produciendo, desde que se grabaron las entrevistas hasta que quedaron listas para estudio. De su tratamiento estadístico así como del trabajo con los microdatos de la EPA, que se ha utilizado para discutir algunas cuestiones y contextualizar el análisis cualitativo, se encargaron Carles Simó y Juan Antonio Carbonell. Pere Beneyto, Pere Boix, Miguel Ángel García Calavia, Pere Jódar, Ramiro Reig, Mike Rigby y Francisco Torres tuvieron la generosidad de leer algún borrador y hacerme valiosos comentarios. Gracias a todos ellos y a los parados que se dejaron entrevistar descubriéndonos su intimidad. Algunos de sus testimonios será difícil olvidarlos.